Kitabı oku: «La naturaleza de las falacias», sayfa 10

Yazı tipi:

Sección 1

Hitos y autores

1. El padre Aristóteles

Las Refutaciones Sofísticas [RS] de Aristóteles, un apéndice de los Tópicos dedicado a este tipo de contrapruebas fallidas y engañosas, son el texto fundacional del estudio de las falacias. El propio Aristóteles, en el apartado final del ensayo, afirma su paternidad con respecto al estudio de la argumentación en general —y de la argumentación falaz, en particular, dado este contexto—. Por contraste con el arte de la retórica, que ya contaba con cierta continuidad a partir de sus inicios, en el estudio del razonamiento Aristóteles declara no haber encontrado ninguna primicia en que apoyarse:

«Sobre las cuestiones de retórica ya se había dicho mucho y desde antiguo, mientras que sobre el razonamiento [perì dè toû syllogídsesthai] no había en absoluto nada anterior que citar, sino que hemos tenido que empeñarnos y emplear largo tiempo en investigaciones tentativas» (RS, 184ª9-184b3).

De ahí que el autor no solo pida comprensión hacia su trabajo, sino el reconocimiento del mérito que tiene haber sentado unos principios. Nadie, hasta ahora, ha desmentido la declaración de paternidad en tales términos del viejo Aristóteles, ni le ha negado su reconocimiento. Pero esto no nos impide rastrear ciertos orígenes anteriores a su fundación del estudio de la argumentación falaz, “sofística” en términos de entonces.

1. LOS ORÍGENES

Hoy, desde luego, no podemos fechar la aparición de la idea primigenia de argumento falaz. Pero sí podemos constatar la presencia de dos supuestos de su detección en la época de los sofistas anteriores a Aristóteles. Estos supuestos son:

1. La distinción entre una argumentación mejor o más fuerte [kreítton] y otra peor o más débil [hétton].

2. La conciencia de la posibilidad del uso ilegítimo del argumento peor para imponerse al argumento mejor en una causa forense o en un debate público.

Un testimonio puede verse en las Nubes (h. 424 a.n.e), la comedia de Aristófanes que ironiza a propósito de Sócrates representado en el papel de sofista. Los sofistas, según el personaje Estrepsíades, «dicen que enseñan dos clases de discurso: uno mejor (o más fuerte), cualquiera que sea, y otro peor (o más débil); y aseguran que con el segundo pueden ganar hasta las causas más inicuas» (vv. 112-115); más adelante, el mismo personaje pide a Sócrates que enseñe a su hijo Fidípides «los dos razonamientos, el fuerte, sea el que fuere, y el débil, que triunfa sobre el fuerte por medio de lo injusto; enséñale, al menos, el razonamiento injusto», con el fin de salir indemne de un juicio de deudas. «Lo aprenderá de boca de los razonamientos mismos» —responde Sócrates (vv. 882-886)—. Palabras que dan paso a una puesta en escena de la disputa entre el discurso o razonamiento justo [díkaios lógos] y el injusto [ádikos lógos].

Los sofistas se habían interesado por este tipo de debates y habían desarrollado en especial la confrontación discursiva como forma de debate público; esto les había valido su caracterización por parte de Platón como antilogikoí, los que oponen un logos a otro (Sofista 232b). Protágoras mismo aseguraba que cualquier asunto se presta a argumentos opuestos y, como muestran los llamados Discursos dobles [Díssoi lógoi], las contraposiciones de este género consistían en debilitar o rebatir un argumento dado, A, mediante un contraargumento que el propio A generaba. Es un proceder crítico cuya variante más fuerte como “refutación por reducción al absurdo” se suele remontar a Zenón de Elea y los orígenes de la dialéctica, antes y al margen de la sofística.

La tradición retórica, por su parte, también venía destacando la importancia de la lysis en el sentido de refutación o impugnación, así como los recursos relacionados con la confrontación discursiva. En la Retórica a Alejandro, el primer manual que hoy se conserva, tienen un papel principal las estrategias de amplificación de las alegaciones propias y minimización de las contrarias, y aparece en escena la argumentación ad hominem bajo la forma tu quoque como excusa para aducir en el peor de los casos2.

Estos precedentes sofísticos y retóricos presentan tres características notables:

(a) El marco dialógico de la confrontación discursiva, que luego elaborará Aristóteles en los Tópicos, VIII, mediante la regulación de los papeles del proponente, responsable de la tesis puesta en cuestión, y el oponente que trata de rebatirla o, cuando menos, de hacer que quien responde de ella caiga en contradicción. No es casual que las primeras falacias estudiadas sean argumentos con pretensiones de refutación.

(b) El contexto del discurso público, no privado: es decir, la consideración del discurso que tiene lugar en los litigios, en las causas judiciales o en las deliberaciones políticas. Cabe preguntarse si, en estos contextos, la conciencia de los discursos fraudulentos y engañosos, i. e. sofismas en el sentido que ya he precisado en el cap. 2 de este libro, no es anterior a la de los errores propios, i. e. paralogismos; al menos, el caso de los sofismas puede parecer más relevante. De hecho, el ensayo de Cicerón Sobre la invención retórica solo menciona los errores que un orador puede detectar en su contrincante, los modi reprehensionis, mientras que la Retórica a Herenio cataloga como vitiosa argumentatio tanto los errores que interesa denunciar en el oponente como los que conviene evitar en uno mismo —sin que, por cierto, se siga de ahí que el escrito citado de Cicerón sea anterior a esta Retórica anónima, pues según todos los visos no lo es—.

(c) La calidad y la fuerza de un argumento parecen relativas a las del contraargumento correspondiente en la confrontación, pero no deja de haber algún criterio externo de valoración, como la aprobación de los jueces o del auditorio, según indican los listados retóricos de errores a denunciar o evitar. En estos repertorios se mezclan los casos falaces y los usos lingüísticos inapropiados, y todos ellos se mencionan por intereses y con propósitos prácticos. Su objetivo no es recopilar las directrices e infracciones de la discusión crítica, sino instruir sobre cómo ganar el caso. Para estos efectos, importa mucho saber aprovecharse de los errores del contrario, en particular cuando éste viola o ignora ciertos estándares culturalmente establecidos de verosimilitud y razonabilidad. Otro indicio en la misma línea son las referencias críticas e irónicas de Aristófanes a las enseñanzas de los sofistas —por no hablar de su caricaturización platónica, e. g. en Eutidemo3—. Pero todo esto supone la existencia tácita de tales normas y su conocimiento público, al menos por parte del auditorio o del jurado; de lo contrario, la denuncia de las infracciones no sería eficaz. En último término, son motivos de eficacia los que presiden la catalogación de errores tanto en su condición de falacias o malas inferencias, como en su condición de formulaciones torpes o inapropiadas. Ambos aspectos seguirán presentes de algún modo en los catálogos aristotélicos, no solo en el tratamiento de los entimemas aparentes del capítulo 2.24 de la Retórica, que constituye la primera discusión expresa de las falacias dentro de la tradición retórica, sino también en la clasificación más elaborada de las Refutaciones sofísticas, que inicia el análisis de las falacias en la tradición lógica.

Tipos y casos en busca de una denominación común

Entre los siglos VI y IV a.n.e., en el largo despertar de nuestra conciencia discursiva en Occidente, hay, como hemos visto, prácticas deliberadas de argucias y argumentos capciosos; también se dan unos primeros pasos en su detección y denuncia en el curso de una confrontación o de un debate. Faltan, sin embargo, un término y un concepto específicos de falacia. Ya he indicado que en las referencias y clasificaciones de la tradición retórica se entremezclan los casos falaces y los usos lingüísticos inapropiados, sin una idea precisa de la argumentación falaz hasta que Aristóteles apunta el criterio de la (falsa) apariencia de legitimidad cuando habla de “entimemas aparentes”. Ahora bien, lo que resulta aún más llamativo es que la ausencia de un término técnico se haga notar incluso entre los que están elaborando un nuevo lenguaje para el análisis conceptual y la reflexión filosófica: Platón en primera instancia, pero también el propio Aristóteles.

Platón no escatima la exposición de tretas y recursos falaces —y no solo en los conocidos pasajes de Eutidemo (e. g. 275d-278b, 283c-284e, 297e-298e)—; ni por cierto se priva de su uso llegado el caso. Según Robinson (1942), son varios los tipos de falacias considerados por Platón: entre ellos, el de la pregunta múltiple o la cuestión compleja (e. g. Gorgias 466c-d, 503a); el de la falsa analogía (e. g. Cármides 165e, República I 337c); el de la conversión falaz de una premisa (e. g. Protágoras, 350c-351b) y, en fin, diversos casos de ambigüedad. A juicio de Robinson, en alguno de estos casos de ambigüedad es donde Platón se aproxima a un término específico como “anfibolous” (Crátilo 437a). Con todo y con eso, en Platón solo se encuentran referencias genéricas al ingrediente falaz o capcioso del discurso álogon, erístico y sofístico, un ingrediente fundido con su contexto y cuyo carácter falaz tampoco se distingue por lo regular de la falsedad material4.

Platón tiene, en suma, cierta conciencia del uso y de la dimensión falaz, capciosa o especiosa del discurso, aunque no se trate de un conocimiento o de un discernimiento cabal y preciso. Por lo demás, no parece que esos aspectos le merezcan mucha atención en el marco de sus intereses y preocupaciones más sustantivas que lingüísticas. Platón no suele normalmente examinar, contra lo que será casi norma en Aristóteles, los usos múltiples y a veces problemáticos del lenguaje discursivo. Salvo en determinados casos, como en el contexto del Crátilo antes citado en que discute la imposición de nombres, no parece considerar que la ambigüedad sea una cuestión de especial interés para el filósofo —por contraste con los usos y abusos de los sofistas—.

Con independencia de los intereses críticos y reflexivos de los forjadores de un lenguaje técnico filosófico, puede que el uso del verbo “paralogídsomai” y sus asociados, en el sentido de comisión discursiva de un fraude o de un engaño, tenga el significado más aproximado a lo que hoy se entiende comúnmente por falaz, en su amplio espectro de significación. Hay usos constatados en este sentido en el s. IV y no solo en Aristóteles, sino en otros autores como Esquines. Pero el propio Aristóteles emplea “paralogismo” en varias acepciones, a veces para indicar un simple error de razonamiento (e. g. RS 165ª17), otras veces para denotar una refutación solo aparente (e. g. RS 164ª21) y en ocasiones para referirse a un argumento falso en general (e. g. RS 183ª17). Así que, en definitiva, las denominaciones aristotélicas: ‘refutación sofística’, ‘refutación aparente’, ‘razonamiento erístico’, ‘argumento falso’, vienen a ser las que más se acercan a unos términos técnicos para denotar una falacia y, en particular, una deducción espuria o falaz. Pero, desde luego, no alcanzan a cubrir lo que hoy entendemos específicamente por argumentación falaz, ni alcanzan a distinguir algunas de sus variedades principales, como las polarizaciones del sofisma y el paralogismo. Por añadidura tampoco tienen un uso consistente, de modo que no pasan de ser aproximaciones. ‘Argumento falso’ parece ser la denominación más general a la luz de Tópicos, VIII 12, 162b3-16 —vid. este pasaje entre los textos traducidos más adelante—. ‘Argumento erístico’ y ‘argumento sofístico’ pueden tomarse como equivalentes, dentro de una tradición de usos cargados como los de Platón o Aristófanes, a la que no es ajeno Aristóteles, para indicar el deseo de ganar o de convencer discursivamente a cualquier precio, incluso mediante argumentos especiosos. Dentro de esa tradición los argumentos sofísticos no son meros errores personales, monológicos o privados, como pudiera serlo un paralogismo. Pero Aristóteles no parece conceder importancia a esta distinción, pues tanto en el caso de quien trata de engañar como en el caso de quien es engañado, la fuente del engaño vendría ser la misma: o el engaño proviene del lenguaje empleado o se debe a confusiones sustantivas, extralingüísticas. La denominación de ‘argumento (silogismo, refutación) aparente’ podría considerarse la más técnica o, al menos, la más característica de la concepción aristotélica del discurso falaz5.

2. EL CARÁCTER FALAZ DE LAS REFUTACIONES SOFÍSTICAS

Aristóteles asume la matriz dialógica de la confrontación, pero esta, en el marco de los Tópicos, pasa a ser una interacción regulada entre dos personajes dialécticos en torno a una proposición discutible que se pone en cuestión, por ejemplo: “¿se puede enseñar la virtud?”. Hay dos supuestos tácitos que luego aparecerán explicitados en diversos lugares, uno por el propio Aristóteles, a saber: los contendientes están dispuestos en dirimir el asunto por la vía de la argumentación, pues nadie discute con alguien que se niegue a ello; el otro, por sus comentadores como Alejandro de Afrodisia, a saber: las proposiciones que son objeto de debate son proposiciones plausibles en principio, pues tampoco cabe discutir cuestiones indecidibles del tipo de “¿es par o es impar el número de las arenas del mar?”. Los personajes son un proponente y un oponente; el primero, con su afirmación de una de las alternativas (la virtud se puede enseñar / no se puede enseñar), asume el compromiso de responder a las cuestiones u objeciones del oponente, así que actúa como responsable y respondiente; el segundo, a su vez, solo puede dar por sentado lo admitido por su interlocutor para hacer que éste incurra en contradicción. El sentido de la interacción dialéctica en los Tópicos no es, en principio, una confrontación entre argumentos contrapuestos (díssoi lógoi), ni un debate teórico en busca de una solución doctrinal o acerca de la verdad/falsedad de una proposición, sino un ejercicio práctico, en el que ambos contendientes dan prueba de sus habilidades, la incisiva del oponente y la defensiva del respondiente. El propósito declarado de los Tópicos consiste, justamente, en proporcionarnos un método que nos capacite para discurrir deductivamente acerca de cualquier cuestión que se plantee, partiendo de unas premisas plausibles y de modo que, si sostenemos algo a ese respecto, no incurramos en ninguna inconsistencia (100ª18-21). He ahí un fino rasgo de la sabiduría aristotélica: lo que importa no es vencer en la confrontación, sino más bien no verse vencido.

Dentro de este marco general, Aristóteles declara los servicios específicos del estudio de las refutaciones sofísticas (RS 16, 175ª5-17). Dos se suponen de especial interés para el filósofo:

1) La conciencia de, y la puesta en guardia ante, los problemas relacionados con el uso del lenguaje, e. g. los generados por términos equívocos o expresiones ambiguas.

2) La formación y el desarrollo de nuestras habilidades argumentativas en orden a preservarnos de errores, sean inducidos (e. g. por un sofista) o sean propios.

Hay un motivo adicional que puede interesar a todo el mundo: el de ganar reputación o prestigio como persona experta y avisada si se trata de censurar una argumentación. Responden quizás a esta motivación los pasajes dedicados a exponer ciertas argucias y estratagemas dialécticas y retóricas (e. g. RS 15, 174ª16-174b41).

Conceptos y planeamientos básicos

Como ya he sugerido, el tipo de argumentación que Aristóteles considera es ante todo la deducción a partir de premisas plausibles. Aristóteles habla de ‘syllogismós’. Se trata de un término técnico, donde los haya, dentro del lenguaje aristotélico. Pero no deja de tener usos diversos: como razonamiento en general, como deducción más en particular y, más específicamente, como tipo canónico de deducción válida perteneciente al sistema lógico de los cc. 4-7 del libro I de los Primeros Analíticos. En el presente contexto tiene el sentido de deducción, un sentido algo peculiar conforme a su concepción aristotélica como un discurso que parte de unas cuestiones puestas de tal modo que necesariamente ha de seguirse, a través de lo establecido, algo distinto de lo establecido (cf. RS 165ª1-2). Es decir, el silogismo aquí pertinente es una deducción que se atiene a estas condiciones:

(i) la conclusión se sigue necesariamente de las premisas aducidas;

(ii) la conclusión es una proposición distinta de cualquiera de esas premisas;

(iii) la conclusión se sigue intrínsecamente de ellas.

Según (i), se trata en principio de una deducción válida que descansa en una relación de consecuencia lógica entre las premisas y la conclusión; según (ii), esta relación no es reflexiva —a diferencia de nuestra idea estándar de consecuencia lógica—; según (iii), comporta una pertinencia fuerte de las premisas con respecto a la conclusión —por contraste con nuestra concepción estándar de la consecuencia formal—.

Una refutación [elénchos] es a su vez, en este contexto, un silogismo que conduce a la contradicción de la conclusión en cuestión (RS 165a3-4), esto es, una deducción de la proposición contradictoria de la tesis mantenida por el interpelado o respondiente en el debate dialéctico. Así pues, una refutación suma a las anteriores (i)-(iii) la condición:

(iv) la conclusión es la proposición contradictoria de la tesis en cuestión.

Por otra parte, a la luz del propósito de los Tópicos (100ª17-21) antes citado, cabe entender este cometido refutatorio o contraargumentativo como la deducción bien de (a) una proposición contradictoria de la tesis sostenida por el respondiente, o bien de (b) una proposición inconsistente con las premisas asumidas por él —de acuerdo con una variante aristotélica de la argumentación ad hominem—.

Una refutación sofística es, en fin, una refutación aparente: parece cumplir las condiciones (i)-(iv) sin hacerlo efectivamente. Por ejemplo, una petición de principio no cumpliría (ii), así como una falacia de falsa causa —o de atribución causal en falso— no cumpliría (iii); serían, pues, deducciones o contrapruebas fallidas; resultarían además sofísticas si aparentaran o dieran la impresión de lo contrario. Sin embargo, este tipo de argumentación también puede darse en otros casos, a tenor de: «Llamo refutación y deducción sofísticas no solo a las que parecen deducción o refutación, pero no lo son, sino también a las que siéndolo, solo en apariencia son apropiadas para el caso» (RS, 169b20-23); así puede ocurrir si, por ejemplo, se emplean argumentos no geométricos en geometría. Recordemos, por añadidura, el caso del razonamiento erístico: según los Tópicos, «un razonamiento erístico es el que parte de cosas que parecen plausibles, pero no lo son, y también el que, pareciendo una deducción, sin serlo, parte de cosas plausibles o que lo parecen» (100b16-18), así que también resulta sofístico. Una refutación sofística es, en suma, la que aparenta partir de (1) unas proposiciones plausibles para concluir (2) deductivamente y (3) del modo pertinente (4) la proposición contradictoria de la tesis puesta en cuestión, pero en realidad falla en uno o más de estos respectos (1)-(4), de modo que solo es una contraprueba aparente.

Estas nociones permiten hacerse una idea relativamente precisa de la fundación aristotélica del análisis de las falacias. Su contribución se puede resumir en tres puntos de especial significación en la perspectiva de una posible “teoría de la argumentación falaz”. Son los puntos siguientes:

[i] es falaz la argumentación que aparenta ser una prueba o contra-prueba, pero

[ii] en realidad resulta una prueba o contraprueba fallida; más aún,

[iii] toda prueba o contraprueba fallida y aparente es el reverso de una genuina, al menos en el sentido de que cualquier fallo, defecto o incumplimiento de una refutación genuina determina una refutación aparente correspondiente.

El punto [i] avanza una característica distintiva de la concepción aristotélica: la falsa apariencia que induce a engaño o a error, característica que luego tendrá considerable fortuna en el tratamiento tradicional de las falacias. El punto [ii] preludia un supuesto típico de la perspectiva lógica sobre las falacias, aunque esta perspectiva pueda luego no compartir el deductivismo aristotélico de origen. El punto [iii] marca, en fin, la temprana aparición de un supuesto que todavía hoy sigue activo —e. g. en la orientación pragmadialéctica—: el supuesto de correlación o de contrapartida, según el cual una falacia denota una falta de virtud y toda falacia consiste en una argumentación mala por incumplir o violar algún requisito o norma definitorio de la buena; en consecuencia, la “teoría” de la argumentación falaz vendría a ser justamente la derivada de la “teoría” de la buena argumentación. Es, con todo y como ya sabemos, un supuesto discutible en la medida en que ignora la eventualidad del uso falaz de buenos argumentos; eventualidad que, por cierto, no dejó de prever Aristóteles al mencionar entre los argumentos falsos el caso de las deducciones concluyentes cuyo empleo no es realmente pertinente en el contexto de referencia, e. g. cuando se aducen argumentos sólo aparentemente médicos en medicina o pruebas solo aparentemente geométricas en geometría (Tópicos, 162b7-11).

Explicaciones y clasificaciones

Recordemos los servicios que, según el sentir común, cabe esperar del estudio de las falacias. Son más bien prácticos en la medida en que tienen que ver con la adquisición y la demostración de competencias y habilidades argumentativas. Pero uno de ellos, en particular, pendiente de la detección y del tratamiento de ambigüedades y equívocos, responde a motivos más teóricos relacionados con los problemas que pueden generar nuestros usos del lenguaje. Y, en efecto, los intereses que mueven a Aristóteles no solo son prácticos, instructivos y preventivos, sino analíticos, de detección, y teóricos o “filosóficos”, de explicación. El planteamiento aristotélico envuelve dos planos teóricos: el de la contraprueba fallida, en la línea del punto [ii] antes señalado, y el de la falsa apariencia de una prueba efectiva, en la línea de [i]. Las explicaciones en ambos respectos no están desarrolladas, pero se dejan traslucir en algunas referencias a sus causas. Las causas de una contraprueba fallida residen bien en las proposiciones (premisas, conclusión no justamente contradictoria), o bien en el razonamiento mismo o bien en la inadecuación contextual de la prueba en su conjunto (cf. e.g. Tópicos, 162b3-16; RS 169b20-22). Remiten a incumplimientos o violaciones de las condiciones de una refutación genuina. Por su parte, las causas de la falsa apariencia serán objetivas, cuando el error descanse en cierta semejanza con la contrapartida genuina; o subjetivas, cuando el error se deba a la incompetencia o a la inexperiencia del agente discursivo que se vea engañado por ella (cf. e.g. RS, 164ª22-164b29).

Son, por otro lado, los propósitos aristotélicos de detección y explicación los que dan sentido a su ensayo de clasificación y reducción de las contrapruebas aparentes o refutaciones sofísticas. Aristóteles no ofrece un catálogo al uso, ni un listado arbitrario —e. g. por orden alfabético—, como los que luego cundirán en las presentaciones de las falacias. Aparte de indicar las causas del error, Aristóteles pretende una especie de clasificación cabal y natural de los tipos falaces de error discursivo en función de sus fuentes. Y, por si fuera poco, no deja de sugerir la ulterior sistematización o reducción de algunos de estos tipos a uno principal. También en esta línea, Aristóteles marcará el camino de ensayos posteriores, tanto en la antigüedad como en tiempos modernos e incluso en nuestros días.

Hay, piensa Aristóteles, dos clases de fuentes del razonamiento erróneo. Unas tienen un carácter lingüístico: determinan las falacias que dependen esencialmente de nuestro modo de expresión o de la naturaleza del lenguaje; las otras son de carácter extralingüístico: aquí las falacias provienen de otros aspectos y referencias del discurso. Entre las primeras (RS 165b23-30), se cuentan la equivocidad léxica [homonimia], la ambigüedad proposicional [anfibología], la composición y división de los elementos de la frase, el acento y la forma de la expresión. La equivocidad y la ambigüedad ya eran viejas conocidas6, pero las restantes también resultaban familiares en el uso cotidiano, aparte de ser recursos socorridos —e. g. en declaraciones oraculares, a efectos retóricos, etc.—. A estas seis se suman otras siete no determinadas por el lenguaje (RS, 166b20-27). Son: las que tienen que ver con predicaciones accidentales, i. e. no convertibles, o con atribuciones modales erróneas; las atribuciones absolutas, o no absolutas sino referidas a un aspecto, un lugar, un momento o una relación con algo; las debidas al desconocimiento de la refutación [ignorantia elenchi] o, más precisamente, al incumplimiento de las condiciones de una prueba contradictoria efectiva de la tesis en cuestión; las relacionadas con la consecuencia —dan en suponer de modo indebido la simetría o convertibilidad de la relación de consecuencia de modo que si un consecuente b se sigue de un antecedente a, entonces a se seguiría a su vez de b—; las que dan por sentada la conclusión que se pretende establecer [petitio principii]; las que aducen como causa lo que no es causa; las que funden varias y diversas cuestiones o preguntas en una sola y así prejuzgan o sesgan la respuesta [falacia de la cuestión múltiple]. También podían considerarse casos familiares, al menos en ciertos medios filosóficos, retóricos e intelectuales de la Atenas de los ss. V y IV a.n.e. En cualquier caso, estas trece clases de falacias han constituido su “clasificación natural” en la lógica escolar durante siglos: han sido las especies dadas o “creadas ab initio” de la fauna de las falacias.

Por otro lado, como ya he sugerido, Aristóteles no deja de mostrarse a veces más sutil o más sensible a los especímenes falaces y nos invita de reconocer algún otro tipo de refutación sofística en atención a las deducciones que son concluyentes, pero inadecuadas o improcedentes para el asunto tratado, aunque aparenten serlo.

«Llamo refutación y deducción sofisticas no solo a las que parecen refutación o deducción y no lo son, sino también a las que aun siéndolo, solo en apariencia son apropiadas para el caso» (RS 169b21-23 cf. también el ya citado Tópicos, 162b7-11).

Más aún, conviene considerar una precisión adicional a tenor de la revisión de noción de refutación aparente que propone el capítulo 10 de RS:

«si se da una refutación aparente, la causa de su falsedad estará en el razonamiento o en la contradicción (en efecto, debe añadirse el caso de la contradicción) y a veces en ambos» (171ª5-8).

Y entonces, con respecto a la contradicción en particular, habrá que recordar las precisiones avanzadas en el cap. 5 de RS:

«Una refutación es una contradicción de uno y el mismo predicado —no del nombre, sino de la realidad— y no de un sinónimo, sino del nombre mismo, a partir de las premisas asumidas y que se sigue necesariamente de ellas (sin que incluyan el punto originario en cuestión), y se da en el mismo respecto, relación, modo y tiempo <que la asunción o tesis contradicha>» (167ª23-27).

Llegados a este punto, será útil volver la vista atrás con el fin de recapitular los resultados “teóricos” del análisis aristotélico. En principio, son criterios determinantes de la refutación sofística los siguientes:

(a) aparentar que es un silogismo, sin serlo efectivamente, por algún fallo o defecto de los tipos (i)-(iii), indicados anteriormente;

(b) aparentar que es apropiado para el caso, pero sin serlo por

(b.1) no concluir lo contradictorio de lo que se pretende refutar —tipo (iv)—, o

(b.2) aducir razones o consideraciones no pertinentes o ilegítimas en el caso planteado.

Dicho en términos más explícitos, que además propician el uso de los criterios a efectos no solo de evaluación sino de detección, una refutación puede ser solo aparente y resultar una contraprueba fallida por uno o más de los defectos siguientes:

(1) no contradice el caso real, sino su denominación;

(2) contiene algún sinónimo en vez del término original;

(3) las premisas no han sido asumidas por el respondiente;

(4) la conclusión contradictoria no se sigue necesariamente de ellas;

(5) el punto originario del debate o el “principio” que está en cuestión se encuentra entre las premisas asumidas;

(6) la prueba no resulta efectivamente contradictoria en el mismo respecto, relación, modo o tiempo.

Algunos de estos fallos determinantes tendrán luego larga vida. Por ejemplo, (1)-(2) y (6) aparecen en Boecio, (1) y (6) en Ammonio; y después reaparecen en tratados bizantinos medievales7.

Pero mayor importancia reviste la sugerencia de reducir todas las variantes determinadas por esos criterios y recogidas en las clasificaciones que derivan de sus fuentes lingüísticas o extralingüísticas, a un defecto principal, a la ignorantia elenchi o ignorancia de la refutación. Pues, a juicio de Aristóteles, «todas las variedades incurren en la ignorancia de la refutación: unas, en función de la expresión, en cuanto que la contradicción, que es lo propio de la refutación, es aparente, y las otras en función de la definición de deducción» (RS 6, 169ª18-22), es decir, en función de los rasgos (i)-(iii) definitorios del silogismo.

Con todo, Aristóteles no parece interesado en sentar sobre esta base una teoría reductiva maximalista que remita a un único principio —como más tarde tratarán de hacer algunos autores a partir de Galeno, vid. infra, 1.4—.

3. LAS FALACIAS EN LA RETÓRICA Y EN LOS PRIMEROS ANALÍTICOS

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
696 s. 28 illüstrasyon
ISBN:
9786123252304
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок