Kitabı oku: «Tormenta de magia y cenizas», sayfa 4

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Pocos habitantes de Rowan eran verdaderos mestizos, pero la mayoría tenían una forma de pensar y un estilo mucho más neutral que en otros lugares, lo que me había ayudado a desprenderme de la definición binaria de norte y sur. A sentir que podía encontrar mi lugar.

Entramos en el local, oscuro y ruidoso, y buscamos un sitio donde poder sentarnos todos. Encontramos enseguida una mesa redonda rodeada por un banco acolchado y pedimos varias jarras de cerveza y algo para comer. Bebimos, acompañados por la música que un grupo tocaba al fondo y pronto tuvimos que rellenar las jarras. Sara y yo nos entretuvimos un rato intentando adivinar el país de origen de los cantantes por lo que podíamos escuchar de sus acentos; y cuando terminamos de cenar fue la primera en ponerse en pie para ir a bailar, llevándose a Ethan, Liam y Claudia con ella. Yo decidí quedarme con Noah.

—Estás poco hablador —le dije.

Él se giró hacia mí y apoyó la cabeza en la mano.

—¿Tanto se me nota?

Me encogí de hombros y rellené nuestras jarras de cerveza.

—Te conozco bien.

Noah sonrió con melancolía. Sus ojos verdes reflejaban la luz de las velas que había sobre la mesa.

—Mi madre va a volver a casarse.

Di un largo trago a mi bebida, sin decir nada. Los padres de Noah se habían separado hacía varios años, algo mucho más raro en el norte que en el sur.

—Va a dejar el Comité Político y se va a mudar a Nembro para presentarse a gobernadora en las próximas elecciones. Su prometido es de allí. Tiene bastantes negocios, y no le importa cambiar de apellido.

Noah dejó que yo rellenara los huecos. Su madre había conseguido el rango social que deseaba al desarrollar su carrera política en la corte. Pero en el norte, si querías ser alguien, tenías que tener dinero, y no solo el apellido adecuado. Sabía que en otros lugares la gente no se lo cambiaba al casarse, pero en Ovette podías elegir tu apellido. Mi madre, por supuesto, había renunciado a ser una Thibault. Supuse que al prometido de la suya le interesaría convertirse en un Sauvage.

—¿Crees que se quieren? —murmuré.

Noah suspiró.

—Creo que pueden ser felices juntos.

Clavé una uña en la madera de la mesa, intentando quitar una pequeña astilla.

—No la juzgo —continuó Noah—, es solo que… Nunca he entendido esa forma de ver la vida.

—Tienes corazón de sureño —bromeé.

Noah sonrió una vez más y bebió de su cerveza. Dejé pasar un largo momento antes de volver a hablar:

—Creo que Sara no tardará en casarse.

Él me miró de nuevo, esperando a que siguiera hablando.

—Al principio, pensaba que era por sus padres, que eran ellos los que querían ese tipo de vida para ella. Un buen matrimonio norteño, carrera en la corte…, pero es ella quien lo quiere.

Tragué con fuerza, intentando deshacer el nudo en mi garganta.

—Y ahora ya no solo tiene su apellido y su dinero, sino su propia carrera en el Comité Social. Y creo que querrá casarse pronto y…

No sabía cómo terminar la frase. No era capaz de poner en palabras el tipo de vida norteña que mi mejor amiga anhelaba.

—Sara siempre ha sido ambiciosa —dijo Noah—. Lo quiere todo. Y lo tendrá.

Asentí, y ambos nos quedamos un rato en silencio, dejando que el ruido de las conversaciones ajenas y la música sustituyeran nuestras palabras. Quise preguntarle a Noah qué era lo que él quería, pero no iba a hacerlo entonces, después de tanto tiempo. Y no iba a hacerlo sabiendo que podía devolverme la pregunta y no sabría la respuesta.

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Cuando volví a la Sala de Esgrima para la siguiente sesión con Luther Moore, las cortinas estaban descorridas y la sala, iluminada por la luz del sol.

—Deberías recogerte el pelo —me dijo Luther como respuesta a mi saludo, ofreciéndome una cinta de tela.

—¿Perdona? —le pregunté, ofendida.

El pelo corto o recogido era algo típico del norte y yo solo me lo recogía en ocasiones muy especiales.

—Para hacer esgrima —me aclaró, antes de que pudiera seguir protestando—. ¿Sabes esgrima?

—Algo —contesté cogiendo la cinta para hacerme un recogido—. Un par de años de clases.

—Será suficiente. Hoy intentaremos que mantengas la conexión con tu magia mientras haces otras cosas. Coge una espada y una máscara y ponte en guardia.

Obedecí y me puse en guardia frente a Luther, con los pies juntos, las rodillas flexionadas, una mano en la cintura y la otra ante mí, con la espada.

Luther asintió, dándome el visto bueno.

—Ahora haz las respiraciones que te he enseñado, concentrándote.

Me costó algo más que las veces anteriores, al tener tanta luz y encontrarme en otra postura, pero pronto sentí mi magia fluir.

—Posición de ataque.

Llevé el pie derecho hacia delante y estiré el brazo a la vez. Pude mantener la concentración con facilidad, y también durante los siguientes ejercicios.

—Bien —fue todo lo que dijo Luther.

Cogió entonces su propia espada con la mano izquierda, y se situó ante mí.

—No sabía que eras zurdo.

Luther golpeó su espada contra la mía y perdí el contacto con mi magia.

—No hables hasta que no puedas mantener la concentración —me riñó.

Me callé y seguí con los ejercicios en silencio. Eran posturas de ataque y defensa sencillas, y pronto pude mantener el contacto con mi magia sin problemas. Notándolo, Luther empezó a hacer uso de la suya en sus ataques. Eran cosas sutiles, que apenas creía ver por el rabillo del ojo, aunque pronto aprendí a distinguirlas. Cuando conseguí imitarlo y golpearlo al hacer que mi espada llegara algo más lejos de lo que habría llegado de forma natural, Luther dio por terminada la lección.

—El próximo día probaremos a hablar mientras practicamos, a ver qué tal se te da entonces.

En la siguiente sesión, sin embargo, no hicimos esgrima. Luther había traído una larga mesa a la sala y sobre ella había distintos objetos. Una maceta llena de tierra, un cuenco con agua, una vela…

—Vas a aprender a hacer magia del día a día como la hacemos en el norte. Empezaremos por pequeñas cosas.

—¿Hoy puedo hablar? —bromeé acercándome a la mesa.

—Puedes hablar siempre que quieras —me contestó con el ceño fruncido—, mientras puedas mantener la concentración. Al fin y al cabo, esto no es una clase, no soy tu instructor.

Luther dio la vuelta a la mesa y se colocó junto a mí.

—Voy a ayudarte a guiar tus movimientos para que puedas concentrarte en el flujo de tu magia. No solo tienes que conectar con ella, sino también controlarla, sin dejar que fluya demasiado y te agote.

—De acuerdo.

—Ven.

Luther se situó ante la vela y cogió mi antebrazo derecho.

—¿Puedo? —me preguntó con su mano sobre el puño de mi blusa.

Asentí y él soltó el botón de madera para subir mi manga hasta el codo. Luego se puso tras de mí, con una mano en mi cintura y la otra en mi muñeca desnuda.

—Este punto —me indicó apretando mi cintura— ha estado siempre asociado con la fuente de nuestra magia. Puede que sea solo superstición, pero utilizar siempre los mismos gestos, convertirlos en rutina, ayuda a acceder de forma más rápida a nuestra magia.

Asentí de nuevo y él se acercó a mí.

—Concéntrate en tu magia —me dijo al oído.

Instantes después, mi magia estaba fluyendo con fuerza. Podía sentirla en la mano derecha, intentando decirme algo.

—¿Qué es? —me preguntó Luther.

Fuego. Era fuego. Chasqueé los dedos, creando fricción y calor entre ellos, y la vela se encendió. Sentí la mano de Luther apretar mi cintura y, al momento, su mano derecha guiaba la mía. Seguí el movimiento, cortando la vela de forma instintiva en varios fragmentos y haciéndolos levitar. Chasqueé los dedos de nuevo y todos los fragmentos se encendieron a la vez. No pude evitar sonreír.

—Bien —dijo Luther soltándome.

Apagué las velas, haciendo desaparecer el oxígeno que rodeaba las mechas, y las dejé caer sobre la mesa. No había analizado la forma en que utilizaba mi magia desde hacía años, desde que había aprendido en la escuela. Era extraño volver a ser tan consciente de cómo funcionaba el mundo que me rodeaba cada día.

—Ahora el agua.

Nos pusimos ante el cuenco de agua y pronto estaba creando formas con ella.

—¿Por qué no es una clase? —pregunté, de repente, intentando mantener la concentración—. Quiero decir que… Podrías dar clase a más gente, no hay ningún otro experto sobre el tema en la corte.

Luther apretó mi mano, cerrando mis dedos, y el agua cayó al cuenco, salpicándome.

—Me lo han pedido —me contestó—, pero nunca he querido ser profesor, ese es mi padre.

—Yo creo que se apuntaría mucha gente.

—Tal vez.

Luther entrelazó sus dedos con los míos, elevándolos, y, con ellos, el agua. Después, soltando mi cintura, hizo un gesto con la zurda y acercó la maceta hacia nosotros. Luego bajó mi mano de nuevo y el agua empapó la tierra.

Hicimos que el líquido se repartiera por toda la maceta, despacio, y entonces Luther me empujó hacia delante, hasta que nuestras manos unidas tocaron la maceta y su pecho estuvo contra mi espalda. Podía sentir las semillas enterradas en la tierra. No entendía de magia norteña, ni de luchar o crear arte, pero sí entendía de plantas y de cómo funcionaban. Puse de forma instintiva mi mano izquierda sobre la mano de Luther que sostenía mi cintura, como quien se agarra a una cuerda para no caer, y puse la otra, aún entrelazada con la suya, en el lateral de la maceta, cerrando los ojos.

Esa era la más pura de las magias, aquella que simplemente aceleraba la forma en que la naturaleza funcionaba. Sentí cómo el agua empapaba las semillas, cómo estas se partían, cómo los brotes surgían de ellas… El olor fresco y húmedo de la tierra inundó mis sentidos, como una tormenta primaveral.

—¿Qué es? —susurró Luther en mi oído.

—Vida —le respondí abriendo los ojos.

Vi cómo los brotes rompían la tierra y crecían, crecían, crecían, absorbiendo la luz que entraba por los ventanales, verdes primero, abriéndose y dividiéndose, floreciendo después en multitud de pétalos azules.

Reconocí los nomeolvides y, cuando estuvieron en plena floración, me detuve y me giré hacia Luther. No fui consciente de lo cerca que estábamos, ni de cómo sus brazos seguían rodeándome. Lo único en lo que podía pensar era en la increíble sensación de haber llevado un puñado de semillas a florecer en unos momentos, de haber creado vida donde minutos antes solo había tierra.

—Gracias —le dije.

Él asintió, apartándose y estirándose el chaleco.

—Deberías empezar a practicar por tu cuenta —me dijo como despedida.

—Claro.

Cogí mi chaqueta, me despedí y salí del aula. Llegué a mis habitaciones, aún absorta en mis pensamientos, y Sara me miró, extrañada.

—¿De dónde vienes?

—De mi sesión con Luther Moore.

Sara comprobó su reloj.

—¿Todavía? ¿Y tan contenta?

Alcé las cejas y me dejé caer en el sofá.

—¿Se me ve contenta?

—Tienes un… brillo extraño en la mirada. Y juraría que hay incluso algo de color en tus mejillas.

Resoplé. Ni que ella fuera menos pálida que yo.

—Hemos estado practicando con plantas —le expliqué—. Ha sido increíble.

—Tú y las plantas —murmuró volviendo a sus papeles.

—¿Tú qué estás haciendo?

—Trabajo del Comité. Vamos a dar un baile pronto.

—¿De gala? —me quejé.

—Por supuesto que de gala —me respondió Sara, ofendida—. Pero no te preocupes, no te voy a hacer ir.

—¿Cuándo es?

—Dentro de diez días. Y nos han avisado hoy —protestó—. Se supone que es para integrar mejor a los recién llegados, pero Noah cree que es una maniobra de distracción, por los rumores sobre lo que están haciendo en Daianda.

—Tiene pinta.

—Pues ya podrían buscarse otra forma de distraer a la gente, organizar todo esto con tan poco tiempo es imposible.

—No te agobies, ya verás como en dos días lo tienes todo bajo control.

Dejé a Sara con su trabajo y me fui a mi cuarto.

Metí la ropa limpia en el armario, recogí los papeles que tenía sobre la mesa y me senté a leer junto a mis plantas. Pero no podía concentrarme en las palabras que había ante mí. Seguía pensando en la sesión con Luther, en lo increíble que había sido poder crear vida con mis propias manos, con mi magia. Quería intentarlo de nuevo, pero sabía que sería un derroche, porque mis plantas estaban perfectamente cuidadas y acababa de tener la sesión, por lo que no tenía sentido practicar cuando aún podía recordar el cosquilleo de mi magia contra mi piel.

Me pasé el día intentando pensar en otras cosas y distraerme, pero acabé saliendo de la cama a medianoche, convencida por el hecho de que Luther hubiera insistido en que practicara por mi cuenta. Y, de todas formas, se trataba de algo académico, así que realmente no era malgastar magia, ¿no?

Antes de cambiar de idea una vez más, saqué varias semillas de una caja y las puse en una maceta vacía. Regué la tierra con cuidado y, cuando estuvo lista, me situé frente a ella. Con una mano pegada a la maceta y la otra en mi cintura, me concentré en mi magia. Sin la voz y la presencia de Luther, tan lejos de la Sala de Esgrima, me resultó algo más complicado hacerla fluir, pero lo conseguí.

Busqué con mi magia entre la tierra hasta encontrar las semillas y empecé a llenarlas de agua poco a poco. Sin embargo, pronto sentí que no era suficiente. Canalicé más magia, notando que derribaba mis barreras naturales, pero apenas percibía algún cambio en las semillas. Decidida a no darme por vencida, seguí utilizando aún más magia y, por fin, sentí cómo las semillas se partían para dejar salir los brotes.

Estaba tan concentrada que no me di cuenta de que las piernas me fallaban hasta que caí al suelo de rodillas, sin poder siquiera sujetarme a la mesa. Sentí que se me aceleraba el corazón, incapaz de mover las manos ni de incorporarme. Corté inmediatamente el acceso a mi magia y, poco a poco, noté cómo las fuerzas volvían a mi cuerpo.

Me senté contra la pared, con la respiración todavía alterada. Luther me había advertido varias veces de que no podía dejarme llevar, pero en sus clases ni siquiera había llegado a cansarme. ¿Cómo podía haber ocurrido eso? ¿Cómo podía haber perdido el control de esa manera?

Cuando sentí que la habitación dejaba de dar vueltas a mi alrededor, me cogí de la mesa y me puse en pie, helada y dolorida. Me metí en la cama, me tapé con las mantas y me quedé dormida al instante.

A la mañana siguiente me levanté a oscuras para descorrer las cortinas de la ventana, asustada ante la idea de volver a usar mi magia para encender las velas. Después fui directa a la maceta que había utilizado la noche anterior, sobre mi escritorio.

Estaba vacía.

Ni planta frondosa ni brotes ni nada. Solo tierra. Con el corazón encogido, metí la mano en ella y la revolví hasta encontrar una semilla. La saqué y la acerqué a la ventana para verla mejor. Había un pequeño brote en ella, diminuto. Volví a meterla en la maceta y la tapé con cuidado.

Me dejé caer en la silla, intentando ordenar mis pensamientos. Había pasado años trabajando en el invernadero. Sabía que había gente con más talento para ciertas tareas, que Ane era capaz de hacer que un manzano diera fruto durante todo el año, que Liam conseguía que ningún brote perdiera fuerza mientras crecía. Pero todo el mundo tenía sus límites. La magia tenía sus límites. «¿Cómo mueves una montaña con tu magia?», nos habían enseñado en la escuela. «Piedra a piedra».

¿Cómo podía haberme parecido normal hacer crecer una planta en apenas unos momentos, yo sola? Iba en contra de todo lo que sabía sobre el funcionamiento de la magia, pero la única explicación posible era que se hubiera tratado de magia oscura. Siempre me habían dicho que consistía en todo aquello que era antinatural: romper un hueso separando sus fragmentos, en vez de uniéndolos; forzar una llama a arder donde no había oxígeno; extraer el agua de una planta, robándole la vida.

Tal vez esto era lo mismo. Tal vez, por mucho que insistieran, acceder directamente a tu magia no fuera natural. Y Luther Moore, por supuesto, había aprovechado la oportunidad para hacerme sentir el poder tóxico y adictivo de la magia oscura.

Había escuchado miles de veces las mismas historias. Sabía que solo generaba más y más adicción, hasta que tu propia magia se rebelaba contra tu cuerpo y te acababa destruyendo, por mucho que los norteños protestaran que eso dependía del carácter de la persona y no de la magia que se usara.

Pero a Luther Moore no le importaba lo que yo creyera, ¿no? Resoplé, incrédula e indignada por haber llegado a confiar en él.

Me vestí y salí de mi cuarto sin tan siquiera peinarme. No tenía ni idea de dónde estaban sus habitaciones, pero me dirigí a la zona más nueva del Ala Oeste, donde solían hospedarse los norteños con más dinero, y no tardé en encontrarlo, cruzando una sala de camino al comedor.

—¡Luther!

Se giró hacia mí, sorprendido, y debió notar algo en mi cara, porque frunció el ceño al verme.

—¿Qué pasa?

—Eso quiero saber yo —le dije acercándome a él.

Entré en la sala vacía en la que se encontraba y cerré la puerta tras de mí.

—¿A qué estás jugando? —le espeté en cuanto estuve junto a él.

—¿Perdona? —me preguntó marcando cada sílaba, manteniendo la calma.

—Lo de ayer. Fue magia oscura, ¿verdad?

Luther apretó los labios con fuerza y un suave rubor cubrió sus pálidas mejillas.

—¿Crees que sería capaz de enseñarte magia oscura sin decírtelo? —me replicó, lleno de indignación.

—¿Cómo explicas entonces la sesión de ayer? ¿La planta que creé de la nada y las semillas enterradas que hay ahora mismo en mi habitación?

Luther hizo entonces algo terrible, imperdonable. Alzó las cejas, me miró de arriba abajo y se rio de mí.

—¡Porque yo también usé mi magia! No esperarías hacer algo así tú sola —me respondió—. Pero si no eres más que una…

—¿Una qué? —le pregunté dando un paso más hacia él, con la vergüenza y la rabia consumiéndome—. ¿Qué es lo que soy?

Luther fue a contestar, pero no supe si pretendía llamarme mestiza, porque en ese momento se abrió la otra puerta de la sala y entró el presidente Lowden.

La fuerza de la costumbre me hizo reaccionar y me dejé caer sobre una rodilla inmediatamente. Luther, junto a mí, me miró por el rabillo del ojo.

—Señor Moore, señorita Dunn —nos saludó Lowden—. Disculpen la interrupción.

—En absoluto —contesté, aún arrodillada—. Ya habíamos terminado.

Luther no dijo nada.

—Les dejo de todas formas —dijo Lowden cruzando la sala.

Una vez nos había dado la espalda, yo me puse en pie y, sin girarme hacia Luther, me marché de allí.


4

Después de mi discusión con Luther volví a mi dormitorio, donde me quedé encerrada el resto del día. Me sentía engañada y humillada y no quería dar explicaciones a nadie, así que le conté a Sara que no me encontraba bien para que no me molestara. Liam vino a buscarme por la tarde, pero le dije que no tenía ganas de ver a nadie, sin abrir siquiera del todo la puerta.

A la mañana siguiente seguía escondida entre las sábanas cuando Sara llamó con suavidad a mi cuarto.

—Aileen, han traído un paquete para ti.

Aún tardé un rato en decidirme a salir de la cama e ir a ver qué había llegado. Debía ser algún envío de mis abuelos, que me solían mandar ropa y regalos norteños con la esperanza de que abandonara mi estilo mestizo. Sin embargo, el paquete que me esperaba sobre la mesa no era de ellos. Era una caja de madera labrada con bajorrelieves, con un frondoso árbol tallado en cada uno de los laterales. Mis abuelos nunca me comprarían algo así.

—Trae una carta —me dijo Sara desde el sillón.

Señorita Aileen Dunn, ponía con elegante caligrafía. Le di la vuelta al sobre y fruncí el ceño al ver el escudo de los Moore en el lacre.

—¿No la abres? —me preguntó mi amiga, impaciente.

Debía haber curioseado y, al ver el remitente, había decidido no moverse del salón hasta que abriera el paquete. Con un suspiro, rompí el lacre.

Estimada Aileen:

Lamento profundamente el terrible malentendido que condujo a la discusión de ayer. Nuestro trabajo en las últimas semanas, el hecho de que eres una Thibault y el extraordinario talento que has demostrado para las técnicas usadas en el norte han hecho que olvide que no has sido criada allí, con la falta de ciertos conocimientos que eso supone.

Si no he sido más claro a la hora de gestionar tus expectativas ha sido por eso, y no por malicia.

Siento haber olvidado que, en realidad, eres una novata y lamento haberte fallado como instructor al dejar que tu confusión enturbie el disfrute de una disciplina en la que claramente destacas.

Solo el tiempo y la práctica pueden llevarte a conquistar tu magia. Espero que, mientras, sigas aceptando la ayuda que pueda ofrecerte.

Atentamente,

Luther Moore

Cerré la carta y la dejé sobre la mesa, preguntándome con qué clase de regalo esperaba comprar mi perdón. Aunque, cuando abrí la caja y vi lo que había dentro, no pude evitar sonreír. Sara, que se había acercado a cotillear, se apartó con rapidez al notar el olor.

—Es abono —le expliqué sonriendo—. Para mis plantas.

No podía hacer que mi planta creciera de la noche a la mañana, pero me ofrecía la ayuda necesaria para conseguirlo de todas formas. No solo me pedía disculpas, sino que lo hacía de la forma más sureña posible.

—Así que lo que tenías era un disgusto —me dijo Sara, al ver mi cambio de actitud.

Yo me encogí de hombros.

—¿Y fue culpa de Luther Moore?

Me encogí de hombros de nuevo.

—Me ha pedido disculpas.

La cara de Sara lo decía todo sobre qué opinaba de su forma de pedir perdón.

—Un Moore disculpándose por algo… —murmuró, asombrada—. ¿Lo vas a perdonar?

Tamborileé los dedos sobre la caja, como si no supiera la respuesta desde que la había abierto.

—Supongo —contesté al fin.

—Bueno, pues llévate eso de aquí, antes de que apeste toda la sala.

—¿Cómo llevas la organización del baile? —le pregunté mientras dejaba la caja junto a mis plantas.

—Ugh, no me hables de eso. Llevo tres días trabajando sin parar, creo que voy a estallar.

—¿Por qué no hacemos otra cosa, entonces? Solo un rato, para que descanses, y luego sigues trabajando.

Sara se mordió el labio inferior, tentada.

—Podríamos ir a la Sala de Música… —musitó—. Y podrías traer alguna de tus velas relajantes…

Asentí rápidamente y nos fuimos a la Sala de Música, que estaba vacía.

Sara se sentó al piano y tocó algunas notas, comprobando la afinación del instrumento. Yo puse un par de velas sobre una mesita baja y las encendí. Luego me tumbé boca arriba en el sofá, aprovechando que llevaba unos gruesos leotardos para poner un pie sobre el respaldo. Pronto me llegó el dulce perfume floral de las velas y sentí que la tensión desaparecía de mis músculos.

Sara empezó a tocar y me giré hacia ella para observarla. Tras mis sesiones con Luther, podía notar cómo Sara hacía uso de su magia a la hora de tocar. No parecía ser algo consciente, sino más bien una parte más de su técnica, algo que hacía sin pensar. Había visto a mi amiga tocar innumerables veces y no había notado nunca que estuviera más cansada al terminar, como le pasaba al usar su magia para redecorar el salón, por ejemplo. Tal vez Noah también usaba magia mientras dibujaba, tendría que fijarme la próxima vez que lo viera hacerlo.

Estaba meditando sobre todo esto cuando un hombre entró en el salón, probablemente atraído por la música, y se acercó al piano con una leve cojera. Llevaba un abrigo de montar hasta los tobillos, con largos cortes a los lados y cubierto de polvo, y los pantalones por encima de las botas, a cuadros de colores. Tenía una barba desaliñada, con reflejos rojizos, e iba despeinado, pero eso no le impidió reclinarse contra una columna y cruzar los brazos como si fuera el presidente del Consejo. No quitaba sus ojos claros de Sara, que siguió tocando sin darse cuenta.

Cuando acabó la canción, el desconocido empezó a aplaudir con entusiasmo y Sara se giró hacia él, sobresaltada.

—Precioso. Maravilloso.

Tenía el acento fuerte y cerrado de la gente más pobre del norte, aquellos que descendían de marinos mercantes, aunque por la calidad de su ropa no me lo había esperado. Mientras que la mayoría de norteños de origen humilde intentaba disimular su acento en la corte, él no parecía tener ninguna intención de ocultar su origen.

Tras un momento, el tipo se acercó a Sara y le ofreció su mano. Por pura costumbre, estoy segura, ella la tomó.

—James McTavish —se presentó.

—Sara Blaise —contestó ella limpiándose la mano con poco disimulo en la falda.

McTavish sonrió y, cuando vi que pretendía apoyarse en el piano, carraspeé.

—Aileen Dunn —me presenté desde el sofá, sin moverme.

McTavish se acercó a mí y se quedó unos instantes de pie, esperando a que me incorporara. Tal vez, de no haber sido por las velas, me habría importado lo que pensara, pero el caso fue que me quedé como estaba.

Al final, decidió sentarse en un sillón y poner los pies sobre la mesa. Yo sonreí. Era raro ver a un norteño que no fuera extremadamente estirado.

—Siga tocando, por favor —le dijo a Sara.

Ella me miró, alzando las cejas, pero continuó cuando me encogí de hombros.

—¿Tu primera vez en Rowan? —le pregunté a McTavish.

Él se giró hacia mí, sorprendido. Pese a lo cansado que se le veía, aparentaba menos de treinta años. Demasiado joven para haber estado implicado en la guerra y que lo hubieran expulsado de la corte; pero su forma de comportarse, tan irreverente, parecía indicar que nunca había estado en Rowan.

—¿Tanto se nota? —me contestó observando su ropa.

—No es la ropa, tranquilo.

Aunque no se veía a mucha gente en la corte con el tipo de traje que él llevaba. McTavish se quitó el sucio abrigo de todas formas y lo tiró a mis pies, sobre el sofá. Me reí.

—¿Y tú? ¿De dónde eres? —Se subió las arrugadas mangas de la camisa—. Falda sureña, blusa norteña… ¿De dónde es tu acento?

—Soy mestiza —contesté con alegría. Sara falló una nota al oírme—. A Sara no le gusta la palabra, pero a mí me da igual. Soy de Olmos, pero no se me nota en el acento, no sé por qué.

Me desperecé sobre el sofá, dejé caer mis botines al suelo y puse los pies sobre el abrigo de McTavish.

—¿Y la señorita Blaise? —me preguntó—. No, espera, déjame adivinarlo…

McTavish se inclinó hacia delante, mirando a Sara de arriba abajo.

—Nirwan.

Ella siguió tocando, pero yo no pude evitar una exclamación, sorprendida.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunté antes de darme cuenta de la explicación más lógica—. ¿Por el apellido?

—Cada uno tiene sus talentos, Dunn. El mío son las señoritas norteñas.

—Permíteme dudarlo —le dije, con una carcajada.

Fue su turno entonces de ahogar una exclamación de falsa indignación.

—Oye, ¡perdona!

Me volví a reír, más divertida de lo que había estado en mucho tiempo. Hubo un momento de silencio, en el que Sara terminó la canción, y luego continuó con otra.

—No conozco a muchos mestizos —dijo McTavish—, pero no suelen vestirse así, ¿no?

Me encogí de hombros.

—Lo mejorcito de cada sitio —le contesté—. Y si a alguien no le gusta, no es mi problema.

Sara me miró un breve instante, apretando los labios.

—A la señorita Blaise no parece gustarle.

—Mi sentido de la moda le resulta ofensivo —dije—. Pero no todas podemos tener su estilo.

—Sería insoportable para mí, desde luego —siguió flirteando él.

Sara se sonrojó, pero antes de poder protestar, alguien más entró en la Sala de Música.

—¡James! Te estaba buscando.

Velas relajantes o no, al reconocer la voz de Luther Moore me incorporé de golpe sobre el sofá. Él se acercó hasta James y ambos se abrazaron con fuerza.

—Perdona, me he distraído —le contestó.

Sara, a su espalda, había dejado de tocar. Luther frunció el ceño al verla y ella se sonrojó aún más.

—James…

Justo entonces se giró hacia mí. Su cara cambió enseguida a una de sorpresa.

—Aileen.

—Luther —lo saludé cruzando las piernas sobre el sofá y estirándome la falda para intentar parecer algo más presentable.

James me observó un segundo, luego miró a Luther. Y después esbozó una enorme sonrisa que Luther le borró de un codazo en las costillas.

—Será mejor que nos vayamos si pretendes instalarte antes de la cena. Señorita Blaise. Aileen.

—Te veo mañana, Luther —le dije, sintiendo forzadas las palabras.

Él asintió, entendiendo que había aceptado sus disculpas.

—Ha sido un placer, Aileen. Estoy seguro de que nos veremos pronto —se despidió McTavish estrechando mi mano—. Señorita Blaise.

Sara volvió a darle la mano, pero esa vez él le besó el dorso.

—Oye, ¿qué es eso de «Aileen»? —repliqué mientras se alejaban—. Para ti soy la señorita Dunn.

—¿Señorita Dunn para mí, pero Aileen para Luther? No lo creo.

—James —masculló Luther arrastrándolo hacia el pasillo.

McTavish se despidió con la mano una vez más antes de salir y no pude evitar sonreír.

—Qué persona tan desagradable —protestó Sara inmediatamente.

—Lo siento —contesté a falta de algo mejor.

—¿Has visto qué barba tan desaliñada lleva? —añadió ella negando con la cabeza—. No estoy nada relajada, ¿podemos irnos?

—Por supuesto.

Me agaché a por mis botines, apagué las velas y al levantarme me di cuenta de que McTavish había olvidado su abrigo a los pies del sofá.

—Déjalo —me dijo Sara—. Seguro que lo ha hecho adrede.

Dudé un momento, pero al final lo cogí.

—Yo me encargo de él cuando venga a buscarlo —le respondí sacudiéndole el polvo antes de doblarlo sobre mi brazo.

—Eres demasiado buena —me dijo Sara mientras salíamos.

—Es mi lado sureño.

Ella me dio un golpe en el brazo y yo me reí.