Kitabı oku: «Aprendizajes que inspiran», sayfa 4
Cuando queremos evitar sentir culpa, entramos en la necesidad de mostrarnos inocentes de nuestras acciones y resultados. La pretensión de inocencia y depositar en otros la responsabilidad, es una actitud de la niñez que responde a la manera más básica de pertenecer al mundo de los adultos. Si podemos estar tranquilos ante los ojos de los adultos y ser considerados “buenos” e “inocentes”, pertenecemos. Si no lo logramos, nacerá el resentimiento como el estado de ánimo disponible cuando no nos sintamos reconocidos.
4.Nuestro cuarto gran desafío es aprender a cerrar los duelos. Permitir que lo que se terminó, de verdad termine, y permanezca como recuerdo y experiencia del pasado. Que eso sirva en mi presente como aprendizaje, sin que ejerza un dolor emocional que tiña la experiencia de permanecer aquí y ahora. Para ello, la primera habilidad a desarrollar será aprender a despedir a nuestros muertos. Sobre todo, a aquellos que aún son significativos para nosotros.
Una de las primeras expresiones de la pérdida de poder como seres adultos es nuestra incapacidad para hacer duelos. Confundimos el amar con tener cercanía física con nuestros afectos y, de esa manera, cuando alguien muere, nuestra forma de amarlo —conscientemente o no— nos retira internamente del camino a la vida y nos orienta a querer irnos con quien ya no está físicamente. Esto es un movimiento emocional infantil que nos puede llevar al fracaso, al sufrimiento y, en el extremo, a perder interés en nuestra propia vida.
Bert Hellinger distingue tres movimientos emocionales —casi siempre inconscientes— que ocurren en nuestra incapacidad de hacer duelos y que pueden llevarnos a enfermar, tener accidentes o vivir en reiteradas crisis o en sufrimientos innecesarios. Los denomina “dinámicas del amor infantil o del amor ciego”:
–Yo en tu lugar / yo como tú. Vemos sufrir a alguien que amamos y le prometemos internamente tomar su lugar, vivir su destino. Enfermamos con el otro y en el extremo, morimos con el otro. Esa extrema asociación no solo no evita el destino de aquel que murió primero, sino que llena de culpa a todo el sistema. Otra expresión de la fidelidad ciega del amor infantil es prometer que no lo vamos a superar en alegría o en vivir una vida con más sentido o con menos sufrimiento: “Yo sufriré como tú y no tendré más alegría ni más amor que el que tú tuviste”.
–Yo te sigo. Cuando nos toca sobrevivir a la muerte de nuestros seres queridos, para muchos la primera vivencia emocional es la culpa: sentirse culpable por seguir en la vida, como si estuviéramos fallando al amor que le tenemos al ser que acaba de partir. Esto nos lleva a declarar que, si no es posible que el ser amado regrese, entonces “lo sigo” a la muerte, por ejemplo. Lo que podría acercarnos a comprender por qué hay familias en donde el suicidio se repite de generación en generación. Al mirar detenidamente podemos observar que lo que podría estar funcionando como dinámica interna es la fidelidad ciega del suicida a alguien que murió antes que él.
–Vivir en un amor interrumpido. Muchos adultos tienen dificultades en expresar amor en el contacto físico hacia sus seres más cercanos. También pueden expresar un vínculo ambivalente: cuando tengo cerca a quien amo no puedo expresárselo o peor aún, lo evito (o rechazo el contacto físico). Por otro lado, cuando estoy lejos, lo añoro, lo extraño; siendo capaz de declarar amor solo en la distancia. Este amor interrumpido es la expresión de un trauma de las primeras etapas de la infancia, en donde el niño, en el ejemplo más común, fue separado al nacer en forma brusca de su madre (por nacer con dificultades o por problemas físicos de la madre durante el nacimiento del hijo). Esa separación temprana y tan contundente hace que el bebé, siendo separado físicamente de la madre y sobreviviendo en una incubadora, tenga que sobreadaptarse a esa separación. Luego, cuando la madre ya puede acercarse físicamente (muchas veces semanas o meses después) la expresión automática del bebé es de rechazo. También puede manifestar dificultades en tomar del pecho cuando la mamá le ofrece su alimento. Y puede ser muy frustrante para esa mamá no encontrar el camino en reparar el vínculo lastimado con su bebé. Mientras más tiempo hayan estado separados físicamente (situación que se agrava si el niño tuvo nulo o muy poco contacto físico con otros humanos), más posibilidades de agudizar este síntoma de desconexión del vínculo afectivo se podría manifestar. Reconocer el dolor de la separación y luego poder entrar en la conciencia del presente de que hemos sobrevivido y que el dolor ya paso, que “al final todo salió bien”, será el camino por recorrer para alcanzar esa reparación.
La muerte es una separación fundamental. Quien no puede aceptar eso, pierde parte de su disponibilidad emocional para estar en el presente de su vida. Si no logramos despedirnos y aceptar la separación, nuestro mundo emocional se orientará a “irse” internamente con los que ya no están físicamente. Eso no significa necesariamente orientarnos hacia la muerte física, pero puede obstaculizar la capacidad para vivir en el presente en conexión emocional e íntima con otros. Y sin dudas, nos cierra a la posibilidad de disfrutar y agradecer nuestra vida como nuestro mayor recurso.
Este desafío incluye aprender a morir, a reconocer e incluir nuestra propia muerte como aspecto fundamental de la vida. La vida es un misterio con muy pocas certezas, pero la muerte es una de ellas. Todos sabemos que vamos a morir, aunque no sepamos si ese es el final o simplemente el término de una dimensión de la vida y, por ende, el comienzo de otra manifestación.
De estos cuatro desafíos se desprenderán varias habilidades que tienen que ir conectadas y es fundamental que armemos un recorrido sin abrumarnos en la complejidad del proceso.
Esta es la propuesta de reflexión que les propongo hoy.
No está completa. No es definitiva. Es solo una experiencia, que quizás los impulse a experimentar su propio andar, para luego armar su propio diseño o enriquecer el que ya tengan.
La invitación es a que reflexionemos sobre nosotros mismos, a revisar lo que creemos que sabemos. Hasta que podamos transformar la información que tengamos en una habilidad para vivir con más serenidad, más alegría y, de esa manera, con más gratitud por la posibilidad única que tenemos hoy de estar vivos.
Reconociendo en la vida el mayor de los recursos con que podemos contar. Aceptando que la vida es un regalo que nos fue dado sin mérito alguno.
Esa sola conciencia nos llevará a vivir en gratitud.
Gratitud por el solo hecho de estar vivos. Hasta nuestro último suspiro.
Capítulo 3.
Conquistando la adultez
Los dos días más importantes de tu vida son
el día en que naces y el día en que descubres para qué.
Mark Twain
3. 1.Lo propio
Entrar en la madurez implica entrar en lo propio. Dejar de lado mandatos, creencias y expectativas y asumir el misterio de la vida como una experiencia colectiva, pero con el derecho a reconocerla a través de nuestra particular manera de observar, evaluar,y luego actuar.
Abrazar las renuncias que deberemos hacer para poder elegir se convierte en condición fundamental para alcanzar la madurez, en el desafío constante de conquistar nuestra propia libertad.
Un obstáculo central en esa conquista es la incapacidad para renunciar al hecho de que no vamos a lograr todo lo que queremos o nos proponemos. Vinculado a esto, la renuncia a que no vamos a llegar a ver todo lo que tenemos que ver y el precio de nuestras cegueras se traducirán en errores, muchas veces muy caros, y, en algunos casos, significarán daños o pérdidas irreparables.
Por ello también expandiremos nuestra conciencia a través de entrar una y otra vez, como dije antes, en el reconocimiento de lo que no sé que no sé. Aceptar que todos, sin excepción, somos ciegos a algo. El acto de interpretar es en sí un acto de ceguera, ya que cuando hacemos una interpretación nos hacemos ciegos a todo aquello que queda fuera de esa particular manera de evaluar.
Al entrar en nuestras cegueras podremos llegar a expandir las opciones de nuestra caja de conocimientos, nuestro espacio de posibilidades conocidas.
Una vez que entramos en lo que no sabemos que no sabemos y vemos algo que hasta ese momento no habíamos considerado, lo que distinguimos como novedoso pasa a estar dentro de la caja de posibilidades que conocemos, a ser otra opción aprendida. Ese solo acto expande el espacio del conocer, que se traduce como la “caja de confort”, el espacio de lo conocido, en el que habitamos.
Esta metáfora define claramente la diferencia entre un ser humano y otro. Lo aprendido nos expande y por otro lado, lo no aprendido en su debido tiempo, nos contrae y reduce nuestra capacidad para ser, percibir y accionar.
Hay gente que vive en enormes espacios de posibilidades. Y hay gente que vive en espacios muy pequeños, del tamaño de una cajita de fósforos.
Hay personas que no tienen expansión porque no han tenido las reflexiones suficientes para poder saber quiénes son como posibilidad, con independencia de los eventos que tuvieron que atravesar y de las evaluaciones que hicieron sobre sí mismos a partir de esos eventos.
En el capítulo anterior se vio que el niño, en sus primeras etapas de desarrollo, no se ve a sí mismo desde lo que le es propio, lo que le pertenece como ser único, sino que se vive a sí mismo como si le perteneciera a sus padres y sus padres le pertenecieran a él. En su vivencia temprana, los padres viven por él y él vive por sus padres (padres biológicos o quienes ocupen ese rol), con lo cual es difícil reconocer algo que realmente le pertenezca, separado de su mundo de relaciones fundamentales.
Vamos desarrollando lo propio como una forma de crecimiento emocional en el camino de madurar como adultos.
Declaré también que los seres humanos envejecemos solo porque el tiempo pasa y que eso no significa en sí mismo que estemos madurando emocionalmente. La madurez vendrá a través de las habilidades que desarrollemos para construir nuestra propia identidad: Ir más allá de las tradiciones incorporadas en nuestra historia personal y social, y aprender a crear una relación con nuestra experiencia como seres humanos que nos habilite a elegir con qué valores y virtudes vamos a contestar a la pregunta “quién soy”, y con qué estándares los vamos a medir.
El cuerpo envejece, pero no necesariamente se abraza a lo propio. Puede envejecer conservando el juego emocional de cuando era un niño sumiso (o un niño rebelde). Así crecerá bajo la premisa de que si no es bueno e inocente no lo van a querer y tendrá que cuidarse de que los demás lo juzguen de esa manera para evitar el rechazo. Por ello, muchas veces dejará de ser o de hacer desde su propio criterio y elección, para hacer y ser a través de las expectativas que los demás tengan sobre él. Las expectativas ajenas sobre su persona se convertirán en las paredes de la caja en la que existirá, en sus límites —para muchos— innegociables. Vivirá en el convencimiento de que “vive y hace por y para los demás”, definiendo el amar a través de esa dinámica; y creará en paralelo una triste situación: quedará excluido del amor que le ofrece a los demás, fuera de lo bueno que sea capaz de darle a otros. Lo que se esfuma en este escenario son las emociones que existen en la base de la construcción de sí mismo, comenzando por la autoestima. Con los demás será, por ejemplo, un ser abierto y comprensivo; consigo mismo, vivirá en la autoexigencia y en el rechazo.
Gran parte de esto no es consecuencia de nuestra naturaleza sino más bien de nuestra tradición cultural. En general, nuestra cultura funciona a través del mecanismo de búsqueda de control (como intento de encausar las acciones o formas de ser de otra persona). Cuando sentimos miedo y no logramos desarrollar niveles mínimos de confianza, la respuesta automática que tenemos más a mano es el control. Y para tener más control, buscamos más información (si queremos saber qué hizo nuestra pareja o con quién conversa, nos otorgamos el derecho de revisar secretamente los mensajes en su celular, sus emails privados, etc.). El control es una respuesta ante el miedo. Es una reacción esperable, que si se expande demasiado, nos llevará a la desconfianza o a reacciones extremas como el pánico.
En una dimensión de la conciencia, la vida es un juego de polaridades que viviremos como opuestos irreconciliables en una continua batalla entre “buenos y malos”, “lindos y feos”, “merecedores y no merecedores”. Sin embargo, los opuestos son complementarios y es la relación entre ellos, lo que da origen y permanencia a cada uno, creando las posibilidades que su integración permite. Imaginemos como ejemplo los opuestos “hombre” y “mujer”: sin duda la vida depende de la integración de estos dos y cada uno, a su vez, existe gracias a la presencia del otro.
Una de las polaridades más interesantes, al mirar las tradiciones de Oriente y Occidente, vive en lo que priorizamos como central en nuestra comprensión de lo que nos hace humanos.
Occidente apostó por el lenguaje, la comunicación, el hacer acuerdos. Allí se nos hace visible la realidad.
Oriente apostó por el silencio, en la convicción de que lo que vemos es una ilusión. El silencio como camino para salir de la ilusión sobre la realidad. De allí se desprende el meditar como una práctica para salir de lo efímero y entrar en lo esencial de la vida y de nuestra propia naturaleza como seres vivos.
Podemos reconocer los dos aspectos como necesarios de quienes somos. Nos es propio el ser en el lenguaje, y por ello habitamos el silencio. Si no pudiéramos hacer silencio, no podríamos escucharnos. Por otro lado, sin quien escuche, el hablar perdería completamente su sentido de existir. Sin silencio no habría lenguaje y sin lenguaje, no habría silencio. Uno es el espacio que le da existencia al otro.
La fuerza aparece en la complementación de los opuestos. Los opuestos no se superan, se integran. El aprender a integrarlos será uno de nuestros mayores desafíos evolutivos. Salir del uno “o” el otro para entrar en el “y”. Aprender a sumar recursos en vez de restar posibilidades, encerrados en defender nuestras pretensiones o certezas.
Ser conscientes de que el miedo se esconde detrás de nuestra certidumbre. Y la necesidad de control vive en el miedo.
Propongo repasar aquí algunos puntos esenciales de nuestra conversación hasta este momento:
–Somos un misterio para nosotros mismos.
–Somos seres lingüísticos y lo que llamamos realidad es una posibilidad que creamos (y cambiamos) a partir de nuestra particular forma de relacionarnos. Nuestro lenguaje nos permite tener conciencia sobre quiénes somos, “hablar sobre el hablar” y crear explicaciones de los fenómenos gracias al lenguajear que nos es propio. Somos conscientes y podemos ser conscientes de nuestra conciencia (seres con meta-conciencia).
–Podemos ponerle palabras a nuestro sentir, y reconocernos también como seres racionales, a partir de ordenar en el decir lo que sentimos y percibimos.
–Desde nuestras diferentes formas de ser en nuestro conversar, vamos creando, conscientes o no, diferentes maneras de relacionarnos con nosotros mismos. Y este será el aspecto central del mundo de habilidades necesarias para vivir en el bienestar.
3. 2.Construyendo mi propia identidad
Construir una identidad implica la habilidad de ser conscientes de quiénes declaramos que somos, a través de la capacidad propia para hacernos preguntas sobre la relación con nosotros mismos, nuestro pasado, nuestro presente, nuestro futuro y lo que somos capaces de ofrecer como valor a los otros. La declaración de identidad comienza cuando damos respuestas a esas preguntas a partir de nuestros propios criterios y definiciones. Básicamente son preguntas relacionadas a quién decimos que somos, sumadas a la conciencia sobre las posibles respuestas, estándares, valores y fundamentos.
Por ejemplo, podríamos reconocer a la filosofía, desde una mirada simple del recorrido evolutivo, como la proyección en nuestra adultez de las preguntas fundamentales de los niños en la infancia (¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?, ¿qué es la vida?, ¿qué es la muerte?). Y la química, como la proyección de la forma en la que hemos cocinado nuestros alimentos jugando con fuego desde las primeras expresiones de nuestros ancestros.
Todas nuestras tradiciones como adultos vienen de alguna forma básica de ser, que luego se expande y se constituye en una práctica generalizada que se va renovando momento a momento.
¿Cuánto tiempo le dedicamos a reflexionar sobre nuestra vida? Vivimos en automático porque es más rápido dar información que hacernos preguntas. No está mal que seamos así, pero esa es solo una parte del proceso.
Hoy casi todos tenemos acceso a información a través de Internet, simplemente por tener un teléfono inteligente. Tenemos más información a la mano que la que cualquier humano nos pueda dar en una conversación o en una clase, información accesible y prácticamente gratuita. Contamos con acceso a más información que la que podríamos aprender en el tiempo en el que transcurre nuestra vida.
Lo que es necesario hoy no es el tener información sobre cómo vivir o qué es correcto hacer en cada caso. Necesitamos más bien aprender a cultivar la habilidad para vivir en un mundo emocional que traiga alegría, serenidad y sentido. Y eso no lo puede provocar hoy la información, como se vio en el Capítulo 1:
No se trata de tener información,
sino de desarrollar habilidades.
Más que saber, es “saber hacer” y “saber ser”.
Para alcanzar esas habilidades requerimos de buenos maestros, habitando en comunidades de aprendizaje (la experiencia relacional siempre es en convivencia con otros) y teniendo práctica, práctica y más práctica, hasta incorporar lo aprendido en el cuerpo y poder evocarlo sin necesitar de reflexionar antes de actuar.
El aprendizaje comienza como una sensación corporal, sigue por el reconocimiento de la emoción y luego por la capacidad de hacer declaraciones y evaluaciones sobre lo que sentimos y sobre qué posibilidades vemos y podemos diseñar. Eso nos permitirá crear el contexto necesario para la transformación propia y de la gente a nuestro alrededor.
Quien distingue que lo experimentado, sobre todo si fue doloroso o difícil, puede ser la fuente para desarrollar habilidades que den origen a nuevas ofertas de vida, se encamina hacia la construcción de su propia identidad de poder, orientada a crear futuro, siempre al servicio de la vida propia y de otros.
Lo que vemos como obstáculos (errores, fracasos, hábitos negativos, situaciones inesperadas en las que perdimos algo o a alguien), se transforman en recursos cuando logramos integrarlos y aprender de ellos. Quien se vive a sí mismo teniendo muchos obstáculos, como “cosas que le pasan” (pero no le enseñan nada sobre sí mismo) vive como si tuviera la materia prima pero no la fórmula para transformarla. Huevos, azúcar, leche y fuego no son un flan, y hasta pueden ser interpretados casi como inservibles, a menos que alguien atienda la relación entre los ingredientes y el proceso que lleva a un resultado posible.
Quien no se oriente a provocar que sus obstáculos emocionales y vivencias dolorosas devengan en recursos de valor para sí mismo y para otros, creará una relación con el vivir donde escuchará solamente: “no debería haber sido así”, “no deberías haber sufrido eso”, “no deberías haber hecho lo que hiciste”, y vivirá resentido o sintiendo culpa, en la pretensión de que la vida le debe algo o que su ser no merece nada bueno.
De la misma manera en que si alguien nos promete algo y no cumple, sentimos el derecho a reclamar. Algunas personas toman sus propias expectativas como promesas que el Universo o Dios le hizo a ellos. En consecuencia, viven en el reclamo sordo de no haber sido suficientemente escuchados, sintiéndose traicionados, y convencidos de que se les debe algo y que por eso pueden habitar en el dolor, con el permiso a sufrir o a hacer sufrir por lo que les tocó vivir.
¿Alguien nos prometió que la vida iba a ser justa y fácil? No, ¿verdad? Entonces, no hay a quién reclamar semejante expectativa.
Aceptar que la vida no es siempre justa (y menos, fácil) puede ser el primer paso para entrar en la responsabilidad personal y, desde allí, construir una identidad de poder.
3. 3.Dominios de la adultez
Fernando Flores, en su libro Conversaciones para la acción, nos invita a hacer una mirada de la adultez que desafía nuestra interpretación cultural vigente. En lo que sigue usaré parte de su desarrollo para profundizar la reflexión del capítulo anterior.
–La adultez es el juicio que hacemos cuando vemos a alguien que se hace cargo de los intereses y preocupaciones que lo convierten en quien es, en el momento de vida que sea se encuentre. Nadie puede evitar ninguno de esos dominios de intereses, la vida nos pone en ellos, son permanentes e inevitables para todos nosotros.
–No significa que hacerse cargo de estos dominios, esto es, ser un adulto en ellos, requiera alcanzar la excelencia sobre estos. Más bien, ser un adulto y hacerse cargo, es un juicio que hacemos sobre el nivel de competencia que tenemos en trece dominios o áreas de nuestro vivir. Hacerse cargo implica el aceptar la necesidad de tomar acción, actuando uno mismo para alcanzar lo que se propone, o aceptando que uno no sabe lo que necesita saber para tomar acción. Entonces, se hace cargo pidiendo ayuda (en la relación con la adolescencia de los hijos, por ejemplo) o delegando en otros el tomar acción, aunque sea uno mismo quien necesite cuidar un resultado determinado (contratar un contador ante la incompetencia para hacerse cargo de la relación con el dinero y las finanzas). También existen dominios en los cuales la adultez requiere que nosotros personalmente nos hagamos cargo y no deleguemos en otros.
–La adultez es algo que desarrollamos o de lo que nos alejamos en edades sucesivas y diferentes de nuestras vidas. Los dominios o áreas de interés inevitables de la adultez son:
–La familia
–El trabajo, carrera
–El dinero
–El tiempo libre, el juego, el ocio
–La espiritualidad
–El cuerpo y el bienestar
–La sociabilidad
–La pertenencia
–La dignidad
–La trascendencia
–La autoconfianza
–La situación, la época, la historia
–El mundo
3. 4.Sobre preocupaciones
La inquietud detrás de toda la conversación de este libro es construirnos a nosotros mismos como observadores y diseñadores de nuestra propia vida. Por ejemplo, indagar nuestras autoevaluaciones y caracterizaciones nos permite revisar el fundamento de los juicios que tenemos de nosotros mismos. Y luego revisar cómo conecta nuestra manera de mirar el mundo con nuestro sentir emocional.
Nuestras acciones y posibilidades tienen la estructura de las preocupaciones que somos.
Detengámonos en esta frase. Primero, ¿a qué llamamos “acciones”? Normalmente, la mayoría de nosotros considera que las acciones son movimientos de nuestros cuerpos y que nuestras posibilidades para la acción son generadas por las posibilidades de movimiento que nuestros cuerpos nos dan. Tendemos a reducir el mundo a lo tangible, a las cosas que podemos ver y tocar: la mano que toma el celular y escribe un texto. Sin embargo, la mirada de Fernando Flores nos desafía a reflexionar en la posibilidad de que la construcción del mundo no surge de la mano ni de la capacidad de escribir en teclado digital, sino de la declaración: “Voy a enviar un mensaje al profesor de Ciencias”, de la pregunta: “¿Puedes compartir conmigo el número de celular del profesor?“, de la promesa del profesor: “Si lo necesitan pueden escribirme un mensaje al celular”, etc. Hacemos que las cosas sucedan en los compromisos que hacemos con los demás. La conversación, entonces, no es solo un preludio a la acción, sino que es su esencia.
En segundo lugar, hablamos de preocupaciones para alejarnos del supuesto que las personas tenemos necesidades y deseos claros. Esto solo lo podemos suponer para nuestras transacciones más rutinarias, como cuando hacemos la compra en el supermercado, o cuando un cirujano pide un bisturí en la sala de operaciones. En esos casos el futuro es claro e inmediato y el lenguaje puede reducirse a transmisión de información, porque tanto el deseo como la acción que lo satisface son muy específicos. Pero no siempre tenemos necesidades claras y específicas, por ejemplo cuando se está inventando un nuevo tipo de taller o productos, o cuando se está cerrando un trato con un cliente. En este caso el lenguaje no es la transferencia de información, sino que es el lugar donde las personas creamos juntas el futuro al hacer compromisos en torno a lo que nos importa. Las preocupaciones tienen que ver con lo que nos importa, y operan de manera latente motivando nuestras acciones.
Entonces, lo que estamos diciendo entonces es que al vivir, no actuamos al azar, sino en respuesta a las preocupaciones en las que vivimos. En ese sentido, nuestra estructura de preocupaciones, si bien puede ser transparente, es constitutiva de nuestro ser.
Observarnos que estos trece dominios de la adultez son una conversación permanente para todos los seres humanos, que debemos abordar con paciencia y perseverancia.
3. 5.Dimensiones constitutivas de la adultez
A partir del reconocimiento de estos dominios como áreas de preocupación común, distinguimos tres dimensiones constitutivas de una persona adulta: plenitud, autoconfianza y trascendencia. Estas son evaluaciones sobre cómo una persona participa en los trece dominios de intereses simultáneamente y a lo largo de su vida:
–Una persona adulta tiene plenitud cuando puede sostener un compromiso aceptable en todos los dominios de interés.
–Tiene autoconfianza cuando ha desarrollado la fuerza para correr riesgos de tomar acciones nuevas y también es consciente de sus límites en cada área y puede pedir ayuda cuando lo considere necesario.
–Desarrolla trascendencia cuando es capaz de proyectar sus elecciones más allá del tiempo de vida que pueda tener, creando sentido también en construir un legado, como regalo y posibilidades para los que existan cuando ya no esté físicamente. Cada uno de nosotros morirá, mientras el mundo con otras personas y en otros tiempos posteriores seguirá existiendo. Dar ayuda a otros para que se hagan cargo de los intereses que ellos son, implica trascender nuestra propia vida. Trascendemos en la herencia de posibilidades que somos capaces de crear para quienes vivirán después de nosotros. Trascender implica entonces el sentir amor por las generaciones futuras y disponerse a contribuir con ellas, convirtiendo nuestra vida en un legado para quienes vengan cuando ya no estemos.
Los invito entonces a que nos preguntemos: “¿Qué identidad tengo hoy sobre mi persona?”, “¿Qué identidad tienen los que me rodean sobre mi persona?”, “¿Es esa la identidad que quiero ser?”, “¿Qué nuevas acciones, declaraciones y decisiones podrían abrir el camino para crear una identidad con más poder, plenitud y autoconfianza?”, “¿Qué legado quiero dejar en este mundo?”; “¿Cómo quisiera que me recuerden?”, “¿Qué mundos de posibilidades aspiro a que tengan las generaciones futuras?”, “¿Cómo podría hoy contribuir con esos mundos?”, “¿Quién tengo que ser para que mi legado trascienda mi tiempo de vida?”.
PARTE 2.
EL LENGUAJE
(DEL SENTIDO)
Un líquido es un estado de la materia sin una forma particular.
Cambia fácilmente y solo queda definido por el recipiente que lo contiene.
El cuerpo humano es un 70 % agua.
Capítulo 4.
Ser en el lenguaje
Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.
Ludwig Wittgenstein
La comunicación ocurre en el lenguaje y pretender comprenderla implica primero conocer qué es el lenguaje.
Como primer paso reflexivo fundamental tomaremos el origen de lo humano como distinción, para entender qué clase de seres vivos somos los humanos. En nuestra historia evolutiva, lo humano surge con el lenguaje. De una manera extremadamente simple, hace aproximadamente tres y medio millones de años, en el convivir en las prácticas de la cotidianeidad. Como familia humana, vivíamos en pequeñas tribus conviviendo adultos con niños. En esa coordinación de prácticas, sentires y emociones surge el lenguaje como manifestación, aparentemente impulsado por el contacto físico de caricias y cuidados que nuestra biología nos permite.
Somos los primeros y únicos animales (primates, concretamente) que tenemos la peculiaridad de vivir —en un fluir constante e ininterrumpido— una doble dimensión de experiencia: la primera es la experiencia inmediata (las emociones) que nos ocurren a todos los animales, según la cual algo simplemente sucede; la segunda (que hasta donde sabemos, le ocurre solo al primate humano) es la explicación sobre la experiencia que tiene lugar en el lenguaje. Solo en el lenguaje se admite la existencia, por ejemplo, de categorías de opuestos como bueno-malo, justo-injusto, que permiten dar sentido a eso que sucede. Las adjetivaciones no son verdades o realidades independientes de quien las observa y por ello, decimos que viven solo en el lenguaje.
Ahora bien, el lenguaje consiste en un hacer recursivo de lo que Maturana denomina coordinaciones de coordinaciones conductuales consensuales. Según esta perspectiva, cada palabra o gesto no está relacionado con algo exterior a nosotros sino con nuestro quehacer y con nuestra coordinación para eso que estamos queriendo hacer con los otros. Por ejemplo, si le pedimos a alguien “por favor, cierre la puerta” (y señalamos con el dedo qué puerta), hay una primera coordinación que son las palabras que tenemos consensuadas de antemano y que podemos significar de la misma forma. Decimos “por favor, cierre la puerta” y la otra persona sabe qué es “cerrar”, qué es “puerta” y hasta qué connota en la relación entre nosotros que diga “por favor”. Una segunda coordinación es el gesto de la mano en donde con el dedo apuntamos qué puerta es la que queremos que cierre. Otra más es el estado emocional con el que lo pedimos y con el que la otra persona lo escucha (manifestado en nuestro tono de voz y la postura corporal). Otra coordinación va a ocurrir en la respuesta: “sí”, “ya voy”, “como no”. Si, como mínimo, tomamos estos diferentes niveles de consenso y los ponemos juntos en el acto de comunicar, podemos hacernos una idea de la cantidad de dificultades con la que podemos tropezar a la hora de querer comunicarnos efectivamente.
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