Kitabı oku: «Campos magnéticos», sayfa 4
SEGUNDA PARTE
EL REALISMO DE ANTONI TÀPIES
Antoni Tàpies ha sido uno de los autores más prolíficos del siglo XX. Con cerca de nueve mil obras, que se extienden desde sus primeros trabajos de los años cuarenta hasta los últimos dibujos que realizó a finales de 2011, su catálogo razonado parece mostrar a un artista introspectivo, obsesionado por una serie de temas y objetos que repite sin cesar, y a la par aferrado a la experimentación continua de materiales y formas. Quizás no ha habido otro artista moderno que haya explorado las propiedades expresivas del material como él lo ha hecho a lo largo de su extensa trayectoria. En los años cincuenta, la utilización del polvo de mármol mezclado con pigmentos dio un carácter distintivo a su pintura, al igual que, en los ochenta, el uso del barniz como si fuese tinta. Así, no nos sorprende que las explicaciones de la pintura de Tàpies a partir de su aspecto material hayan sido constantes, convirtiéndose en una camisa de fuerza que ha determinado y aun reducido su fortuna crítica.
De un modo similar a como ocurrió en los Estados Unidos con el expresionismo abstracto, el triunfo del informalismo en Europa supuso su propio fracaso. Este movimiento fue tan popular que devino normativo y degeneró frecuentemente en clichés que se referían a la espontaneidad e inmediatez de la pincelada o a la sensibilidad por unas texturas y materiales, que habían de reflejar de un modo natural la energía y emoción del artista. Todo ello aderezado, en ocasiones, con un misticismo difuso de naturaleza netamente simbolista. Ahora bien, lejos de constituir un repertorio de gestos más o menos espontáneos capturados en el lienzo, las obras de Tàpies revelan una estricta lógica interna, cuya naturaleza escapa a los análisis formalistas y a las disquisiciones hagiográficas. Los esfuerzos del artista van dirigidos a revelar y explorar los problemas y relaciones de la pintura más a que a solucionarlos. Con el tiempo, una cierta esquizofrenia se ha instalado en la recepción de su trabajo. Mientras que su huella en Europa, y por supuesto en España, se ha sentido de un modo muy intenso, en Estados Unidos, por el contrario, su presencia es testimonial. Grandes museos como el MoMA, el Guggenheim o el MOCA de Los Ángeles cuentan con obra suya en sus colecciones, pero esta no acaba de encontrar un lugar en las diversas presentaciones.
Emplazada entre dos mundos, uno, el moderno, que se extinguía cuando él comenzaba su carrera, y otro, el posmoderno, que apenas revelaba sus primeros indicios, la obra de Tàpies no se ajusta a los parámetros de la historiografía tradicional. Su pintura era quizás demasiado objetual para una crítica que buscaba la pureza de sus esencias, y, a la vez, gestual, expresionista y constreñida por las restricciones del marco para aquellos que indagarían años más tarde en la poética del campo expandido. Por mucho que sus referentes reconocidos fueran Miró o Picasso y que sus afinidades electivas se situasen en el entorno de Kline o Motherwell, Tàpies pertenece por edad y actitud vital a una generación distinta, en la que la impronta de lo efímero y la escritura es fundamental. Calificar su obra de abstracta o informalista constituye una imprecisión, puesto que estos conceptos ya le eran extraños cuando, en la década de los cincuenta, empezó a desarrollar su trabajo más característico, las denominadas pinturas matéricas.
De Beckett a Sartre y de Artaud a Bataille, algunos de los escritores más relevantes de la época aspiraron a lograr una especie de súper realismo, que superase tanto el realismo decimonónico como ciertas convenciones del arte moderno que insistían en la representación del mundo como una realidad estática y externa a nosotros mismos. Estos pensadores intentaron construir un lenguaje capaz de derribar sus propios límites, en el que forma y materia se confundiesen. Anhelaban una vuelta a lo concreto, a la urgencia de la situación y a la irreductible soledad del que ha de elegir.
Sabemos que Tàpies estaba muy familiarizado con las especulaciones de los autores arriba mencionados, cuyos textos conocía en profundidad. Es lógico, pues, que en las pinturas matéricas los materiales dejen de estar en función de una idea exterior, para ser la idea en sí. No hay diferencia entre materia y forma, entre idea y lenguaje. No se trata de que las ideas sean plasmadas en un medio neutro, sino de que lo primero que el espectador perciba sea un medio expresando una idea. La barrera del lenguaje no se oculta, sino que se muestra como parte activa y conformante de toda comunicación. La pintura deja de ser un lugar transparente en el que se representa ópticamente un espacio, para convertirse en una superficie opaca, en un auténtico muro.
Lo fundamental en estos «muros» no son los aspectos plásticos derivados de las calidades de textura o de los matices de color. En sí mismos, tampoco son importantes ni el objeto representado ni la grafía garabateada. Lo esencial en estas obras son los elementos intencionales con que el artista informa a la materia, las configuraciones que esta adquiere. Al referirse a las imágenes de sus cuadros, Tàpies no suele hablar de un «brazo», una «cama» o una «puerta», pongo por caso, sino de una materia «en forma de brazo», «en forma de cama» o en «forma de puerta». Aunque en algunas obras se identifiquen, entre otros motivos, brazos, camas o puertas, las formas adquiridas por la materia no son siempre inmediatamente identificables, ya que lo importante no son estas formas, sino la existencia de un ser u objeto en trance de formación o deformación.
El libro de Francis Ponge Le Parti pris des choses (1942) fue otra de las referencias de Tàpies. Este, al igual que el poeta francés, recoge en sus obras una serie de elementos cotidianos, entre los que se encuentran objetos: sillas, sombreros, puertas… Pero también cosas: lluvia, huellas, sombras… La distinción es importante porque, mientras que el objeto parece existir en un mundo impersonal que se organiza alrededor de la dualidad sujeto-objeto, la cosa no puede ser reducida a esta polaridad. La cosa tiene que ver con el evento y el proceso. Se extiende en el tiempo, y la separación tradicional entre objeto y sujeto se difumina. Si bien nuestro conocimiento del objeto puede limitarse a la facultad descriptiva, a la representación cerrada, el de la cosa supone un ejercicio verbal de apertura.1 La obra de arte deja de ser algo autónomo, permanente, universal e idéntico a sí mismo para convertirse en una proposición abierta, contingente, limitada en el tiempo o accesoria a una experiencia efímera.
La influencia de Duchamp en esta progresiva devaluación de la obra es evidente tanto en Tàpies como en la generación de artistas que, en la segunda mitad de los años cincuenta, ampliaron la noción de realismo. Estamos ante la posibilidad de una experiencia artística liberada de las restricciones impuestas por la estética idealista. La brecha existente entre el gesto y lo gestual, entre la causa y el efecto, entre hacer y mostrar, esto es, entre las intenciones del artista y la reacción del espectador, no se oculta ya que es parte de la obra.2 El artista es así un «médium» que colabora con lo desconocido, pero cuya acción solo puede ser completada por el espectador, con lo que se abre la posibilidad de ampliar cada vez más la definición del acto creativo.
La cosa se opone al mundo banalizado de la producción y el consumo, y se sitúa en el mundo sagrado del poeta y creador. Este elabora su arte como el mago la magia, y sus obras no son simples objetos, sino que forman un conjunto, un mundo aparte. El arte solo puede existir como ficción, y el artista se acerca en su papel tanto al místico o al monje budista como al prestidigitador o al mago. Con sus trucos, este último hace que el espectador participe de los juegos, consciente de que, como toda construcción intelectual, estos no dejan de ser un engaño, al que se presta voluntariamente para poder percibir la pura existencia de las cosas como si fuera la primera vez.
Para Tàpies el arte está intrínsecamente ligado a la magia. Pero esta se relaciona más con los juegos de manos de sobremesa que con los ritos chamánicos de un Joseph Beuys, por poner un ejemplo. Tàpies es consciente del cinismo de una época en la que el sistema lo devora todo y el trabajo creativo se sitúa en el centro de nuestro sistema económico. En este contexto, la idea romántica del artista como demiurgo poseedor de verdades universales y trascendentes no tiene cabida. Su capacidad de transformación política ha sido rebatida una y otra vez. Como el mago de feria, Tàpies sabe que todo es un truco y que lo importante no es el resultado final, sino el juego mismo, la relación afectiva que se establece entre el artista y el espectador a través de un objeto. Este es el enigma del hecho artístico y también su dificultad, ya que el arte, como el amor loco de Breton, es ese secreto inconfesable que nos permite estar juntos, o simplemente estar, más allá de cualquier razón utilitaria o identidad impuesta.
Tàpies no busca tanto un lenguaje pictórico ideal, desea su confrontación; y más que hablar del triunfo de la pintura moderna, deberíamos hablar de su imposibilidad. Aunque en algunos de sus textos él haya expresado opiniones un tanto contrarias, fruto seguramente de una situación histórica particular como fue la España del régimen de Franco, su obra se conforma a partir de las limitaciones del proyecto moderno. Si la pintura moderna había de ser antinarrativa, antirretórica, plana y fundamentalmente pictórica, el arte de Tàpies es narrativo y gusta de recrearse en los recursos de la retórica. No respeta la planitud del lienzo, sino que se pliega sobre él. Tàpies ha asimilado de un modo excepcional la naturaleza material del lenguaje. Sus pinturas reflejan a la vez la materia de la forma y la forma de la materia, sin que ello signifique la anulación de su diferencia como pretendía la modernidad. Su obra mantiene una ambigüedad estructural que dificulta su absorción por un sistema que necesita de lo normativo y reificable. A caballo entre lo objetual, lo pictórico y la escritura, sus lienzos tienen algo de escultórico o táctil, y hacen evidentes las reglas de la pintura huyendo de cualquier tipo de idealismo. Y por mucho que sea evidente en este artista una cierta inclinación hacia el esteticismo, también lo es que nunca cae en el decorativismo o el fetichismo. Al contrario, su virtuosismo queda incorporado como retórica –y, por consiguiente, cancelado– en la materialidad misma de su escritura.

Desde finales de los ochenta hasta la muerte del artista en 2012, el autor de este texto repitió siempre el mismo ritual: visitar el estudio de Tàpies con amigos comunes para disfrutar de las obras que aquel había producido en los meses anteriores. El estudio siempre estaba repleto de pinturas y objetos de arte, la mayoría de ellos nuevos. Tàpies creaba un número importante de sus obras durante julio y agosto. El resto del año tomaba notas y reflexionaba sobre imágenes y formatos. Realizaba su trabajo en el suelo o en caballetes de carpintero –siempre en horizontal– y luego los colocaba uno al lado del otro de un modo que recordaba la famosa fotografía de André Malraux rodeado de las imágenes de su museo imaginario. La forma en la que Tàpies ordenaba sus cuadros no era fortuita, sino fundamental para su práctica. Si empezaba colocando una obra pequeña, o una con una composición estática, lo más probable era que, a su lado, dispusiese otra de mayor tamaño o dinamismo. Si en un cuadro hacía referencia a los Upanişad, era posible que el siguiente tuviera un alto contenido político, creando así una dinámica de reescritura y corrección continua en la que el proceso y la transformación de las imágenes era esencial.
Cada año, Tàpies construía un atlas. No estaba hecho de elementos similares ni completamente heterogéneos, sino elaborado a partir del movimiento y las relaciones establecidas entre una y otra imagen. Hasta que el estudio no estaba lleno no estimaba que había terminado su trabajo. Lo más importante para él no eran sus piezas individualmente consideradas, sino el espacio generado por el espectador moviéndose de un lienzo o un objeto a otro. Como consecuencia, es lógico que, en los ochenta, creara una fundación que albergase su obra junto con la de otros artistas. Ese interés ya estaba implícito en su producción: la extensión lógica de sus cuadros –que, en la década de los sesenta y los setenta, incorporaba cada vez más objetos cotidianos– no se encuentra en el espacio ideal de la imagen, sino en el mundo real de las cosas, en los intersticios entre cuadro y cuadro, objeto y objeto, autor y espectador. A este respecto, Tàpies siguió los pasos de otros dos artistas con vínculos estrechos con Barcelona –Picasso y Miró–, quienes, asimismo y en diferentes momentos, compensaron las deficiencias de un país que había vuelto la espalda a la cultura moderna creando sus propios museos, no como mausoleos sino como centros para el estudio del arte contemporáneo. El movimiento de la contemplación al debate y de la identidad autónoma a la relación contingente es quizás el verdadero legado de la obra de Tàpies.
1.Para una discusión del objeto artístico en los años sesenta, véase Jean-François Chevrier, L’any 1967. L’objecte d’art i la cosa pública. Barcelona: Fundació Antoni Tàpies, 1997.
2.Sobre la influencia de Duchamp en estos artistas, véase Julia Robinson, «Antes de que las actitudes se hicieran forma: Los Nuevos Realismos, 1957-1962», en Nuevos Realismos: 1957-1962. Estrategias del objeto, entre readymade y espectáculo. Madrid: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2010.
LA ÚLTIMA DOCUMENTA DEL SIGLO XX
En su reseña de la documenta X, el crítico de arte del Times se lamentaba de que esta fuese una tragedia, un claro ejemplo de fascismo cultural, y afirmaba que si tuviese una efigie de Catherine David delante de él no dudaría en clavarle agujas. En una tesitura similar, la Unión Europea de Galeristas denunciaba que no se hubiesen revelado con antelación los nombres de los artistas seleccionados. Durante meses los ataques se sucedieron, argumentando que David había construido un libro de texto más que una exposición, que no había atendido a la especificidad estética de las obras o que había enfatizado en exceso el arte de los años sesenta y setenta y despreciado la propia contemporaneidad del evento. También se malinterpretó la importancia que la comisaria francesa había prestado al vídeo, al cine y a los new media, una mera excusa, para muchos, para hacer pasar como «intelectuales» piezas manifiestamente mediocres. Para Boris Groys, se confundía el hecho de que la teoría sea gris con el empeño de que todo lo gris sea teórico.
Tras el empacho de la documenta IX, y después de que la más neoliberal de las exposiciones, Magiciens de la terre, ocupase las salas del Pompidou, la documenta X ambicionaba la creación de un nuevo paradigma. Frente a la amnesia y al «todo vale» posmodernos, Catherine David reivindicaba la historia. Sin embargo, esta no respondía al formalismo teleológico moderno o a la búsqueda idealista de universales, sino que se centraba en instantes de concreción a la vez política y artística. Estos momentos se configuraban alrededor de cuatro fechas clave: 1948, 1967, 1978 y 1989. La primera tenía que ver, simultáneamente, con la posguerra y el sentido de fracaso de las vanguardias, así como con la puesta en abismo de la modernidad encarnada en una figura como Artaud. La segunda representaba el principio de la que fue, según Immanuel Wallerstein, la mayor crisis mundial desde mediados del siglo XIX. Los Oggetti in meno de Michelangelo Pistoletto, el tropicalismo de Hélio Oiticica, las derivas terapéuticas de Lygia Clark o la crítica institucional de Hans Haacke eran significativos en este sentido. El año 1978 contemplaba el principio de la reacción neoliberal y de las reformulaciones figurativas y narrativas de artistas como Jeff Wall o James Coleman. El muro de Berlín había caído en 1989 y con él se daba por finiquitada la Guerra Fría. Se cerraba, pues, una etapa y se abría otra dominada por la mundialización del capital. Estábamos ante la última documenta del siglo XX y la consciencia de que eso era así dejaba su impronta en los diversos espacios de la muestra.
Con el paso de los años, la exposición de Catherine David ha ido creciendo en nuestro imaginario hasta alcanzar el nivel de la mítica documenta V. Como aquella, esta fue capaz de reflejar el espíritu de un tiempo, y lo hizo sin caer en la trampa de la moda, ni intentar refugiarse en el arte de los últimos cinco minutos. Su posición fue voluntariamente anacrónica. David planteó, en sus propios términos, una «retroperspectiva» y entendió que solo es contemporáneo aquel que es anacrónico, porque solo el que se sitúa fuera de su tiempo lo puede contemplar. De ahí que el peso de su relato recayese en la generación de autores que durante las décadas de los sesenta y setenta cambiaron nuestro modo de entender el arte: Jean-Luc Godard, Marcel Broodthaers o Gordon Matta-Clark, entre otros, lideraron las manifestaciones más radicales e inconformistas de su tiempo. Con todo, aquello que nunca quiso ser canónico y que intentó romper con la hegemonía del mercado sucumbió, poco a poco, a la dinámica de este último. La captación de la institución arte por las industrias de la comunicación comenzaba a ser una realidad, y era imperativo dar un paso al lado para aprehender mejor la nueva situación. Era evidente que las nuevas estructuras económicas y sociales se organizaban en torno al consumo, y no a partir de la producción de mercancías como en el período moderno. Nuestro conocimiento y nuestras experiencias estéticas eran ahora susceptibles de ser convertidas en objetos de consumo, lo que de entrada menguaba su potencial emancipador, cuando no lo cancelaba completamente. La documenta de Catherine David debía construir un modelo histórico que nos permitiese entender mejor un mundo ante cuyo proceso globalizador no podíamos permanecer ajenos.
La documenta de Kassel, nacida en los albores de la Guerra Fría, quiso ser en su origen una vitrina del arte occidental frente al orden soviético. Durante sus primeras ediciones se mostró en ella lo más avanzado del arte de vanguardia, pero ¿cuál podía ser su función en un mundo global en el que, con la caída del muro de Berlín, Kassel dejaba de tener su función inicial? Carente del atractivo turístico de ciudades como Venecia o del exotismo de las bienales que ya empezaban a aparecer en la segunda mitad de los noventa por todo el planeta, Kassel se convertía en algo parecido a los pasajes parisinos de los que hablaba Walter Benjamin. Esos lugares que, habiendo sido fundamentales en el desarrollo del espacio burgués, dejaron paso a otras formaciones y se convirtieron en imágenes dialécticas del pasado en el presente. La inteligencia de David consistió en incorporar esa realidad política de Kassel en su discurso expositivo.
La ciudad, como lugar privilegiado en el que se producen las relaciones sociales, era clave en el argumento de Catherine David. La presencia de fotógrafos como Garry Winogrand, Walker Evans, Helen Levitt o Robert Adams, la de arquitectos como Aldo van Eyck o Rem Koolhaas, o la de artistas que trabajan en torno a la esfera pública como Dan Graham o Vito Acconci, así lo atestiguaban. Este dominio público no es el espacio homogéneo de Habermas, sino que se identifica con las heterotopías foucaultianas. Se refiere al espacio físico y también al vivido, esto es, aquel que queda definido por las acciones que lo conforman: pasear, jugar, contemplar, etc. Si el paseo es el modo básico con el que se experimenta la ciudad, era lógico que David incorporase a su proyecto el parcours entre las diversas sedes. Fue muy acertada la inclusión, en el trayecto por el que se iba desde el Fridericianum al Kulturbahnhof, de uno de los grandes artistas «urbanos» de la segunda mitad del siglo XX: Raymond Hains.
Como dispositivo, la documenta X planteaba algunos aspectos que son considerados esenciales en la actualidad, especialmente la correspondencia entre el documento y el hecho artístico o, para ser más precisos, entre información y alegoría. La centralidad que en el Fridericianum adquirían el Atlas de Gerhard Richter o la Section Publicité de Marcel Broodthaers respondía a esta premisa. Dichos artistas dejaron patente que «información» y «documento» no son sinónimos de realidad con mayúsculas, como tampoco lo era la obra de arte autónoma. Pusieron al descubierto nuestras limitaciones cognitivas a la hora de reconstruir los acontecimientos. Estos no responden a una realidad externa a nosotros, no se encuentran en un lugar idílico, burgués y separado de nuestra propia experiencia, sino que se construyen en el acto mismo del conocimiento. Son performativos. Tal vez ese aspecto fue el mayor logro de la documenta de Catherine David, a la vez que mostraba las limitaciones de un sistema expositivo y artístico basado aún en la explicación de las obras de los grandes autores. Si lo subalterno y la dominación no son propiedades innatas a ningún sujeto, sino caracterizaciones relacionales, era indudable que un sistema de representación basado en el sujeto universal e ilustrado era incapaz de canalizar la mirada subalterna.
Es indicativo que el peso intelectual de la documenta X recayese en Foucault y Deleuze, cuando una parte de la cultura y de los movimientos sociales de las dos últimas décadas parecen haber girado alrededor de pensadores como Toni Negri, Gayatri Spivak o Judith Butler. En su presentación oficial, Catherine David insistió en que más de un 13% de los artistas elegidos provenían de regiones del mundo no eurocéntricas. No obstante, a la última documenta del siglo XX le faltó dar voz a esa pluralidad de actores «secundarios» que constituyen la multitud, y permitir así la inversión de las jerarquías, «oscureciendo» la hipotética claridad de los hechos y reconociendo naturaleza de agente al espectador. Pero esa sería ya otra historia.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.