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17 LA MUERTE DE MI MADRE

Hacía más de tres años que mi santa madre padecía unas pertinaces cuartanas que lograron minar su recia constitución. La mucha quinina que tomaba para atacarlas le había infectado el hígado, en el que se formó un infarto, entonces todavía inoperable, y que, por lo tanto, acabó con ella de una forma para mí trágica.

En la noche de un 13 de mayo, en el Círculo de Funcionarios Públicos del que yo era secretario, se daba uno de sus animados bailes a los que mi novia, su hermana y yo acudíamos, como siempre, acompañados de su papá. Pasamos, como siempre, una noche deliciosa por la alegría que dominaba todo el salón, del que nos retiramos, yo casi de madrugada, y después de despedirme, a la puerta de su casa, me retiré a la mía, entregándome a un plácido y profundo sueño.

Pero al poco rato me despertaron, y apenas vi dentro de mi cuarto a un repartidor de Telégrafos que me entregaba un telegrama, tan conciso como alarmante, reclamando mi presencia en casa a petición de mi enferma madre.

No hay para qué describir mi dolor y la congoja que sentí, pues interpretaba el mensaje como una noticia disimulada de su fallecimiento, atenazado al pensar que, tal vez, mientras mi pobre madre agonizaba o estaba de cuerpo presente yo me encontraba bailando alegremente.

Me dispuse a emprender el viaje pasando un día horrible, porque, hasta después de las diez de la noche, no salía el primer y único tren para Medina del Campo y Madrid. Con el ansia natural, hice en Medina el trasbordo al tren directo a Madrid, arrinconado en mi departamento, pensando solo en mi madre, en medio de la alegría y la algazara de los demás viajeros, todos ellos romeros de la fiesta de San Isidro que se iniciaba el día de nuestra llegada a la Corte.

Sin perder un momento, al salir de la estación cogí un «simón» que me condujo, casi al galope, a la Administración de la diligencia de Torrelaguna, que logré alcanzar cuando se disponía a arrancar, retrasándose unos minutos porque el mayoral me vio llegar.

Le pregunté, con la mayor ansiedad, si mi madre había fallecido, manifestándome que cuando el día anterior había pasado por el pueblo le dijeron que vivía, pero que estaba muy grave, y tras sufrir el pesado viaje de seis horas de diligencia llegué a El Vellón, a medio día, saliendo a mi encuentro en la carretera varios amigos de casa, quienes me recomendaron que entrara a una habitación con el mayor cuidado para evitar a la enferma una impresión fuerte, porque ignoraba que me habían avisado, a pesar de que no hacía más que nombrarme a cada momento.

Así lo hice, pero a los pocos momentos vinieron a avisarme, porque la enferma, en cuanto me asomé a la calle donde estaba mi casa, y a buena distancia de ella, dijo a los que rodeaban su cama: «Ahí está mi Manolo de mi alma. Gracias. Dios mío».

Entré en la alcoba procurando, inútilmente, contener mi emoción. Mi santa madre estaba desconocida, agotada por la enfermedad, y en su semblante se notaba la mortífera y fatal acción de la muerte.

Pero aún vivió, sufriendo muchísimo, trece días más, en que espiró entre mis brazos, haciéndome cargo de la absoluta soledad en que me dejaba, aunque me aparecía un punto de luz en mi María, a la que escribí enseguida comunicándole mi desgracia, la mayor que podía sobrevenirme, contestándome a vuelta de correo con frases de consuelo, rebosantes de ternura, que contuvieron mi desesperación.

Su entierro fue una desilusión para el cura del pueblo, que creyó que iba a ser un ingreso en su acervo, por la persona de que se trataba, porque encargué a unos parientes de don Tomás de todos los trámites del sepelio, diciéndoles que, interpretando el sentir de mi madre, disponía que el entierro fuera de lo más humilde, y que la diferencia hasta un sepelio de primera clase, etc., que se emplease en una losa que cubriera su sepulcro, y el resto se diera a los pobres. Ello produjo muy buena impresión en todo el pueblo, que acudió en manifestación al entierro, menos el cura, cuya fama de cretino y desordenado llegaba hasta el palacio episcopal, a donde fue llamado varias veces para recibir episcopales reprimendas y que hubo de seguir al cadáver bufando, aunque le sirviera de consuelo las muchas monedas que cayeron, en los continuos responsos que cayeron pagados durante la conducción del cadáver desde casa al cementerio, por las muchas amistades de que mi madre gozaba en el pueblo.

Después de unos días retorné a Salamanca a cumplir con mis labores, pero sin lograr el menor lenitivo a mi dolor ante la desaparición del ser que más quería, empezando a incubarse en mí, en algunos momentos, algún propósito de suicidio, cosa que me notó don Agustín, que se impuso el distraerme, llevándome muchos días a comer a su casa y a pasar la tarde con él, de paseo y en el Círculo, aconsejándome la conveniencia de casarme cuanto antes para ingresar en una familia tan honesta como la de mi novia, prestándose él y su señora, doña Anita, a pedirla y a ser nuestros padrinos, sustituyendo así a mi madre.

Hacía ya tiempo, antes de que yo tuviera relaciones con mi María, que don Agustín, que me demostró siempre paternal cariño, se proponía casarme «bien» desde el punto de vista económico, pues en Salamanca había muy buenas proporciones. Un día me abordó en la biblioteca, insinuándome la idea de que si yo me dirigía a una hija de don Hipólito Bartol, con quien había paseado la víspera, seguramente me admitiría, con gran placer, sacando la creencia de la aprobación del padre, y su estupefacción fue enorme cuando le contesté negativamente, poniendo como impedimento el de ser la novia millonaria, como toda Salamanca sabía, y, como sus hermanos, víctima de la avaricia de su padre, estando seguro de que si me casaba con ella tendría que vivir en un plan de inferioridad que, dado mi carácter, no toleraría, porque el primer día que pudiera echarme en cara sus teneres, estos y ella, saldrían de casa más que deprisa para no volver más, haciéndonos dos desgraciados, ella y yo.

–Creo que está usted en un error –me dijo mi gran amigo y compañero, más que jefe–, porque usted olvida su carrera y su cargo oficial, seguro, con positivo porvenir, cuyo sueldo representa la renta de un capital que es usted, y que aporta al matrimonio.

–Todo lo que usted quiera, don Agustín, pero tengo hecho el propósito de que el día que me case ha de ser con una señorita de mi clase, que me quiera y sepa regir mi casa, con la condición de que no pretendo más que a su persona, y de que, en mi casa, o sea, nuestra casa, dentro de la modestia, hasta el más simple puchero habrá de ser adquirido con el dinero que yo gane. Ello asegurará la paz conyugal y mi verdadera felicidad.

Yo era íntimo amigo del único hijo varón de don Hipólito, y, por lo tanto, hermano de las tres señoritas, sus otras tres hijas, que hacían en su casa una vida de secuestradas por el aislamiento al que su padre las sometía, quien no permitía que nadie entrase en su casa menos yo, cuando iba a buscar a su hijo Gonzalo, incluso me instaba a subir a saludar a sus hijas, que estaban siempre en el piso segundo, invitación que siempre soslayé. Aquel asunto quedó totalmente terminado, pues mi compañero, don Agustín, no me volvió a hablar de él.

Pues bien, comprendí que mi estado de ánimo me obligaba a cambiar de vida, apartándome de la soledad a que se había sometido y que empezaba ya a ser peligrosa, motivada por la mayor pérdida que había podido sufrir, la de mi madre, lo único que tenía en el mundo y a la que tanto debía, y me decidí a plantear el problema de la boda, como lo hice primero con mi novia, pero haciéndole dos advertencias previas, una de carácter económico, y otra, muy delicada, en sentido moral.

–Mi sueldo –le dije– es de treinta duros al mes, más lo que me pueda ganar con alguna lección particular que, como sabes, aquí se paga muy mal. ¿Crees que podremos vivir con esos módicos ingresos? Porque yo soy enemigo de adquirir deudas y, si es necesario, creo que tendremos que esperar, aunque muy a pesar mío.

–Desde luego, sí –me contestó–, pero con la condición de que tanto tú como yo nos atendremos a vivir dentro de ese sueldo que yo te aseguro que administraré bien, como administro ahora el de mi padre.

–Muy bien, esto está resuelto, con gran alegría mía, porque te doy mi palabra, a la que, sabes, no falto, de que no haré el menor gasto personal que tú no me permitas.

Y recuerdo que, después de casados, un día me dijo, la que ya era mi mujer, que era necesario, para no desequilibrar el presupuesto de ingresos, que me abstuviera de tomar café en el Círculo después de comer, puesto que aquellos treinta céntimos diarios afectaban a la vida casera, y que tomándolo en casa saldría gratis, apartándolo del desayuno, añadiéndome, además, que debía figurar entre esas necesarias economías el dinero que gastaba en fumar. «No te preocupes –le dije–, desde hoy suspendo también el tabaco». Y así lo hice.

La segunda advertencia fue la de que, no siendo yo católico, mi deseo era que nos casásemos por lo civil, sobre todo teniendo en cuenta que los mismos autores de aquella intriga que estuvo a punto de romper nuestras relaciones habrían de desatar otra trama semejante para deshacer, por venganza, nuestra boda.

Yo me esperaba, ante esta franca propuesta, una rotunda negativa, muy natural, dado el ambiente de beatería que se respiraba en Salamanca, pero su contestación me dejó algún tanto desarmado.

–Nos casaremos como tú quieras, aunque a mí me darías gusto si pudiera ser por la Iglesia, para evitar lo que dirían mis amigas y todo el mundo, que me mirarían como si no estuviera casada.

–¿Y si esa gente empieza a ponernos dificultades?

–Entonces, sin dudarlo, nos casamos por lo civil, como tú deseas.

Marché a mi casa a cenar, preocupado durante el camino por la forma en que mi futura me había planteado la cuestión.

Si me hubiera dicho que no –me dije–, desde luego, no me caso, pero no se ha negado a ello, aunque quedaría más satisfecha y tranquila con el complemento religioso, para evitar las seguras complicaciones en el orden social. El problema, así planteado, es, sencillamente, una cuestión de caballerosidad, que me obliga a no imponerme frente a una señorita, sobre todo cuando ella por su parte no se ha negado intransigentemente, ni me ha puesto dificultades, lo que me obliga a corresponder, como caballero, aunque cumpliremos con el compromiso adquirido por ella espontáneamente en cuanto el clericalismo inicie cualquier cosa.

Cuando volví aquella noche a su casa, como era costumbre, le expuse mi conformidad, pero cumpliéndose el compromiso que ambos habíamos contraído. Y, al día siguiente, planteé al que iba a ser mi suegro mis pretensiones de boda, dándome su asentimiento y conviniendo conmigo los primeros detalles. «Como hay sitio en casa, podéis vivir aquí y pasaremos los gastos a medias», me dijo.

Al día siguiente, puse a don Agustín al corriente de todo lo ocurrido, felicitándome cariñosamente, y ofreciéndose a apadrinarnos, él y su señora, y empezamos a iniciar los trámites, yendo a las oficinas episcopales, ante el gobernador eclesiástico, el señor Barberá, quien luego fue obispo de Ciudad Rodrigo. Nos acompañaron don Agustín y el padre de María.

Ante todo, y adelantándome a los acontecimientos, expuse ante el notario eclesiástico que levantaba el acta que me faltaban unas semanas, muy pocas, para ser mayor de edad,63 y que carecía de parientes en Salamanca que pudieran darme el consentimiento para casarme, pues los dos primos que tengo uno estaba en Jerusalén y el otro en la guerra de Filipinas.

Así lo declaré ante Barberá, don Agustín, mi suegro, mi novia y, sobre todo, ante el notario eclesiástico, tipo que no gozaba de muy buena fama, un consentido, cuya cónyuge, una real moza, se entendía con el alcalde episcopal, como sabía toda Salamanca. Todos se dieron por enterados y se procedió a formalizar el expediente matrimonial que, al parecer, andaba como sobre ruedas, señalándose la fecha de la boda y viniendo desde Tamames unos tíos y el abuelo de mi novia, llegados la antevíspera de la fecha señalada y convenida, quedando don Julián en ir a recoger la orden para celebrar el matrimonio en la Parroquia del Carmen.

Estaba yo en la biblioteca, entregado a mi trabajo, cuando vi aparecer a don Julián, muy nervioso, diciéndome que venía de las oficinas, adonde había ido a recoger el documento, y que el notario de marras le dijo que no podía expedirse, por carecer del consentimiento por ser menor de edad, y en vano fue recordarle que, a su debido tiempo, ya lo había advertido yo, manifestando el señor Barberá que eso no era dificultad insuperable. «Me parece muy bien, don Julián, porque así nos casaremos solo por lo civil, como hemos convenido María y yo», le señalé.

En esto llegó don Agustín, quien al enterarse marchó indignado a las oficinas eclesiásticas, con la convicción de que a él le darían el documento, pero al cuarto de hora volvió más nervioso que mi futuro suegro, pues el notario se había prestado a la intriga, que no era otra que la de prolongar la fecha, iniciando aquellas dificultades para crearnos una complicación perjudicial, por estar en casa la familia forastera de mi novia, que, como labradores, no podían faltar a sus trabajos del campo. Al recordarle don Agustín que la cuestión estaba ya resuelta, insistió el notario en su actitud, y entonces se lanzó hacia él, y le dio un par de bofetadas ante el canónigo Barberá, llamándole al mismo tiempo «canaleja», mientras el miserable se debatía en el suelo. Al contarnos la escena, terminó diciéndome que tanto él como su señora serían nuestros padrinos en el acto civil.

Aquel día comí en su casa, y al salir de paseo nos encontramos en la calle de la Rúa al magistral de la Catedral, don Francisco Jarrín, gran amigo mío por su asiduidad a la biblioteca y mucho más de don Agustín, con el que se tuteaba y a quien aquel puso al corriente de lo ocurrido.

–A mí, don Paco –le dije–, me han proporcionado gran satisfacción, porque de esta manera me han dado el pase que deseaba para que nos case el juez municipal, y mañana me presentaré en el Palacio Episcopal a recoger la documentación que allí obra y que me pertenece porque la he pagado yo.

–No diga usted esas cosas, pues todo se puede arreglar.

–Lo veo difícil –contesté–, porque estamos de acuerdo ambas partes, y porque soy yo el que no quiere que se arregle.

Y al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, me presenté en el Palacio Episcopal, entrando seguidamente en el despacho del canónigo, el señor Barberá, al que, por lo visto, debió de haberle hablado su compañero, el magistral.

Como usted está enterado de todo lo ocurrido –le dije– por la incalificable conducta de ese miserable que motivó la escena lamentable, desarrollada ayer aquí, vengo a reclamar mi documentación, que es mía, porque me ha costado mi dinero, pues quiero mejor esperar al juzgado, antes de dar la satisfacción a quienes se esconden tras ese tipo despreciable.

Con este introito el canónigo se me mostró contrariado, sin atreverse a discutir la razón que me asistía, lamentándose de lo ocurrido, y que él presenció, mucho más porque había solución al problema planteado, previsto en el Código Civil, sobre el caso mío, que advertí desde el primer día y en aquel mismo sitio, leyéndome los artículos en los que se dispone que, cuando el interesado, menor de edad, carece de parientes en la localidad, se nombrarán dos vecinos honorables, que hagan sus veces a los efectos de la autorización paterna, mediante un acta de presencia ante el Juzgado Municipal.

Por lo tanto –prosiguió–, ahora mismo, para no perder tiempo, haga el favor de buscar a dos amigos, mayores de edad y vecinos de esta capital, para que le acompañen al Juzgado, y tráigame, cuanto antes, el acta, para que yo expida la orden, y para que el juez dé todas las facilidades, le voy entregar una carta, para él, don César Real, a quien usted conoce, a fin de que inmediatamente tramiten.

Y a los cinco minutos me entregó la carta, que hizo escribir delante de mí precisamente al notario autor de todo el lío, que era primo del juez.

Me encaminé al Juzgado, y al pasar por la plaza Mayor, que como siempre estaba en pleno paseo, pedí a dos amigos que se cruzaron conmigo que me acompañasen al Juzgado, para autorizarme para mi matrimonio. Por cierto, que uno de ellos durante mucho tiempo había bebido los vientos por María, que le había «calabaceado» cuantas veces se le declaró. El juez, al leer la carta, suspendió un juicio que se estaba celebrando, poniendo en movimiento al secretario y a un amanuense que procedieron a la tramitación del expediente, que, poco más de media hora después, estaba a punto y que llevé al provisor, quien, por la tarde del mismo día, me entregó la orden para el párroco, y al día siguiente, previa delicada conducta previa de este, sin duda por haber recibido alguna advertencia, por la mañana nos casamos, siendo mis padrinos, o los nuestros, don Agustín y doña Anita. Almorzamos en el restaurante de Marcelino Chapado, gran cocinero, solamente la familia de María, los padrinos y algunos, si no todos, sus hijos.

Sin embargo, la persecución clerical continuaba, tal vez enardecida por aquella derrota, como descubrí por casualidad más adelante.

Ya había nacido Agustina en la casa del matrimonio, porque mi cuñada Micaela, por su carácter, no nos dejaba vivir tranquilamente, y porque el papá, por instigaciones de esta, a pesar de habernos ofrecido gratuitamente vivir en su casa, puesto que tenía que pagar la misma renta, pagando los demás gastos a medias, más la criada, que pagaba yo, al hacer la primera liquidación mensual me reclamó la mitad de la renta de la casa, que le satisfice sin la menor réplica, pero sí exigiéndole recibo, como se repitió durante los meses que vivimos juntos, hasta que nos fuimos, y que he conservado para evitar equívocos. Total, que en lugar de ser ayudados como recién casados éramos explotados, acordando en buena hora liberarnos de los disgustos que diariamente nos provocaba nuestra hermana, buscando un pisito, donde nació mi Agustina, teniendo que comprar unos platos y unos pucheros, pues nada nos dieron, prestándonos una mesita para el comedor el portero de la biblioteca. Realmente aquella noche empezamos a vivir felices, cenando los dos con una tranquilidad de que no habíamos gozado en ninguna comida en casa de mi suegro, felicidad que estimulaba mis deseos de trabajar por las tardes con alguna lección para ayudarnos a poner nuestra casa, a la que, poco a poco, dotamos de todo lo necesario. Además de mi clase diaria de ocho a nueve de la mañana en el Colegio de Segunda Enseñanza de Don Manuel Duran, «Ateneo Salamantino», como aditivo de mi trabajo en la biblioteca, donde permanecía hasta las dos de la tarde, me dedicaba a dar algunas lecciones particulares. En el colegio ganaba siete duros mensuales que me cubrían el alquiler de mi piso, y con las lecciones, que me pagaban a 3, 4 y 5 duros mensuales, íbamos arreglando nuestra casita y nos desenvolvíamos, modestamente, gracias a la administración de mi María, sin tener, dentro de nuestra modestia, que pedir nada a nadie.

Por cierto, en un fin de curso trabajé tanto en dos meses que caí enfermo, con unos agudos e insoportables dolores de oídos y de cabeza por los que, por consejo de nuestro médico y vecino, el Dr. Antonio Diez, muy amigo y correligionario mío, tuvimos que trasladarnos a la playa de Espinho, en Portugal, donde estuvimos un mes, reponiéndome con el plácido reposo que nos brindaba aquel paréntesis de nuestra vida de trabajo, que me permitió hacer mi programa para las oposiciones a cátedras de Lengua Francesa, que sabía iban a ser anunciadas, dedicando las tardes a gozar de la compañía de nuestro amigo y maestro don Nicolás Salmerón y de su familia, paseando todos juntos por la carretera que unía Espinho con Granja, playa próxima a donde ellos veraneaban.

Don Nicolás estaba muy vigilado por la policía portuguesa, en combinación con la española, no sin razón, porque por republicanos de aquel país y del nuestro se conspiraba, de verdad, poniendo en verdadera preocupación a los gobiernos de ambos países. Las más destacadas personalidades del republicanismo portugués, entre ellos Antonio Claros, promotor de la revolución de Porto, a quien conocí en Salamanca, en donde se refugió, y los catedráticos de Coimbra y Lisboa, Manuel de Arriaga, Teófilo Braga, Emigdio García, Bernardino Machado, [Sebastião] Magalhaes Lima, director de O Seculo, Alfonso Costa y otros, hacían escalonadamente visitas en su residencia veraniega al gran republicano español, celebrando con él entrevistas, unas veces en Granja y otras en Porto, que no pasaban desapercibidas para la policía, siendo yo, sin saberlo, uno de los vigilados por un agente que me acompañaría, a respetable distancia, hasta mi regreso a España, el día primero de septiembre, con toda la colonia veraniega española. Sin embargo, los avizores polizontes no se dieron cuenta de la presencia y entrevista celebrada por un general español (el general Pando), con mando a la sazón en plaza mirobrigense, amigo mío, que de paso para Galicia se detuvo en Granja, secretamente, para visitar a Salmerón, alojándose en el hotel de la playa solo durante el espacio de tren a tren, donde al salir de su habitación vio, al extremo del pasillo, al exministro español, entonces catedrático de la Universidad Central, don Felipe Sánchez Román, gran civilista y padre de su homónimo, republicano y exiliado en México, que le sucedió en la cátedra y en la fama. Se encerró en su cuarto, nuevamente, pues en el registro del hotel había dado nombre supuesto, donde esperó a que se hiciera de noche para ir a ver a don Nicolás, cenando con él y la familia, y desde donde marchó, en el primer tren, hacia el norte, con las mayores precauciones para no ser descubierto. Don Felipe no se enteró del paso de tan ilustre viajero, lo mismo que la policía.

Aquel veraneo terminó poniendo la policía a don Nicolás en la frontera española de Valencia de Alcántara.

Una de las clases particulares que yo daba era a una señorita cuyos padres eran amigos nuestros. Supe que una amiga oficiosa de la casa, beata, perteneciente a la organización jesuítica, había ido a visitar a la mamá de mi discípula y que, en la conversación, le dijo, simulando gran escándalo por parte de su confesor, el célebre y fanatice párroco de San Martín, don Antonio –que se había hecho muy popular en Salamanca por sus ridiculeces y por su inconsciencia–, que cómo consentían que un hereje, como yo, diera lección a su hija, una niña tan inocente.

Aquella señora, madre de la niña, católica, desde luego, pero más discreta que la visitante, le contestó:

Don Manuel, que es amigo nuestro, da su lección a mi hija, delante de mí aquí en mi cuarto de costura, reduciéndose a enseñar el Francés, sin haberse referido jamás a otra cosa ajena, y, después de terminada la lección, queda el amigo de mi esposo con quien pasea todas las tardes. Además, el señor Castillo es un ejemplar padre de familia, y se porta con nosotros como un excelente amigo y un caballero.

Cuando lo supe me faltó tiempo para ir a casa del cura don Antonio, hombre corto de cacumen e ignorante en extremo, integrista y, con los jesuitas, rebelde contra el obispo en la política local, al que cogí en su despacho manifestándole que creía muy natural que públicamente, incluso desde el púlpito, donde tantas tonterías profería todos los domingos en misa de doce, aconsejase a sus feligreses que no me entregasen a sus hijos, por mi olor a azufre, porque así me haría una propaganda que le agradecería, pero que emplease el confesionario para socavarme cobardemente mi trabajo honesto para el sostenimiento de mi familia no se lo consentía de ninguna manera, de tal forma que, cuando me enterase de un nuevo caso, sería la última vez que confesaba.

–¿Me viene usted a amenazar a mi casa?

–Todo lo contrario; vengo solamente a hacerle una advertencia que cumpliré, y que a usted o a otro cualquiera que, por ese sistema reprobable e indigno de hombre, estorbe que yo cumpla con mi deber de marido y de padre le quito de en medio de mi camino, pues prefiero entrar en la cárcel, con la frente muy alta, en defensa del pan de los míos. Ya lo sabe usted.

Y sin decir una palabra más, me levanté, marchándome sin despedirme y dejándole abrumado, con mi decidida actitud. Lo cierto fue que no volví a enterarme de un nuevo intento de su parte, empleando el mismo sistema que con la beata de marras en casa de mi novia, porque cuantos se prestan a esos procederes reprobables son todos unos cobardes.

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