Kitabı oku: «Lupicinio y los secretos de la calle Abtao», sayfa 3
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Torturas
Los fríos arreciaban Madrid con pocas ganas de dejar paso a los días soleados. La chiquillería campaba a sus anchas y cuando había acuerdo entre ellos jugaban al bote bolero, hoy llamado bote botero.
Ya entrada la mañana, Juanito, el tabernero, acompañado de Alberto, propietario de La Ardosa, sacaron en volandas de la bodega al señor Amancio, padre de Clara y marido de la señora María, víctima de una «media granaína» de blanco Valdepeñas, compañero fiel en sus andanzas al santuario de la alegría de la calle de Abtao. Tampoco le faltaba nunca su fiel mascota, el Curro, perrillo de orejas aplutadas y pelo ensortijado del color de las panochas. Llamaron a la puerta estrepitosamente y salió la señora María diciendo:
—¡Echadlo al trono!
El trono era una cama turca con un colchón de borra con más durezas que el rigor de una ley fascista. El somier era de tela metálica, sin crucetas de sujeción. Lo cierto es que cuando cayó en la cama su postura quedó como una alcayata gitana. La señora María, su mujer, apostilló:
—¡Cuando vengan tus hijos ya te dirán calamocano! Eso es lo que eres, ¡un calamocano!
Atardeció y apareció Clara, venía de trabajar de un restaurante de la Cuesta de las Perdices llamado El Plantío, en la carretera de La Coruña, con las manos y los dedos hinchados por el frío del agua de fregar tantos platos. Nada más entrar a su casa, su madre empezó a contarle la odisea del padre, a lo que ella contestó que el médico había dicho que no había solución, que el alcoholismo no se curaba. Después de la conversación llamaron a la puerta, era la señora Rosa, la portera. Clara abrió y dijo:
—Sí, sí, ya me ha contado mi madre lo sucedido con mi padre esta mañana.
Rosa contestó:
—No he venido por lo de tu padre. Solo quería decirte que esta mañana han venido dos señores preguntando por tu hermano Rafa, y me da la espina que son de la policía, y creo que volverán. No he querido decirle nada a tu madre por no preocuparla.
Ya anochecido, en efecto volvieron y preguntaron a Rosa, a lo que esta contestó:
—No sé si ha venido. Llamen ustedes a ver si ya está en su casa.
Llamaron a la puerta y salió Clara a averiguar qué se les ofrecía. Preguntaron por su hermano Rafa, y ella les contestó que hacía varios días que no sabía nada de él porque, al parecer, se iba a ir de viaje a comprar materiales para su trabajo de joyería y bisutería fina.
Al instante los visitantes sacaron unas placas y se presentaron como policías. Clara quedó perpleja y sin habla. Le dijeron que les acompañara, a lo que ella respondió con mucho miedo:
—¿A dónde?
—Ahora en el coche se lo diremos. ¡¡Vamos, vamos, que hay prisa!! —espetaron los policías.
Clara no salía de su asombro, pero sobre todo tenía un miedo cerval porque la situación no pintaba bien. La señora Rosa al oír a Clara salió y preguntó si pasaba algo. Uno de los policías la arrolló por el pasillo diciendo:
—¡Quítese de en medio o también tendrá que acompañarnos!
Salieron del portal y metieron a Clara en un coche negro, un Citroën 15 ligero cuyo destino era la Puerta del Sol, es decir, el Ministerio de la Gobernación.
Aquella noche el vecindario estaba muy nervioso y solo respondió con un silencio absoluto. El miedo les tenía totalmente paralizados por si se trataba de una redada y volvieran a visitarlos.
El número 26 de la calle de Abtao tenía los muros desencajados por la crueldad del trato dado a una vecina ejemplar, la incertidumbre desgarraba el corazón de los vecinos. Lupicinio bajó la intensidad de su luz como si barruntara que los infames PS volverían a la caza. Clara estuvo siete días en Gobernación incomunicada, y todos los días era llevada mañana y tarde a un interrogatorio sanguinario y despiadado que más tarde le dejó secuelas en la memoria y en su vida cotidiana. Los dedos de las manos se le quedaron agarrotados sin saber ella las causas, pero cuando salió de Gobernación era un despojo de mujer y fue recuperándose lentamente gracias a los cuidados de la señora Rosa.
A los seis días del viaje, su hermano Rafa fue detenido por la policía en Zaragoza con un botín de joyas y bisutería fina que, se supone, sustrajo del taller de joyería en el que trabajaba. Fue trasladado a Madrid, donde, sin juicio alguno, le culparon de colaborar con el Partido Comunista y subvencionar al grupo revolucionario del maquis. Tuvo un juicio sumarísimo y le condenaron a pena de muerte.
Ante la gravedad de la condena, Clara habló con la señora Rosa, y esta emprendió la búsqueda de una solución y se arriesgó a ponerla en marcha. Aquel mismo día, estuvo maquinando cómo enfocar el hecho de que apenas tenía posibilidades de éxito. Rosa se dirigió a una persona conocida por ella y por la familia Herrera y le planteó el caso. Este señor era un oficial del juzgado de Gobernación apodado Frasquito por su corta estatura y genio agrio. Cuando empezaron a hablar, Frasquito vio que era un caso muy difícil y le dijo a la señora Rosa:
—Déjame que vea el caso y mañana te contesto.
—Gracias, hijo, estoy convencida de que harás todo lo que puedas y más.
Antes de salir Rosa de su despacho, Frasquito dijo:
—Buscaré una solución, porque, si no, la señora María me echa de casa.
Él se echó a reír y miró a Rosa con la ternura de un hijo.
En la familia de Frasquito eran todos altos mandos de la Guardia Civil y muy respetados en las altas esferas militares, pues su padre llegó a organizar las audiencias del Dictador. Cuando él nació, la señora María no podía criarle porque no tenía leche materna, y la señora Rosa lo hizo dándole de mamar junto a su hijo Andrés, nacido en fecha cercana. La madre de Frasquito sentía adoración por Rosa ya que ella salvó a su hijo y siempre estuvo muy agradecida. Al día siguiente Frasquito habló con Rosa y le comentó los resultados de su gestión: había conseguido que le conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua y trabajos forzados, siendo enviado a Cuelgamuros, hoy la Cruz de las Caídos. Rosa respiró y dio un beso de madre a Frasquito diciéndole:
—La leche que te di siempre fue buena, como tú lo eres conmigo.
Rosa marchó a darle la noticia a Clara y esta, al verla, exclamó con miedo y tristeza a la vez:
—¿Qué, Rosa, qué? ¿Le han conmutado la pena de muerte?
Clara rompió a llorar por la alegría de saber que su hermano viviría.
Después de cuarenta años, ya indultado Rafa y muerto el Dictador, apareció un día por la calle de Abtao. Asombrado de que nada era igual a lo que él había dejado, entró en la bodega de La Ardosa y no conocía a ningún dependiente. Nadie había de aquellos años, solamente la Pili, mujer de Alberto, que regentaba el establecimiento. Rafa preguntó por Pili y esta salió para ver quién se interesaba por ella, y cuando vio a Rafa no le reconoció hasta que este se presentó. Se fundieron en un abrazo y Rafa le preguntó por su hermana Clara y su sobrino Antonio. Pili le dio la dirección de dónde vivía, pues se había mudado a la calle Sánchez Barcáiztegui con su hijo Paquito. Rafa puso cara de asombro y calló, se despidió de Pili y fue a casa de su hermana. Consiguió dar con su paradero y juntar las alegrías del encuentro después de tantos años. Conoció a su nuevo sobrino, Paquito, hijo de un novio clandestino de Clara, que al parecer llegó a tener uniforme gris y botones dorados. Preguntó por su sobrino Antonio, y su hermana le dijo que llevaba muchos años en Suiza y allí tenía su casa. Le preguntó que si podía darle su dirección para escribirle y pedirle que le buscara una colocación, porque, ya que estaba limpio políticamente, se quería ir de España y empezar una nueva vida. Rafa consiguió marchar a Suiza y allí empezó a vivir algo nuevo que le hizo olvidar tantos años de sufrimiento y penalidades en España. Clara ya mayor, ingresó en una residencia y Paquito se casó con una tendera del mercado de Pacífico, en la calle Valderribas.
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Silencio y terror
Después del suicidio de Evangelina, todo el barrio estaba bajo un shock tan traumático que disminuyó hasta la comunicación del vecindario. El hecho tuvo una gran repercusión en la prensa nacional, y a la vez hubo distorsión de la noticia, ya que cada periódico lo contaba según su más o menos sensacionalismo político. Esta situación no beneficiaba al barrio, sobre todo porque había zonas de viviendas de mandos militares y falangistas que, según la prensa, estaban desprotegidos y convenia reforzar la vigilancia.
Entrando la tarde-noche, Infante se acercó a Lupicinio y con suavidad acarició los pezones de las luminarias de gas y embelleció toda la corona con el brillo de la luz. Lupicinio miró contento su resplandor y esperó a que Infante cumpliera con su ritual y se atase la bota de trabajo, acariciando su base de descanso para que el señor Herrera y Cócera pudieran llevar a cabo su misión.
Tan de costumbre como siempre, Herrera y Cócera partieron a fumar un cigarrillo de cuarterón amarillo que regaló al primero un arquitecto que mucho le apreciaba y que sabía que a este le gustaría, pues era picadura selecta solo para los grandes gerifaltes del Ejército. Liaron sus cigarrillos y saborearon la calidad de la que justamente hacía gala. Como tal evento merecía ser celebrado, para completarlo se tomaron un par de vinos, y Herrera, como buen amigo, dividió el cuarterón en dos y lo compartió con su amigo Cócera.
Salieron de la bodega, se sentaron al pie de Lupicinio y terminaron de absorber las últimas caladas de sus nobles cigarrillos. Cogieron la nota, la leyeron y cada uno marchó a su casa. Aquella noche la nota era llana en explicaciones, lo que hacía prever una vigilancia sorda.
Hubo salidas a escondidas hacia los refugios del hondo hasta llegado el amanecer, especialmente de familias republicanas venidas de Andalucía huyendo de la tiranía de Queipo de Llano, que escaparon de sus pueblos por la represión ejercida por el alcoholizado y totalitario represor. La mayoría de estas familias vivían alquiladas en la casa de la pensión de Cavanilles, pero todas sabían el riesgo al que estaban sometidas, pues era una casa de vigilancias esporádicas llevadas a cabo por la policía secreta.
Otras familias pedían auxilio compartido en las casitas bajas de los corralones. De esta forma pasaban más desapercibidos, ya que los corralones era una zona transitada y habitada por quincalleros, más bien olvidada por los servicios del Régimen. La actividad de estos era trabajar la quincalla haciendo objetos metálicos de poco valor para poder subsistir.
Pasadas las once de la noche, entonaron unas palmas dirigidas al sereno. Era Máximo, el cabezón. Máximo era hijo y nieto de militares y tenía una tara cerebral. Su comportamiento era de una persona disminuida intelectualmente, y sus ausencias las trataba un médico especialista. Este médico psiquiátrico era capitán del Ejército.
Llegó el sereno y vio que Máximo venía tocado de vino, con un saco de arpillera al hombro. Víctor, el sereno, le preguntó:
—¿Qué llevas en el saco?
Máximo, asustado, contestó:
—Un gato negro para que le haga compañía a mis hermanas, porque desde la muerte de mi tío... Él fue un juguete para ellas, con él solo jugaban por las noches y durante el día siempre estaban durmiendo, y ¡ya estoy harto de tener que comprar la comida todos los días! ¡¡¡Yo las espío por las noches!!! Y les digo que me dejen jugar, pero siempre me echan fuera de la habitación.
El militar que había vivido con ellas era un primo lejano que se estableció en su casa con el beneplácito de su madre, y Máximo siempre creyó que era su tío.
Máximo sacó diez céntimos y se los dio al sereno de propina excusándose de que no tenía más dinero y subiendo las escaleras que llevaban a su casa. Víctor le miró con desgana y cerró el portal. Se oyeron, procedentes de la calle, unos gritos y quejidos de dolor. El sereno estaba apaleando a un mendigo solamente por el hecho de estar apoyado en el coche del jefe médico de los militares y falangistas, que a su vez era el coche donde descansaba en los días de frío. Máximo llamó a su casa, y nada más abrir su hermana Benita, soltó el saco, cogió las llaves y bajó al portal. Abrió la puerta y vio al sereno castigando con dureza al mendigo y, gritando al sereno, le espetó:
—¡Víctor! ¿Qué estás haciendo? ¿No ves que es el hermano de Angustias, la estraperlista?
En ese momento el violento y despiadado sereno dejó de golpear al mendigo. Este siguió su camino, pero antes advirtió al sereno:
—¡Mañana vendrán a verte!
Máximo subió a su casa, sacó al gato y lo soltó por el pasillo. Sus hermanas nunca tuvieron una relación muy familiar con él y entre las dos urdieron un plan para deshacerse de este. El plan consistía en hacer ver al médico que la convivencia con su hermano era más peligrosa cada día y encontrar la forma de ingresarlo en alguna residencia de disminuidos. Como el médico era largo en faldas, tuvo a bien estudiar el caso, pero anteponiendo a las dos hermanas ciertas condiciones.
María Teresa y Benita, hermanas de Máximo, eran finas de andares, elegantes en sus poses, así como presuntuosas de su soltería y buena posición económica, dada por la pensión de su padre, militar de carrera. También tenían cierta inclinación por las botonaduras de las entrepiernas masculinas, así es que acordaron tener ambas una cita con el médico y conseguir que el psiquiatra ingresara a Máximo en un centro. El acuerdo se llevó con el mayor de los sigilos y con la aceptación de las tres partes, y consistía en la «amistad» personal del médico en la intimidad de la casa de las hermanas. Así lo rubricaron verbalmente y así se mantuvo durante quince años hasta el fallecimiento del médico. Benita no pudo digerir la falta de Fernando, que así se llamaba el psiquiatra, pues, aunque tenía que compartirlo con su hermana, para ella había sido el amor de su vida. Atravesó los tiempos depresivos más difíciles de su existencia y hasta pasados varios años no recuperó una situación más o menos estable para valerse por sí sola.
María Teresa, su hermana, mujer más fría y bochaca, no fue afectada por la falta del psiquiatra y encarriló su vida con un trabajo de profesora de Filosofía y Letras que le gestionaron en el Ministerio del Ejército, pues era titulada y estaba bajo la concesión de una excedencia profesional. Máximo falleció víctima de un derrame cerebral. Después del fallecimiento de su hermano, ambas fueron ingresadas en una residencia regentadas por médicos especialistas del Ejército.
5
Martín el carretero
Todo el barrio era un hervidero de confusiones. Los vecinos tenían sus quehaceres interrumpidos por la incertidumbre creada por tantos acontecimientos, lo que les hacía sentir el freno del miedo. El frío de la mañana hacía retardar el movimiento de la calle, no por la álgida temperatura, sino por la inquietante situación a la que estaba sometida la barriada, totalmente desprotegida, siendo su presentimiento el sentir de lo que pudiera acaecer.
Entrada la mañana, los carreteros transportaban los toneles de vino y cerveza en una carreta de madera tirada por dos caballos percherones de indudable fuerza y belleza. Resbalando por el lomo de su cuello su tusa de pelo largo, grueso y con un saludable brillo, les hacía acreedores de una notable estampa digna de contemplar. Siempre descargaban tres toneles de vino y dos de cerveza de pinchar. Los dejaban apoyados sobre la base central de Lupicinio hasta ser recogidos por los bodegueros para introducirlos dentro del establecimiento.
Unos minutos antes de la marcha de los carreteros, hizo presencia Battista y, dirigiéndose a uno de estos, le pidió la documentación y el permiso de buena conducta que debía tener como trabajador.
Martín, que así se hacía llamar el carretero, contestó al jefe de barrio que lo único que tenía era una cédula de identidad, la cual entregó un poco tembloroso. Cuando Battista la inspeccionó, comentó que la cédula era falsificada, a lo que Martín contestó diciendo que llevaba tres meses trabajando y que no había tenido ningún problema en su empresa. El jefe de barrio le escuchó y le dijo que tenía que acompañarle a la Dirección General de Seguridad del Ministerio de la Gobernación. Martín quedó desconcertado y le preguntó si podía entrar al retrete de la bodega. El italiano accedió. Martín entró al patio donde se encontraba el retrete, se subió a una tapia que daba al patio de la portera de la calle Abtao 28, llamada Primitiva, la sorda, y aprovechando los tablones subió, saltó y salió en dirección a los corralones. Una vez allí, llamó a casa del Manquillo, padre del Kiki, y le confesó lo que le estaba sucediendo. El Manquillo le dijo:
—Métete aquí.
Era una cueva donde guardaba la quincalla que vendía por los pueblos. Estaba camuflada con un mueble viejo ajustado a la pared y bordeado de cubos, barreños, cazos y toda clase de enseres que vendía por sus andanzas con su carro y su burro.
El jefe de barrio entró a la bodega y le preguntó a Alberto si había visto salir al carretero. Este contestó:
—Sí, hace ya un buen rato que salió en dirección a Valderribas.
A Alberto no le interesaba que se supiera que su patio tenía salida conjunta por el corral interior de la casa colindante, a ningún domicilio particular del vecindario. Battista llamó para la búsqueda de Martín reforzando la vigilancia y luego se dirigió al otro carretero compañero de Martín y le estuvo hostigando a preguntas. Tal fue el acoso que Enrique Pontón, que así se hacía llamar, no tuvo más remedio que acceder a trabajar encubierto por la Político Social hasta dar con el paradero de Martín. Pasados los seis días de control reforzado, salió a dar una vuelta de vigilancia. El Kiki, viendo despejadas las calles, se lo comentó a su padre y este le dijo a Martín que las calles estaban limpias de controles. Martín, muy agradecido, le comentó al Manquillo que si podía aguantar en su casa hasta la medianoche, y el cabeza de familia le abrió las puertas de nuevo y le dijo que podía quedarse hasta que se sintiera seguro.
Pasada la medianoche, el Kiki y su padre acompañaron a Martín a una salida de los corralones solo conocida por los quincalleros y la señora Nieves, una anciana de corazón noble y de ideales republicanos. Su hijo mayor fue asesinado por un falangista de un tiro en la nuca en los descampados del hondo, y tirado a una cuneta desconocida.
La salida era una cueva con pasadizos que conducían a la calle de los bulevares. Martín se despidió muy agradecido a todos y a tantos como le ayudaron, y escapó por las vías subterráneas que conducían a la calle del bulevar. Aquella tarde Juanito, el dependiente de la bodega, y Facundo, hermano de Alberto, introdujeron los toneles de vino y cerveza dentro de La Ardosa y libraron la calle de paso. Minutos más tarde llegó Arturo, el zocato, a la zapatería del señor Amalio para el arreglo de unas botas de trabajo que estaban más exprimidas que unas albarcas de Pirelli.
Al entrar comentó el zapatero:
—¡Cuánto tiempo sin verte, Arturo! ¿Va todo bien?
Este contestó:
—Como las cenas del monaguillo, dos hostias y a dormir.
Amalio le hizo un comentario diciéndole lo sucedido con el carretero Martín. Nadie en el barrio sabía que eran hermanos por miedo a las denuncias. Arturo se quedó sorprendido, pues no sabía nada de la noticia, ya que su trabajo le tenía ocupado diez días seguidos en la construcción de una presa en las cercanías de Madrid. Estaba impresionado por lo que acababa de escuchar, su pensamiento se fue a su hermano Martín y sintió pánico. Con voz apagada le preguntó al señor Amalio si había sido detenido, y respiró cuando el zapatero le dijo que había escapado hábilmente y que estaba en paradero desconocido, pero que habían tenido, prácticamente toda la semana, un control férreo en todo el barrio.
Arturo esperó a la noche para ir en busca de su hermano, ya que sabía dónde tenía su refugio. Se desplazó hasta el final de la calle de Abtao, lindando con Martínez Sarmiento, y en una especie de caseta medio abandonada encontró a su hermano. Le llevó ropa para que abandonara el uniforme de trabajo. Se abrazaron y con la velocidad de un relámpago empezó una nueva huida campo a través.
Enrique Pontón sabía que Martín tenía un hermano que vivía en la calle de Cavanilles y para salvar su pellejo lo denunció al jefe de barrio. Battista no tardó en hacer la visita pertinente a casa de Arturo y, con la chulería satánica de los indeseables policías asesinos del Régimen, golpeó la puerta con la agresividad de una hiena muerta de hambre. Al abrir Arturo se encontró con la amenaza de una pistola apuntándole a la cabeza y una pregunta:
—¿Dónde está el rojo de tu hermano? ¡Dilo sin titubear, cabrón!
Arturo quedó estremecido ante tal situación, dando como contestación:
—Lo ignoro, desconozco el paradero de mi hermano desde hace mucho tiempo.
Battista le obligó a salir de su casa y, ya en la calle, lo metió en un coche negro y lo llevó a Gobernación.
Arturo padeció durante cuarenta y cinco días las torturas más espantosas y aterradoras que cualquier ser humano pueda imaginar. Sus pies y sus manos quedaron totalmente agarrotados, su expresión de hombre quedó reducida a una impotencia ocasionada por tantas corrientes con humedad que le practicaron en su vientre. Cuando su mujer y su hijo fueron a recogerle, solo era un despojo más de los asesinatos y las torturas de la Político Social.
Martín consiguió llegar hasta Navarra y allí se estableció como pastor cabrero durante muchos años.
Después de tantos acontecimientos, el barrio no salía de tanto desasosiego que terminaba en un temor que te hacía sobresaltar. Y a cada paso que se daba, se perturbaba la poca quietud que se tenía.
Llegada la tarde noche, Lupicinio empezó a sentir la falta de su gran amigo Infante. Este se retrasó media hora por la avería ocasionada en la perilla del encendido. Por fin llegó Infante, miró los pezones de Lupicinio y le sonrió. Con un gesto presionó la perilla de la vara de encendido y les cosquilleó, dándole la alegría de vivir como si fuera una estrella.
Infante saludó a Amalio el zapatero y le invitó a un cigarrillo de liar, a lo que este contestó negativamente diciendo:
—No, gracias, acabo de apagar un veguerito cubano que me ha regalado el señor Faustino Andrade.
Este era un vecino recién llegado de Hinojosa de Duero, Salamanca, y que tenía amistad con Lorenzo Vidriales, muy amigo de Amalio.
Infante preguntó a Amalio:
—¿Qué tal, va todo bien? ¿Se barrunta tranquilidad o tendremos baile de verbena sin caballitos del tiovivo?
—Pues no lo sé, yo tranquilo no estoy.
—Bueno, señor Amalio, esperemos a mañana y que el sol sea sin uñas ―espetó Infante.
—¡Sí, sí! Que sea así y que no tengamos que aumentar más desgracias en el barrio.
Infante, que no estaba al tanto de lo sucedido con Arturo, fue informado por señor Amalio, a lo que el farolero contestó:
—El tiempo de dolor ha de pasar vencido por la satisfacción del consuelo, porque el sosiego ya no tendrá cabida en nuestras vidas. Señor Amalio, nos ha tocado vivir el tormento de la injusticia y habremos de soportar con entereza las burlas y las ofensas como las injurias a nuestra dignidad. La razón está de parte del Dictador y el clero su aliado.
Infante se despidió de Amalio y se sentó al lado de Lupicinio. Como todas las noches, empezó a atarse la bota de trabajo acariciando la base de sujeción de Lupicinio.
Horas más tarde, llegaron a su cita diaria el señor Herrera y Alfonso Cócera y, como de costumbre, departieron los episodios del día y de la jornada laboral. Como no tenían ninguna novedad se hicieron su cigarrillo de cuarterón picado. Entraron en La Ardosa y completaron su encuentro con un caldo de Valdepeñas que el bodeguero guardaba para ciertos vecinos de rectitud inmejorable. Salieron a la calle y, como cada día, se sentaron en el encintado, acariciaron la base de Lupicinio y sacaron la nota de Infante. La leyeron, sonrieron con cierta sospecha y acordaron que las notas de aviso fueran solo con una mancha de aceite y un rasgado. Los receptores de las notas ya sabían el significado.
El jefe de barrio había recibido una notificación de sus superiores que decía lo siguiente: «Se ha venido observando que en ciertas viviendas se originan interferencias de ondas de radiofrecuencia, y es de máxima urgencia inspeccionar y averiguar la calidad de estas y su procedencia, para desmontarlas si no tuvieran el permiso pertinente de la autoridad del barrio».
Para la inspección, Battista se hizo acompañar de dos bochacas: Julio el soplón y Enrique Lapuerta. Estos dos idiosos, personas malintencionadas, estaban llamados a hacer el trabajo sucio del delator y seguir oprimiendo al noble y acobardado vecindario. Las inspecciones duraron cerca de una semana, pero lo interesante no era la búsqueda de un radioreceptor, sino la posibilidad de encontrar alguna nota subversiva que pudiera dañar la imagen del Régimen. Puesto que no se encontró ninguna prueba que justificara la inspección, todo se saldó con normalidad, pero siempre quedó la duda de la inflexible vigilancia a la barriada.
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