Kitabı oku: «Republicanas», sayfa 2
Durante los siglos XVIII y XIX los presupuestos básicos de la modernidad, es decir, la razón y el progreso (político, económico y científico) se fueron constituyendo como hegemónicos en las sociedades liberales, derivando al ámbito de lo privado y separando de lo público lo cotidiano y lo doméstico y, también, todo lo relacionado con lo personal, con las pasiones y con el afecto.
Progresivamente identificado el espacio público con aquello que pertenecía al Estado y a su gestión política, y el espacio privado con el resto de funciones sociales consideradas apolíticas, nuevas fronteras dividieron teóricamente las actividades humanas. Progresivamente, también la industrialización y el crecimiento de las ciudades contribuyeron a trazar nuevas delimitaciones en las relaciones entre los sexos, al alejar las tareas productivas, que cada vez más se fueron realizando también en talleres y fábricas, de las tareas reproductivas que paulatinamente se circunscribieron al espacio estricto del hogar. Mientras que en la sociedad preindustrial la unidad económica básica era la propia familia y el trabajo de las mujeres resultaba imprescindible para mantener la empresa o el negocio familiar,26 la sociedad industrial asignó a las mujeres, también a las trabajadoras, espacios y funciones específicas determinadas sobre todo por su capacidad reproductiva. La vida doméstica y la privacidad, supuestamente al margen de la vida pública, se convirtieron así en el centro de la vida íntima y en el «reino femenino» por excelencia.
De este modo, a la vez que el campo de las actividades humanas se reestructuraba –tanto en lo material como en las nociones de comprensión que le daban sentido– en dos áreas diferenciadas: la de lo público (la producción, el Estado, el trabajo, el mercado) y la de lo privado (el hogar, el afecto, la intimidad personal, la familia), se estaba efectuando también la construcción histórica de la diferencia sexual. Esta nueva división en géneros que estaba teniendo lugar, teorizada como atemporal y consustancial a la naturaleza de los sexos, no sólo sirvió para asentar el predominio de la burguesía como clase y para sustentar nuevas formas de poder del Estado, sino que además proporcionó las bases metafísicas de la cultura moderna y de su mitología reinante.27
Así, en lo que se podría denominar la cultura típicamente burguesa, por un lado se acabó consolidando una representación de las mujeres como centro de la domesticidad, cercanas a la naturaleza por sus funciones reproductivas, abnegadas, afectuosas y exclusivamente dedicadas a las necesidades de sus hijos y de su círculo familiar; mientras que, por otro lado, a los hombres se les representaba como capaces de grandes cometidos intelectuales, políticos, militares, que vinculaban su interés personal al bien universal.28
Pero la sociedad liberal no sólo construyó una clara delimitación de los papeles que correspondían a los sexos, sino también la delimitación entre los intereses políticos generales y significativos –que los hombres adultos y propietarios representaban y estaban encargados de defender en la esfera pública– y los intereses considerados particulares de otros grupos sociales que fueron marginados de la vida política.29 Como afirma Zabala, «la gestación de la sociedad burguesa conllevó la construcción de un nuevo sujeto definido sobre todo en términos de clase y de género sexual».30
Sin embargo, la cultura de la modernidad contenía en sí misma importantes contradicciones, porque a la vez que las definiciones de los sujetos modernos se construían a partir de atribuciones diferenciadoras que relacionaban a cada grupo social con un cometido y un rango específico dentro de la organización social, las nuevas leyes políticas aspiraban a dotar a los individuos de atributos universales relacionados con la igualdad teórica de todos los ciudadanos. La teoría liberal concebía al yo sujeto de los nuevos derechos políticos, esencialmente neutro en cuanto al sexo, y no sometido por la naturaleza a ninguna autoridad.31 Puesto que el objeto de la ley era general y no había leyes especiales para determinados individuos, familias o grupos, el privilegio y las discriminaciones legales parecían ser «cosas del pasado», ya que los individuos se concebían esencialmente libres y las voluntades particulares debían constituir el verdadero origen del gobierno.
El liberalismo preso en la urdimbre tejida por sus propias paradojas, por un lado, marginaba de la vida política efectiva a amplios sectores de la población y definía nítidamente sus cometidos en la vida social; pero por otro lado, concibiendo a los individuos a distancia de la esfera pública, los liberaba de los vínculos y las dependencias tradicionales de la comunidad, permitiéndoles conquistar en el ámbito de la privacidad el derecho a tener una vida personal autónoma.
Porque si antes de las sociedades estatalizadas (liberales-burguesas) las normas de comportamiento se habían justificado por un argumento social –es decir, por la presencia de seres exteriores que observaban y juzgaban las conductas–, los nuevos códigos de relaciones sociales desarrollaron paulatinamente métodos que marcaron el tránsito desde el heterocontrol al autocontrol.
Los sujetos modernos, en el camino hacia la individualización, interiorizaron las reglas que debían regir sus conductas, y el desarrollo personal aportó a los individuos claves autónomas de razonamiento radicadas en su particular discernimiento que se fueron convirtiendo en un ámbito de crítica potencial a ese dominio público liberal profundamente desigualitario.32
La esfera pública –concebida como el ámbito donde se desvanecía toda dominación y donde el poder mismo podía ser objeto de discusión abierta por los particulares– permitía a los nuevos individuos interpelar al Estado, exigiendo que ese ámbito público constituido en beneficio de unos pocos aplicara realmente sus principios teóricos y ampliara los derechos de los sujetos marginados por el sistema. De este modo, el ámbito privado, que en el imaginario liberal había ido marcando las diferencias sociales con mayor nitidez,33 recuperaba sus interdependencias con la vida pública y se convertía en un instrumento político que contribuía a la democratización de la vida social.
En este proceso, a finales del siglo XIX en España, como igualmente sucedió en otros países de Europa, se desarrollaron diferentes movimientos sociales, como fue el caso del movimiento que se agrupó en torno al republicanismo blasquista, que a través de críticas y demandas morales, fueron conformando un nuevo estado de opinión: se reclamaban prácticas políticas más democráticas y derechos sociales más igualitarios para los sujetos excluidos de ese poder liberal en el fondo enormemente restrictivo.
Como otros radicalismos populares, en España, el republicanismo había surgido de la contestación a los procesos de exclusión política del orden liberal, pero durante el período de la Restauración no mostró su influencia como fuerza política nacional, sino sobre todo como movimiento cultural y social que
desbordando los límites de la acción política estricta, adquiría todo su significado en el marco más amplio de interpretación de la vida humana, de la sociedad y de las diversas relaciones que el individuo –como ser social– establece con los diversos órdenes de la vida.34
Así, mientras que para los sectores más conservadores de las clases dominantes la Restauración borbónica había sido la forma más adecuada de recuperar la supremacía sobre las clases populares y ejercer una democracia parlamentaria formal en la que las oligarquías locales apoyadas en el poder de la Iglesia y del Ejército gobernaban en su propio beneficio,35 el éxito de Unión Republicana en Valencia estribaba en la nueva forma de hacer política y en el contenido de su proyecto de transformación social.
En el año 1895 Blasco Ibáñez, líder del republicanismo valenciano, se había separado de Pi i Margall y había fundado el periódico El Pueblo buscando su propia identidad política. Tras la crisis de 1898, el movimiento blasquista irrumpió en el escenario político de Valencia con una notable fuerza, logrando unir a diversos sectores republicanos en un bloque social de carácter urbano y progresista donde convergían: el proletariado –el sector más fiel y numeroso–, la pequeña burguesía radical y algunos intelectuales con aspiraciones modernizantes. De forma inusual a lo que sucedía en el resto de España, el partido fundado por Blasco ejerció una notable influencia en la ciudad y, a partir de 1901 y hasta 1910, el bloque social que se reunía en su entorno fue suficientemente estable como para permitirle gobernar en la corporación municipal.36
El partido era moderno y democrático, distinto al de los partidos dinásticos y de notables de la época. Funcionaba en contacto con el electorado y mantenía un sistema organizativo capaz de movilizar a las masas. Sus propuestas tendentes a democratizar las prácticas de gobierno suponían tanto la reforma política, social y educativa como la defensa de las libertades básicas. Los blasquistas estaban convencidos también de que a través de la política era posible modernizar la mentalidad social y acabar con una serie de valores que hacían referencia a una sociedad de súbditos dominada por monárquicos y clericales, y sustituirlos por los valores propios de una nación de ciudadanos.
Porque a la vez que propugnaban reformas encaminadas a democratizar las prácticas del gobierno y se aplicaban en defender las ideas ilustradas (que cifraban el progreso de la humanidad en la instauración de la educación, de la ciencia y la razón), utilizaron significativamente la privacidad y las reclamaciones de libertad personal como un arma también de apelación política.
Apoyándose en los sectores más avanzados del movimiento obrero –que comenzaban a constituir organizaciones de clase–, el blasquismo cargó de significado, a través de sus propios medios de difusión, la imagen del varón de clases populares, instruido y comprometido con el republicanismo, como el agente y protagonista de los cambios sociales democráticos. En el contexto de la época, el ejercicio de la soberanía nacional era patrimonio de los hombres, que eran quienes podían votar. Por ello, el acceso de una mayoría de hombres al ejercicio práctico de la política exigía a los republicanos arbitrar mecanismos de cohesión e identificación que hicieran referencia también a un nuevo modelo de identidad masculina.
En este proceso de autorrepresentación, las conductas masculinas se proyectaron como una nueva forma de ser que –en concordancia con los ideales republicanos– debía materializarse también en las conductas personales y en la vida cotidiana. Motivo de crítica fueron, por tanto, toda una serie de comportamientos habituales en los varones de clases populares que las autoridades fomentaban y toleraban. Las corridas de toros, los juegos de azar y la asistencia de los hombres a las tabernas en el tiempo que el trabajo les dejaba libre, se contraponían a la militancia política y al ocio culto e instructivo que proponían los casinos, ateneos y otros centros republicanos, donde las charlas se complementaban con veladas musicales y teatrales, bailes y fiestas, a los que se invitaba a que participara también la propia familia del simpatizante o afiliado. De este modo, los blasquistas mostraban en público una identidad social que representaba a ambos sexos compartiendo (en cierto modo) espacios y preocupaciones; y convertía así los papeles masculinos y femeninos en más cercanos y equivalentes.
El ideario republicano, que mayoritariamente difundieron los hombres, consideraba asimismo que las relaciones afectivas de las parejas debían basarse en la libre elección y en el amor mutuo. Los nuevos matrimonios, en contra de conveniencias materiales o convencionalismos sociales, debían basarse también en la convergencia de ideas entre los cónyuges, puesto que la familia aspiraba a transmitir a sus hijos los ideales republicanos a través de la educación que recibían en el hogar. Además, las ceremonias familiares –registros de nacimientos, matrimonios y entierros civiles– se entendían como la consagración secularizada de eventos puntuales de la vida y, también, un intento de construir materialmente y de dar forma a otras percepciones e interpretaciones de un orden social basados en valores laicos e independientes de la legitimidad de la Iglesia católica. Por ello, el marco familiar, en el que las mujeres tenían asignados importantes cometidos en la sociedad de la época, se fue constituyendo en un espacio esencial de la socialización republicana. Un espacio que conllevaba unas atribuciones distintas a las de los roles femeninos exclusivamente domésticos y asignaba a las mujeres ciertas funciones en relación con las actividades públicas.
En los discursos masculinos la nueva feminidad difundida por el periódico blasquista El Pueblo disponía a las mujeres a implicarse con las actividades políticas, merced a su participación en determinadas actividades culturales, de protesta y agitación social, a su progresiva instrucción, a la contestación al poder de la Iglesia y a la tímida difusión de un incipiente proyecto de emancipación femenina.
En relación con este último aspecto, un grupo minoritario de mujeres republicanas y feministas que actuaban en el seno del blasquismo jugó, también, un papel significativo en el paulatino desmantelamiento del modelo de feminidad estrictamente doméstica y en la difusión de la idea de que las diferencias entre los géneros estaban suponiendo un obstáculo al progreso y a la modernización de la nación. Dichas mujeres fundaron en 1987 la Asociación General Femenina reclamando la educación femenina y buscando dar respuesta y superar las diferentes formas de subordinación a las que se sometía a las mujeres. Con el paso del tiempo, las integrantes de la primitiva AGF desarrollarían formas autónomas de organización, actuación y coordinación con otros grupos feministas de características afines, tratando de difundir sus propias visiones de la «realidad» social y buscando también comprometer a los hombres republicanos en la tarea de que las mujeres accedieran a los derechos y a las libertades de la ciudadanía.
Así, el tema del feminismo comenzó tímidamente a formar parte del debate político y entre los años 1909 y 1911 se publicó en el periódico blasquista El Pueblo una sección escrita por algunas de estas mujeres –relacionadas con la agf– que comenzaron a expresar sus ideas respecto a los problemas femeninos, iniciando de este modo un proceso en el que, como republicanas y feministas, se dotaban de autoridad en los escenarios públicos, a la vez que construían pautas autorreferenciales que legitimaban sus demandas. También los hombres participaron en estos debates, en los que establecieron puntos de encuentro y también de disidencia respecto a las propuestas feministas. Los roles que correspondían tanto a la masculinidad como a la feminidad fueron objeto de debate y discusión, y se establecieron nuevos consensos respecto al papel que debían mantener los géneros en una sociedad progresivamente democrática.
Las diferenciaciones entre los géneros, que en el imaginario liberal habían relacionado a cada grupo social con un cometido y un rasgo específico dentro de la organización social, se iban reduciendo, y los blasquistas paulatinamente fueron incorporando a su agenda política la preocupación por que las mujeres pudieran aspirar a mayores cotas de protagonismo en los escenarios públicos.
Si la topología de la cultura burguesa había seccionado la realidad social en dos ámbitos –lo público y lo privado teóricamente separados–, el proceso de democratización política de comienzos del siglo XX actuaba desmantelando tímidamente la fronteras reales y simbólicas que dividían ambos territorios. La privacidad se hacía política y la política daba respuesta a nuevas formas de privacidad. Los hombres blasquistas arrebataban a las mujeres la responsabilidad en exclusiva de los territorios familiares y afectivos y alentaban en cierto modo a las mujeres a recuperar ciertas libertades en los ámbitos sentimentales y sexuales. También las mujeres republicanas iniciaban su acceso a la vida social considerada pública, conquistando nuevos espacios tanto en la esfera de la educación como en la del trabajo asalariado. El feminismo,37 además, se constituía en un instrumento que permitía a las mujeres reflexionar públicamente sobre las experiencias femeninas y construir en torno a dichas experiencias significados nuevos, lo que en última instancia permitía a las mujeres articular nuevas respuestas sociales progresivamente autónomas de la autoridad de los hombres. En este sentido cabe considerar que las experiencias históricas (y como tal experiencia el propio feminismo) son inseparables de los significados previamente establecidos.38 La reapropiación por parte de las mujeres «feministas» de los significados mantenidos por los hombres blasquistas, no sólo les permitió representar a las mujeres como susceptibles de acceder a las ventajas del progreso y la igualdad, sino también construir un orden simbólico autorreferencial que evaluaba y daba significado a las experiencias de las mujeres en base a las ideas universalistas que habían inspirado la Revolución francesa y a una nueva tradición de pensamiento que elaboraba el feminismo.
1 A. Prost: «Fronteras y espacios de lo privado», en P. H. Ariés, G. Duby (dirs.): Historia de la vida privada. De la Primera Guerra Mundial a nuestros días, Madrid, Taurus, 1990, p. 15.
2 G. Balandier: «Los espacios y el tiempo de la vida cotidiana», Debats, 10 (1993), pp. 45-69.
3 Desarrollos posteriores de los enfoques de Thompson en el dossier «E. P. Thompson», Historia Social, 18 (1994). Véase también M. Martí (ed.): D’Història Contemporània: debats i estudis. Un homenatge casolà a E. P. Thompson (1924-1993), Castellón, Societat Castellonenca de Cultura, 1996.
4 Dossier «Historia de las mujeres, historia del género», Historia Social, 9 (invierno de 1991).
5 A. Aguado (coord.): «Les dones i la història», Afers, 33/34 (1999), pp. 298-567.
6 Aportaciones pioneras en el enfoque de las mujeres como sujetos de la historia en M. Nash (dir.): Presencia y protagonismo, Barcelona, Serbal, 1984; M. Nash: Mujer, familia y trabajo en España, 1875-1936, Barcelona, Anthropos, 1983; VV. AA.: Mujer y sociedad en España (1700-1975), Madrid, Ministerio de Cultura, Instituto de la Mujer, 1986.
7 M. Bolufer: Mujeres e ilustración. La construcción de la feminidad en la España del siglo XVIII, Valencia, Alfons el Magnànim, 1998, p. 13.
8 J. W. Scott: «El género: una categoría útil para el análisis histórico», en J. S. Amelang, M. Nash: Historia y género: las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, Valencia, Alfons el Magnànim, 1990, p. 24.
9 M. Nash: «Conceptualización y desarrollo de los estudios en torno a las mujeres: un panorama internacional», Papers, 30 (1988), pp. 13-32.
10 P. Burke: Sociología e historia, Madrid, Alianza, 1988.
11 L. Stone: «Historia y posmodernismo», Taller d’Història, 1 (1993).
12 M. Bolufer: Mujeres e ilustración..., pp. 14-15.
13 En torno a la relación de la historia del género y el giro lingüístico en K. Canning: «La història feminista després del gir lingüístic. Historiar el discurs i l’experiència»; A. Aguado (coord.): Afers, 33/34 (1999), pp. 304-341.
14 G. Spiegel: «Historia y posmodernismo...», pp. 67-73.
15 M. A. Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Madrid, Cátedra, 2001.
16 P. Burke: Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1993, pp. 3-59 y 154.
17 M. Foucault: Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1991.
18 J. W. Scott: «El género: una categoría útil...», p. 47.
19 R. Chartier: El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1995, pp. 56 y 67.
20 Véase N. Townson (ed.): El republicanismo en España (1830-1977), Madrid, Alianza, 1994.
21 M. Pérez Ledesma: «Cuando lleguen los días de la cólera. Movimientos sociales, teoría e historia», Zona Abierta, 69 (1994), pp. 51-120. Asimismo en R. Cruz, M. Pérez Ledesma (eds.): Cultura y movilización en la España contemporánea, Madrid, Alianza, 1997.
22 A. Pizzorno: «Identidades e interés», Zona Abierta, 69 (1994), pp. 135-152.
23 M. R. Sommers: «¿Qué hay de político y de cultural en la política y en la esfera pública? Hacia una sociología histórica de la formación de conceptos», Zona Abierta, 77/78 (1996/1997), pp. 31-94.
24 Sobre la noción de ciudadanía femenina véase M. D. Ramos: «La ciudadanía y la historia de las mujeres», Ayer, 39 (2000), pp. 246-253; C. Fagoaga (ed.): 1898-1998: un siglo avanzado hacia la igualdad de las mujeres, Madrid, Comunidad de Madrid, Dirección General de la Mujer, 1999.
25 S. Kirkpatrick: Las románticas. Escritoras y subjetividad en España, 1835-1850, Madrid, Cátedra, 1991, p. 13.
26 A. Prost: «Fronteras y espacios de lo privado...», p. 29.
27 N. Armstrong: Deseo y ficción doméstica, Madrid, Cátedra, 1991, p. 27.
28 B. A. Aldaraca: El Ángel del Hogar: Galdós y la ideología de la domesticidad en España, Madrid, Visor, 1992.
29 G. Fraisse: «Del destino social al destino personal. Historia filosófica de la diferencia de los sexos», en G. Duby, M. Perrot (dirs.): Historia de las mujeres en Occidente. El siglo XIX, Madrid, Taurus, 1993, pp. 57-89.
30 I. M. Zavala: Breve historia feminista de la literatura española (En lengua castellana). III. La mujer en la literatura española (Del siglo XVIII a la actualidad), Barcelona, Anthopos, 1996, p. 26.
31 S. Kirkpatrick: Las románticas..., pp. 15-18.
32 Como afirma Béjar, las luces triunfan a medida que dilatan el fuero interno privado hasta hacer de él un espacio público. Sin perder su carácter privado, la sociedad llamará a las puertas del Estado y a los detentadores del poder político para exigir también allí un derecho de mirada. H. Béjar: La cultura del yo, Madrid, Alianza, 1993, p. 81.
33 Ibidem, pp. 138-140.
34 M. Suárez Cortina: «El republicanismo institucionista en la Restauración», Ayer, 39 (2000), p. 62.
35 J. Varela: Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900), Madrid, Alianza, 1977.
36 Sobre el blasquismo destacan los trabajos de E. Sebastià: València en les novel·les de Blasco Ibáñez. Proletariat i burgesia, Valencia, L’Estel, 1966. A. Cucó: Sobre la ideologia blasquista, Valencia, Tres i Quatre, 1979; A. Cucó: Republicans i camperols revoltats, Valencia, Tres i Quatre, 1975. R. Reig: Obrers i ciutadans. Blasquisme i moviment obrer, Valencia, Alfons el Magnànim, 1982.
37 Respecto a los movimientos feministas a finales del siglo XIX y principios de XX, véase R. Evans: Las feministas. Los movimientos de emancipación de la mujer en Europa, América y Australasia (1840-1926), Madrid, Siglo XXI, 1980. Para la formación del feminismo en España, G. Scalon: La polémica feminista en la España contemporánea (1868-1974), Madrid, Siglo XXI, 1976; M. Nash: «Experiencia y aprendizaje: la formación histórica de los feminismos en España», Historia Social, 20 (1994), pp. 153-154; R. Mª. Capel: El sufragio femenino en la Segunda República Española, Madrid, Dirección General de la Mujer de la Comunidad de Madrid, 1992; C. Fagoaga: La voz y el voto de las mujeres. El sufragismo en España (1877-1931), Barcelona, Icaria, 1985; P. Folguera (ed.): El feminismo en España: dos siglos de historia, Madrid, Ediciones Pablo Iglesias, 1988.
38 K. Canning: «La història feminista...», p. 311.