Kitabı oku: «La guerra contra el sobrepeso», sayfa 4

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El origen del estigma y de las víctimas

Llegados a este punto, puede que las comparaciones entre las víctimas de las guerras y las víctimas del sobrepeso ya le parezcan menos descabelladas que al principio del libro. Los datos objetivos indican que ambas tienen mucho en común, al hablar tanto de la cantidad como de sus características, desde las perspectivas física y mental. Podría decirse que todas ellas, las que sufren problemas de salud, mortalidad prematura o estigma, tienen un mismo origen: los ataques sistemáticos del enemigo.

En el siguiente capítulo estudiaremos con más detalle las respuestas que se han ofrecido a estos ataques. Lamentablemente, hasta ahora no han sido más que combates desiguales y batallas perdidas que solo han servido para aumentar la inmensa lista de afectados.

Capítulo 2

Las batallas perdidas

Pese a ser bastante impresionantes y algo desconocidos, lo cierto es que el verdadero alcance y magnitud de las cifras asociadas a los efectos negativos de la obesidad no son novedosos. Su evolución y tendencia se han mantenido relativamente invariables durante las últimas décadas y, lo que es peor, sin perspectivas de mejorar. Como no podría ser de otra forma, las autoridades sanitarias conocen esta realidad y son relativamente conscientes de su relevancia. Aunque quizás todavía no quieran aceptar que la perspectiva a medio/largo plazo no es nada halagüeña.

Los mensajes institucionales de alerta cada vez son más frecuentes, y cada poco tiempo entidades internacionales como la OMS y medios de comunicación de los ámbitos médico y científico difunden mensajes e informes sobre el tema. Y podría parecer que los Gobiernos son coherentes con esta preocupación, lanzando de vez en cuando iniciativas dirigidas a prevenir y plantar cara al problema. Algunas de ellas se publican después en revistas médicas en forma de investigaciones, normalmente como ensayos de intervención. Pero, dada la escasez de recursos con los que se suelen dotar, por lo general se dirigen a colectivos de afectados no demasiado numerosos y en plazos de tiempo relativamente cortos.

Con objeto de evaluar la eficacia de estas iniciativas, se han publicado varias decenas de revisiones sistemáticas que han recopilado, seleccionado y analizado diversas intervenciones. Y, leyendo y resumiendo todo lo que deducen sus autores en sus textos, podríamos destacar tres conclusiones principales (1). La primera es que casi todas las intervenciones se plantean en torno a cambios de hábitos centrados en dos aspectos: reducción de la energía ingerida y aumento de la actividad física, con el objetivo de invertir el balance energético y conseguir que las calorías consumidas superen las obtenidas mediante los alimentos. La segunda es que la mayor parte consiguen resultados muy poco significativos en lo que respecta a la pérdida de peso e incluso nulos en una buena cantidad de ocasiones, sobre todo cuando el período de análisis es medio o largo y el apoyo externo no se mantiene y cuando se centra en el colectivo infantil. Y la tercera y última es que las iniciativas más recientes y que consiguen resultados algo más prometedores (aunque siguen siendo modestos) se diseñan con una perspectiva más amplia e incluyen intervenciones más largas y dirigidas a modificar más hábitos que los únicamente relacionados con la energía ingerida y la actividad física.

En definitiva, podríamos decir que estas iniciativas se alejan mucho de la realidad de una guerra. Podría pensarse que equivalen a pequeños combates planteados casi como simulacros, desde ámbitos muy concretos, prácticamente sin armas, con pequeños ejércitos, con recursos modestos y ambiciones limitadas, que pasan desapercibidos casi por completo desde el punto de vista global de la población.

Pero hay algo todavía más grave que esta escasez de medios: la probabilidad de que las tácticas y estrategias que se están utilizando en estos limitados ataques al enemigo sean las equivocadas. La falta de resultados significativos debería hacernos llegar a esta lamentable conclusión.

Para entender lo que está ocurriendo, conviene hacer un análisis más sosegado y riguroso, tomando perspectiva y repasando todo lo que se ha vivido durante los últimos años en el tema del sobrepeso, desde lo realizado y lo conseguido hasta lo no conseguido y lo aprendido en el camino.

La batalla de las calorías

Los testimonios raramente se consideran un recurso fiable para el estudio científico de aspectos relacionados con la salud. Después de todo, las circunstancias y situación de cada persona pueden variar muchísimo. Pero a veces un testimonio resulta útil como ejemplo didáctico, porque puede ser un reflejo de una situación más generalizada. Con ese objetivo, el de ilustrar una situación, voy a relatar una escena absolutamente real de la que fui testigo involuntario hace unos años, mientras permanecía sentado a la sombra en la terraza de un local.

Esta es la conversación que pude escuchar entre dos personas que se encontraban en la mesa de al lado, hablando de un refresco en un botellín que no pude identificar:

—¿Eso que vas a tomar no engorda mucho?

—No sé, a ver qué pone… Setenta calorías.

—Ah, bueno, una comida son más de mil calorías, eso es poco.

—Bueno, para un refresco es bastante.

—Que no, mujer.

—No, espera que lo compruebe… Tiene setenta kilocalorías por cien gramos.

—¡Ah, kilocalorías! ¡Pues mucho mejor! ¡Entonces son setenta calorías por cada kilo! ¿Cuánto pesa eso?

—Creo que cien gramos.

—Entonces son… ¡Diecisiete calorías! ¡Pide una caja entera! ¡Ja, ja!

Es una transcripción prácticamente literal porque apunté palabra por palabra, debido al impacto que me produjeron. Nunca había escuchado en tan poco tiempo tantos errores de concepto juntos al hablar sobre las calorías de los alimentos.

Evidentemente, confío en que este ejemplo sea una excepción; quiero creer que la mayoría de la gente no está tan despistada. Pero puede que la confusión o el desconocimiento entre la población en general sean bastante mayores de lo que normalmente pensamos los que lidiamos a diario con temas relacionados con la alimentación, quienes estamos acostumbrados a tener una perspectiva más técnica y «nutricional» de la comida. Como suele pasar en todos los colectivos, damos por conocidas y entendidas algunas cosas que nos parecen muy evidentes pero que, en realidad, tan solo forman parte de nuestro mundo o del de personas muy interesadas en la nutrición.

En realidad, las calorías de los alimentos son uno de esos temas del que se habla muchísimo, pero que, mientras para unas personas es parte de su realidad dietética, para otras no es más que un ingrediente adicional de una confusa configuración mental respecto a las características de ciertos alimentos. Una situación de desinformación y falta de conocimientos de la que tienen poca responsabilidad, como iremos viendo poco a poco.

Sin embargo, las calorías no son en absoluto un concepto extraño. Paradójicamente, nos acompañan durante toda nuestra vida. Estamos acostumbrados a oír hablar de ellas desde que somos niños; en el colegio ya nos enseñan que es una forma de medir la energía que nos aporta la comida, con frecuencia utilizando un modelo simplificado para clasificar los alimentos como «energéticos, estructurales y reguladores». Cuantas más calorías tengan, más energía nos aportan. Y si nos aportan demasiada, corremos riesgo de ganar demasiado peso. Un concepto muy sencillo y fácil de entender, incluso para los más pequeños.

Posteriormente, en la adolescencia, si cursamos aquellas asignaturas en las que se habla un poco de física y química, resulta prácticamente imposible librarnos de conocer uno de los principios más populares y relevantes de la física, el de la conservación de la energía, normalmente mediante esta atractiva sentencia: «La energía no se crea ni se destruye; solo se transforma».

Se considera un principio universal, que forma parte del llamado primer principio de la termodinámica y que es tan importante que se aprende repetidas veces a lo largo de nuestra vida estudiantil. A diferencia de otros planteamientos, que se complican dependiendo de la perspectiva del análisis, la conservación de la energía encaja con bastante solidez en todos los modelos que utilizamos para explicar el comportamiento del universo: la física que describió Newton, la de los campos electromagnéticos de Maxwell, la relativista de Einstein e incluso la física cuántica de Planck y Bohr. Y a diferencia de otros grandes conceptos, que con frecuencia son muy complejos y solo manejables por parte de científicos especialistas, la conservación de la energía resulta de fácil asimilación y es bastante coherente con nuestra percepción de la realidad. A diario somos testigos de cómo, por ejemplo, en forma de calor, se transfiere energía entre cuerpos y seres vivos. Tocamos algo frío y se nos enfría la mano. Vemos cómo extraemos la energía existente en la gasolina para impulsar nuestros vehículos. Y, por supuesto, volviendo al tema del libro, comprobamos cómo gracias a la energía que nos aportan los alimentos, somos capaces de trabajar, correr o pensar, convirtiéndola en actividades y acciones de nuestro día a día.

En el ámbito de la alimentación, todo el mundo sabe que la energía de los alimentos se cuantifica mediante una unidad llamada caloría. Sin embargo, ese término proviene de otro contexto, el de las ciencias físicas y químicas, en el que la caloría se define de la siguiente forma: «unidad de energía térmica que equivale a la cantidad de calor necesaria para elevar un grado centígrado la temperatura de un gramo de agua de 14,5 a 15,5 ºC».

Esta descripción nos indica que en física la caloría es una referencia de transferencia de calor, en concreto basada en el agua.

¿Y es la misma que la asociada a los alimentos? Pues está relacionada, pero de una forma un poco más compleja de lo que se suele pensar. Veamos cómo se calculan las calorías de un alimento para poder entenderlo mejor.

Los técnicos de alimentos y los químicos están muy habituados a calcular la energía que desprende un compuesto orgánico (que contiene carbono) al quemarse. Es un análisis enormemente habitual que indica la energía que desprende o absorbe al reaccionar con el oxígeno, es decir, al oxidarse.

Ya que los alimentos son siempre compuestos orgánicos, cualquier alimento se puede quemar (situándolos en una atmósfera rica en oxígeno y provocando que ambos interaccionen mediante una reacción de oxidación) y observar el calor que genera, midiendo el cambio de temperatura de una referencia. Este proceso es lo que comúnmente llamamos arder, pero realmente se trata de la siguiente reacción química:

Comida + O2 (oxígeno) = CO2 (dióxido de carbono) + H2O (agua) + calor

En la práctica se hace de la siguiente manera: los técnicos depositan una muestra de comida en un calorímetro, lo rellenan de oxígeno y mediante un filamento de alta temperatura provocan su ignición. El alimento quemado genera calor, que modifica en cierta medida la temperatura de un baño de agua que rodea a todo el recipiente. Sabiendo la cantidad total de agua que hay en el baño y el cambio de temperatura producido, con unos cálculos sencillos se puede conocer el cambio de temperatura equivalente a un gramo de agua y, de esa forma, también conocer el valor final de las calorías que «se han creado» durante la combustión.

Conociendo el proceso utilizado se puede entender mejor que la cantidad de calorías que solemos considerar que «posee» un alimento realmente se refiere al calor generado tras su oxidación. Es decir, las calorías que vemos en las etiquetas de los supermercados o en las listas nutricionales realmente no forman parte del alimento como una propiedad inmutable e intrínseca, sino que informan sobre el calor generado por las reacciones de quemar sus componentes orgánicos (las grasas, las proteínas y los carbohidratos) en un ambiente rico en oxígeno. Y que normalmente es una cifra bastante elevada, del orden de varios miles de unidades, razón por la que en las etiquetas aparece el término kilocalorías (mil calorías) o kcal detrás de cada valor.

Bien, ¿y todo esto qué tiene que ver con nuestro metabolismo? ¿Acaso nuestro cuerpo funciona como un calorímetro, «quemando» los componentes de los alimentos y «capturando» la energía generada?

Pues lo cierto es que no exactamente. Los procesos que se suceden en nuestro cuerpo para obtener la energía de los alimentos son bastante diferentes (2).

Aunque el cuerpo humano es mucho más complejo que un calorímetro, podríamos decir que, en el proceso de la consecución de la energía, el inicio y el final son similares. Casi todo «lo que entra» es comida y oxígeno (O2). Y casi todo «lo que sale» (o lo que se genera) es dióxido de carbono (CO2), agua (H2O) y energía. Por lo tanto, podría representarse de forma muy parecida a la reacción química de oxidación del calorímetro que he explicado en la página anterior. Pero solo en sus extremos, porque en los pasos intermedios el asunto cambia.

¿Dónde se produce esa combustión u oxidación, con todos esos pasos intermedios, en nuestro cuerpo? Pues en las células, las maravillosas micromáquinas de las que estamos formados, unos cuarenta billones de ellas por persona (3). Todas y cada una de ellas necesitan energía para poder funcionar y mantenerse vivas. Pero los procesos que ocurren en su interior son muy diferentes a los de la oxidación del calorímetro. Son mucho más complejos, también formados por varias etapas de reacciones de oxidación-reducción (redox), en los que intervienen e influyen multitud de otros componentes y en los que se genera energía química de forma mucho más gradual, localizada y progresiva.

Con el objetivo de conocer este mecanismo con un poco más de detalle, voy a resumirlo muy brevemente en las siguientes páginas. El llamado metabolismo energético no es un conocimiento imprescindible para poder seguir leyendo el resto del libro, pero creo que resulta muy recomendable para enriquecer notablemente la perspectiva que se suele tener sobre el tema. Y también para comprender los argumentos y planteamientos que veremos en próximos capítulos. Así que lo animo a seguir leyendo; si no es un tema que domine, le aseguro que le resultará interesante.

Como punto de partida, vamos a empezar por el proceso de metabolización de uno de los componentes que ingerimos en más cantidad y más habitualmente en la dieta moderna, los carbohidratos. Quizás se trate del metabolismo que mejor se conoce desde hace tiempo y el más estudiado por parte de los científicos.

Durante su paso por nuestro sistema digestivo, los introducimos en nuestra boca, los masticamos y tragamos, para después enviarlos hacia diversos órganos, en los que se descomponen en unidades o trocitos más básicos. En concreto los carbohidratos de los alimentos (o también llamados glúcidos) se descomponen en las unidades de glucosa de las que están formados, ya que consisten en diferentes tipos de cadenas de moléculas de glucosa unidas a otras. A continuación las moléculas de glucosa son absorbidas por las paredes del intestino hasta el torrente sanguíneo, una inmensa «red de carreteras» que permite transportarlas hasta todas y cada una de las células de nuestro organismo, donde da comienzo un fascinante proceso. La glucosa atraviesa la pared celular y en primer lugar se somete a un proceso químico llamado glucólisis. Como resultado, se generan en varias etapas diversos compuestos intermedios, entre los que destacan por su relevancia dos de ellos, que le recomiendo que retenga en su memoria (a pesar de su poco intuitivo nombre), porque los mencionaré con frecuencia: el ácido pirúvico (o piruvato) y la acetil coenzima A (o acetil-CoA).

Tras este primer paso llega un segundo, en el que estos dos últimos compuestos podrían considerarse algo así como el combustible «crudo». Ambos alimentan una secuencia de reacciones más compleja llamada ciclo de Krebs o ciclo del ácido cítrico. En esta fase se produce un intenso intercambio de electrones, que finaliza dando lugar a los productos finales, el dióxido de carbono y el agua.

En la siguiente figura puede ver una representación esquemática de estos procesos (hay que recordar que este modelo realmente es una simplificación del proceso de obtención de la energía a partir de la glucosa, pero resulta bastante útil para formarse una idea de lo que ocurre):


Figura 2.1. Metabolismo de la glucosa

Si usted no está familiarizado con la química, tal vez esta descripción le haya resultado algo confusa, pero sobre todo se estará preguntando qué tiene que ver con la energía que necesitamos para movernos, pensar y vivir. Pues bien, resulta que durante varias de estas reacciones químicas y etapas también se han ido generando unas moléculas muy especiales, las llamadas trifosfato de adenosina, más conocidas por sus iniciales inglesas ATP. Lo especial de esta molécula es que se convierte con relativa facilidad (por hidrólisis, es decir, por adición de agua) en otra, el difosfato de adenosina o ADP, generando energía en dicha conversión. Y es justo esta energía que se genera en la transformación del ATP en ADP, que ocurre en numerosas ocasiones en las etapas anteriormente descritas (en la glucólisis y en el ciclo de Krebs), la que utilizan las células para funcionar y vivir. Podría considerarse «la energía de la vida», la que impulsa el resto de las innumerables reacciones químicas que se producen dentro de las células en su «día a día» y que las mantiene vivas, activas y funcionales. Cuando hacemos un esfuerzo físico extra, casi podemos percibir la química que se está produciendo a nivel celular: nuestra respiración se vuelve más rápida para poder captar mayor cantidad de oxígeno, que se utilizará en las numerosas reacciones de oxidación, que a su vez son la fuente de generación de unidades de ATP y energía.

Sin embargo, no basta con conocer el metabolismo de la glucosa. Nuestro cuerpo tiene varios mecanismos metabólicos más para no quedarse en la delicada situación de carecer de energía, ya que eso supondría la muerte. Por ejemplo, ¿cómo se asegura la disponibilidad de glucosa? Sabemos que se obtiene de los alimentos en el proceso de digestión y posteriormente se absorbe hasta el torrente sanguíneo por las paredes del intestino, distribuyéndose así por todo el cuerpo, pero ¿se puede almacenar de alguna forma? O, si agotamos la que está en el plasma sanguíneo, ¿nos quedamos por completo sin glucosa?

No merece la pena preocuparse, porque no existe ese problema; la glucosa puede estructurarse creando cadenas ramificadas y acumularse en diversos lugares, sobre todo en el hígado y en los músculos. A esta reserva se la conoce por glucógeno y se trata de un recurso muy conocido por los deportistas y aficionados al ejercicio, ya que resulta especialmente útil para asegurar una disponibilidad inmediata de energía y un flujo constante y uniforme. Se podría decir que actúa como una especie de buffer o almacén, al que nuestro metabolismo puede recurrir continuamente para obtener glucosa y alimentar las células mediante las reacciones de oxidación que hemos visto antes.

¿Puede ocurrir que se nos terminen todas las reservas capaces de aportarnos glucosa, tanto la que tenemos en la sangre como la almacenada en forma de glucógeno? Por supuesto que podría suceder. Si no comemos alimentos que contengan carbohidratos, o si ayunamos y seguimos gastando energía, puede ocurrir con cierta facilidad. Pero nuestro metabolismo dispone de otro recurso para obtener esa valiosa gasolina: las proteínas. En varias etapas y reacciones, a partir de los aminoácidos que componen las proteínas, se pueden sintetizar tanto la glucosa como el glucógeno, en un proceso llamado gluconeogénesis. En el pasado se pensaba que este era un proceso al que nuestro metabolismo recurría solo en casos excepcionales (algo así como una batería de emergencia) pero ahora se sabe que está activo en todo momento, en paralelo con los mecanismos anteriores. Aunque es cierto que alcanza una especial intensidad y relevancia, si por alguna razón no hay aporte de glucosa externo, si el glucógeno de reserva se agota o si hace falta un aporte extra de energía (como, por ejemplo, al seguir una dieta baja en carbohidratos, hacer ayuno o practicar una cantidad muy elevada de ejercicio).

Bien, ya disponemos de varias fuentes de energía basadas en la glucosa: los carbohidratos digeridos, el glucógeno almacenado y los aminoácidos de las proteínas. Pero el metabolismo energético se guarda más ases en la manga.

Aunque podría parecer que con todas las opciones anteriores tenemos asegurado el suministro de glucosa para nuestras células, millones de años de evolución han incorporado en nuestra maquinaria interna otro proceso más que nos permite conseguir energía, íntimamente relacionado con el hecho de nuestra naturaleza omnívora; o, mejor dicho, con nuestra vertiente más carnívora, que se ha ido desarrollando durante las últimas etapas de la historia de la humanidad.

Como usted quizás ya se haya dado cuenta, todavía no hemos hablado de las grasas como fuente de combustible. De manera análoga a lo que ocurre con los carbohidratos, las grasas se descomponen y metabolizan en el sistema digestivo mediante la acción de enzimas y otros elementos, para finalmente llegar al torrente sanguíneo encapsuladas en unas esferas llamadas quilomicrones. Tras viajar por este torrente, parte de su contenido acaba llegando a las células de grasa (adipocitos) y acumulándose en forma de triglicéridos y otra parte acaba yendo al hígado, para participar en otros procesos.

Los ácidos grasos almacenados de los adipocitos pueden «liberarse», salir y utilizarse también como combustible. Para ello deben pasar por un proceso llamado b-oxidación (se lee «beta oxidación»), que los transforma en acetil-CoA. Y, como recordará, este último puede alimentar el ciclo de Krebs, donde pueden generarse unidades de ATP.

¿Pero cuándo utiliza esta otra fuente de energía nuestro cuerpo? Pues, como ocurre en el resto de los casos, continuamente, en todo momento, el metabolismo energético es un sistema muy intrincado y redundante. Pero toma especial protagonismo cuando se dan ciertas condiciones. Por ejemplo, cuando la entrada de glucosa mediante la dieta es nula o extremadamente baja (unos cincuenta gramos de carbohidratos diarios, o incluso menos), nuestro cuerpo cambia su estrategia global y pone en funcionamiento una especie de «plan B». Tras crearse la acetil-CoA a partir de los ácidos grasos, esta versátil molécula también es capaz de producir unos compuestos llamados cuerpos cetónicos, en concreto el beta-hidroxibutirato y el acetoacetato, tras una serie de reacciones. Estos cuerpos viajan por el torrente sanguíneo y, al llegar a las células de los diferentes tejidos, vuelven a convertirse en acetil-CoA tras transformarse químicamente y servir de combustible para alimentar el ciclo de Krebs y los mecanismos de generación de energía (ATP). Algunos expertos llaman a esta situación cetosis nutricional.

Bien, con los ácidos grasos (también llamados lípidos) hemos completado gran parte del esquema básico del metabolismo energético humano, que, junto con los anteriores procesos asociados a la glucosa, podría representarse con la figura siguiente.


Figura 2.2. Metabolismo energético

Pero ¿hay más?

En efecto, hay algunos más, aunque su utilización, en general, suele ser menos frecuente. Nuestro metabolismo también puede conseguir energía a partir del alcohol etílico (sí, el etanol, el de bebidas como el vino o la cerveza) o de la fructosa, mediante diferentes procesos de oxidación y llegando a los mismos protagonistas. Por ejemplo, el etanol se oxida a acetaldehído y después a ácido acético, para finalizar como acetil-CoA. Y la fructosa se puede convertir en glucógeno o en triglicéridos (ácidos grasos) en las células del hígado.

Pues bien, con todas estas fuentes y mecanismos estamos asegurando que nuestras células van a estar siempre bien «alimentadas» y que tendrán siempre disponibles combustible y energía para poder desarrollar sus innumerables y esenciales funciones.

Quiero insistir en que toda esta descripción no es sino una simplificación y que, en realidad, las reacciones que suceden en cada uno de los procesos involucrados constan de muchas etapas y resultan muy complejas. Para que se haga una idea de hasta qué punto llega esta complejidad, le diré que tanto la glucólisis como el ciclo de Krebs realmente dan nombre a sendas secuencias de reacciones de diversa naturaleza, cada una de ellas con una decena de pasos diferentes.

Pero volvamos ahora al calorímetro para el cálculo de las calorías. Con el esquema del metabolismo energético en mente, está bastante claro que lo que ocurre dentro de un calorímetro de combustión y lo que ocurre dentro de nuestro cuerpo y nuestras células difieren bastante. Las reacciones de uno y otro son distintas, y las velocidades y termodinámica de cada una de ellas también.

Sin embargo, estas diferencias no impiden que desde un punto de vista práctico el valor final de energía que nos aporta un calorímetro tenga su utilidad. Imagine que utilizamos dicho dispositivo para realizar dos mediciones: la primera, introduciendo una cantidad concreta de alimentos y calculando su energía de combustión. Y la segunda, introduciendo los residuos generados tras la digestión y metabolización de dicha cantidad de alimentos (es decir, de las heces) y llevando a cabo la misma operación. Calculando la diferencia entre ambos valores, habremos obtenido un coeficiente que puede estar relacionado o ser proporcional con la «energía perdida» (o absorbida por nuestro cuerpo) durante el proceso de digestión.

Precisamente este método es el que se utiliza para realizar el cálculo de las calorías de un alimento. Lo desarrolló el químico Wilbur Olin Atwater a finales del siglo XIX: calculando la energía de combustión en un calorímetro de alimentos y heces, unos coeficientes relacionados con la digestibilidad (ya que el aprovechamiento no es del 100%) y añadiendo un factor relacionado con las pérdidas realizadas a través de la orina, fue logrando diversos valores para alimentos en los que predominaban ciertos nutrientes (proteínas, carbohidratos grasas) y también para comidas variadas. Por razones prácticas, los resultados de todas estas investigaciones se simplificaron y redondearon a unos valores finales, en función de la composición de macronutrientes de los alimentos. Se llaman coeficientes Atwater y se concretan en las siguientes cifras:

•Un gramo de grasa aporta nueve kilocalorías.

•Un gramo de carbohidratos aporta cuatro kilocalorías.

•Un gramo de proteínas aporta cuatro kilocalorías.

En efecto, la energía que se indica en las etiquetas de los alimentos realmente se basa en este método. En la práctica de laboratorio, se determina en primer lugar la cantidad de grasas y proteínas por medios químicos; después se calcula la cantidad de carbohidratos por diferencia; y finalmente se aplican los coeficientes Atwater a cada macronutriente: nueve kilocalorías por gramo a las grasas y cuatro kilocalorías por gramo a las proteínas y carbohidratos (y dos para la fibra).

Volviendo a la comparación calorímetro-metabolismo, es cierto que las reacciones ocurridas en un calorímetro y en nuestro cuerpo difieren, pero, dado que se trata principalmente de reacciones de oxidación-reducción, ese valor de «energía perdida» o transferida medida con un calorímetro podría tener relación o proporcionalidad con el balance de energía final intercambiada en forma de ATP en todas las fases anteriormente descritas de la metabolización (glucólisis, ciclo de Krebs, etc.). Y de hecho, parece que así es. Nuestro cuerpo puede obtener bastante más energía de la misma cantidad de grasas que de carbohidratos o de proteínas, como se deduce de sus coeficientes. El problema reside en que, además de la generación de energía, en nuestro interior ocurren más cosas. Muchas más.

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