Kitabı oku: «De mujeres y partos», sayfa 6
En cuanto a las matronas, la normativa las situaba dentro de las denominadas profesiones auxiliares médicas: “Art. 13. La Matrona cobrará lo mismo en los partos normales de su exclusiva asistencia que en los distócicos, en que sólo será un mero auxiliar del Médico, incluso en los casos en los que el parto distócico sea tratado en una clínica y, en general, fuera del domicilio de la parturienta”14.
Como ya hemos avanzado anteriormente, en el Reglamento Municipal de 1925 se había establecido que en cada partido médico –o Ayuntamiento–habría una plaza de practicante y otra de matrona para el servicio de la Beneficencia Municipal; así mismo, en dicha normativa se sancionaba una más que notable discriminación salarial entre los médicos y las denominadas carreras técnicas auxiliares de la medicina –en el caso que nos afecta practicantes y matronas titulares– ya que estipulaba su salario en un 20% del sueldo mínimo asignado al médico titular del respectivo partido médico15.
En una primera recapitulación, podemos decir que el primer cuarto del siglo XX supuso en nuestro país, al igual que en muchos europeos, un cambio sustancial en cuanto a las estructuras sociales, económicas y demográficas que se plasmó en un proceso de modernización de la sociedad española que, como no podía ser de otra manera, produjo una importante modificación en los modelos culturales de género y en los discursos ideológicos con respecto a la mujer. En estos años se produjo –al menos en las zonas urbanas más pobladas y dinámicas– la substitución de la figura tradicional del Ángel del hogar por el planteamiento más acorde con los nuevos tiempos de Mujer moderna. Eso sí, dejando intactos los elementos centrales del discurso tradicional sobre la domesticidad de las mujeres y ensalzando la maternidad como base central de la identidad femenina: “En la mentalidad de la época existió una clara diferencia entre los roles sociales de hombres y mujeres. La maternidad y la perpetuación de la especie representaba la ‘suprema misión’ de la mujer, su único destino y medio de autorrealización reconocido en las pautas culturales”16.
El elemento más relevante de este cambio de tendencia podemos encontrarlo en la justificación del discurso que durante siglos había estado marcado por una fundamentación de tipo religioso. Desde finales del siglo XIX, la llamada clase médica había ido consolidándose como un elemento de peso en el ámbito político y sociocultural y, en este contexto, algunos colectivos médicos elaboraron una argumentación sobre la maternidad desde parámetros laicos y con base científica, pero sin poner en cuestión los planteamientos de la iglesia católica. Para ellos, la madre ideal no solo gestaba y paría a sus hijos en las mejores condiciones higiénico-sanitarias, sino que, además, debía responsabilizarse de una educación y unas directrices morales adecuadas: “En su pleno esplendor (la madre) ha de considerarse más digna de su hijo, cuando no solo supo engendrarlo y parirlo, como hembra, sino ampararlo con plena conciencia, y ser de un modo directo y personal sostén de su vida y guía de su espíritu...” (Nash, 2000, p. 692).
Los años de la II República Española fueron excepcionalmente acelerados en cuanto a los cambios que experimentó la situación de la mujer. Del utopismo de las librepensadoras de los años de la I República se pasó, como ha escrito Lola Ramos, a una secularización importante de la sociedad y a una revisión del propio concepto de república en cuanto a sus contenidos políticos y sociales. Serán las mujeres republicanas las que destaquen por su rebeldía, su radicalismo y su universalismo, y eso a pesar que sus propias experiencias políticas: “en gran medida lastradas por su exclusión de los derechos ciudadanos y por los estereotipos de género, no pueden separarse de una concepción del feminismo que reclamaba ‘paso a la mujer’ en la esfera pública: unos pasos medidos, progresivos, cívicos” (Ramos, 2005, p. 74).
Aunque existieron algunos colectivos que tímidamente cuestionaron la construcción de la identidad cultural de la mujer a partir de su mandato biológico, y defendieron la incorporación de ésta al mundo laboral, el discurso científico, esta vez de la pluma del eminente histólogo y Premio Nobel Ramón y Cajal, no deja lugar a dudas respecto al posicionamiento de los hombres de ciencia sobre los valores tradicionales de la maternidad como vía de realización para la mujer:
Cuantos más derechos políticos y facilidad para el trabajo extradoméstico se otorguen a la mujer, más se apartarán los hombres del matrimonio. Y, cuantos menos matrimonios, más invasora y exigente se mostrará la mujer, atormentada por el abandono, el sobretrabajo agotante y la imposibilidad de satisfacer, decorosa y legalmente, sus íntimas y sacrosantas aspiraciones a la maternidad. Y aunque las uniones legales no desciendan, el niño mal atendido y el marido mal cuidado antes presagian la degradación de la raza que la elevación de su moral y de su capacidad productiva (Ramón y Cajal, 1935, pp. 160-175).
También las tesis del eminente endocrinólogo Gregorio Marañón, con su teoría de la diferenciación y de la complementariedad entre los sexos, alcanzó amplio consenso social. Dicha teoría, que afirmaba que la mujer no era inferior al hombre sino diferente, defendía la maternidad como un deber social de las mujeres. Esos posicionamientos teóricos, junto al auge de un nuevo campo científico, la maternología, marcarían los inicios de la medicalización del proceso del nacimiento, contribuyendo a un afianzamiento académico de la construcción de los roles de género en la España del período.
He aquí ya marcada, y en lo más hondo de la vida del organismo, una diferencia que nos enseña, con la fría exactitud demostrativa de la fisicoquímica, cuáles son los caminos divergentes que para cada sexo ha trazado el Destino. El hombre lucha en el ambiente externo. La mujer está hecha para el ahorro de energía, para concentrarla en sí, no para dispersarla en torno: como que en su seno se ha de formar el hijo que prolongue su vida, y de su seno ha de brotar el alimento de los primeros tiempos del nuevo ser.
Por lo tanto, para nosotros es indudable que la mujer debe ser madre ante todo, con olvido de todo lo demás si fuera preciso; y ello, por inexcusable obligación de su sexo; Oigamos otra vez la voz de Dios, insistente y eterna: “Tu mujer parirás; tú hombre, trabajarás” (Marañón, 1927) (Aguado, A. y otros, 1994, p. 376).
La figura de Marañón no está exenta de polémica debido a sus aportaciones en el campo de lo que hoy conocemos como Salud Sexual y Reproductiva. Su vasta obra, con varios libros y gran cantidad de artículos, ensayos y revisiones tuvo un tema central: el dimorfismo sexual, el cual implicaba además de los temas científicos, diversos aspectos sociales, culturales e incluso morales. En 1920 había pronunciado una conferencia en la Real Sociedad de Amigos del País titulada Biología y Feminismo, en la que había abordado el tema de la diferenciación sexual desde el punto de vista científico, y había planteado con claridad los problemas con los que se enfrentaba la sociedad de la época: la falta de conocimientos sobre temas sexuales y la elevada mortalidad infantil por la ausencia de planificación familiar.
2.2. ESPOSAS Y MADRES ANTE EL DISCURSO CONTRADICTORIO FRANQUISTA
Años después, la elevada mortalidad infantil que persistía en la España de posguerra como consecuencia de los numerosos hijos por familia y la escasez económica para alimentarlos, unido a la imposibilidad de proponer el control de la natalidad con otros métodos que no fueran la abstención del coito debido a la rigidez del pensamiento franquista y a su propia moral católica, llevaron al Dr. Marañón a proponer la castidad matrimonial. Eso sí, advirtiendo que ello podía desencadenar el adulterio masculino. Ante este peligro, el reconocido médico relajó su principio católico central de que el fin del matrimonio es la procreación, hasta el punto de admitir –de manera bastante explícita para la época– lo que él denomina el mal menor; esto es, que vale más el coito en familia, aunque sea sin interés de procrear, que el coito extramatrimonial del varón:
Claro es que la técnica de esta limitación consciente de la maternidad alcanzará su máxima perfección moral, si se basa en la separación honesta de los cónyuges, sin detrimento de la supervivencia del amor y sin relajamiento de los deberes conyugales (...) Porque si el marido tranquiliza su conciencia con la separación material de la mujer legítima, pero tranquiliza a la vez sus instintos en el adulterio, como ocurre casi siempre, el médico debe tener el valor de aconsejar lo menos malo para la Humanidad, para el hogar, para el propio individuo, y seguramente para Dios, esto es, el amor entre los cónyuges, aunque sea, para la especie, intrascendente (Marañón, 1951) (Fernández, A. y Lafuente, E., 1999, p.146).
Otra de las bases del discurso de género sobre la maternidad fue el pensamiento eugenésico, que estaba sustentado por diversos y destacados médicos de aquellas décadas centrales del siglo pasado (Nash, 2000, pp. 692-693)17. Desde esta doctrina, el interés por la maternidad biológica se situó en relación directa con la preocupación por la llamada degeneración de la raza y por la despoblación. La política pronatalista del régimen franquista encontró sus fundamentos en lo que acuñaron como la mejora de la raza y en el incremento de la población como vía para asegurar la grandeza del “Nuevo Estado”. Ambas tesis fueron avaladas por el discurso médico: “Proteged a los niños; son la alegría del hogar, el consuelo de la vejez, la perpetuidad de la raza, la savia de la nación. Sin ellos, el hogar es solitario, la vejez desvalida, la raza se extingue y las naciones desaparecen”18 (Nash, 2000, p. 693).
En todo caso, no podemos dejar de lado la doble línea argumental sustentada por el discurso oficial (Jiménez, I., Ruiz Somavilla, MJ., Castellanos, J., 2002, p. 215). Por un lado, ensalzaba la maternidad y se preocupaba de educar a las madres para su papel de vigilantes de la evolución del embarazo y del parto; pero, por otro, despojaba a las mujeres del saber proporcionado por la experiencia biológica de la maternidad para hacerla receptora de conocimientos científicos procedentes de profesionales de la medicina. Paralelamente, se consolidaba el poder de los médicos varones19 ampliando su campo de actuación, apropiándose de un saber y una praxis que hasta entonces se había considerado eminentemente femenina.
La necesidad de relacionar las categorías de género y clase para el análisis histórico de colectivos laborales donde las mujeres estaban mayoritariamente representadas, ha sido planteada por diversas autoras (Kaplan, 1990, pp. 272-275). Desde esta corriente se ha insistido en cómo puede desarrollarse la conciencia política de las mujeres a partir de una conciencia femenina basada en las tradiciones culturales, la solidaridad, la división del trabajo, la defensa de su rol social y la lucha por la mejora de sus condiciones de trabajo. Como ha escrito Ana Aguado:
...han sido el resultado de modificaciones o cambios en las relaciones de género y/o en los discursos de género hegemónicos –los discursos sobre las mujeres–, a los que han cuestionado, o han adaptado, o han reconducido, o han asimilado parcialmente, desarrollando estrategias, lenguajes y prácticas heterogéneas y diversas (Aguado, 2006).
El colectivo de matronas constituye uno de esos grupos, que poco a poco fue avanzando en su proceso de identidad profesional y conformándose como un grupo con un discurso propio respecto a la posición de la mujer, diferente al generado por los médicos y los políticos.
Como afirmaba Mª C. García Nieto, el régimen franquista fue un Estado dictatorial, basado en unos principios ideológicos reaccionarios: autoridad y jerarquía, que implicaban dominación y subordinación. Prevaleció un sistema de género masculino, en el cual las mujeres fueron utilizadas como pieza clave para su política de dominio social y económico. Apoyándose en la Iglesia y en la Sección Femenina de la Falange produjo una legislación mediante la cual creó un modelo de mujer –esposa y madre– que se perpetuó durante toda la dictadura.
Pasados los primeros años de la posguerra, la legislación franquista se apresuró a dejar bien claro cuál era el papel que debían asumir las mujeres. Ya en 1938, el Fuero del Trabajo había limitado el trabajo de la mujer casada, que además necesitaba para ejercerlo una licencia marital. Revalidó el Código Civil de 1889, que situaba a la mujer casada bajo la autoridad de su esposo, el cual era su representante ante la sociedad. Esta legislación se completó con leyes protectoras de la familia como eran los subsidios, los premios a la natalidad y los premios a las familias numerosas que posteriormente eran difundidos en el NODO. Pero la restricción a la vida laboral de las mujeres también se aplicó privando a las familias donde trabajara la mujer del plus familiar, concediendo la licencia forzosa por matrimonio que se mantuvo hasta 1961 y con la prohibición expresa de realizar determinados trabajos: “El Estado... en especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres, regulará el trabajo a domicilio y liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica” (García-Nieto, 2000, pp. 722-725).
Este control sobre las mujeres tenía un indiscutible contenido político: el régimen franquista se esforzó desde el principio en anular toda señal de modernidad que se derivara de la II República (Muñoz Ruiz, 2003). Como escribiera Josep Fontana, Franco, en materia institucional, abominaba del siglo XIX español –“que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra historia”–, por lo cual de alguna forma volvió a un sistema emparentado con la monarquía absoluta anterior a la llamada Guerra de la Independencia. Y en materia política y cultural, Franco abominaba del siglo XVII porque España, a su parecer, aceptó la derrota militar; y maldecía el siglo XVIII, por enciclopedista y corrompido.
Con estos parámetros se entiende que los sublevados de 1936, los vencedores de 1939, no habían hecho una guerra sino una cruzada, como la bautizó el obispo Pla y Daniel. Esa cruzada a sangre y fuego –para dejar la tierra “lisa y llana”– a la que la Iglesia Católica española se sumó con entusiasmo, tenía como objetivo central arrancar de raíz toda la obra modernizadora republicana (Fontana, 1986, p. 15).
Se trataba de dar marcha atrás a la historia, apoyándose en la ideología nacional católica y de revertir los avances en la tradicional división de roles que los hombres y las mujeres habían ido consiguiendo lentamente desde décadas anteriores, y de forma acelerada durante el sexenio republicano, adscribiendo de nuevo y de forma inequívoca a la mujer al espacio privado y a los varones al público, especialmente en el ámbito político y económico.
El régimen dictatorial impuesto por los vencedores de la guerra civil:
hubo de imponerse a toda la población a costa de un sistema de intimidación sostenida, creando un clima de represión que no se circunscribió únicamente a la violencia institucional de los primeros años, sino que se prolongó, bajo formas de terror de apariencia y magnitud diversas, hasta el último aliento del franquismo (Mir, 1999, p. 116).
Tras la guerra se produjo en nuestro país una vuelta de la profesión enfermera a los valores tradicionales, retrocediendo respecto a los logros conseguidos en la Segunda República y retomando su condición de profesión femenina. La Sección Femenina de la Falange se había creado en 1933, el mismo año en el que votaron las mujeres por primera vez en España en los comicios de noviembre de la II República. En 1942 se instituyó el cuerpo de Enfermeras de la Falange Española Tradicionalista con cuatro secciones: Damas enfermeras de la Falange Española, Enfermeras de organización, Enfermeras de guerra y Visitadoras sociales. Tanto para ser enfermera como para estudiar Magisterio había que afiliarse a la Falange, de manera que durante años no fue posible desempeñar labores asistenciales ni ostentar cargos de jefas de escuelas de enfermería si no se estaba afiliada. Durante el período franquista, la Ley Sindical consagraba el verticalismo y los profesionales de enfermería se integraron en el Sindicato de Actividades Sanitarias, existiendo cierta similitud entre colegios profesionales y sindicatos.
En 1944 se estableció la unificación de las profesiones sanitarias. Así mismo, se dispuso que en cada provincia debiera haber un Colegio Oficial de Auxiliares Sanitarios. En cuanto a los aspectos relacionados con la salud de la población, se publicó en ese mismo texto la Ley de Bases de Sanidad Nacional, contemplando la salud materna e infantil como uno de los temas clave sobre los que tenían que seguir incidiendo.
En la lucha contra la mortalidad infantil y maternal se tendrá muy presente el crear y sostener servicios dispensariales y hospitalarios de maternología, sobre todo en las grandes ciudades, con número de camas proporcional al de sus habitantes. La misma conducta se seguirá en las localidades donde existan Centros secundarios de sanidad20.
En el preámbulo de la ley, el régimen se esforzó en detallar las deficiencias de los servicios sanitarios, explicando que la ley en vigor tenía casi noventa años y que se había mostrado obsoleta ante las nuevas concepciones y realidades sanitarias, y que los sucesivos intentos de modificarla o sustituirla no habían dado sus frutos debido a la inoperancia de la clase política. Aducía que:
...la ciencia sanitaria continuó su marcha, se profundizó más en los medios de diagnóstico y de prevención, y paralelamente las costumbres populares y la cultura profesional dejaron muy atrás lo que establecía aquel Real Decreto. (...) pero las habilidades políticas se interpusieron una vez más, y su torpe empeño logró el fracaso del intento21.
En noviembre de 1945, se promulga una Orden por la que se establecen los Estatutos del Consejo de Previsión y Socorros Mutuos de Auxiliares Sanitarios y de sus Colegios Oficiales con tres secciones: Enfermeras, Practicantes y Matronas. A partir de entonces las matronas tuvieron su propia sección dentro del Colegio Profesional.
La larga dictadura franquista puede fragmentarse a efectos de análisis en dos bloques, porqué existe consenso en torno a la trascendencia de la fecha emblemática de 1959 cuando se produjo la entrada en vigor de un Plan de Estabilización económica que equilibró precios y salarios, así como la cotización de la peseta. Los efectos sociales colaterales fueron brutales, y aproximadamente tres millones de españoles hubieron de emigrar durante la década de los sesenta a los países punteros de Europa. Sus remesas de divisas a los familiares que habían quedado en España, así como los ingresos obtenidos con el turismo cimentaron el llamado desarrollismo español, que generó una expansión industrial sin precedentes y una mejora muy sustantiva en el nivel de vida de la mayoría de los españoles (Jackson, 1980, p. 167).
Los tecnócratas del Opus Dei, que habían accedido al Gobierno en 1957, pusieron en práctica ese duro Plan de Estabilización, siguiendo las directrices del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Se liberalizó la economía, se abrió el país al exterior y se facilitaron las inversiones extranjeras, acabando con la autarquía y reduciendo el intervencionismo del Estado, se devaluó la moneda y se recortó el gasto público. Pero la estabilización, como todos los procesos de este tipo, también supuso un notable freno de la economía española, con congelaciones salariales y fuertes descensos del consumo y la inversión, y también con el consiguiente aumento del paro. Todos estos hechos provocaron un fenómeno de capital importancia en la época, el incremento de la emigración desde las zonas más deprimidas de España hacia diferentes países de Europa, así como movimientos de población internos entre diversas zonas del país.
A mediados de los años sesenta, y tras los resultados del Plan de Estabilización, España gozaba ya de una situación de cierto equilibrio y desahogo económico; se había logrado crear una nueva clase media sin poner en peligro los intereses creados, aunque se perdió la ocasión de llevar a cabo una verdadera liberalización de la economía, debido a que los mercados aun fuertemente intervenidos prolongaron las ventajas de una gran cantidad de privilegiados. No obstante, desde 1963 aumentaron las prestaciones sanitarias y los sistemas de pensiones, y la Seguridad Social se extendió por primera vez a una mayoría de los ciudadanos españoles.
El déficit de vivienda se redujo impulsando intensivamente las obras privadas por medio de campañas en las que participaron empresarios, mayoritariamente personas identificadas plenamente con el régimen, que respondieron al fuerte incremento de la demanda habitacional generada por los desplazamientos de población desde las regiones de la España agraria hacia las zonas industriales. El grueso de esta construcción se produjo en la periferia de las grandes ciudades, aunque sin una planificación urbanística previa adecuada. Este déficit hará que con el tiempo esos núcleos conformaran ciudades-dormitorio masificadas, a menudo con numerosas carencias de servicios comunitarios y con posteriores deficiencias graves, en ocasiones por el empleo de algunos materiales que todavía hoy constituyen verdaderos problemas, como la aluminosis, patología del hormigón que –además de tóxico para las personas– al perder sus propiedades pone en peligro la integridad del edificio.
En ese contexto y durante ese proceso, la importancia de la aportación femenina a la evolución del país fue fundamental, aunque difícilmente cuantificable debido a que constituía un trabajo invisible y sin remuneración, pues las mujeres realizaban el cuidado de los hijos e hijas, de los ancianos y enfermos, administraban el escaso jornal del esposo, confeccionaban la ropa para la familia y, en ocasiones, realizaban trabajos como asistentas, costureras o planchadoras en domicilios de familias con más recursos, pero de manera irregular y mal retribuida (García-Nieto, 2000, p. 731).
Durante el período franquista se introdujeron reformas importantes en los estudios de matronas, practicantes y enfermeras. En 1953 se creó el bachiller de dos ciclos, elemental y superior, y el elemental empezó a exigirse para estudiar algunas carreras medias, entre las cuales se encontraban las de practicantes y matronas. Con Ruiz Giménez en el Ministerio de Educación Nacional se produjo la unificación de los estudios de practicantes y enfermeras y matronas, mediante Decreto de 27 de junio de 1952, BOE 27 de julio de 1952, refundiéndose los planes de estudios en uno solo; y se crea una Comisión Central que tendrá la misión de promover la vinculación, dirección y funcionamiento de las Escuelas y de los estudios que ahora conocemos como Enfermería.
Por Decreto de 4 de diciembre de 1953, BOE 29 de diciembre de 1953, se unificaron las carreras de matrona, practicante y enfermera, con la creación de las escuelas de Ayudantes Técnicos Sanitarios (ATS), que habilitaban para la obtención del título de ATS, exigiéndose desde entonces el bachiller elemental para ingresar en dichas escuelas en un contexto de creciente tecnificación de la medicina y la ciencia, donde la enfermería se consideraba como una profesión auxiliar técnica de la figura del médico22.
En 1955 todavía pervivían criterios diferentes para la formación de los ATS masculinos con respecto a las femeninas. Así, en algunas Escuelas se seguía exigiendo el régimen obligatorio de internado para las alumnas de las Escuelas de Ayudantes Técnicos Sanitarios (ATS) de sexo femenino23. Era un período en la historia de España en el cual todavía pervivía en la enseñanza la cultura de los vencedores en la guerra civil. En el programa formativo aprobado para los Ayudantes Técnicos Sanitarios24 (ATS) se seguían impartiendo enseñanzas diferenciadas para los hombres y las mujeres, incorporando en las enseñanzas femeninas y regulándolo con rango de orden, enseñanzas del hogar, formación política y educación física en las Escuelas de Ayudantes Técnicos Sanitarios.
El colegio oficial continuó denominándose “Colegio Oficial de Auxiliares Sanitarios”. Como ya apuntábamos antes, a partir de la unificación de estudios que se estableció en 1955 y la creación de la titulación de matrona como una especialidad de ATS, la colegiación se reguló en una misma entidad pero con distintas secciones en función del sexo: por un lado los ATS masculinos y los practicantes, por otro las ATS femeninas y las enfermeras y, por último, la sección de matronas.
Estos cambios, coetáneos de los tímidos intentos de apertura al exterior, fueron los del inicio de los primeros conflictos y revueltas estudiantiles que llevaron al abandono de Ruiz Jiménez de su ministerio.
Su sucesor, Rubio García-Mina, expuso –en la Ley de 1957 sobre el Ordenamiento de las Enseñanzas Técnicas–, las causas sociales y económicas que, según el Régimen, justificaban la creación de nuevas carreras de grado medio. Así mismo se estableció la especialización de asistencia obstétrica (Matrona) para los Ayudantes Técnicos Sanitarios femeninos. En el preámbulo del Decreto explicaba los motivos de la reducción a un curso académico, en vez de dos que hasta entonces había tenido la titulación:
...se llevará a cabo mediante lecciones teóricas y ejercicios prácticos durante un año íntegro. No constituye esto una reducción de las enseñanzas porque frente a los dos cursos de duración que tenían antes sin exigir ninguna otra preparación salvo el examen de ingreso, será preciso ahora, antes de iniciarlas, haber aprobado los tres años de la carrera de Ayudante Técnico Sanitario25.
También se producía un cambio en cuanto a la edad requerida, ya que en normativas anteriores el límite se situaba en tener al menos 20 años y este Decreto establecía el límite en cuanto al máximo de edad permitido que lo fijaba en cuarenta y cinco años. Como ya hemos indicado más arriba las enseñanzas todavía no tenían carácter universitario pero se establecía que “Las Escuelas para la especialización de asistencia obstétrica... quedarán sujetas a las Facultades de Medicina del distrito respectivo”26. Durante ocho meses la formación combinaría la teoría y la práctica y los cuatro meses restantes serían solo empleados en realizar prácticas clínicas.
La vigilancia paternalista y patriarcal del régimen con respecto a las mujeres se plasmó también en dicha ley, que en su artículo quinto establecía que “Las enseñanzas de Matronas sólo pueden seguirse en régimen de internado, y se darán precisamente en Clínicas de Obstetricia”27. No obstante, entre las matronas entrevistadas que se formaron en la Facultad de Medicina de Valencia, no hemos encontrado ningún testimonio que pueda respaldar que se estudió en régimen de internado. Eso sí, eran estudiantes externas que acudían a una sala de dicho centro donde médicos de la Cátedra de Obstetricia impartían las clases teóricas. El matiz se introdujo en que las estudiantes de la especialidad de matrona no asistieron a clase en un aula de la Facultad, sino que los distintos temas –cuarenta– que contemplaba el Plan de Estudios se impartían como si fueran clases particulares en una academia privada, donde los docentes eran médicos que habían terminado su carrera y estaban haciendo la especialidad trabajando en la sala de obstetricia y ginecología al lado del catedrático y de sus jefes clínicos, y las discentes, las ATS también tituladas, que para especializarse como matronas recibían las clases de sus compañeros, los cuales a pesar de tener su misma edad gozaban de la autoridad que les confería el hecho de ser hombres y, además, ser médicos. Dos meses después, se aprobó el programa para las enseñanzas de las aspirantes a matrona, con un amplio temario que contemplaba la anatomía y la fisiología del cuerpo de la embarazada, el embarazo de riesgo, la embriología, las características, evolución y asistencia tanto del parto normal como del distócico, el puerperio normal y el patológico, los cuidados del recién nacido y el aborto28. La Orden Ministerial del 11 de enero de 1958 dejaba meridianamente clara la visión patriarcal de la época, pues aunque se habían unificado los estudios, la colegiación se hacía en función del sexo y de los estudios cursados. De momento, esta especialidad estaba vedada para los ATS varones.
La Ley de 1957 tuvo larga vida y será en 1977 cuando por medio de un Real Decreto29, los estudios de ATS se integren en las universidades españolas como Escuelas Universitarias de Enfermería, que hasta entonces habían estado incorporadas a las Facultades de Medicina. Fue uno de los pasos de más trascendencia para la Enfermería y para los estudios de Matrona porque, en primer lugar, se eliminaba la concepción estrictamente biológica de las categorías de salud y enfermedad, al tiempo que la profesión enfermera se alejaba de la estricta dependencia que había tenido de la medicina, para situar como razón de ser de su actividad a las personas sanas o enfermas. En segundo lugar, porque se establecieron las necesarias disposiciones legales que posibilitaban que los profesionales de enfermería tuvieran acceso como docentes en las universidades.
Mediante el Real Decreto de 26 de septiembre de 198030 se suprime la limitación por razón de sexo para poder realizar los estudios de la especialidad de matrona.
Cuando España se incorporó a la Unión Europea en 1986, adquirió el compromiso de adecuar los contenidos formativos de la especialidad de matrona a las directrices promulgadas por la Comunidad 80/154/CEE y 80/155/CEE. En estas directrices se especificaban los requisitos para que los diplomas obtenidos en cualquier estado de la UE pudieran ser homologados, definía el ámbito de actuación de las matronas y las actividades mínimas para las que estaban facultadas. El colectivo profesional y sus organismos representantes (Consejo, Colegios, Asociaciones, etc.) iniciaron una campaña de petición de resolución de la situación planteada a las autoridades académicas. En 1987 el Real Decreto 992/198731 reguló las nuevas especialidades para enfermería: Enfermería Obstétrico-Ginecológica (Matrona), Enfermería Pediátrica, Enfermería de Salud Mental, Enfermería de Salud Comunitaria, Enfermería de Cuidados Especiales, Enfermería Geriátrica, y Gerencia y Administración de Enfermería. Así mismo, quedaba derogado el Plan de Estudios anterior, con lo cual se produjo el cierre de los centros formativos de matronas y el consiguiente menoscabo que se generó a la hora de cubrir las necesidades de los centros asistenciales. El retraso de nuestro país en la adopción de las directrices establecidas en las directivas de la Unión Europea, hizo que el Tribunal de Justicia de la misma presentara un recurso contra el Reino de España el 11 de octubre de 1989, por no haber adoptado las disposiciones requeridas en los plazos establecidos. Finalmente, mediante la Orden Ministerial del 1 de junio de 199232 se aprobó el Programa de Formación –que se ha mantenido con carácter provisional hasta el 2009– y se establecieron los requisitos mínimos de las Unidades Docentes y el sistema de acceso para la obtención del título de Enfermero especialista en Enfermería Obstétrico-Ginecológica (Matrona). La duración del programa formativo quedó fijada en dos años a tiempo completo, con un total de 3.534 horas. El acceso a la formación se ha establecido de manera idéntica al que está en vigor para todas las especialidades sanitarias, a partir de un examen estatal y con un baremo de puntuación. Las enfermeras y enfermeros que consigan plaza de formación realizarán la misma en las diferentes Unidades Docentes del Estado, pasando a ser Enfermeros Internos Residentes. La pretensión de este nuevo programa de formación fue asumir los nuevos retos en materia de salud sexual y reproductiva, en concordancia con los avances científicos y tecnológicos actuales. En 1996 terminaron los estudios las personas que conformaron la primera promoción de matronas adaptada a la normativa europea que pudo comenzar los estudios a partir de la Orden Ministerial de 22 de octubre de 199333.
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