Kitabı oku: «Tormenta de magia y cenizas», sayfa 5

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Sin embargo, James McTavish no vino a nuestras habitaciones a buscar su abrigo esa noche. Al día siguiente me lo encontré en el lugar más inesperado: la Sala de Esgrima. Estaba sentado en un sillón, en medio de la sala, como si de un rey extranjero se tratase. Excepto porque estaba mordiéndose las uñas.

Luther estaba de pie a su lado, hablando en voz baja. Había vuelto a cerrar las cortinas.

—Buenos días —saludé, sorprendida.

—El señor McTavish nos va a acompañar en esta sesión —me informó Luther.

—Aileen —saludó McTavish, dejando sus uñas tranquilas.

—Señorita Dunn —le recordé—. Por cierto, McTavish, ayer te dejaste el abrigo en la Sala de Música.

—¡Ah! ¡Fue ahí! Menos mal, pensaba que había sido en la taberna y después de lo de anoche…, como para volver pronto.

Luther chasqueó la lengua, pero yo no pude evitar sonreír.

—Lo tengo en nuestras habitaciones, en la parte antigua del Ala Oeste.

—¿La parte con ventanas diminutas y techos bajos?

Alcé las cejas, pero Luther habló antes de que pudiera contestarle:

—¿Comenzamos?

Asentí y me coloqué junto a ellos. Luther empezó a guiarme y, en apenas unos instantes, mi magia estaba fluyendo. Cuando abrí los ojos era McTavish quien estaba delante de mí, observándome con una expresión de concentración.

—Junta las manos, como si quisieras coger agua —me indicó manteniendo el tono de voz bajo y suave de Luther—. Llénalas de magia.

Una vez más podía sentir el peso de la magia en mis manos. Fue en ese momento, al mover los pies para recuperar el equilibrio ante la extraña sensación, cuando me fijé en que Luther estaba a mi lado, en la misma posición.

—Ahora visualízala. Sabes lo que es. Sabes cuál es su forma, su color. Puedes verla.

Y podía. De repente, mi magia tenía un color azulado, intenso, como los nomeolvides que habíamos creado hacía unos días. Era una bola sólida y gaseosa a la vez, inexplicable. Luther extendió su mano hacia nosotros y pude ver una esfera idéntica en ella. Me pregunté si él había pensado en lo mismo.

Los segundos parecían alargarse eternamente, hasta que por fin McTavish volvió a hablar:

—Ahora recupera esa magia. No la dejes ir, no la deshagas. Absórbela de nuevo a través de tus manos.

Por un momento, no supe cómo hacerlo, pero vi a Luther haciéndolo por el rabillo del ojo y, de pronto, me pareció sencillo. Reabsorbí la magia que había en mis manos, sintiéndome más fuerte.

McTavish seguía muy concentrado y me sorprendió lo maduro que parecía con esa seriedad en el rostro. No le pegaba, la verdad, lo prefería risueño.

Tras unos segundos más de silencio, Luther y McTavish compartieron una mirada llena de significado y pude sentir lo bien que se conocían, la complicidad que les permitía hablarse con solo mirarse a los ojos.

—Aileen, me gustaría probar algo —dijo McTavish.

Su tono parecía indicar que estaba pidiendo mi permiso, así que asentí.

—No es muy ortodoxo.

Miré a Luther, pensando en nuestra discusión y entendiendo a qué se refería McTavish con «no muy ortodoxo». Fue a decir algo, pero asentí otra vez antes de que lo hiciera. Era difícil recordar los límites de mi curiosidad en aquella sala.

—Muy bien. Sube las manos.

Obedecí y cada uno de ellos cogió una de mis manos entre las suyas.

—Déjate llevar —me dijo Luther.

Al instante, noté un cosquilleo en mi palma. Sentía su piel en mi dorso, pero también algo más. De forma instintiva, relajé mi mano ante esa sensación extraña y familiar a la vez, y una nueva bola de magia azul apareció sobre ella.

Percibí entonces un extraño pinchazo en la zurda. No llegaba a ser doloroso, aunque la mano que McTavish estaba tocando parecía arder. Fruncí el ceño y, sin darme cuenta, intenté retirarla, pero McTavish apretó su agarre, concentrado. De alguna forma, se abrió camino a través de mi piel y mi rechazo, y una bola de color verde oscuro apareció sobre mi palma, pesada y extraña. La mantuvo unos segundos y luego se apartó, haciéndola desaparecer. Solté a Luther y me froté el dorso, mientras él observaba sus propias manos, en silencio.

—¿Estás bien? —me preguntó McTavish.

Asentí y me fijé en el sudor que perlaba su frente. McTavish se dejó caer en el sillón con un suspiro. Nunca había visto a nadie usar magia oscura y no estaba segura de que eso fuera lo que acababa de ocurrir, pero era lo único que se me ocurría.

—Lo dejaremos aquí —dijo Luther agachándose junto a McTavish.

Estuve a punto de replicar, ya que no me habían explicado nada de lo que habíamos hecho, sin embargo, vi el rostro cansado de McTavish y decidí obedecer y marcharme.

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Esa noche estaba ya durmiendo cuando unos fuertes golpes en la puerta exterior me despertaron. Encendí una vela con un chasquido de mis dedos y miré la hora. Eran las tres de la mañana.

Algo asustada, salí de la cama y de mi dormitorio. Sara no parecía haberse despertado, así que corrí descalza hasta la puerta y abrí antes de que pudieran volver a llamar. Me llegó el intenso olor del alcohol antes que la imagen de James McTavish.

—Hola —me saludó.

—Shhhh —le chisté entrecerrando la puerta a mi espalda.

—Perdona —dijo con un susurro teatral—. Vengo a por mi abrigo.

Lo miré, incrédula.

—¿A las tres de la mañana?

—Es que tengo frío. Y mañana no me voy a acordar. Y hace mucho frío.

McTavish se balanceó de un lado a otro sobre sus pies, con los ojos entrecerrados, completamente borracho.

—Espérate aquí —le dije—. Ahora mismo te lo traigo.

Junté la puerta con cuidado y fui de puntillas a mi cuarto. Cogí su abrigo, pero cuando volví a la salita McTavish ya había entrado.

—No, no, no —murmuré mientras él se dejaba caer en el sofá.

Sara salió de su habitación a tiempo de verlo apoyar la cabeza en el respaldo y cerrar los ojos.

—Soluciónalo —me dijo antes de entrar de nuevo en su dormitorio y cerrar de un portazo.

McTavish se hizo un ovillo en el sofá, tiritando.

—Lo siento —susurró—. Hace mucho frío.

Me agaché junto a él y vi que tenía los ojos vidriosos. Toqué su frente, cubierta de sudor, y sentí su magia, pesada, como un perfume demasiado dulzón.

—Está bien. Descansa un poco.

Lo tapé con su abrigo y encendí el fuego de la chimenea. Me senté en el suelo junto a él, observándolo.

—Lo siento —dijo una vez más.

—No pasa nada.

Me levanté de nuevo y McTavish extendió una mano helada para cogerme de la muñeca.

—No te vayas —me suplicó.

—Voy a traer algo para abrigarte, ¿de acuerdo?

Tras un momento, McTavish me soltó y fui a mi cuarto a por una manta. Lo arropé con ella y me senté otra vez en el suelo junto a él.

—¿Recuerdas dónde están tus habitaciones? —le pregunté en voz baja.

McTavish rebuscó en su bolsillo y sacó un papel arrugado. Era un mapa del Ala Oeste del castillo, con varias indicaciones hechas a mano. Memoricé el camino para acompañarlo cuando entrara en calor, pero no parecía que fuera a ser pronto. McTavish siguió tiritando, tan fuerte que podía escuchar el rechinar de sus dientes. No paraba de disculparse y pronto me di cuenta de que estaba delirando.

Había pasado casi una hora cuando decidí que no podía seguir allí sentada. Al levantarme de nuevo, McTavish ni se percató. Me puse las botas y una capa sobre el pijama y me marché.

El castillo estaba frío y silencioso, vacío, aunque llevaba tantos años viviendo en él que no me resultaba siniestro. Sí estaba nerviosa, sin embargo, por lo que iba a hacer. Comprobando una última vez el mapa de McTavish, cogí aire, me tapé mejor con la capa, y llamé a la puerta con fuerza.

Antes de poder llamar una segunda vez, Luther Moore abrió. Iba descalzo y llevaba un pijama de seda gris, el pelo despeinado y una expresión de total desconcierto.

—McTavish está en mis habitaciones —le informé.

Luther frunció el ceño inmediatamente.

—¿Borracho?

Miré a ambos lados del pasillo, aunque sabía que estábamos solos, y negué con la cabeza, seria. Luther debió entenderme, porque cogió aire, despacio.

—Pasa. Dame un segundo.

Se retiró y desapareció por otra puerta. Yo miré a mi alrededor, curiosa. Era una sala de estar bastante impersonal, pero decorada al estilo norteño. Excepto por una gran maceta en un rincón, llena de flores silvestres. Me di cuenta, extrañada, de que era la misma planta de nomeolvides que habíamos hecho crecer juntos. No tuve tiempo de darle muchas vueltas a por qué Luther tendría flores tan sencillas en vez de elegantes arreglos florales, ya que volvió en ese momento, calzado y con una capa sobre su pijama.

—Vamos.

Hicimos el camino en silencio, por discreción y por falta de palabras. Nunca había visto en persona los efectos secundarios de la magia oscura, pero había leído sobre ellos y la reacción de Luther me había dado a entender que había acertado.

Cuando entramos en la salita, Sara había salido de su dormitorio. Estaba arrodillada junto a McTavish, mojando su frente con un trapo húmedo y diciéndole algo. Luther la saludó con una inclinación de cabeza y ella se levantó, apartándose para dejarle sitio.

—James —le susurró—. James, soy yo.

McTavish entreabrió los ojos y dejó escapar un gemido.

—Lo siento —murmuró.

—Lo sé. ¿Estás bien?

McTavish intentó incorporarse y Luther lo ayudó a sentarse. La manta y el abrigo cayeron al suelo y McTavish empezó a tiritar de nuevo. Luther cogió el abrigo y se lo puso, con mucha más paciencia de la que lo creía capaz. Su amigo se abrazó con fuerza, metiendo las manos dentro de las mangas, y lo miró con intensidad.

—No quería hacerle daño a Aileen —murmuró, intentando que fuera un secreto.

—Shh, Aileen está perfectamente.

Creí entender entonces lo ocurrido. McTavish debía haber usado magia oscura para el pequeño experimento de esa mañana y, en vez de dejar que me afectara a mí, había hecho que los efectos se revirtieran en sí mismo. No importaba que sus intenciones fueran buenas, iba aún más en contra de la naturaleza destructora de la magia oscura. ¿Cómo debían ser las consecuencias para que se hubiera emborrachado de esa manera, intentando paliarlas?

—Venga, arriba.

Luther le pasó un brazo por la cintura a McTavish y tiró de él para ponerlo en pie.

—¿Necesitas ayuda? —le pregunté.

—No, no te preocupes.

Supe que no era la primera vez que tenía que lidiar con McTavish en ese estado, y no insistí.

Antes de irse, Luther se giró una vez más hacia mí.

—Gracias por venir a buscarme.

Yo solo asentí.

Esperé en la puerta mientras Luther y McTavish se alejaban por el pasillo, McTavish apoyándose pesadamente en Luther, y este susurrándole algo.

Cerré la puerta cuando giraron la esquina y vi a Sara junto al sofá, cruzada de brazos.

—Lo siento —le dije.

—No empieces tú también, por favor.

Me apoyé contra la puerta mientras Sara recogía el cuenco con agua y el trapo húmedo.

—Lo siento de todas formas. Que hayas tenido que… verlo.

Ella se encogió de hombros.

—Soy del norte. No es la primera vez que veo algo así.

No sabía qué contestar a eso, así que me limité a darle las buenas noches, recogí la manta y me fui a dormir.

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Al día siguiente intenté quedarme en la cama todo lo posible, pero estaba demasiado acostumbrada a madrugar y al final tuve que levantarme. Imaginando que Sara dormiría hasta el mediodía, bajé al comedor para desayunar con los chicos.

Liam miró su reloj de forma exagerada cuando me vio entrar.

—¿Qué son estas horas? —me preguntó—. ¿Estás enferma?

—Ja, ja. Hazme sitio.

Me senté junto a mi primo, que estaba desayunando con Noah e Ethan, como de costumbre, y también con Claudia. Apenas lo había visto sin ella últimamente.

Empecé a desayunar, escuchando a medias su conversación. Seguían hablando de los rumores en la frontera y de lo que el Gobierno estaba haciendo ante ellos.

—Van a formar una Brigada de Seguridad, ya lo veréis —estaba diciendo Noah.

—Lo dudo, yo creo que tal vez mandarán a alguien a investigar, pero es muy pronto para formar brigadas.

—¿Por qué están trayendo mercenarios, entonces?

Dejé el tenedor en el plato y tragué agua.

—¿Qué mercenarios? —pregunté en cuanto pude hablar, interrumpiendo a Liam.

Ethan miró a un lado y a otro y se inclinó sobre la mesa.

—Hemos visto ya a uno —susurró—, y seguro que traen a más. Las brigadas siempre son de mercenarios del norte.

—¿Qué es un mercenario? —preguntó entonces Claudia.

—Gente que usa magia oscura por dinero, básicamente —contestó Noah.

—¿Y quién es el mercenario que ha llegado?

—McTavish. James McTavish. Es de Luan, aunque ha trabajado por todo el norte.

—Y es un borracho —añadió Ethan.

—Usando tanta magia oscura, como para no serlo —dijo Noah—. Pero es todo un personaje. Mi hermano lo conoce y ha venido más de una vez a casa. Te ríes mucho con él.

Intenté seguir desayunando, pero se me había quitado el hambre. Había sospechado que McTavish usaba magia oscura desde la sesión del día anterior, pero saber que no solo era cierto, sino que además se ganaba la vida con ello…

En ese momento, el reloj marcó las nueve y Noah se levantó de un salto de su asiento.

—Voy a por La Gaceta.

Minutos después volvió con varias copias de La Gaceta, la hoja informativa que el Gobierno publicaba una vez por semana con las noticias del país.

—¿Qué os había dicho? —dijo, triunfante, entregándonos las copias.

Yo cogí la mía y la leí rápidamente. No hablaba de la formación de Brigadas de Seguridad, algo que no había existido desde la guerra, pero sí contaba que había tenido lugar un ataque en un pueblo de la frontera. Cinco personas de la misma familia habían sido atacadas con magia oscura, aunque habían sobrevivido. Se sospechaba que era gente de Daianda, experimentando.

—Dicen que había tormenta —murmuró Ethan—. Que han usado electricidad.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Mikke había utilizado la fuerza de los relámpagos para crear su hechizo. Había transgredido uno de los mayores tabúes de nuestra sociedad, utilizando la propia naturaleza para hacer daño.

Doblé la hoja y la guardé en mi bolsillo. Al alzar la mirada, vi a Luther acercándose a mí.

—Aileen, ¿tienes un momento?

—Claro.

Me puse en pie y me alejé con él unos pasos, sintiendo en mi espalda las miradas curiosas de mis amigos. Sobre todo la de Claudia.

—¿Cómo está McTavish? —le pregunté en voz baja.

Luther carraspeó, algo incómodo.

—Está perfectamente, no te preocupes. Siento que… te vieras envuelta en…

—No pasa nada —lo interrumpí—. De verdad.

Él asintió.

—Pasado mañana saldremos a montar —me dijo entonces—. Nos vemos en la salida principal a las nueve.

—De acuerdo.

Luther hizo una breve inclinación de cabeza y se marchó hacia el lado opuesto del comedor. Yo volví a mi sitio.

—¿Quién es ese? —preguntó Claudia apenas me había sentado de nuevo.

—Luther Moore —le contesté.

—¿Y te llama Aileen? —intervino Ethan.

Sentí que me sonrojaba al verme acorralada.

—Cuando yo estudiaba, los instructores y los alumnos no se tuteaban, han debido cambiar las cosas —siguió picándome Noah.

—A mí desde luego no me llaman por mi nombre —añadió Claudia.

—No es mi instructor —respondí al fin, cogiendo la tetera—. Es más bien… un colaborador.

Noah negó lentamente con la cabeza, sonriendo.

—Aileen Dunn, tuteándose con Luther Moore. Quién te ha visto y quién te ve.

Mi primo seguía callado sin defenderme, el muy traidor, doblando y desdoblando la hoja de La Gaceta.

—La educación no debería entender de política —repliqué tras un momento.

—Ajam.

—Bueno, será mejor que vaya a escribirle a mi padre. El ataque ha sido en Cata y eso entra en la jurisdicción de Olmos.

Sin decir nada más, me puse en pie y salí del comedor, ignorando sus miradas.

El resto de la mañana lo dediqué a escribir a mis abuelos y a mis padres. No solo de lo ocurrido en Cata, sino también de las últimas novedades e intentando resumir mis lecciones con Luther Moore de la forma más neutra posible. A mis padres les gustaba que investigara sobre educación, pero eran mis abuelos los que pagaban mi estancia en la corte y no sabría decir qué les gustaba menos, si deberles algo o que viviera lejos de casa, rodeada de norteños. Dudaba que les fuera a hacer ninguna gracia que ahora, además, contara con Luther Moore como colaborador.


5

Dos días más tarde bajé a las puertas principales, vestida con ropa de montar. Aunque el verano aún no había terminado, había estado lloviendo toda la noche, por lo que opté por unos pantalones norteños con un jersey fino. Ropa cómoda e informal. No como Luther, que llevaba buenas ropas de montar con botas de cuero y jersey de cuello alto con hilo de oro. Fruncí el ceño ante su ostentación, pero no dije nada, igual que él tampoco comentó nada sobre mí.

—Buenos días. ¿Estás lista?

Asentí y él abrió las pesadas puertas, esperando a que yo pasara primero. Era raro caminar con Luther por los jardines, y la gente no podía evitar mirarnos con curiosidad al pasar. Al fin y al cabo, él era un Moore y yo, la hija de un gobernador sureño. Por mucho que me gustara pretender lo contrario, todo el mundo sabía quiénes éramos, y era extraño vernos juntos.

Al llegar a los establos, saludé a Jonah con familiaridad. Era de Olmos, y siempre me daba caballos sureños: fuertes y bajitos, no como los enormes animales norteños con sus minúsculas sillas de montar, a las que, de todas formas, me era imposible encaramarme sin ayuda. Luther, por supuesto, tenía su propio caballo, altísimo y esbelto.

Esperé junto a mi yegua mientras traían su silla de montar del almacén y la colocaban con cuidado.

—Aileen, estás cada vez más mayor —me dijo Jonah ajustando las bridas de mi caballo—. ¿Cuántos años tienes ya?

Me aparté un mechón de pelo, algo avergonzada por el comentario.

—Cumplí veintidós este verano —le contesté.

—Cómo vuela el tiempo —comentó pasándose la mano por la barba canosa—. Si hace nada estabais tu primo y tú correteando entre las viñas, sin dejar vendimiar a nadie.

Por suerte, los caballos ya estaban listos, y Luther se subió ágilmente al suyo con un gesto fluido que hizo que pareciera facilísimo. Yo me subí a mi silla con la dificultad justa y lo seguí al exterior.

—¿A dónde vamos? —pregunté una vez nos alejamos de los establos.

—A ningún sitio en particular —me contestó Luther—. Quiero que hoy pruebes a usar tu magia con animales, así que cabalgaremos sin prisa durante un par de horas.

Sujeté con más fuerza mis riendas.

—Nunca me ha gustado lo de usar magia con los animales —murmuré mientras nos dirigíamos al bosque.

—Eran los sureños quienes los usaban en las batallas, no nosotros —me replicó Luther.

—De eso hace mucho —protesté.

—Por lo que tengo entendido, en el sur se sigue usando magia para ayudar a los animales de trabajo.

—Ya lo sé —le dije, cortante—. Pero no me gusta.

Luther se giró hacia mí con el ceño fruncido y, por un momento, pensé que se había enfadado por mi tono. Pero no era así.

—¿Por qué? —me preguntó, extrañado—. No es como si les hiciera daño. Al revés, los ayuda.

Cogí aire, arrepintiéndome de haber dicho nada.

—Es una tontería —murmuré.

—No es una tontería si te molesta.

Apreté y aflojé las manos en torno a las riendas una vez más.

—Me recuerda a la magia mental.

Luther alzó las cejas.

—Ya sé que no tiene nada que ver —añadí enseguida, avergonzada—. Sin embargo… No sé. Antes todo el mundo usaba la magia mental como si nada, y ahora sabemos, o… Bueno, supongo que antes también se sabían los efectos, pero no importaban. Y siento que… Igual estamos…

Luther esperó unos instantes, pero no sabía cómo seguir.

—Crees que es posible que estemos manipulando las mentes de los animales sin darnos cuenta —me dijo con suavidad.

Me encogí de hombros, sintiéndome increíblemente estúpida. En el sur no se hablaba nunca de magia oscura ni de magia mental, y lo único que había descubierto en la corte, a base de meter la pata y quedar como una ignorante, era que no tenían nada que ver entre ellas.

—Podemos utilizar la magia para transmitir emociones a los animales. Usar señales que conocen y ampliarlas. Aunque no podemos manipular su voluntad, porque sus mentes no funcionan como las nuestras —me explicó, con el sonido de los cascos de los caballos acompañando sus palabras—. La magia mental te permite acceder a la mente de otra persona y manipularla. Puedes cambiar sus recuerdos, o hacerle creer que desea hacer algo, pero solo porque puedes entender cómo piensa.

—¿Y no funciona con los animales?

—No, solo con las personas.

Asentí.

—¿Hay algo más sobre lo que tengas dudas? —me preguntó Luther.

Me mordí el labio, buscando las palabras adecuadas.

—Sé que se le aplica la misma ley que a la magia oscura. Es decir, que está prohibido utilizarla para hacer daño, de la misma forma que está prohibido… envenenar a alguien, o atacar a otra persona con armas. Sin embargo, la magia oscura sí se sigue utilizando, mientras que la única vez que he oído que se ha usado la magia mental fue cuando… —Me obligué a terminar la frase—: Cuando Mikke.

Luther cogió aire, y supe que le había sorprendido que sacara el tema.

—Fue Mikke quien insistió en usarla. Quiso mostrarle al Consejo sus recuerdos, que vieran por ellos mismos lo que había pasado aquella noche. ¿Sabes lo que ocurre cuando compartes un recuerdo?

Negué con la cabeza.

—Se queda grabado para siempre. No le afecta el paso del tiempo, no cambia, no pierde detalle. Lo recuerdas como si acabara de pasar durante el resto de tu vida. Es como… una cicatriz en tu mente. Y en la de aquellos que ven ese recuerdo.

Dejamos pasar un largo momento en silencio.

—Lowden estaba entonces en el Consejo, ¿verdad?

Luther asintió y sentí que un escalofrío me recorría.

—Nunca he usado magia con animales —dije, cambiando de tema—. ¿Cómo funciona?

—¿Estás segura de que quieres probar? Podemos dejarlo.

—No, no te preocupes.

—Está bien. Concéntrate en tu magia.

Cerré los ojos, intentando dejar mi mente en blanco. Me centré en el olor a tierra mojada, en el sonido de los pájaros que piaban desde los árboles.

—¿Es la primera vez que montas esta yegua? —me preguntó Luther.

Negué, concentrada.

—Bien. Cuanto más se conoce al animal más fácil es comunicarle tus emociones. Pon tu mano en su cuello.

Abrí los ojos e hice lo que me decía, acariciando con suavidad su áspero pelo.

—¿Cómo te sientes?

Lo pensé un momento, y la respuesta, después de la conversación que habíamos tenido, me sorprendió.

—Relajada.

—Transmíteselo.

No tuve que preguntar cómo hacerlo. De forma instintiva, le indiqué al animal que todo estaba bien y este aminoró el paso, tranquilo. El caballo de Luther nos imitó.

—Muy bien. Ahora piensa en algo que te haga feliz.

Apenas dudé, ya que enseguida me vino a la mente lo poco que faltaba para el Festival de la Cosecha, en Olmos. La alegría, la felicidad, la fiesta en torno a las hogueras… El caballo trotó varios pasos y no pude evitar reírme.

—Piensa… en bailar.

Recordé el último baile de gala al que había asistido, con su lenta música norteña, y la yegua empezó a alzar las patas, al ritmo de una música que solo existía en mi cabeza. Me giré con una sonrisa hacia Luther, incrédula. Él sonrió también.

—Ahora vamos a echar una carrera. Al menos intenta ganarme, ¿de acuerdo?

Y, sin darme tiempo a reaccionar, Luther espoleó su caballo, que salió disparado. Tras un breve instante, mi yegua sintió mis ganas de ganar y mi urgencia y se lanzó también a la carrera, cabalgando más y más rápido.

Estábamos dándoles alcance cuando una bandada de pájaros alzó el vuelo a nuestro alrededor y, por un momento, todo se mezcló. Su miedo, mi sorpresa, la incomprensión de la yegua al percibir una amenaza que no podía ver. Todas nuestras emociones se entremezclaron y no fui capaz de contenerlas.

Uno de los pájaros se arrojó sobre mí para arañarme con sus garras, y la yegua reaccionó aterrorizada a mi dolor y se encabritó. Salté de lado sobre el barro para evitar caer tras ella y me encogí, protegiéndome la cara del pájaro, que seguía atacándome. La yegua, libre de mi peso y mi magia, se lanzó a cabalgar de vuelta al castillo y me dejó allí tirada.

Luther llegó por fin, descabalgando de un salto y alejando al ave con un gesto de su mano.

—¿Estás bien? —me preguntó mientras se agachaba junto a mí.

Con el corazón aún desbocado, aparté los brazos de mi cabeza y me incorporé con cuidado. Me dolía todo el cuerpo, estaba llena de cortes, arañazos y barro, y encima mi jersey estaba hecho jirones.

—No, no estoy bien. ¿Puedes ayudarme? —le pregunté a Luther ofreciéndole mis brazos ensangrentados.

Luther dudó un momento y luego extendió sus manos sobre uno de los arañazos más superficiales. Tras unos largos segundos de silencio, en los que Luther parecía más concentrado que nunca, nada ocurrió. Con un nudo en el estómago, me di cuenta de lo que pasaba y aparté mis brazos rápidamente.

—Déjalo, ya lo hago yo.

Luther tuvo la decencia de sonrojarse ante mi tono de voz. ¿Cuánta magia oscura debía haber utilizado para ser incapaz de curar un mísero arañazo? Y, además, debía haber sido recientemente, si aún no se le habían pasado los efectos.

Intenté no pensar en ello, concentrándome para poder cerrar los cortes más grandes de mis brazos y mis hombros. Sentía algunos más en mi espalda, pero no podía curarlos sin ayuda.

—Será mejor que te pongas esto —me dijo Luther quitándose su jersey, bajo el que llevaba una camisa azul cielo.

—No he llevado hilo de oro en mi vida —le espeté, indignada—, y no pienso empezar ahora.

Luther resopló.

—No puedes volver así —me dijo señalándome.

Cubierta de barro y de sangre, y casi en ropa interior.

—Prefiero volver así a llevar hilo de oro —insistí poniéndome en pie.

O al menos intentándolo, porque me dio un fuerte pinchazo en el tobillo y me caí de culo al barro una vez más. No sabía cómo curar un tobillo torcido, ni me quedaban energías para intentarlo después de haber tenido que sanar yo misma mis cortes, así que sentí mi enfado y mi indignación crecer aún más, acompañados ahora de mi vergüenza. Por estar tirada en el barro medio desnuda, por no haber podido mantener el control de mi yegua, por haberle dado el beneficio de la duda a Luther y haber olvidado una vez más quién era en realidad: un norteño que usaba la magia oscura, expulsado de la corte tras la guerra por el papel que había jugado en ella.

Apreté los dientes, haciendo todo lo posible por contener las lágrimas.

—Aileen, hace demasiado frío y estás herida, tienes que ponerte esto —insistió Luther ofreciéndome una vez más su jersey.

Me crucé de brazos como respuesta y él volvió a resoplar, exasperado. Y después empezó a desabrocharse la camisa. Aparté la mirada mientras se desnudaba como si nada.

—Ten —me dijo dándome la camisa—. A esto no te puedes negar.

Se puso el jersey y yo observé la camisa de algodón azul. No era un color que vistiera de normal, pero tenía frío y estaba cansada. Solo quería volver a casa.

Me quité el jersey destrozado y me puse su camisa, todavía cálida por el contacto con su piel. Me quedaba algo larga, así que até los faldones en torno a mis caderas.

—Permíteme ayudarte —me dijo Luther entonces, poniéndose en pie y ofreciéndome su mano.

Tras un segundo de duda, la acepté y dejé que me ayudara a levantarme.

—Estamos demasiado lejos para volver andando, así que tendrás que montar conmigo.

Yo me sonrojé y me aparté de él.

—Imposible.

Luther fue a replicar, pero seguí hablando antes de que dijera nada:

—Peso demasiado para montar los dos, y más en un caballo norteño.

—Solo vamos hasta el castillo e iremos despacio. Podemos hacerlo perfectamente.

Sentí una extraña angustia solo de pensar en subirme al animal, pero Luther no me dio tiempo a ponerme más nerviosa. Cogió las riendas del caballo y lo situó junto a mí.

—Tú montas primero, en la silla. ¿En qué pie te has hecho daño?

Señalé el izquierdo.

—Vale. Pon tu mano en mi hombro y el otro pie, en mi rodilla.

Hice lo que me indicaba y él me cogió de la cintura.

—Sube —me dijo entonces, impulsándome con ayuda de su magia.

Algo torpe, conseguí pasar la pierna izquierda por encima del caballo, que ni se inmutó.

—¿Ves? Sin problema. Échate hacia delante. Sostén las riendas.

Me agaché sobre el pomo de la silla y Luther, poniendo el pie en el estribo y cogiéndose del pomo, montó detrás. Podía sentir cada centímetro de su cuerpo pegado al mío y su aliento contra mi cuello.

—Tú cógete del pomo y yo llevaré las riendas —me indicó.

Se las entregué y me sujeté a la silla, intentando no moverme.

—No te preocupes —me dijo rodeándome con sus brazos —, no te vas a caer.

Luther chasqueó la lengua y el animal echó a andar. Me tensé inmediatamente y él pasó uno de sus brazos por mi cintura, pegándome contra su pecho.

—Apóyate en mí y relájate, Aileen, vas a poner nervioso al caballo.

—Lo siento —murmuré.

—No pasa nada.

Intenté relajarme contra su cuerpo, siguiendo los ejercicios de respiración que me había enseñado. Podía notar el olor de su colonia y el vaivén de su pecho contra mi espalda. Tras unos instantes, incluso sentí la tranquilidad que emanaba de él.

—Te gusta montar —le dije, sin preguntar, queriendo distraerme.

—¿A ti no?

Me encogí de hombros.

—Prefiero el tren. Solo viajo a Olmos y a Nirwan, y en Nirwan me recogen siempre en carruaje.

—Si tuvieras tu propio caballo, montarías más a menudo. Lo disfrutarías más.