Kitabı oku: «Brumas del pasado», sayfa 5

Yazı tipi:

– 11 –

No fue agradable verla salir de aquella forma. Apretó los puños con fuerza y tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no correr hacia ella y abrazarla.

Llevaba varios días siguiéndola. No podía evitarlo. Al fin la había encontrado.

La espera había sido larga, más de lo que él jamás pudo imaginar. El día del mercado medieval no pudo evitar acercarse a ella y rozar un instante su cuerpo, aspirar el aroma de su cabello, observar la profundidad dormida de sus ojos.

Helena... Un nombre hermoso. No era el nombre con el que una vez la amó, pero no se había enamorado de un nombre, sino de ella, de su esencia.

No le gustaba lo que estaba pasando, ni lo comprendía. La vio salir por la mañana con aquella amiga suya y las siguió a ambas mientras iban de una tienda a otra. La había visto reír, la había visto sonrojarse mientras pagaba aquellas diminutas prendas que él mataría por ver sobre su cuerpo. Cuánto ansiaba volver a acariciarla...

El dolor y los celos de aquel otro, que había llegado a su vida antes de que él la encontrase, volvió a darle un latigazo por dentro. Pero sabía que debía ser así. Ya lo profetizó su abuela. Tendría que encontrarla sin que fuese suya. Tenía que recuperarla sin que ella supiese la realidad. Ella debía reconocerle, debía despertar de su letargo dormido, despejar las brumas de su pasado y aceptarle.

Tenía que regresar a su casa, a su hogar, pero dejarla así... Él ya sabía de la infidelidad de su marido. Pero también había recibido instrucciones precisas. No podía intervenir por mucho que lo desease. Y lo deseaba. Porque había visto que en aquel edificio había alguien más. Había visto que se trataba de la misma persona que también la seguía, escondido, agazapado como un cazador listo para atacar. Y sabía quién era él. La historia intentaba repetirse, él lo intentaba de nuevo, con malas artes y trampas.

Y Helena era su presa.

Se moría por acercarse a ella, por contarle, por advertirla de aquel hombre que ella creía amigo y era un lobo disfrazado de cordero. Pero no podía hacerlo.

–No puedes interferir en su vida. Debe llegar a ti por sí misma, encontrarte como tú una vez la encontraste a ella, o todo volverá a estropearse de nuevo y esta vez no tendrás otra oportunidad.

Acarició la suavidad de aquel pañuelo que tanto había resistido a pesar del tiempo y la distancia. Esta vez esperaría su momento, aunque la rabia le corroyera por dentro y amenazara con quemarle.

– 12 –

¿Se puede morir en vida?

–Helena, tienes que comer algo

–¿Tía Carmela, qué le ocurre a mamá?

–Está triste, Maia. Necesita descansar.

–¿Pero por qué? ¿Qué le ha pasado tía? ¿Y dónde está papá? –termina preguntando Selena entre sollozos.

–No sé, Selena. Por favor chicas, dejadla un poco más. Vuestra madre necesita descansar.

¿Cuánto tiempo llevaré aquí en la cama? He perdido la conciencia del tiempo. Lo último que recuerdo, es aquella imagen grabada a fuego en mi cerebro y en mi corazón. Fernando y Celeste. Las manos de él en ella. La sorpresa, el horror, ese golpe fuerte en el pecho, dolor en estado puro, y la vergüenza.

Él no dijo ni una sola palabra. Me miró con todo lo que quería decir reflejado en la cara. No estoy segura de si el asombro que mostraba era por verme allí, por verme casi desnuda, o por el ruido del cristal al caer al suelo.

Ni siquiera recuerdo cómo salí del taller. Quiero recordar el sonido de la voz de Celeste, pero no entendí que decía. Solo sé que en lugar de pies tenía alas. Quizás Fernando gritase mi nombre. No estoy segura. Solo estoy segura de que todo pasó rápido, pues al salir a la calle, la luz del sol me deslumbró.

Notaba algo salado en mis labios. ¿Serían las lágrimas o mi corazón? Un coche chirrió a mi lado. El taxista que me había traído al taller aún estaba en la zona. Tan solo con verme creo que entendió. Paró el taxi a mi lado y se bajó corriendo del coche. Se quitó la chaqueta y me cubrió con ella. Seguía en ropa interior y ni siquiera me había percatado de ello.

–Señora, ¿se encuentra bien? ¿Puedo ayudarla?

En ese momento en el que yo intentaba reconocer a esa persona que me hablaba, Fernando salía raudo del garaje. Aún desnudo de cintura para arriba y gritando.

–Por favor, ¿puede llevarme a casa? No recuerdo la dirección, donde me recogió. Que él no me alcance, por favor…

–Por supuesto señora. Suba a mi coche y no se preocupe por nada. La sacaré de aquí de inmediato.

El taxista aceleró haciendo un extraño ruido. No hizo ni una sola pregunta. Luego detuvo su coche frente a mi casa y me ayudó a bajar. Me preguntó algo acerca de si tenía llave. ¿Qué? ¿Llave? No. He dejado el bolso en el garaje. No tengo llave.

–Comprendo. Le parecerá extraña mi sugerencia, le prometo que no suelo hacerla a menuda, pero si quiere, mi mujer y yo estaremos encantados de recibirla con nosotros hasta que consiga usted su llave.

–Mis niñas…

–¿Tiene hijas?

–Dos.

–¿Están en casa?

–No.

Eso es lo último que recuerdo haber pronunciado.

Después ocurrió algo que no puedo explicar. Ángel y Carmela llegaron a toda velocidad en su coche y se bajaron de inmediato. Ángel maldecía. Fue a pagar al taxista, pero el hombre no aceptó coger dinero. Mi cuñada hablaba algo referente a cortarle los huevos a alguien. No la entendía bien. Solo sé que cerré los ojos y cuando los abrí, estaba acostada en mi cama. Se escuchaban voces en la parte de abajo. Eran Fernando y Ángel.

Por favor, dejad de discutir. Dejadme sola. Dejadme sola. Que mis hijas no me vean así.

–Helena, cariño, escúchame. Tienes que reaccionar, me estás asustando. ¡Helena! ¿Inés? Sí. Soy Carmela. Por favor Inés, ven a casa de Helena lo antes posible. Sí, ha ocurrido algo –¿Carmela llora?–. ¡El muy cerdo! Se fue a darle una sorpresa al taller y se la llevó ella. Está muy mal, Inés. No reacciona. No sé qué hacer. Por favor, ven, ayúdame.

¿Por qué está tan triste Carmela? Ángel no era el infiel, era Fernando. Mi Fernando. El maravilloso hombre con el que llevo casada casi quince años.

Nuestro primer beso viene a mi mente, tan suave. Nuestros flirteos y paseos. Y aquella primera vez que hicimos el amor. Alquilamos una casita en el campo y nos fuimos a pasar nuestro primer fin de semana. Era una noche de verano espléndida. Casi un año juntos y aún no había ocurrido nada íntimo entre nosotros, salvo algunos besos y torpes caricias. Una cabaña preciosa, con leños de madera por paredes y todas las comodidades de un hogar. Pero no. Nosotros escogimos un lecho de hierba con las estrellas por techo para nuestra primera vez.

Fernando lo llenó todo de velas a nuestro alrededor. Extendió una manta y empezamos una tímida exploración que terminó bien para él y en una extraña sensación para mí. Pero aun así, me sentía distinta, ubicada en el mundo. Volvimos a repetir al día siguiente, con más tranquilidad y en la cama. Y esta vez sí. Esta vez ambos compartimos fuegos artificiales.

Tres años después nos casamos. En nuestra noche de bodas decidimos regresar a aquella cabaña y repetir aquella primera vez bajo las estrellas. Aquella noche además había una hermosa luna llena, y bajo ella y su influjo, nos hicimos declaraciones de amor de por vida. No pudo ser más perfecto. No pudo. No podía haber nadie en el mundo que no fuera Fernando. Y poco después de un mes, descubrimos que nuestra Selena iba a formar parte de nuestro paraíso.

No he dejado de quererle jamás. Nunca he notado en él nada que delatase que algo había cambiado. Siempre ha sido cariñoso y encantador. Sí es cierto que tras el nacimiento de Maia se fue creando algo de distancia. Pero no es igual una pareja sola, que un joven matrimonio con dos hijas. Una llora, otra quiere comer. La casa, la ropa, la comida, las compras, el trabajo, la convivencia… La vida no es como en las novelas rosas, en las que las faenas se hacen solas y los niños siempre visten de domingo y nunca lloran. La vida es mucho más. Y el distanciamiento sexual era normal. Ya no somos adolescentes.

Yo era feliz así. Era feliz. Él lo era todo para mí. Y ahora no me queda nada.

–Helena, Helena…

¿Inés? Es su voz. ¿Cuándo ha llegado?

–¡Te juro que como no reacciones y hables te llevaré a un hospital! –me amenaza Carmela, llorando.

¿Cuánta gente hay aquí?

–Por favor, dejadme hablar con ella. Creo que soy el único capaz de hacerla reaccionar.

Fernando. Silencio. Protestas de Carmela. Inés convenciéndola. Y más silencio. Ángel interviene. Las voces se alejan. El llanto de Carmela se aleja. Y finalmente, de nuevo, la voz de Fernando.

–Lo siento mucho, Helena. Sabes que te quiero, ¿verdad?

¿Que me quiere? Sí, es evidente que está loco por mí, su expresión de lujuria junto a Celeste me lo ha dejado más que claro.

–Creí morir cuando te vi allí, como una aparición, tan bella, y yo… de veras que lo siento Helena. Ni siquiera sé cómo pasó. Yo te quiero, no he dejado de quererte. Pero hemos cambiado. Los años han ido pasando y hemos tomado caminos distintos. Yo ahora quiero otras cosas, necesito otras cosas y me siento un poco perdido. Celeste me ha ayudado mucho y cuando me he dado cuenta estaba enamorado de ella. No quiero agrandar la herida, pero no es solo sexo, Helena. Estoy enamorado de Celeste.

Mi cabeza está tapada con la colcha de la cama. Incluso a mí misma me cuesta trabajo escuchar mi propia voz mientas consigo susurrar.

–¿Desde cuándo?

El breve silencio me hace pensar que tal vez no me haya escuchado.

–Dos años.

¡¡¡¡¡¡¡Dos años!!!!!!!

–¿No pudiste decírmelo antes, Fernando? No lo entiendo. ¿Merezco haberme enterado así? –le digo con una ansiedad inmensa y la cara aun cubierta bajo una fina sábana que por desgracia no tiene el poder de trasladarme a otro lugar. Me siento tan avergonzada…

Un pequeño silencio sigue a mi pregunta, hasta que al fin él decide responder.

–Cuando te vi en el umbral del despacho, me recordaste a la joven dinámica, alegre y sexy que conocí. No eres tú, soy yo, necesito otras cosas. Tú eres muy buena madre, pero, desde hace tiempo, solo madre. Y yo necesito, además, una mujer.

–¿Una mujer? ¿Tienes idea de la cantidad de noches enteras que he estado sin dormir ansiando que te dieses la vuelta y me abrazases? ¿Sabes cuántas duchas he tomado de madrugada? ¡Eres un cerdo asqueroso y un cabrón! –le grito como si en vez de estar a escasos centímetros de mí, estuviese a kilómetros. Y realmente lo está.

Del dolor surge una especie de rencor fuerte. Por primera vez desde no estoy segura cuándo, saco la cabeza de la almohada y me siento de golpe en la cama sobresaltando a Fernando. Estoy furiosa. Quiero herirlo, hacerle daño.

–¿Sabes tú lo que es ser mujer? ¡Claro que soy madre! ¡Tú siempre estás en el taller! ¿Qué querías que hiciese?

–Helena…

–¡Me duele! ¡Me duele el alma! Me duele por dentro, siento que me ahogo y que mi vida se ha terminado y, ¿sabes? Eres lo que más quiero en esta vida además de mis hijas y ahora no puedo ni mirarte. No quiero pelearme contigo porque en este momento tengo deseos inmensos de golpearte, y a ella… –¿qué voy a hacer ahora? ¿Qué decirle a las niñas?

Ya no puedo más. Las lágrimas que quedaban retenidas empiezan a salir sin más. No puedo dejar de llorar, ni quiero. Siento cierto alivio por dentro y merezco algo de ese alivio.

–Helena…

Intenta acercarse a mí, pero no se lo permito. De un salto salgo de la cama y me enfrento a él con un odio nacido del dolor. Mi mirada de rabia lo detiene en seco. La vergüenza que siento sigue arraigando en mi interior. En este instante estoy dolida, furiosa, y a la vez, creo que si Fernando me lo pidiese, lo olvidaría todo. ¿Dónde está mi dignidad? ¿La tengo? De nuevo la imagen de ellos en el despacho viene a mí, y también una duda.

–¿Quién más lo sabe, Fernando?

–Nadie.

–Por favor, no me mientas más. Me debes algo de respeto después de todos estos años, ¿no crees que ya me has mentido bastante? –no puedo evitar el tono de reproche y la dureza de mi mirada.

–Ángel.

–¿Qué?

–Nos pilló un día y la montó gorda. Me amenazó con hablar contigo y hasta con despedir a Celeste. Pero ella no ha tenido la culpa, me enamoré de ella, de su forma de ser, de su manera de expresarse, de cómo me escucha y me entiende. Yo fui a por ella y la convencí. Ella se siente mal por ti y ya me ha pedido varias veces que hablase contigo. Pero yo no podía. Te miraba ahí cada mañana, con las niñas, con tu rostro de impotencia y tus suspiros. No podía.

–¿Por eso me enviaste un mensaje? ¿Para que os pillara?

Su cara muestra tal desconcierto que a punto estoy de creerlo cuando me responde. Pero no. No se puede creer a quien miente tan bien.

–No sé de qué mensaje me hablas.

–¡Venga, Fernando! Me enviaste un mensaje diciéndome que comiéramos juntos. Por eso me presenté allí de esa guisa. Me hice ilusiones y me encontré… ¿No os podíais permitir un hotel? Bah, qué más da. ¿Desde cuándo no me amas?

–Ya te he dicho que aún te quiero. Pero Helena, yo no soy tan cruel. Debes creerme. Yo jamás te hubiese mandado un mensaje para que vieses con tus propios ojos… también fue violento para Celeste…

–Oh, ¡pobrecita ella! –claro, no quería que fuera violento para Celeste, su dulce y comprensiva Celeste.

–Yo no te envié ningún mensaje. Yo quería hablar contigo. Te quiero.

–Querer y amar no es lo mismo.

–De veras, lo siento, eres una gran mujer. Sé que ahora te duele, pero el tiempo…

Le miro mientras me habla y veo su aspecto demacrado. Pero no siento pena, sino más rabia. No quiero que nadie esté conmigo por compasión o, peor, porque me considere “una buena persona”. Antes de que pronuncie esa temida expresión, decido que es mejor cortarle. Incluso yo me sorprendo de mi tono de voz calmado.

–Vete. No puedo verte.

–Eres una mujer especial…

–Vete.

–Helena…

–Si alguna vez me amaste de verdad, deja de decir cosas que no me sirven. Soy tan especial que llevas dos años con otra mujer. ¿Sabes que Carmela pensaba que era Ángel quien tenía una aventura? Menudo favor nos has hecho a tu hermano y a mí.

–¿Qué puedo decir?

–Nada. Ni siquiera sé porque estoy hablando contigo –le digo levantando la voz.

–¿Quieres que me marche?

–Quiero que te vayas de la casa y de mi vida. ¡Ya!

–¿Y las niñas?

–¿Ahora piensas en ellas?

–Nos has tenido muy preocupados a todos.

–Seguro que a ti también.

–Sí, Helena. A mí también. Tenemos que hablar de muchas cosas.

–Te llamaré cuando pueda hacerlo. Al fin y al cabo, ambos tenemos nociones distintas del paso del tiempo. Para ti, dos años no son nada, y quince tampoco. Pero ahora solo puedo verte como a un monstruo y siento que eres un cabrón hijo de puta –las palabras brotan solas, sin control, y un dolor continuo corroe mis entrañas–.

–Hablaré contigo cuando te tranquilices –contesta en un tono de voz exasperado.

–No tengo más que hablar. Jamás vuelvas a sentir lástima por mí. ¡Jamás!

Se pone de pie y se dispone a salir de la habitación, no sin que antes yo sienta que él también tiene lágrimas en el rostro. Nada más abandonar él la habitación, Carmela entra y se sienta junto a mí, acariciando mi cabello como si yo fuese una niña pequeña. Apenas consigo articular las palabras.

–¿Cuántas horas llevo así Carmela? ¿Cuánto tiempo me han visto mis niñas en este estado?

–¿Horas?–me dice ella llorando al mismo tiempo que yo–. Llevas dos días en este estado.

– 13 –

Engaños, cambios, pérdidas…

Hemos hablado con las niñas y puedo decir, sin lugar a equivocarme, que de los peores momentos de mi vida, tal vez este haya sido el que se ha llevado el premio. Pero tienen derecho a saber al menos una parte de la verdad. Ha sido muy duro. Maia estuvo llorando todo el tiempo. Selena se mantuvo excesivamente serena. Solo hizo una pregunta. Quién había tomado la decisión.

¿Qué contestar a eso? Si le decía que su padre, no iba a creerme sin delatarle. Si le decía que había sido yo, me odiaría. Ella siempre ha tenido predilección por su padre.

De nuevo, Fernando salvó la situación.

–Decisión mutua. Los dos sabemos que no podemos continuar juntos, pero ello no quiere decir que cambie nuestra relación con vosotras.

–¿Te vas de casa, papá? –preguntó Maia.

–Sí. Vosotras y mamá os quedaréis aquí. Yo me marcho a un piso más pequeño –le contestó intentando secar las lágrimas que regaban su carita.

–¿Puedo irme contigo papá? –preguntó Selena empezando también a llorar.

Creo que eso fue el golpe más duro. Un puñal directo al corazón.

–Es mejor que te quedes con mamá, Selena. Yo trabajo muchas horas y pasarías mucho tiempo a solas y así podrá follar tranquilamente con su amada secretaria a todas horas.

–Pero papá, no me importa. Ya soy mayor. Cumpliré quince años en tres meses.

–Tal vez sea así, pero tienes que tener en cuenta que aún eres menor de edad. Cuando cumplas los dieciochos podremos volver a hablarlo.

Pobre Selena. Sé que adora a su padre, al igual que Maia. Pero mi pequeñina me necesita aún mucho. Por el contrario, mi hija mayor ya quiere independencia. Esto me provoca un dolor desgarrador, y al mismo tiempo, una furia inmensa.

Por un segundo, me hubiese gustado poder decirle a mi hija, “tu padre no quiere que vayas con él porque tiene una aventura con otra mujer”. Pero eso no cambiaría la situación, pondría a mis hijas contra su padre, y las dañaría. Y los hijos jamás deben pagar por las desavenencias entre sus padres. Ellos no son más que víctimas de una situación triste y dolorosa.

–De todas formas, vais a pasar mucho tiempo con los dos. Y todavía tenemos muchos asuntos que tratar. Lo importante es que no os preocupéis o dudéis de que ambos os queremos muchísimo –les dije.

Y fin de la conversación por ahora. Las chicas decidieron subir a sus habitaciones. Imagino que tenían mucho de qué hablar. Fernando y yo también.

–¿Estás bien? –me preguntó él.

–Supongo que todo lo mejor que se puede estar en una situación así. Tengo que hablar contigo de temas muy serios y no sé por dónde empezar.

–Dime.

–No. Hoy no. Y menos con las chicas arriba. ¿Podemos quedar mañana en algún sitio?

Durante un momento, Fernando dudó, pero terminó aceptando.

–Gracias por no desvelar lo de Celeste –¿qué pensaba, que soy un monstruo? ¿Que le provocaría ese daño a mis hijas solo por herirlo a él?

–Gracias por no llevarte a Selena –contesto en tono apaciguador, intentando tranquilizarme.

–Oh, por favor, Helena. ¿Qué nos ha pasado?

–A mí, nada. A ti, de todo –vuelve a salir veneno de mis labios.

–Hemos de hablar de tu asignación.

–¿Mi qué?

–Perdona, quiero decir que las niñas tienen derecho a una cantidad mensual y como tú no trabajas también debes percibir una cantidad compensatoria.

–¡No, ni hablar! –¿De verdad cree que voy a aceptar su dinero? No, gracias, no acepto limosnas de nadie. Todavía me queda algo de dignidad–. Creo que ya hemos tenido suficiente por hoy. Mejor seguimos hablando mañana.

–Como quieras.

Y tras esto se marchó.

Suspiro para coger fuerzas y tranquilizarme. Miro las escaleras como si estuviesen repletas de serpientes de cascabel, pero tengo que ver si las niñas están bien. Empiezo a subir y no puedo dejar de pensar que algún insensato hijo de puta ha añadido escalones extras sin avisarme. Toco con suavidad en la puerta del dormitorio de Selena. Sé que las dos están ahí.

–Toc, toc. ¿Se puede?

–Como quieras –contesta mi hija mayor en tono desinteresado.

Abro la puerta suavemente y las veo a las dos tumbadas en la cama, abrazadas. Una imagen que me encoge el corazón.

–Siento mucho todo esto. Os prometo que no vais a tener problemas para poder ver a papá siempre que queráis.

–¿Siempre? ¿Incluso antes de dormir o para desayunar? –me ataca Selena de nuevo.

–Al principio será muy duro. Para mí también lo es. Pero lo superaremos juntas.

–Claro que sí mamá –me dice Maia, abrazándome.

–¿Por qué, mamá? –insiste Selena que permanece fría y rígida sobre la cama, ahora sentada con el cuerpo muy erguido.

–No lo sé, hija. Las personas cambiamos. ¿Prefieres que sigamos juntos si ya no es lo mismo?

–Sí –otra estocada directa al pecho.

–¿Incluso si eso significa que no seamos felices?

–Y a lo mejor encontrar a otra persona, ¿no? –esta nueva acusación me pilla por sorpresa.

–¿Otra persona?

–Sí. Como el hombre que te dio la flor en el mercado.

¡Así que es eso! Mi hija mayor cree que hay otro hombre en mi vida y que por ello nos separamos. Oh, no. Esto es muy injusto.

–Créeme. No hay ningún hombre en mi vida. No sé quién era ese desconocido.

–Pero guardaste la rosa.

–¡Para reírme con tu padre!

–Pues no lo entiendo, si os vais a separar, qué más te daba a ti lo de la flor.

Me ha pillado.

–Mamá, ¿es porque estás gordita? –interviene Maia.

–¡Por supuesto que no! ¿De dónde has sacado eso?

–Me lo ha dicho Selena.

–¡Chivata! –le grita su hermana.

–¡Chicas! No os habléis así –¿eso es lo que realmente piensa Selena? Noto cómo comienza a instalarse un nudo en mi garganta que me dificulta el habla–. El físico no es lo más importante de la relación, sino el interior de las personas. Por favor, daos un beso. No quiero veros discutir más entre vosotras.

A regañadientes, se acercan la una a la otra y se dan un beso. Yo aprovecho para dar por terminada la conversación, por ahora, y salir del dormitorio para correo hacia el baño a desahogarme sin que me vean. Esto va a ser más difícil de lo que yo creía. Mucho más difícil.

Mientras entro en el baño vuelvo a escuchar a las niñas.

–¡Eres tonta! ¡Has hecho llorar a mamá otra vez!

–¡Nos ha destrozado la vida! Que llore. Para ella es fácil, se queda con nosotras y con la casa. ¿Y papá?

Mi llanto aumenta de forma considerable, aunque eso sí, qué bien he aprendido a llorar en silencio.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺166,74

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
361 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788417334543
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre