Kitabı oku: «La casa de la don Juana», sayfa 2

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—Espérame —dijo Luis, sin añadir nada más.

Ella le acarició el cabello ondulado. Puso ambas manos en sus mejillas y lo besó de nuevo.

—Esperarte es lo único que tengo que hacer en la vida.

No hablaron de la proyectada boda con Iñaki, ni de cómo se iba a resolver el grave problema que se estaba planteando. No hubo estrategia alguna, solo certezas: él había dicho que esperara y ella esperaría. Nada más.

Volvieron a besarse con hambre, anticipándose a tantos y tantos besos que les quedaban por darse. Y luego se separaron sin pronunciar la palabra «adiós».

Y no se dieron cuenta de que no estaban solos. La oscuridad de la noche fue cómplice de Maxi, que se encontraba cerca de allí. Al oírles llegar, se ocultó detrás de un árbol para pasar inadvertido. Cuando ellos, que caminaban muy juntos, se detuvieron y se besaron, el hermano quedó casi como una estatua. Estaban muy cerca y creían que nadie les observaba. Los vio, porque la luna iluminaba la escena. Se acurrucó más. Cuando terminaron aquellos besos de pasión insólita para dos casi desconocidos, los oyó: él pedía que la esperara y ella le decía que era lo único que tenía que hacer en la vida. Siguió muy quieto en aquel lugar durante un rato. Estaba impresionado, incrédulo. Acababa de ser testigo, eso lo intuía, de algo que probablemente diera un giro a su vida.

Al día siguiente, de madrugada, Luis se marchó a su tierra. Durante el desayuno el padre comentó que las cosas no podían ir mejor: su niña querida se iba a casar e iba a ser muy feliz y la empresa caminaba viento en popa. Estaba pletórico por tener a los hijos que cualquiera desearía. La madre sonrió satisfecha, Maxi sonrió enigmáticamente y Juana sonrió con melancolía.

Aparentemente, un día como cualquier otro comenzaba.

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CRISIS

—Juana, cariño, si no comes más se te va a quedar grande el traje de novia.

—He comido suficiente, mamá. Por favor no tengas siempre los ojos encima de mí.

—Bueno, ya sabes que yo no me meto en nada, pero hija, reconoce que estás rara.

—Será el calor, mamá, o yo qué sé. Las personas no somos robots y no estamos siempre igual. Déjame.

La madre calla y reprime una lágrima. Juana está distinta, arisca, malhumorada y parece no darse cuenta. Esta vez reacciona y se acerca a su madre.

—Discúlpame mamá, últimamente estoy algo nerviosa. Será la boda.

—¿La boda? Pero si va a ser la boda del año. Si Iñaki te adora. Si vas a hacer un viaje de ensueño. Si, además, vas a vivir cerca de nosotros ¿Qué te ocurre, Juana?

—No lo sé, mamá, estoy confusa, creo que aún soy joven y que no debería casarme tan pronto.

—No pensabas igual el mes pasado.

—Se cambia, mamá. Quizá es que estoy fatigada. Déjame, no tengo ganas de hablar. Voy a echarme un ratito, hasta que caiga la tarde.

Soledad Méndez se queda muy quieta en el porche viendo como su hija entra en casa. No acaba de entender a la juventud de hoy. Bien distinto es el porvenir de su hija, que fue el de ella. Procedente de Santander, tuvo que dejar su domicilio y su familia para siempre y seguir a su marido cuando se casó. Bien joven, por cierto, pues solo tenía veinte años. Se tuvo que acomodar a tierra, casa y gentes que no eran las suyas. Criar hijos mientras el marido estaba fuera, tardando a veces dos o tres días en venir. Nunca se le ocurrió quejarse. Intentó adaptarse y lo consiguió. Con esfuerzo, por supuesto. Pero ella nunca había sido caprichosa y se amoldó hasta hacer de aquella tierra y aquellas gentes las suyas propias.

Cuando nació Juana, pronto se dio cuenta de que la niña tenía frecuentes cambios de humor. A veces era un cascabel, pero otras era hermética. En esas ocasiones era mejor no intentar acercarse. La madre sufría porque la veía sola sentada bajo un árbol y hubiera preferido sentarse a su lado y hablar, pero el miedo al rechazo se lo impedía. Sin duda, Juana era muy suya, muy particular. Sin embargo, tenía un corazón de oro, era capaz de quedarse sin comer para dar su plato y parte de sus pertenencias a una caravana de gitanos que acamparan en los alrededores, y se volcaba en su perrita Sissí, a la que colmaba de caricias. Luego, cuando recibían visitas de personas de su clase social, se escaqueaba y se escondía en su cuarto.

Iñaki la comprendía muy bien. Era un chico inteligente, o, mejor, avispado. Sabía que el matrimonio con ella, siendo hijo mayor de otro de los mayores bodegueros de Rioja era algo perfecto, se mirase como se mirase. Además, quería a Juana y la conocía bien. Amigo del hermano, había entrado en casa desde niño y Juana no tenía secretos para él. Al menos era lo que él creía. Eran, ante todo, buenos amigos y se apreciaban mucho. Había un gran cariño entre ellos, y él, desde luego, estaba convencido de que todo aquello era una base sólida para programar un futuro próspero desde todos los puntos de vista.

Últimamente la notaba con algún cambio de humor, pero Iñaki no se alarmaba mucho por eso, la conocía bien, era su carácter, ya se le pasaría. Pensaba llevarla de viaje de novios a París a que conociera lo último, lo más moderno, lo más avanzado. Luego, quizá, fueran a Londres. Volvería vestida como lo que era, una gran señora y, así, estrenarían su nuevo hogar. Las cosas irían bien, seguro.

Mientras Juana descansaba, Maxi, el hermano, se acercó a la madre, que finalmente había decidido quedarse en una hamaca en el porche de entrada.

—Hola, mamá. ¿Descansando?

—Lo intento hijo, lo intento.

—Pero no puedes, por lo que veo.

—La verdad es que no.

—Estás preocupada afirmaba, no preguntaba—. Es Juana, ¿verdad?

—Está muy rara. Ahora quiere retrasar la boda. Dice que es muy joven.

—Y tú, ¿qué opinas?

—Yo no sé qué pensar.

—Yo sí.

—¿Sí qué?

—Sí sé qué pensar.

—Mira, hijo, no me hables con medias tintas, que estoy confusa y cansada y no sé cómo tratar a tu hermana. Además no la veo feliz.

—Es que no es feliz.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho. Te lo voy a contar porque tú eres nuestra madre y lo que ocurre es muy serio y está por encima de cualquier posible secreto.

—Me estoy poniendo nerviosa, ¿qué pasa?

—Creo que Juana se ha enamorado.

—Se enamoró hace tiempo, ahora se va a casar.

—No lo has entendido, se ha enamorado de otro.

—¿De otro? —preguntó extrañada y pálida—. No se ha movido de aquí en todo el verano. Espera, ¿no será?...

—Sí, en efecto, lo que piensa es lo que hay. Me lo ha confesado y me ha hecho jurar que no se lo diría a nadie. —Mentía con todo el descaro, Juana nada le había dicho, pero eso no suponía un problema para Maxi—. Lo está pasando muy mal y yo creo que mi deber es ayudar a que esto, que no tiene sentido, se le ponga fin de alguna manera. Por eso te lo cuento.

—Pero si ese chico solo estuvo aquí dos o tres días y, además es muy callado y, por lo que sé, también está a punto de casarse. Debes de estar equivocado.

—Pues si he de creer lo que ella me ha contado, no lo estoy. Parece ser que ha sido un flechazo fulminante. Él le ha dicho que lo espere y ella está decidida a esperar lo que haga falta. Por eso está demorando su boda, pronto dirá que no se quiere casar.

—No doy crédito, esto es una locura, una rareza, que espero que se le pase cuando estén separados un tiempo. Uno no rompe sus proyectos y su vida de la noche a la mañana.

—Ellos parece que sí.

—Hablaré con tu padre, hay que buscar una solución antes de que sea demasiado tarde.

—Haz lo que consideres, pero te ruego que no me delates. Que ella no sepa que te lo he contado, porque lo consideraría una traición en toda regla. Ya la conoces.

—No te preocupes. Te has portado como un buen hijo y como un buen hermano. Sabremos guardarte el secreto.

Cuando la madre se marchó, Maxi pensó que la vida es muy injusta: él era trabajador, se volcaba en el negocio de la familia, hasta el punto de que todo lo demás era secundario para él. Era un hijo obediente, de carácter nada conflictivo y jamás había dado una preocupación a sus padres. Pero era año y medio más joven que Juana, puro azar, y eso lo condenaba a ser segundón eternamente. No es que fuera a quedarse sin patrimonio, pero no podría compararse al de su hermana. ¿Era justo aquello? Pensaba que no, y máxime cuando Juana tenía la cabeza a pájaros y solo pensaba en amores maravillosos de dos días y otras lindezas. O lo que es lo mismo: pensaba solo en ella, y nada más que en ella. Y por ese motivo todos iban de cabeza. Sintió una punzada de resentimiento ante lo que consideraba totalmente fuera de toda lógica y justicia. Si todo se presentaba bien, las cosas se pondrían en su sitio, ya lo creo que sí.

El hecho de que Juana fuese heredera y no su hermano varón, contravenía las costumbres de la época. Había sido decisión de sus padres en el momento en que la Soledad Méndez, recién casada, se quedó embarazada.

Soledad –la futura madre– era hija única y había heredado el patrimonio familiar ya, porque su padre había fallecido joven. Desde jovencita estaba al tanto de los negocios y, al casarse, siguió pendiente de ellos hasta que su primer embarazo. Nunca se desentendió de ellos del todo, estaba muy al tanto. Su esposo, dueño de bastantes viñedos, se incorporó inmediatamente a la gestión y, unidas ambas haciendas, no hubo quien les hiciera competencia. Hablaron un día de que había sido una suerte que ella fuera hija única, porque de lo contrario, de haber tenido un hermano varón, aunque no hubiera sido el primogénito, ella habría quedado relegada a un segundo lugar y ahora, su casa, el porvenir de todos, no sería el mismo. Incluso ella jamás habría tenido parte en gestión alguna del negocio familiar, ni siquiera hubiera tenido información privilegiada.

Decidieron que debía ser el azar y no el sexo quien decidiera la primogenitura y, así, en su primer embarazo, ya sabían que nacería un heredero o heredera, independientemente del sexo. Si era niña, se educaría en el ambiente del negocio familiar y este se acrecentaría el día de mañana cuando decidiera casarse, y si su estado no le permitía estar al tanto de los negocios, algo lógico, el esposo, al igual que sucedía en el matrimonio de ellos, llevaría la batuta en los momentos delicados de embarazos y crianzas. Eso sí, ella jamás quedaría al margen y siempre tendría un papel activo en las decisiones importantes. Así lo pensaban y así lo resolvieron en los documentos adecuados, pese a tener un hijo varón, después de que naciera Juana. Maxi, tenía parte activa en el negocio, pero no estaba previsto que se partiera en dos en el futuro. Bodegas Solsticio debía continuar y pasar de padres a hijos. Un sistema parecido al del hereu catalán.

Aparentemente, Maxi nunca estuvo en desacuerdo. Volcado totalmente en los negocios de la familia, tras graduarse con brillantez, trabajaba con gran eficiencia, sin comentar jamás aquella decisión, que le perjudicaba en extremo. Su hermana, y heredera de las tres cuartas partes (el patrimonio completo de la madre y la mitad del padre), tenía tendencia a la melancolía. Muy inteligente pero con bastantes altibajos. Los padres vivían siempre muy pendientes de ella, más que de él, que se desenvolvía como la seda, era muy trabajador y no había dado un problema en la vida. Pero a solas, muchas veces, había pensado en su mala suerte. Hoy, después de haber hablado con su madre, intuía que esta quizá podía cambiar. Esta vez Juana estaba a punto de cometer una locura que sus padres no iban a consentir. Era cuestión de no poner piedras en las ruedas de ella y favorecer ese acontecimiento. Si Juana se empecinaba en dejar a Iñaki y casarse con Luis, se marcharía a la tierra de aquel. No había que ser un lince para darse cuenta lo que eso supondría. A esas horas estaba seguro de que madre estaba hablando con el padre y que ambos buscarían soluciones al problema que se estaba planteando. Estaba claro que, en estas circunstancias, él, Maxi Solsticio, debía ser el hijo y hermano perfecto. Era lo que le beneficiaba en grado sumo.

Luis, Luis, Luis, Luis… ¿Por qué viniste y envenenaste mi alma? ¿Qué has hecho? Nada, ya sé que no has hecho nada. No, no es cierto: me has mirado y me has atravesado con tus ojos negros y has roto todos los trajes que me cubrían y ahora soy como una recién nacida que han de depositar en tus brazos. ¿A quién le puedo contar esto? Ni siquiera a ti. Bueno a ti sí, porque me comunico contigo. Sé que lo que pienso, lo que siento, lo que sufro. Lo que vivo y no vivo te llega. Lo sé visceralmente. Lo sabe cada poro de mi cuerpo, que es tuyo desde el mismo momento en que nos besamos.

En este instante no sé a ciencia cierta dónde estás, pero seguro que te has quedado parado, con la mirada fija y callado. Si hablabas con alguien, te habrás excusado, porque te estoy visitando, estoy contigo. Te noto, te siento, Luis. Siento el calor de tu mano, el sabor de tus labios y lo que más me conmueve: los rizos de tu pelo deslizándose entre mis dedos.

Pero físicamente estás lejos y necesito alguna señal tuya. Me dijiste que te esperara y te voy a esperar. Hablaré con mis padres y con mi novio, aplazaré mi boda y me sentaré en la puerta hasta que te vea aparecer. Te hablo como si te escribiera, pero no lo hago por miedo a que me descubran, desde el campo es complicado llegar a correos. Es igual, entre tú y yo hay telepatía, lo noto y sé que te llega el mensaje.

Ven a por mí, mi amor, yo estoy dispuesta a vivir contigo como sea y donde sea, ¡qué más da! Tampoco me importa que me consideren loca. En todo caso, de amor. Ni soy la primera, ni seré la última. Apenas tomo alimentos, solo tengo hambre de ti. Ven, que te espero.

Dos días, dos eternos días han transcurrido sin que nadie hiciese mención a problema alguno en la familia. Doña Soledad había hablado con su marido y había llorado sin ruido sobre su hombro en una noche larga en la que ambos estuvieron en vela, abrazándose, como si de esta forma, muy juntos, ahuyentaran los malos augurios que se presentaban. A pesar del mucho tiempo transcurrido desde su boda, el cariño inmenso que se tenían permanecía intacto. Habían decidido hacer heredera a su hija y no comprendían por qué ella no valoraba el hecho de haber nacido en esa familia. Cualquier otra no le habría proporcionado todo lo que tenía en esta, sin ser desdeñable el amor que recibía y el ambiente cálido en el que había vivido siempre. Esta vez los padres estaban dolidos de verdad y comenzaban a cuestionar si había sido acertada la idea de hacerla heredera universal de la madre. Probablemente Juana no era la persona más capacitada, de hecho no parecía valorar los bienes materiales, siempre sumergida en ensoñaciones. Pero esto era demasiado. Quizá, y eso esperaban, se le pasara, porque de lo contrario el problema sería gravísimo. La boda con Iñaki ya tenía fecha, incluso el traje estaba confeccionado y todo marchaba como la seda. Ellos ya eran mayores y poco a poco, confiando en sus hijos y en su yerno, se irían retirando. Pero todo se iría al traste si lo que le había contado Maxi a su madre era cierto. Así que cada día se miraban en el desayuno expectantes, como si algo grave fuese a ocurrir. Y ocurrió.

Al tercer día, después de un espeso silencio de Juana y de muchas horas encerrada en su cuarto, se dirigió a toda la familia.

—No voy a casarme por ahora.

Todos dejaron los cubiertos sobre la mesa y la miraron sin pronunciar palabra, pero preguntando con los ojos.

—No me voy a casar con Iñaki —repitió.

—¿No te vas a casar o no te vas a casar con Iñaki? —dijo la madre, con un cierto retintín.

Después de unos minutos, que se hicieron eternos, Juana dijo:

—No me voy a casar con Iñaki.

—¿Y podemos saber por qué? —espetó el padre, sin poder ocultar su mal humor, que nada bueno presagiaba.

—No estoy enamorada de él.

—A buenas horas, mangas verdes —dijo la madre—. ¿Y caes en la cuenta ahora, que ya está organizada la boda?

—Sí.

Que Juana solo contestase con un monosílabo, dejó a todos sin palabras.

—No es que sea caprichosa —prosiguió—, es que las circunstancias me han hecho caer en la cuenta de que no estoy verdaderamente enamorada. Mejor saberlo antes que después.

Como todos seguían callados sin quitarle la vista de encima, prosiguió:

—No puedo querer a Iñaki, porque quiero a otro.

—¡Ya está bien! —casi gritó el padre—. La vida no es un capricho para hacer lo que nos apetezca en cualquier momento. Después de años con Iñaki, de tener tiempo suficiente para conocer cada detalle de tus sentimientos, te das cuenta de que no lo quieres, con la boda preparada. ¿Eres irresponsable? ¿Nos tomas el pelo o quizá vives de capricho?

La madre miraba al padre muy seria y casi con temor, nunca lo había visto así de enfadado y Maxi no abría la boca.

—Comprendo que doy la sensación de irresponsable, pero no lo soy. He vivido confundida. Sin conocer a nadie, excepto a Iñaki, a quien tengo un gran cariño, creía que eso era el amor. Hasta que otro… otro hombre me ha demostrado lo contrario.

—¿Qué hombre es ese con tantos dones?

—No te burles. Es Luis Fernández de Almonte.

—Solo ha estado aquí unos días —intervino la madre.

—Lo sé. Pero ha sido suficiente. He… Hemos sufrido como una revelación: sabemos que estamos destinados el uno para el otro.

—Pero él también está prometido —insistió la madre—, y creo que se casa pronto.

—Solo se casará conmigo.

—¿Tan segura estás?

—Tan segura como que yo solo me casaré con él.

De nuevo se hizo el silencio. La madre se dio cuenta de que por ese camino no iban a ningún sitio y dio un giro a la conversación.

—Bueno, demos tiempo al tiempo. Solo te pido que no te precipites, la vida no se acaba hoy, ni mañana. Tómate unos días de descanso, quizá unas pequeñas vacaciones, para pensar despacio. Después volvemos a hablar. ¿Qué opinas?

—¿Por qué no te vas unos días a Comillas, con tía Elvira? Allí no agobia el calor como aquí y de pequeños lo pasábamos muy bien —intervino su hermano mientras dedicaba a su hermana una sonrisa amplia y tranquilizadora—. Yo puedo asumir todo el trabajo, que ahora, en agosto, es menor. Dentro de un mes estarás nueva y podrás ver con total claridad.

—Ya veo con claridad.

—Bien, pues estarás más descansada. Se puede retrasar la pedida de mano unos días.

—Tengo que hablar con Iñaki. Y no penséis que cambiando el escenario van a cambiar mis sentimientos, ni mis proyectos.

—No te apresures, que te conozco —dijo la madre, intentando tener calma—. Nada se pierde con pensar antes de actuar. Lo que tenga que ser será. Puedes decirle, y es bien cierto, que, de momento necesitas descanso y que se puede retrasar la pedida de mano una semana.

—Bien, ya veré qué le digo.

—Pues me pongo en contacto con la tía.

Juana salió del comedor. El padre estaba pálido y la madre desencajada. Maxi, con una sonrisa que desdramatizaba la situación, les dijo que todo iba a arreglarse. Juana era muy soñadora, seguro que una temporada en otro ambiente, le hacía olvidar, o al menos enfriar ese amor tan fulminante. Los padres debían estar tranquilos, esos amores como brasas, pronto se queman y se desvanecen.

Brasa próxima a desvanecerse… Esa era la esperanza de los padres de Juana Solsticio. Brasa permanente, que arde sin consumirse, era lo que la propia Juana sentía. Y no solo lo sentía, también sabía que duraría tanto como durase la vida de los dos. Juana era una mujer culta, aficionada a la poesía y conocedora de los clásicos. Siempre le había producido un cierto escalofrío el soneto de Quevedo Amor constante después de la muerte. Aun sin conocer a Luis sabía desde muy adentro, como si lo supiese con las vísceras, que era posible lo que decía y que a ella le producía cierto escalofrío:

[…] Alma que prisión de todo un dios ha sido

venas que humor a tanto fuego han dado

medulas que han gloriosamente ardido

su cuerpo dejarán, no su cuidado,

serán cenizas, más tendrán sentido

polvo serán mas polvo enamorado.

Francisco de Quevedo

Era el cuerpo el verdadero dios adorado, no el alma. Y ese cuerpo glorioso en el fuego del amor, no desaparecería, porque, aunque se convirtiera en cenizas, serían cenizas enamoradas. Juana lo entendía con lucidez, porque cada átomo de su cuerpo anhelaba y amaba a Luis y sabía que incluso cuando dejara de pensar o de lo que venimos en llamar «vivir», sus átomos seguirían anhelando los de él. Tenían que estar juntos, para que toda la eternidad los cuerpos estuvieran fundidos. Esa fusión era el amor para ella, no un proyecto de familia, ni unas afinidades, ni siquiera un apoyo mutuo. Sin saberlo, siempre había anhelado más y había sabido qué era aquello cuando se encontró con Luis. Nada en este mundo la haría desistir. Estaba segura de que él sentía lo mismo, lo había sabido cuando le había pedido que lo esperara, con total seguridad de que volvería a por ella. Quizá solo los dos sabían con certeza absoluta, qué más daba. Posiblemente la llamarían loca, daba igual. Ahora querían mandarla fuera a descansar, eso se suponía, a poner tierra de por medio. Bien, iría a Comillas, o a donde fuera. Su misión era esperar y le daba igual un sitio que otro. No quería disgustar a sus padres y si así quedaban más tranquilos, los complacería.

Preparó un pequeño equipaje y decidió que solo iba a insinuar algo de lo que sentía a su hermano Maxi y a su novio Iñaki. A Maxi, porque en el fondo necesitaba el apoyo moral de alguien, y creía que el hermano se lo daría, y a Iñaki, porque se merecía que fuera sincera con él. No lo quería y no debía tenerlo engañado. No iba a casarse con él y debía decírselo cuanto antes, no tenía dudas al respecto.

El hermano se mostró comprensivo, le allanó el camino. No debía preocuparse. En su ausencia todo funcionaría como la seda. Él ya era una pieza fundamental en las bodegas, pero podía asumir perfectamente el trabajo de ella. Lo importante era que descansara, que se encontrara fuerte y que volviera con alegría y estímulos renovados. Fue prudente y no dijo una sola palabra respecto a Iñaki. Ella esperaba que quizá aquel saliera a colación y tenía preparado todo tipo de respuestas. Pero no hizo falta, Maxi actuó como si no existiese tal noviazgo, como si no estuvieran próximos a casarse Iñaki y ella, como si no tuvieran ya una casa amueblada y a falta de los últimos detalles, como si nunca se hubiera nombrado la idea descabellada de estar enamorada de un forastero, que solo había estado con ellos poquísimos días. Juana lo agradeció. En ningún momento sospechó planificación alguna por parte de Maxi, contrariamente, lo adornó todavía de más cualidades. Aquel hermano era una persona, no solo excelente, sino competente y trabajadora. Sintió un cierto alivio, cuando ella se marchara a otro lugar y abandonara todo, los padres, las tierras, las bodegas, el patrimonio familiar… todo estaría bien atendido, pues ella no era imprescindible. Ella, Juana Solsticio, veía con claridad que estaba predestinada a vivir con Luis y a seguir ambos un mismo destino y ese destino estaba lejos. No pensaba renunciar, pero sentía cierta inquietud, también ansiedad y sentido de culpa, por fallar a las expectativas de los suyos. Pero si con el hermano todo se iba a deslizar como la seda, aquella parcela de inquietud desaparecería. Sí, debía estar agradecida a Maxi. Lo abrazó con fuerza y, tal como tenía por costumbre, deslizó sus dedos entre su pelo. Luego le proporcionó un sonoro beso y, acto seguido, dio media vuelta para que no viera que se le llenaban los ojos de lágrimas. Al girarse con los ojos nublados, no pudo ver que en los de él no se apreciaba emoción alguna. Eso sí, sonrió ampliamente en tanto que llevaba ambas manos a su nuca, sujetándola, en un gesto de satisfacción.

Para el paseo de esa tarde con Iñaki, Juana se arregló con esmero. Habitualmente llevaba el pelo recogido, pero en esta circunstancia lo dejó suelto, pensando que cuando lo viera su madre no le iba a parecer bien. Pero a ella eso le daba igual. Eligió una falda en un tono azul pálido y una blusa blanca de encaje. Siempre había oído que su piel parecía terciopelo, pero hoy se podría afirmar con mayor motivo, quizá por el tono castaño veteado de rubio de su pelo, o por los tonos muy claros de su ropa. Se miró en el espejo y supo que estaba especialmente bella, algo más delgada, pero sin que se notara mucho. Lo que sí apreció, porque saltaba a la vista, era el brillo especial de sus ojos, parecía febril.

Iñaki la esperaba en el sofá del salón. Hablaba animadamente con Maxi. Ella los observó un instante desde el rellano del primer piso. Apoyada en la baranda observó un rato el salón desde esa perspectiva. La invadió una cierta melancolía, allí había sido feliz y pensó que, cuando se marchara, probablemente no volvería. Era una corazonada. Nadie le había cerrado la puerta, pero estaba a punto de dar un paso que, quizá, no fuera comprendido jamás y sin vuelta atrás. Se giró y vio una esquina de su cama por la puerta entreabierta. ¡Cuántos sueños en aquella estancia, estando despierta y estando dormida, cuántos anhelos! Sintió un pequeño escalofrío. Era la tarde en que debía hablar seriamente con Iñaki y antes de viajar a Comillas iba a sincerarse por completo. Quedaría claro que no habría pedida de mano, porque se anulaba la boda. Y la gran preocupación, incluso la ansiedad, llegó a apoderarse de ella: el temor al daño que sufriría Iñaki, su sorpresa. Juana siempre había apreciado a Iñaki, se conocían de toda la vida y tenían planes de futuro. Pero todo eso era cuando ella no sabía lo que suponía la llama que ahora la consume y que se ha adueñado de su vida. Sintió por primera vez miedo, casi pavor, ante lo desconocido que le esperaba, como si se encontrara ante un precipicio. Se sujetó físicamente en la barandilla y mentalmente se aferró al recuerdo de Luis. «Nada me faltará y nada me sobrará», se repitió para darse fuerzas. «Estos son los peores momentos, no quiero hacer daño y, sin embargo, lo voy a hacer. Necesito ayuda y la tengo, porque sé que estás ahí, Luis. Sé que me acompañas siempre».

Miró fijamente a Iñaki desde su posición de privilegio, y este debió de notarlo porque desvió la vista hacia arriba y sus ojos se encontraron. Movió su mano para saludarla. Maxi también lo hizo. Decidida bajó las escaleras y ellos se pusieron en pie. Se dieron un beso en la mejilla. Iñaki, que siempre sintió pasión por el pelo de su novia, lo alabó sin cesar. Ella permaneció callada y seria.

Y así, los dos, se dirigieron hacia la puerta para dar su paseo. Él irradiando felicidad y Juana pensando que las piernas le flaqueaban.

—Creo que nunca te había visto tan guapa como esta tarde. Me encanta tu pelo, siempre deberías llevarlo así.

—Mamá dice que las mujeres debemos llevar el pelo recogido. Suelto es solo para la intimidad.

—¿Quizá es hoy una tarde íntima?

—En cierto modo sí. Voy a estar ausente unas semanas y quería despedirme.

—Ya me ha dicho tu madre cuando he llegado, que te vas unos días a Comillas para descansar. Te encuentran últimamente algo desmejorada. La verdad es que has adelgazado y estás algo pálida.

—No duermo muy bien.

—Entonces, aciertas cambiando de aires. Estar cerca del mar te vendrá de maravilla.

—¿Has pensado que tenemos la pedida de mano para el 3 de septiembre?

—Sí, lo he pensado. ¿Qué has decidido al respecto? ¿Lo retrasamos unos días?

—No lo retrasamos, lo cancelamos.

—¿Qué has dicho?

—Que lo cancelamos. No nos vamos a casar.

—De momento, quieres decir. No te encuentras bien y estás con pocas fuerzas. No te preocupes, lo importante es que te repongas.

—Iñaki —Juana se paró en seco y se le quedó mirando fijamente—, no me voy a casar contigo, ni ahora ni nunca.

Iñaki no contestó en ese momento. Miró fijamente a su novia, como queriendo llegar hasta el fondo de su alma y se separó un paso de ella. Después de unos instantes le dijo:

—¿Qué ha ocurrido para que dejes de quererme?

—Me he dado cuenta de que era cariño y no verdadero amor lo que sentía por ti.

—¿Así, de pronto, de la noche a la mañana, cuando ya tenemos la fecha de la boda?

—Podría decirse, simplificando mucho, que así ha sido.

—¿Y cuál ha sido el desencadenante que te ha abierto los ojos? Si me haces el favor, porque no entiendo nada.

—Lo comprendo.

—Pues te felicito, pero yo querría saber qué ha ocurrido, si es que ha ocurrido algo. ¿Te he molestado en alguna ocasión? ¿Te he decepcionado?

—Todo lo contrario, tu trato ha sido exquisito.

—Juana, por favor, me voy a volver loco.

—Quiero a otro hombre. Ya está, ya lo he dicho.

Iñaki se apartó y se sentó en un banco próximo. Parecía que las piernas no quisieran sujetarlo. No dijo nada. Juana prosiguió.

—Es Luis Fernández de Almonte. Ya sé que no tiene mucho sentido —dijo esquivando la mirada asombrada de su prometido—. Ha sido fulminante. No hemos hecho nada, ni él ni yo, para que sucediera lo que ha sucedido.

—¿Y qué ha sucedido?, Juana.

—Nada y todo. Hemos sido tocados como por un rayo que nos acerca el uno al otro irremisiblemente. Ya sé que es incomprensible, pero ha pasado. Él también está prometido y con fecha de boda, pero me dijo que lo esperara, y yo, desde ese día, sé que lo tengo que esperar, que mi vida no tiene sentido sin él.

—Pero todo esto es absurdo y disculpa pero, no os conocéis, no sabéis el uno del otro. Creo con sinceridad que lo que os ocurre no es más que un impulso emocional. Si recapacitas tendrás que reconocerlo y admitir que no es razonable jugárselo todo a esa carta. Es arriesgadísimo, o peor, descabellado. Perdona que sea tan crudo, pero pienso que si no lo ves, si él tampoco lo ve, sufrís algún tipo de ceguera emocional. Date tiempo, por favor: No tomes decisiones en caliente y ahora te hablo como amigo, como alguien que te quiere bien.

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