Kitabı oku: «La casa de la don Juana», sayfa 3
—Lo entiendo, lo entiendo. Sé que desde fuera se ve así y que no podéis comprender lo que nosotros ya sabemos. Hoy he querido ser sincera, porque tú no mereces otra cosa. No sé expresarlo mejor. Es así, y para nosotros, claro y definitivo.
Iñaki calló largamente. Pensaba, mientras miraba a Juana, que alguna alteración nerviosa la había afectado. Se dio cuenta de que no eran palabras ni razonamientos lo que hacía falta en ese momento, sino arroparla y darle su tiempo. Intuyó por qué sus padres habían pensado en que marchara a Comillas, buscaban un recurso para que despejara su mente y pensara con claridad. Su cabeza iba a toda velocidad y llegó a la conclusión de que no eran argumentos lo que haría cambiar de opinión a Juana. No sabía qué, quizá reposo, alejarse de aquel hombre que la había trastornado, retrasar una boda que, a la vista estaba, le causaba estrés… No sabía nada, excepto que aquello no lo iba a resolver con palabras. Decidió no darle más vueltas, sino que la arropó, no le echó nada en cara y la trató con afecto. Deseaba que descansara junto al mar. Él, en tanto, buscaría la ocasión para tener una conversación seria, de hombre a hombre con Luis Fernández de Almonte. A ese… a ese no le perdonaba nada. Y así con dulzura, se dirigió a Juana y le dijo:
—Eres noble, eso siempre te lo tendré que agradecer. Ahora te vas a marchar a Comillas, si quieres retomamos la conversación cuando vuelvas, en estos momentos no me siento con fuerzas.
—Como tú quieras, pero no voy a cambiar de opinión.
—No te pido nada, Juana. Te sigo queriendo. Ya hablaremos. ¿Me dejas que acaricie tu pelo?
Juana lo abrazó. Era inmenso el cariño que sentía por Iñaki y se le rompía el corazón por el daño que le hacía. Pero era necesario, Luis la esperaba y ella debía arreglar con honestidad todos sus asuntos.
Volvieron a casa en silencio. A la mañana siguiente ella salió hacia Comillas.
Por la noche Iñaki cenó en casa de los Solsticio. Todos estaban inmensamente preocupados, el más animoso era Maxi, que decía que no había que preocuparse mucho, que sería cosa pasajera. Los demás permanecieron taciturnos. Cuando Luis expuso su intención de desplazarse para hablar seriamente con Luis Fernández de Almonte, toda la familia estuvo de acuerdo.
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UNA VISITA
Luis Fernández de Almonte Frías era de Frobiel. Decir Frobiel, es decir viñas, carros, mulos, mirar al cielo y ver si llueve o graniza. Decir Frobiel, es decir vino. La familia de Luis Fernández de Almonte, padre, siempre había vivido de las viñas. Heredó muy joven, se casó en cuanto terminó el servicio militar y tuvo una hija. Su mujer enfermó pronto de un tumor cerebral y él la cuidó día y noche el tiempo que vivió. Pero a los treinta y dos años era viudo y con una niña pequeña. La vida era cada vez más triste y penosa para él. Por eso, cuando retomó amistad con otra mujer, bastantes años más joven que él, a la que conocía desde siempre, le propuso matrimonio. Ella tan solo tenía diecinueve años cuando se casaron y veinte cuando nació el hijo, que recibió el mismo nombre que el padre: Luis.
La esposa, Teresa Madrid, era una mujer delicada. Un catarro mal curado en la adolescencia la había tenido siempre tosiendo. Sus padres, que podían permitírselo económicamente, la habían llevado a varios médicos en Valencia. Todos los años pasaban un mes en la playa, realizando baños de ola que, a decir de los expertos, eran muy buenos, pero, sobre todo, era en la finca de campo La Casilla, situada a 5 km y rodeada de viñas, almendros y olivos, donde más tiempo pasaba y donde mejor se encontraba. El primer vómito de sangre le sobrevino estando embarazada de seis meses. Se llevó inmediatamente las manos al vientre, sabiendo lo que significaba aquello y habló con su hijo, que aún no había nacido. Le dijo que no se preocupara, que aunque no pudiera abrazarlo y besarlo todo lo que quisiera, no habría hijo en el mundo más querido que él. Y que siempre, siempre, velaría para que fuera feliz. Tuvo que ser su hermana quien se hiciera cargo del niño, porque la tuberculosis es contagiosa. Cuando nació, apenas estuvo un instante en sus brazos. Instantes imborrables que la marcaron a fuego. Era madre, pero no podía gozar de su hijo. Lo veía desde la ventana de la planta baja de la casa de su marido, donde vivían, o cuando iban a la finca, pero sin besarlo. Aquello, no poderlo besar ni abrazar era durísimo. Cuando se llevaban al niño lloraba amargamente, en un llanto sin fin.
Teresa era dueña de un buen patrimonio, una finca rústica importante, La Casilla, era de ella, fruto de la partición de herencia de su padre. También era de su propiedad una casa muy deteriorada, pero céntrica. Casi podía considerarse un solar. Inteligente y muy consciente de su situación, llamó un día al notario y le mostró un testamento hológrafo, en el que dejaba a su hijo heredero universal. Pudo darle bienes, pero el mayor de todos, su abrazo infinito no pudo, murió sin haberlo apretado fuertemente contra su pecho, sin besarlo hasta cansarse, sin juguetear con él. Eran los tiempos de la maldita enfermedad, que se los llevaba jóvenes. Pero consiguió que su hijo no se contagiara y él supo, porque ella se encargó de que el mensaje le llegara, del amor de que era objeto. Por ello apreciaba de forma muy especial su herencia. Pero, era inevitable, la muerte de la madre en una edad en que tanto se necesita, supuso para Luis una enorme carencia. Además, era un chico tímido, bastante callado y muy soñador. Bien distinto del padre y de su hermana mayor, Julia.
De madrugada padre e hija ya estaban en el campo. Les gustaba pisar tierra, mirar los racimos, estar en primera fila con los braceros. Luis, sin embargo, no sentía esa vocación. Estar en La Casilla era para él respirar a gusto, mirar por el telescopio, pasear, leer y escribir tranquilo, sentir a su madre junto a él…
Bien claro estaba, el campo era la elección de Luis como escape, como lugar de ocio, pero no para el trabajo. En este sentido, prefería colaborar en la economía de casa con todo aquello que tuviera que ver con la burocracia o con los viajes y convenios comerciales, que requerían los negocios de su padre. Viajaba para promocionar los vinos y era el encargado perfecto para llevar toda la documentación y supervisión de la bodega. Pero al padre le hubiese gustado que hubiera sido al revés. Hubiera querido ver a su hijo a caballo, paseando por las viñas al amanecer, dando órdenes a los agricultores que les trabajaban las tierras. Poco a poco se conformó. Luis, además, había querido estudiar y tenía conocimientos de enología, pero también de Literatura e Historia. No había obtenido titulaciones universitarias, pero sí que había asistido a muchas clases, realizado cursos en Valencia y leído por cuenta propia; un verdadero autodidacta. Con una gran curiosidad y sed de saber, nada le era ajeno, ese era motivo también del gusto con que realizaba todos los viajes para los que se le requería, viajes que hacía con los ojos muy abiertos. Finalmente, todo redundaba en beneficio de los vinos de la familia, que se vendían muy bien por todo el país, y el negocio familiar prosperaba.
Y así, con esta forma de vida, Luis se había forjado una mentalidad abierta y un contacto con el mundo poco usual, pero con menos relación con su padre que su hermana Julia, siempre a su lado, siempre en casa o acompañándolo al campo. Julia en realidad era el brazo derecho de don Luis Fernández de Almonte y su ser más entrañable. En el fondo, el padre hubiera deseado que las cosas hubieran sucedido de otra forma. Pero callaba y, de puertas para fuera, vivían de forma envidiable, al decir de los vecinos, que los veían casi como modélicos.
Luis lo sabía. Él había tenido un apego especial por la madre, aunque nunca la hubiera podido abrazar a gusto. Ahora con ella muerta, cuando no viajaba, pasaba muchas horas en La Casilla, en la salita donde había visto apagarse su vida durante las breves visitas que le había podido hacer. Allí, Luis escribía en un cuaderno. Era una costumbre desde la adolescencia. Escribía generalmente versos y, después, lo guardaba en un armario y lo cerraba con llave. Intuía que a su padre no le agradaría y al resto de familia y conocidos ni se planteaba que lo conocieran. Sabía que nadie lo comprendería, no se esperaba de él que fuera precisamente un poeta, y no consideraba preciso revelar su intimidad. Cada vez se fue haciendo más introvertido.
En cierto modo había tenido suerte. Desde muy niño venía a casa a compartir sus juegos su prima segunda Mª Isabel de Almonte y Teruel. Eran de la misma edad y hacían juntos los deberes. Algunos días era Luis quien iba casa de ella. Su hermana era de otra generación y lo trataba como una madrecita, le daba consejos o le reñía. Con su prima era distinto, porque eran cómplices, se conocían bien, se querían y se adivinaban.
A nadie le extrañó que un buen día, cuando Mª Isabel ya había cumplido los diecinueve años, anunciaran que eran novios. Estaba cantado. Todo el mundo actuó como si lo esperaran. Los padres de ella le prepararon una casa, como es costumbre en Frobiel y pronto se comenzó a hablar de boda.
Luis incluso le escribió alguna poesía y en la primavera de 1867 pensaron que para la próxima ya estaría todo listo y sería buen momento para casarse. Lo decidieron el día que ella cumplió veinte años. Ella le dijo que aquello era el destino, lo sabía o lo intuía, igual daba, y él aceptó con una sonrisa. En aquellos momentos no sabía muy bien qué era lo que denominan «destino». Pronto lo sabría.
Ese verano llegó una carta de El Ciego, como otras veces, solicitando vino para las Bodegas Solsticio. Casi siempre habían resuelto el negocio por medio de cartas, pero esta vez el padre pidió a Luis que se desplazara, porque la venta era importante. Luis estuvo muy de acuerdo, era la parte de su trabajo que más le gustaba. Tardó varios días en realizar el viaje, pero en agosto llegó a donde debía conocer sin ningún tipo de dudas ese significado que no comprendía: el «destino». Porque lejos, muy lejos de casa, en La Rioja, en un pueblo llamado El Ciego, este lo aguardaba desde siempre.
Cuando llegó la familia Solsticio lo recibió de forma tan afable, quedó sorprendido. Le ofrecieron hospedarse con ellos el tiempo que durasen las gestiones. Era verano y la casa familiar de Logroño estaba cerrada. Allí casi en mitad del campo, entre viñas, y muy próximo a la bodega, la vida parecía distinta. Desayunaban casi a la salida del sol y paseaban por el campo antes de que el astro se dejara caer con fuerza.
El 15 de agosto celebraban en esa casa la Asunción y el cumpleaños de la madre. Luis estaba invitado a una comida especial. Se lo dijeron en cuanto llegó y tuvieron el detalle de brindarle hospitalidad. En su primer día, después de deshacer el equipaje, bajó pronto a la zona de estar y apenas se apercibió de que alguien, que caminaba sin hacer ruido, se acercaba al comedor. Era Juana, la hija. El encaje de su blusa, sus ojos muy expresivos y algo melancólicos, el perfume que emanaba, lo dejaron sin palabras. Se miraron un instante mientras los presentaban. Se dieron la mano. Tiempo después, él todavía recordaría el tacto de aquella piel suave y aquellos dedos finos. No hablaron mucho, pero algo le sucedía. Era como si Juana, convertida en presencia que llenara toda la estancia, lo envolviera. Su sensibilidad era más rápida que su pensamiento. No podía razonar. Aquello no tenía sentido. No quería mirarla y no quería dejar de mirarla. Tomó partida la discreción. Apenas probó bocado. Ella tampoco. Alegando jaqueca se retiró pronto, era la hora de la siesta. Se tumbó en la cama y sintió que el tacto de la mano invadía todo su cuerpo. Musitaba palabras sin sentido y se dio cuenta con asombro de que necesitaba acariciarla. Apenas la conocía, pero ya estaba en él desde siempre. ¿Se estaría volviendo loco? El mundo entero desaparecía, su novia, el negocio que allí le había llevado, su padre, todo. Solo su madre parecía sonreírle y animarle. ¿Dónde estaría su madre? Se sintió desvalido, como un recién nacido. Finalmente se durmió. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero al despertar era de noche. Salió afuera. Las chicharras comenzaban a cantar. Se encontró con Maxi, hijo de la familia. Era un chico encantador, con un cierto parecido a Juana. Hablaba mucho y él escuchaba, interviniendo solo ocasionalmente. Pronto se les añadió Iñaki, novio de Juana. Habló de su próxima boda. Luis creía que estaba escuchando historias irreales, Juana casada con ese chico, no lo podía imaginar. Por primera vez, estando en medio de la conversación, la sintió entre sus brazos, siendo suya, solo suya. Se excusó y entró en casa. Se dirigió a la biblioteca. No había nadie. Comenzó a hojear libros y uno le llamó la atención, lo cogió y se sentó en un sillón para leer un rato. Al poco tiempo oyó la puerta. Se hizo un ovillo y consiguió quedar invisible entre las orejas de aquel gran confort. Después analizaría por qué había adoptado esa actitud, si no tenía nada que ocultar. No la vio pero la sintió. La biblioteca se impregnó de una presencia. No era solo un aroma, era mucho más. No la veía, pero sabía sin lugar a la más mínima duda que Juana estaba allí. Y sabía más, sabía que ella también notaba la presencia de él. Era algo espiritual y muy corporal a la vez. Ella quedó quieta, quizá delante de alguna estantería, y él lo supo. Lo sabía todo y no por sonido ni ruido alguno. Supo que se comunicaban, que se intuían, se notaban, se fundían. Se encontraron y durante unos instantes ambos muy quietos, con los ojos cerrados y sin señal alguna del otro, permanecieron juntos. Fue algo muy inquietante para Luis, que no acertaba a comprender bien qué sucedía en realidad en su mente y en su corazón.
Pasados unos instantes Juana se marchó y Luis cerró el libro, que depositó con cariño en su lugar. Ya no eran los mismos, pero todavía no lo sabían a ciencia cierta. Sin embargo. El poso de aquel hecho fue determinante para que un par de días después ella estuviera en sus brazos y él, como si fuese algo convenido le pidiera:
—Espérame, por favor.
Y también para que ella, que creía estar ante una revelación, le contestase con total seguridad:
—No tengo otra cosa que hacer, salvo esperarte.
Y cuando había llegado aquel instante superior, había sabido el sabor de sus besos y había sentido su cuerpo pequeño a través de la ropa, en aquel abrazo que no podría decir cuánto duró. Si muriera ahora ya estaría cumplido su ciclo. No importaba que no hubiera habido más efusión amorosa que aquella, ¡no!, se había culminado un amor completo, pues se habían entregado en un abrazo. Y de igual forma que un todo no es la suma de sus partes, el amor no es más amor por más o menos detalles sexuales o por más o menos frecuencias o por más o menos partículas de cuerpo. Ellos ya eran total y eternamente el uno del otro. Lo sabían ambos, como sabían que muy pocos o nadie lo iban a comprender. Qué más daba, tampoco se iban a explayar en detalles. Posiblemente ni siquiera entre ellos supieran verbalizarlo.
Luis, ya en Frobiel, con el negocio de La Rioja terminado, estaba en La Casilla. Había dicho a su padre y hermana que necesitaba descansar unos días y a ellos les pareció algo normal, ya que había heredado de su madre una salud delicada y de vez en cuando pasaba algún día en el campo.
La Casilla era una gran finca. Estaba dividida en tres parcelas: una la que ocupaba la casa, con un pozo anejo bastante profundo, que proporcionaba el agua necesaria, cuando no quedaba en el aljibe, que recogía el agua de la lluvia; otra era la planta baja con las zonas de estar y la cocina; y un primer piso, con los dormitorios, que daban todos a una gran terraza. En ella se habían instalado mecedoras y, en un rincón, una zona con mesa y sillones de mimbre. A Luis le encantaba la mecedora, con respaldo de rejilla. Pasaba allí las horas, cuando ya era de noche.
Las noches en el campo son distintas. Si no hay nubes y estás muy atento, vas viendo aparecer las estrellas y cuajarse el cielo con ellas. Luis no sabía qué era más bello si las noches de luna llena o aquellas en que, ausente el satélite, podía distinguir las constelaciones, que conocía desde pequeño. Curiosamente había sido su madre, una de las pocas veces en que había convivido con ella, quien le enseñó a distinguir la Osa Mayor y Menor. Y la Estrella Polar. Le dijo que se fijara bien, que si encontraba el Norte nunca se perdería. Luis tenía aquellas palabras bien guardas y las recordaba, sobre todo en las noches de verano, cuando cantan las cigarras y en soledad absoluta miraba el cielo. A veces usaba prismáticos, pero en general prefería mirar a simple vista desde su mecedora. De vuelta del viaje, después de la experiencia de la biblioteca, sabedor de que su vida ya había cambiado, miró el cielo una vez más y se detuvo en la Estrella Polar. Recordó las palabras de su madre y se dirigió mentalmente a ella para decirle que había encontrado el Norte y que ya nunca andaría perdido. Allá afuera, en el campo, un camino de almendros, que señalaba la entrada a la casa, y los pinos que la rodeaban, eran sombras que cambiaban de forma. Pero él no se percataba, solo tenía ojos para el cielo y pensamiento para Juana y para su madre. Balanceándose, poco a poco se durmió.
Al día siguiente se dedicó a recorrer toda su finca. Además de la zona de vivienda, con almendros, pinar y un pequeño jardín, había otras dos, una de viña. Extensa. Los agricultores contratados tenían que trabajar muchas anegadas. Por descontado que había un encargado, que también tenía su casa a una distancia no muy lejana de la principal. Un hombre imprescindible, el alma de la finca, fiel como nadie, muy trabajador e incondicional de su madre, cuando vivió. Era Antonio. Lo conocía desde niño y se sentía querido por él como si fuera su hijo. Y por su mujer, Avelina, que cuidaba, multiplicándose, no solo su casa, sino también La Casilla. Además, preparaba comida para el marido y dos hijos varones, que trabajaban los campos, como todos allí. Hacía café para los agricultores y era el alma mater de la finca. Su marido la adoraba, pese a no ser una mujer agraciada y, observando aquel matrimonio, había intuido Luis por vez primera qué era aquello del Amor con mayúsculas.
Pasó por la casa y entró. Antonio no estaba, pero sí Avelina, que elaboraba quesos con destreza. ¡Qué ricos eran! Lo invitó a sentarse un rato y le sacó un vaso de vino de la cosecha del año anterior y un plato con jamón y queso, todo de elaboración propia. Aquello era delicioso. Avelina le comentó que lo encontraba cambiado y él sonrió. Le preguntó y él se encogió de hombros «Vaya, se me nota», pensó, pero no dio ninguna explicación. Ella le preguntó si se quedaba algún día en la finca, y, como le contestó afirmativamente, le dijo que iría más tarde a prepararle la comida y a darle un repaso a la casa. Luis pensó que era más que afortunado con aquellos caseros que se ocupaban de todo: casa, tierras… Quería a aquella mujer casi como a una madre y ella lo mimaba. A lo mejor otro día le contaría lo de Juana, pero hoy todavía no.
Anduvo luego un rato largo y abandonó la zona de viña para entrar en el olivar. Era extenso y de él obtenían todos los años una cosecha importante de aceituna, que se llevaba a la almazara donde se obtenía un aceite de muy buena calidad. Si todo marchaba bien, si no había heladas tardías o granizadas terribles, las tierras de La Casilla era un patrimonio muy importante y eran solo de él. Su padre le ayudaba en la gestión de la finca, de igual modo que él colaboraba en las fincas de su padre, pero no se entregaba en cuerpo y alma. Se reservaba una parcela para estar solo, para mirar el cielo, para escribir lo que no leía nadie. El padre estaba algo preocupado por esta forma de ser del hijo, pero la hermana le decía que no había que hacer mucho caso, que cada cual tiene su carácter y que Luis sería un Fernández de Almonte del que no habría queja alguna. Eso se vería, estaba segura. Así tranquilizaba un poco al padre, que no las tenía todas consigo.
Luis estuvo un par de días en La Casilla para ordenar sus ideas. Tenía planeado hablar después con su familia y con su novia y ponerse en marcha para reunirse con Juana. La última noche, a la luz del quinqué, abrió su cuaderno de poemas y le escribió la primera de muchas poesías que pensaba para ella.
UN DÍA CUALQUIERA
Era un día cualquiera
y salió el Sol.
La noche no tuvo sitio,
el Mundo fue nuestro,
las sombras volaron
y hubo luz.
La sinfonía del campo
nos ofreció
su más brillante fragmento.
Las notas ascendieron muy alto
y el lecho de hierba, fresco y blando,
nos envolvió
en nuestro sueño
El tiempo se escondió
respetuoso.
No hubo antes ni después.
Solo un AHORA.
Instante fugaz y eterno,
porque la vida entera
se fundía en un beso.
L. F. A., 1866.
La leyó y pensó que aunque no era cierto, a fecha de entonces, podía expresar sin trabas lo del «lecho de hierba fresco y blando», ellos se habían sentido así, tal cual se expresaba en aquel poema. Y porque este se adelantaba a los acontecimientos, que estaban por llegar, más pronto que tarde. Lo leyó un par de veces y besó la hoja, ya se lo enseñaría a Juana cuando ambos estuvieran en las mecedoras. O cuando se hubieran besado desde que cayera la noche hasta el amanecer en un lecho así. Porque aquello llegaría, ya lo creo que llegaría, no era una mera ensoñación, sino un adelanto de la realidad, de eso estaba seguro.
En el mes de agosto aprieta mucho el calor en Frobiel. Después de comer no se ve un alma por la calle y el pueblo parece muerto. Es al caer la tarde cuando todo parece despertar del letargo y tomar vida. Se abren las puertas de las casas y las mujeres sacan sus sillas pequeñas de enea para sentarse juntas a charlar y pasar la velada hasta la hora de la cena. Los hombres normalmente van al café, a cualquiera de los dos que hay en el pueblo, a echar la partida: dominó o cartas. En la trastienda se juega dinero, pero con disimulo, es la gran preocupación de las mujeres, pero no hablan de ello en la calle, solo en casa y es motivo de fuertes discusiones.
Aquel día era como cualquier otro. El calor sofocante y la hora, 5:30, no invitaban a salir cuando llamaron a la puerta de la casa de Luis Fernández de Almonte. En principio nadie abrió, así que quien fuera volvió a llamar con la aldaba de bronce, bien bruñida. Esta vez los golpes sonaron con fuerza. Desde dentro una voz que se acercaba dijo:
—¡Ya va, ya va!
Cuando Flora, la cocinera, abrió se encontró cara a cara con un desconocido bien vestido y, pese al calor, sin muestras de desaliño. Un hombre joven, moreno, de cabello y ojos negros. Flora creyó que se habría equivocado y que se despediría, pero no fue así. El hombre se presentó.
—Buenas tardes. Mi nombre es Iñaki Azcárate y desearía ver a don Luis de Almonte, hijo (olvidó «Fernández», pero eso era frecuente).
—¿Le espera? No me ha dicho nada al respecto.
—No, lo cierto es que no he anunciado mi visita, por lo que pido disculpas. Pero nos conocemos. Soy de El Ciego en La Rioja, donde él ha estado no hace mucho en un negocio de vinos. Deseo saludarlo, hablar con él.
Flora no hizo más averiguaciones, no era competencia suya, pero bien que se dio cuenta de que estaba ante un auténtico señor. A la legua los distinguía ella. Le sonrió y le hizo pasar a una salita con ventana enrejada a la calle, que en ese momento estaba desierta.
—Enseguida aviso a don Luis. ¿Quiere un refresco, mientras espera?, hace un calor insoportable.
—No, no, muchas gracias. He llegado hace dos horas y he descansado en la posada. No necesito nada.
Flora se retiró, pensando que aquello era una rareza, un señor como aquel hospedado en la posada. Si era amigo de la familia, lo lógico era que se hospedase en casa, como era habitual, y si no era amigo, ¿por qué habría hecho un viaje tan largo en este tiempo de tanto bochorno?... La posada. ¡Dios santo! Ni siquiera tenía la categoría de hostería, claro que allí no había otra cosa. Era el lugar donde se hospedaban viajantes, feriantes y novios de chicas del pueblo, cuando eran de fuera. Bueno, no era asunto suyo. Lo que sí que le correspondía era avisar a Luis, pero estaba durmiendo la siesta y ¿quién era ella para despertarlo? Claro que tampoco era cuestión revelar intimidades a un forastero, a quien nada importaba si allí se dormía la siesta o no. La culpa era de él por venir a horas tan intempestivas. O no, la culpa era de ella por abrir. Daba igual, intentaría arreglarlo. Volvió sobre sus pasos dispuesta a decirle lo que se le ocurriera al forastero, pero en ese momento vio a Luis que entraba en la cocina. Él también la vio.
—Hola, Flora. ¿Queda limonada? Tengo una sed espantosa.
—¿Ya te has levantado? —Flora lo tuteaba porque lo conocía desde muy pequeño. Era como de la familia. Como Luis no había podido tener apenas contacto con su madre, ella lo había mimado y cuidado hasta la saciedad. Aunque tenía dos hijas ya casadas, a veces se preguntaba, sintiéndose culpable, si las quería menos que a su Luis. Lo consideraba la niña de sus ojos y creía leer en él, al menos sus estados de ánimo.
—Ya me he levantado, sí. Tengo cosas que hacer esta tarde, aunque ganas bien pocas, ¡vaya calor!
—Pues no sé si tendrás tiempo de hacerlas, porque tienes una visita.
—¿Una visita?
—Si, y parece importante, porque viene de muy lejos solo para verte.
—Explícate de una vez.
—Se llama don Iñaki Azcárate y viene desde La Rioja.
Luis cambió de color. Se quedó tan pálido que Flora pensó que se iba a desmayar allí mismo. Intuyó que algo grave pasaba, pero no dijo nada. Le acercó una silla y le llevó la limonada. Unos instantes después estaba repuesto. En tanto, la mente de Luis era como un torbellino: allí estaba el novio de Juana y era algo que desde sus adentros esperaba. Eso quería decir que ella había hablado y que se había plantado. Habría contado lo de ellos y habría roto con él. Esto debía de haber sido tan sumamente insólito que Iñaki había decidido desplazarse, en pleno agosto, para aclarar el asunto, a un pueblo donde ni hostería en condiciones había. Era, pues, su momento. Había llegado el instante de dar la cara. Instante que iba a ser muy complejo, pues él, contrariamente a Juana, todavía no había abierto la boca y no había puesto en antecedentes de lo que ocurría a nadie. Ahora debía hablar con Iñaki y aquello iba a desencadenar una cascada de acontecimientos: su padre, su hermana, Mª Isabel… Debía haberse explicado antes con todos ellos, pero cómo podía imaginar esto. Él tenía planeado hablar poco a poco con cada uno y luego ver la forma de traer a Juana a Frobiel, de casarse con ella. Pero sin traumas, sin rupturas graves. Él, Luis, no era hombre de ir por las bravas en la vida. Ahora todo se precipitaba y, de golpe, tenía que decidir, hablar y resolver precipitadamente. Estaba asustado.
Tragó la limonada y tragó saliva. Subió un momento a su cuarto y se miró al espejo a ver qué aspecto tenía, estaba demacrado. Se pellizcó las mejillas y se peinó un poco. Se cambió de camisa y se puso unos zapatos nuevos. ¿Por qué cambiaba los zapatos?, no lo sabía, obraba un poco por impulso. Intentó tranquilizarse y para ello pensó en Juana. Cerró los ojos y la vio. Era como si estuviese allí, le sonreía y extendía la mano derecha hacia él. Llevaba la blusa de encaje y la falda verde hoja. Lo miraba y le transmitía paz. Y supo que no era un recuerdo, sino una presencia real. Inexplicable pero cierta. La sentía en cada uno de sus poros y fue sintiéndose valiente, decidido, tierno, sabio y lleno de razón a la vez. Si media hora antes le hubieran preguntado, no habría podido explicar esto, pero, recordó, no era la primera vez que sucedía. Esa intuición, esa comunión total sin verse ni tocarse siquiera, ese saber que todo es posible y que nada había que mereciera la pena si no lo vivían juntos, ya lo habían sentido. ¿Por qué le había dicho que lo esperara y ella le había contestado que sí, sin titubear un instante? Luis, que unos momentos antes se sentía débil, sin saber cómo afrontar el problema que se le venía encima, notó que era fuerte y que podría con todo.
Ya no dudaba cuando abrió la puerta de la salita y saludó con cordialidad, dando la mano, a Iñaki Azcárate. Este se le quedó mirando, estaba más delgado y bastante pálido, pero irradiaba una serenidad que no se le había conocido antes.
Dos hombres se observan y mantienen la mirada unos instantes. Ambos saben lo que piensa el otro, pero uno, Iñaki, desconoce las motivaciones profundas de su ahora adversario, Luis.
Iñaki tenía una novia, una fecha de boda y una vida organizada. El futuro muy previsible, y nada, que el supiera, había sucedido para que todo diera un cambio radical y absoluto. Y, sin embargo, había cambiado. Algo insólito había sucedido, un hombre forastero, un invitado, a quien se trató con exquisita cortesía, se hospedó en casa de la familia Solsticio. Nada del otro mundo. Había ido a El Ciego a cerrar un negocio y se le habían abierto todas las puertas. Pero ese hombre se había comportado con total deslealtad y se había entrometido en la privacidad más sagrada, interponiéndose en el compromiso matrimonial de la hija de sus anfitriones. Y lo peor, aprovechando su hospitalidad generosa. El prometido de la hija, considerando que aquello era inadmisible, se había desplazado hasta el domicilio de esa persona (a muchos km de distancia) que tan pocos escrúpulos demostraba. Exigía una explicación de Luis Fernández de Almonte, que así se llamaba el intruso. No se iría sin ella. Y lo hizo saber con claridad, controlando apenas su indignación.
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