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La masculinidad en nuestra literatura

En los relatos peruanos que analizaré, el padre —que debería encarnar la ley— es incapaz de proyectar una imagen aceptable de la ficción dominante, y la creencia que debería sostener que el patriarcado es la encarnación de la ley se nos muestra como ficción. Aquí, el lugar del padre está marcado por el horror, la vergüenza, la culpa o el cinismo y es imposible o indeseable ocupar ese lugar. Nuestra literatura presenta una y otra vez masculinidades problemáticas en las que la violencia y la corrupción aparecen como reacciones a la castración simbólica del patriarcado poscolonial. La condición poscolonial en la jerarquía de poder del patriarcado peruano es, en palabras de Cesar Vallejo, ese «socavón, en forma de síntoma profundo» (1979, p. 133). y lleva a muchos de los protagonistas de esas historias a la destrucción, el desencanto o la inacción.

Al observar las representaciones de la masculinidad en nuestra cultura es inevitable encontrar imágenes castrantes o castradas en muchos de nuestros autores canónicos: vemos padres abusivos o impotentes en las novelas de Mario Vargas Llosa y José María Arguedas, al inca decapitado en La Nueva Crónica de Guamán Poma, hombres obsesionados con su honor, pero dispuestos a eludir las leyes en las tradiciones de Ricardo Palma. Y, mientras que existe un número de escritores que son capaces de ofrecer nuevas perspectivas en cuestiones de género —pienso, por ejemplo, en Karen Luy de Aliaga, Karina Pacheco, Pedro Pérez del Solar, Claudia Salazar Jiménez, Gabriela Wiener, entre otres— mucha de la nueva literatura sigue girando en torno a los pecados del padre, a padres ausentes o perversos o capaces de pervertir instituciones y de torturar mujeres en el mismo aliento.

El inca decapitado


Fuente: Biblioteca Real de Dinamarca

El propósito de este estudio es indagar en esas representaciones de la masculinidad en el Perú para así entender cómo las definiciones del género sexual están imbricadas con una visión del país que arrastra el legado colonial. El ver hasta qué punto esas concepciones del género, que reflejan y a la vez reproducen los traumas de la dominación colonial, podrían ayudarnos a deconstruir los esquemas normalizados de lo masculino y lo femenino y así transformar la propia imagen de nuestra sociedad.

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Un cuento que tal vez parezca marginal al canon de la literatura peruana revela con toda claridad las fracturas en el imaginario nacional de la masculinidad. Se trata de «El engendro» de Siu Kam Wen, publicado originalmente en 1988 y reeditado en 2014 por la editorial Casatomada. Considero que este es un cuento peruano por su lugar de publicación, por su tema, por la materialidad de la lengua en que se narra, aunque haya sido escrito por un autor de apellido chino.

Nacido en China, Kam Wen llegó al Perú a los nueve años y es aquí donde entra al mundo literario antes de emigrar de nuevo, esta vez a Hawái. El cuento narra la dramática historia del capitán peruano Ignacio la Barrera, quien al volver a casa derrotado después de tratar de luchar contra la ocupación chilena encontró a su mujer con cinco meses de embarazo, y se nos sugiere que ese embarazo tenía que ser fruto de una de las muchas violaciones de la ocupación. La segunda parte del cuento narra la historia del niño, Horacio, que, abandonado a la crianza de su abuelo materno, crece bajo el oprobio de ser llamado «el bastardo» o «el chilenito».

Al hacerse adulto, Horacio se propone confrontar a su madre y averiguar la verdad de su nacimiento. En las últimas páginas se va descubriendo que, aunque Horacio «había esperado lo peor… había más allá un horror de mayor proporción» (p. 92). El último párrafo, con el suicidio de Horacio y el asesinato de su abuelo, revela que el trauma de la guerra era apenas el escenario para otros traumas. El «engendro», este pobre niño visto como un monstruo injertado en el seno de la nación, no era el fruto del desbande y la violencia de las tropas chilenas, sino del íntimo horror del incesto: el abuelo de Horacio era también su padre.

El relato de Kam Wen lleva a sus lectores a imaginar el honor del capitán La Barrera mancillado por un enemigo externo, su hombría puesta en cuestión ante el cuerpo de su mujer gestando el fruto de otro hombre, del enemigo que dominó y humilló a los peruanos. Sin embargo, el perverso desenlace revela que el monstruo no viene de fuera, sino de la propia y aristocrática estructura patriarcal que supuestamente intentaba defender ese honor que se había perdido.

«El engendro», aunque parezca marginal al corpus de la narrativa peruana, condensa una serie de problemas centrales a la literatura nacional. El capitán, el bastardo y el padre-abuelo son los protagonistas, son los que hacen, son quienes perpetran la violencia contra la mujer y contra sí mismos y son también los que más sufren. La madre vejada es un personaje casi aleatorio. El abuso sexual, la violación de una mujer por su propio padre, aparece apenas como el efecto secundario de la perversión de las estructuras homosociales de poder. En lugar de mantener la pureza de sangre —que transfiere el control sobre la sexualidad de la mujer a otros hombres quienes debían mantener intacto el territorio nacional según los principios del patriarcado—, la verdadera homosocialidad muestra sus debilidades en la endogamia del incesto.

La idea de que la literatura revela el entramado social del patriarcado no es nueva ni es exclusiva de la literatura peruana. Ya en 1985, Eve Kosofsky Sedgwick propuso que las relaciones homosociales entre hombres articulan la literatura inglesa. Para Sedgwick, toda sociedad dominada por hombres va a mostrar la forma en que el deseo entre ellos mantiene y transmite el poder patriarcal.

Cuando habla de deseo, Sedgwick no se refiere necesariamente al deseo sexual, pero tampoco lo excluye. Las relaciones entre hombres pueden mostrar un amplio espectro, desde la homofobia compartida, pasando por la solidaridad, hasta el deseo sexual y, aunque a veces este tipo de relaciones imponga jerarquías entre los hombres, también provee las bases materiales para una estructura social en la que las mujeres son dominadas. Al mostrarnos estas «cosas de hombres», la literatura, el cine, y otros productos culturales nos muestran también la sociedad que las produce y que a su vez recibe sus efectos.

El cuento de Kam Wen nos permite ver que el conflicto de la masculinidad peruana se define sobre una estructura fantasmal bajo la que se esconde una estructura primaria. René Girard (1976) estableció en Deceit, Desire, and the Novel la forma en la que la rivalidad de los dos miembros activos de un triángulo erótico presenta un equilibrio de poder.

En apariencia, «El engendro» establece la rivalidad entre el honorable caballero peruano y la salvaje soldadesca chilena, pero luego nos revela que el verdadero enemigo es uno mismo o un reflejo de uno mismo (el padre de la esposa).

Este cuento presenta dos horrores fundamentales para el modelo de hombre peruano que representan el capitán La Barrera y su hijo Horacio: el de ocupar el papel del vencido humillado frente al poder extranjero y el de ser fruto de la propia corrupción. El fenómeno del hijo que descubre el papel central de su padre en los males del país se repite con insistencia en la narrativa peruana contemporánea. El sujeto narrativo que confronta ese saber llega a ser entonces incapaz de tomar una posición frente a la corrupción.

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Es necesario recalcar que, si se considera que la propia idea de una nación peruana no es unívoca ni carente de conflictos, sería reductor interpretar las tradiciones literarias de nuestro país a partir de un único modelo. Tomando las palabras de Antonio Cornejo Polar, podemos decir que:

La conflictiva multiplicidad de nuestra tradiciones literarias es parte de la densidad heteróclita de la literatura peruana en su conjunto, de la índole quebrada de una cultura sin centro propio, o con varios ejes incompatibles, y de una sociedad hecha pedazos por una conquista que no cesa desde hace cinco siglos» (1989, p. 19).

Sería pretencioso asumir que una línea de lectura puede explicar todas las dinámicas de género que se manifiestan en la literatura peruana; sin embargo, creo que sí es posible establecer un eje importante para comprender nuestra cultura a través del análisis de los patrones de la masculinidad en estos textos.

Me interesa indagar la manera en la que la literatura peruana articula una masculinidad en crisis en torno a una serie de traumas históricos, y une así los conflictos de género al destino de la nación. Pero resulta evidente que los traumas históricos también son una articulación de la memoria que responde a una versión de lo nacional. Las batallas por la memoria que presenciamos en las primeras décadas del siglo XXI son testimonio de que no existe un consenso sobre la nación peruana y su historia (Hamann, 2003).

Propongo que las imágenes de una masculinidad quebrantada o, por lo menos, conflictiva toman formas específicas que responden o a la elaboración de un trauma histórico o la percepción del trauma histórico de una sociedad irremediablemente escindida. Existe, a mi parecer, una imagen fundacional para el imposible patriarcado peruano: el mito del Inkarrí. La versión más corriente se resume de la siguiente manera: cuando los españoles mataron al último inca, le cortaron la cabeza y la escondieron, pero su cuerpo está creciendo bajo la tierra; un día, el cuerpo y la cabeza se reunirán, el mundo se transformará una vez más con un nuevo Pachacuti —una genuina revolución transformadora— y los incas gobernarán otra vez.

En un artículo titulado «La migración de Inkarrí», Peter Elmore (2017) analiza cómo, entre las distintas versiones del mito recogidas por los antropólogos, la que se popularizó desde los años sesenta en adelante es la versión mesiánica. Elmore insiste en que las versiones que se enfocan en el mito de origen son vistas como producto de las comunidades más aisladas, menos afectadas por, en palabras de José María Arguedas, «la contaminación hispánica» (Arguedas, 2012b, p. 506).

Elmore sostiene que el éxito de difusión de la versión mesiánica refleja el entusiasmo de los antropólogos e intelectuales que veían en ese Inkarrí un reflejo de sus propios deseos de una revolución que acabara con el régimen oligárquico que dominaba el país. Proyectaban en la imagen del retorno del Inkarrí —tras su muerte y decapitación— lo que denominan y generalizan como una utopía andina, poshispánica, anticolonial y reivindicativa.

Si bien Elmore no se enfoca en los aspectos de género implícitos en las distintas versiones del mito, hay que señalar que la versión de Q’ero que él denomina etiológica —la que apunta al origen de la cultura y que es con frecuencia olvidada por la indiferencia de los intelectuales de la segunda mitad del siglo XX—, incluye una pareja fundadora: Qollarí e Inkarí. En otras palabras, el mito fundador en que se veía la complementariedad de género que caracterizaba a gran parte del mundo andino es escatimado, mientras que lo que permanece en el imaginario de los intelectuales peruanos de la izquierda de mediados del siglo XX es la del héroe decapitado, es decir, castrado. El héroe mesiánico debería prometer la redención, pero, como nota Elmore, ya en «Puquio, una cultura en proceso de cambio», Arguedas se refiere a «mestizos escépticos» (p. 46). La cita que el autor escoge es extremadamente reveladora:

Inkarrí vuelve, y no podemos menos que sentir temor ante su posible impotencia para ensamblar individualismos quizás irremediablemente desarrollados. Salvo que detenga al Sol, amarrándolo de nuevo, con cinchos de hierro, sobre la cima del Osqonta y modifique los hombres; todo es posible tratándose de una criatura tan sabia y tan resistente (Arguedas, 2012a, p. 290).

Solamente un milagro haría que Inkarrí no fuera impotente ante el cambio. Elmore observa la ironía amarga que deja filtrar el escepticismo de Arguedas. Lo que había observado Arguedas era una transformación en la nueva cultura de Puquio que la hacía mestiza, la transformaba hacia una peruanidad incapaz de creer en el héroe redentor, el héroe que volvería a recuperar la entereza de su cuerpo, a negar la muerte y, por ende, la castración también. ¿Cómo encarnar el mito del héroe que volverá de la muerte?

En 1986, Alberto Flores-Galindo recibió el premio Casa de las Américas por su libro Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes, que se convirtió en uno de los libros peruanos más influyentes de esa década. Al presentar y analizar las distintas vertientes del mito del Inkarrí, Flores-Galindo expresa mucha de la ambivalencia y el deseo de la izquierda peruana: la revolución es la revolución de ese inca decapitado que debe volver a ser uno y a establecer un nuevo orden.

Eran años trágicos en la historia del Perú. La guerra entre Sendero Luminoso (SL) y las fuerzas armadas dejó una estela de muerte y destrucción. Para algunos, la tesis de Flores-Galindo de un mundo en el que todo debía destruirse para que se diera el Pachacuti podría ser consistente con la destrucción creada por SL, la revolución total necesaria para el surgimiento de un Nuevo mundo. Aunque el planteamiento de Flores-Galindo tuvo gran acogida y promovió una idea de este grupo armado como un movimiento milenarista asociado a la tradición indígena andina, esta tesis fue refutada por quienes reconocieron en SL un orden autoritario con una ideología ajena a la de los sectores indígenas más empobrecidos.

Carlos Iván Degregori fue bastante enfático en su juicio al respecto: «en los años ochenta, SL no invierte el mundo, destapa un avispero. No encarna el pachakuti, la inversión del mundo que se producía cada 500 años según la concepción prehispánica del tiempo; sino el chaqwa, voz quechua que significa caos o confusión» (2011, p. 55). Se dio la destrucción, no el Nuevo orden.

El mesianismo, sin embargo, se impone en SL desde el aparato que su líder, Abimael Guzmán, va construyendo, primero, para el partido y, luego, para sí mismo. En los ensayos «Qué difícil es ser Dios» (1989) y «La maduración de un cosmócrata» (1997) —recogidos en el volumen publicado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) en el año 2011—, Degregori analiza el uso de un lenguaje religioso que exige primero obediencia absoluta hacia el partido y luego hacia Guzmán, el Presidente Gonzalo, que pasa a encarnar «un culto a la personalidad inédito en la historia del movimiento comunista» (2011, p. 268).

La egolatría de Guzmán realmente destruyó cualquier noción de partido. La violenta respuesta del estado durante los años de los gobiernos de Fernando Belaúnde y Alan García, exacerbada por el orden autocrático y corrupto del gobierno de Alberto Fujimori, destruyó la sociedad civil. Ni el líder de SL ni el presidente del país pudieron encarnar la ley, una forma del orden, en la sociedad peruana de fines del siglo XX.

En mi libro Novelas familiares (2004) exploré la forma en la que la nación ha sido imaginada a través de distintas representaciones de la familia en la literatura latinoamericana contemporánea. Esas familias revelaban visiones conflictivas tanto de la institución familiar en sí como de la nación. Al pensar en la literatura peruana, sin embargo, descubrí que esta no solo carecía de familias bien constituidas, sino que el imaginario peruano recurría con frecuencia a la imagen de un protagonista masculino cuyo cuerpo o carácter había sido severamente mutilado.

La literatura peruana parecía sugerir que, aunque el territorio nacional frecuentemente se imaginara en términos femeninos, el Estado-nación patriarcal parecía necesitar un cuerpo masculino para encarnarlo. Es importante recalcar aquí algo que mencioné más arriba con respecto a este estudio de las fallas del patriarcado peruano: no quiero decir que el patriarcado sea algo deseable ni que el papel de las mujeres y de los movimientos feministas no hayan sido decisivos en la historia del Perú o que las peruanas de hoy no jueguen un rol fundamental en nuestra sociedad.

Lo que quiero proponer es que el imaginario de una nación patriarcal requiere un cuerpo masculino que se ajuste a un modelo hegemónico de masculinidad y que la fragmentación de ese cuerpo crea contradicciones insolubles. El padre está, de alguna manera, castrado. Y sin la Ley del Padre que articule el sistema patriarcal en los términos más tradicionales, nos encontramos con la homosocialidad corrupta entre falsos hermanos que se reparten el poder.

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El concepto de masculinidad hegemónica fue desarrollado hace más de veinte años por Tim Carrigan, R.W. Connell y John Lee como «una variedad particular de masculinidad a la que otras […] están subordinadas» (1985, p. 586). Parafraseándolos, es posible decir que algunos grupos de hombres están oprimidos dentro de las relaciones del patriarcado y que sus situaciones se explican de maneras similares a las que explican la subordinación de las mujeres dentro de un sistema patriarcal.

Aunque el término «masculinidad hegemónica» ha sido ampliamente criticado, muchos sociólogos y antropólogos en América Latina lo utilizan para describir lo que sucede en nuestras diversas sociedades. Este término permite contrastar experiencias heterogéneas y complejas con una imagen homogeneizada y normativa de lo masculino.

La noción de masculinidad hegemónica se complica aún más en un país como el nuestro, en el que durante siglos una pequeña minoría de ascendencia europea ha ejercido el poder sobre una población diversa en términos étnicos y culturales y en la que, como he comentado líneas arriba, hay un patriarcado dependiente en el que la feminización de los dominados está racializada.

El registro fotográfico creado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) ofreció al país un retrato de la dolorosa historia del último siglo en el Perú. Entre las muchas observaciones que podríamos hacer sobre las fotos seleccionadas y sobre las exhibiciones en sí, quiero destacar una de Óscar Medrano tomada en el año 1982, después de un atentado de Sendero Luminoso al Concejo Municipal de Vilcashuamán.

Foto de Óscar Medrano para Caretas


Fuente: IDEHPUCP

En esta foto veo un narciso paródico. Un hombre indígena (cuyo rostro no vemos) intenta salvar el retrato del presidente Fernando Belaúnde de las ruinas de lo que fue un edificio de gobierno. Este hombre, inclinado sobre el retrato, evoca a Narciso sobre el estanque viendo su propia imagen. Aunque el rostro del hombre que recoge el cuadro no se revela, vemos la imagen de Belaúnde invertida. Curiosamente, el retrato presidencial no parece pertenecer a su segundo periodo de mandato, cuando esta foto fue tomada, sino al primero, terminado en el golpe de estado de 1968. En el año 1982, Belaúnde tenía setenta años, mientras que la imagen que vemos presenta a un hombre en la cincuentena, de traje formal y con la banda presidencial. Creo que la edad de Belaúnde en el retrato, tanto como el color de su piel, su atuendo y el contexto que lo enmarca, informan una imagen de masculinidad y poder que el hombre anónimo de esa foto intenta recobrar. Lo que surge como una pregunta incontestable es qué representa esa imagen para él. ¿Se ve él representado como ciudadano en el líder de la nación? Es importante recordar que el esfuerzo por salvar esa imagen corresponde a un intento previo de destruirla. Al considerar las masculinidades peruanas, hay que tener presente que el proceso de identificación que se supone le permitiría a un varón verse reflejado en la masculinidad hegemónica en el imaginario nacional está distorsionado por los efectos de la conquista española en la construcción de la raza y el género sexual.

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Los textos que analizaré —a excepción de El Espía del Inca de Rafael Dumett (2018)— no hacen referencia al Inkarrí. De hecho, pocos se refieren a tradiciones indígenas. Esto debe alertarnos sobre otra de las dificultades de hablar de una literatura nacional, en la que el mercado privilegia a la literatura producida por la cultura hegemónica occidentalizada y a la capital como centro cultural. Creo que esto va cambiando, pero muy lentamente. El éxito editorial de la novela de Dumett, así como una mayor producción editorial en provincias y una revaloración de las lenguas originarias son síntomas de ese cambio. Aunque, como he mencionado, los textos que aquí analizo no mencionan al Inkarrí, propongo que el cuerpo decapitado del inca acecha detrás de estos, encarnado en la figura de un hombre castrado cuya mera existencia ensombrece aquello que lo rodea. Es posible que exista el deseo de que nuestra sociedad se transforme, pero no parece haber un héroe capaz de semejante hazaña. En la mayoría de nuestros textos, la anagnórisis, el reconocimiento, sucede cuando el protagonista masculino descubre en sí mismo o en su padre una falla tan grande que lo deja inerme o que lo enrumba hacia la autodestrucción.

El Inkarrí es una figura híbrida. La palabra misma combina los vocablos «inca» y «rey», revelando la ambigüedad de este añorado cuerpo masculino, cuya integridad ha sido dañada por una violencia de siglos. Las ansiedades del mestizaje también son parte de la ecuación: cómo saber si el deseado cuerpo masculino debe ser un descendiente del inca o si este ya trae en sí la mezcla de lo autóctono y lo foráneo. Es importante recalcar que considero que todos estos términos sobre los orígenes raciales responden a imaginarios sociales y no a una realidad material. Mientras que la masculinidad hegemónica en el Perú está indudablemente asociada con el poder concentrado por las élites blancas, estudios como los de Norma Fuller (2001) nos revelan que existen sistemas de valor que relativizan la importancia de distintos aspectos de la masculinidad, según los diferentes contextos en los que los sujetos masculinos se definen: el cuerpo y la sexualidad, la historia personal, los espacios de interacción con otros hombres o con la familia. Si bien la fuerza física y las demostraciones de una virilidad heterosexual son extremadamente relevantes durante ciertas etapas de la vida de un hombre, al alcanzar la madurez, la mayoría de estos definen su valor a través de su capacidad de proveer para su familia o de ser respetables en otros contextos. Estos valores están fuertemente marcados por elementos de clase y de raza. Como ya mencioné, la fuerza física recibe menos atención entre la población blanca de clase alta que deriva su capital social del poder económico y de los circuitos de poder a los que pertenece, excepto entre los jóvenes, que todavía no tienen pleno acceso a ese poder y necesitan probarse frente a otros jóvenes.

Fuller revela que independientemente de la clase social o del origen étnico, la mayoría de los hombres ve la paternidad como la consagración de su hombría (2001). Esto ratifica, si apelamos al enfoque psicoanalítico planteado por Silverman, hasta qué punto la sociedad peruana está permeada por la ficción dominante: la figura del padre supone la negación de la castración y el establecimiento del orden. Desde esa perspectiva, las paternidades fallidas o destructivas que encontramos en la cultura peruana nos descubren un patriarcado incapaz de sostener sus propios principios.

La figura del padre ausente es casi un cliché, pero fue uno de los primeros focos en los estudios de masculinidad durante la década de los años cincuenta y sesenta. En América Latina, ese lugar común puede trazarse hasta la conquista en la imagen del español que violaba mujeres indígenas, procreando niños que crecerían sin padre. Muchos ensayos latinoamericanos invocan esta imagen al tratar de examinar los problemas de identidad, raza y género, desde «Los hijos de la Malinche», publicado por Octavio Paz en 1947, hasta «Madres y huachos» de Sonia Montecino (1991), en las postrimerías del siglo XX. Al abandono del padre, se añade la violencia perpetrada contra la madre y esas imágenes acechan a los hombres peruanos de origen mestizo. El padre es un violador o está ausente o es simplemente un déspota y, en consecuencia, la crisis de la autoridad masculina es generalizada. Ese padre ausente aparece en la ficción como la problemática figura de un padre transgresor.

Gonzalo Portocarrero (2004) sostuvo que la transgresión es parte del carácter criollo en el Perú como un legado de su pasado colonial. Aunque al hablar del goce criollo, Portocarrero no trata específicamente el género, su estudio revela el dilema que los hombres de una sociedad poscolonial encuentran ante el hecho de un poder que siempre está en otra parte: mientras que los hombres peruanos deberían encarnar la autoridad en su propia sociedad, los criollos estaban sometidos desde el principio a la corona española y luego a las fuerzas del imperialismo. Hay una brecha infranqueable con respecto a una ley vista como ajena y que las propias autoridades que deberían aplicarla terminan por manipular. El resultado fue no una actitud antihegemónica, sino una hegemonía fracturada, una perspectiva irónica, escéptica y distante respecto a los ideales morales que suelen dar orden y sentido a una sociedad.

Vale la pena resaltar que el término criollo no es usado aquí en el sentido original de hijos americanos de padres españoles. Juan Carlos Ubilluz (2006), quien también explora eso que Portocarrero llama el carácter criollo, lo define como una relación específica con la ley, una particular forma de cinismo. Para Ubilluz, el énfasis que Portocarrero pone en lo colonial lo limita demasiado, ya que hay eventos posmodernos que agravan ese cinismo, tales como el fracaso de las iniciativas socialistas y de los proyectos colectivos, así como la globalización del mercado. Propone que el individualismo exacerbado del capitalismo tardío cataliza y hasta cierto punto legitima la transgresión criolla, la normaliza.

El análisis de Ubilluz es particularmente relevante para mi trabajo sobre masculinidad, dado que vincula una perspectiva sobre el cinismo en el Perú con el papel del Nombre del Padre en el capitalismo tardío. Siguiendo las ideas de Slavoj Žižek y Alenka Zupančič, Ubilluz sostiene que, mientras la modernidad cuestionaba la prohibición paterna sustituyéndola con un nuevo orden simbólico, la razón y el progreso, por ejemplo, para los sujetos posmodernos es la noción de autoridad misma la que se ha perdido de manera irreparable. Cuando el padre biológico —el real— tiene que implantar la represión y, al mismo tiempo, encarnar una imagen ideal que nadie puede realmente alcanzar, el niño simplemente cuestiona su autoridad, pero es capaz de imaginar otro orden. Cuando la prohibición paterna no existe, cuando no hay autoridad, lo único que existe es un individualismo narcisista.

El «padre transgresor» de Ubilluz es el extremo opuesto al de la masculinidad marginal de Silverman: el padre transgresivo rechaza la castración simbólica y cree en su individualidad. El autor muestra cómo estos individuos no se transforman en sujetos, sino en objetos que están sujetos al consumismo, consumidores a la merced del mercado, guiados por la idea de que todo deseo puede ser satisfecho para alcanzar la plenitud.

El análisis de Ubilluz de Los cuadernos de don Rigoberto devela un ejemplo extremo de la imaginación neoliberal de Vargas Llosa: don Rigoberto, el padre, incita el affair entre su hijo adolescente y su nueva mujer, además de otras prácticas sexuales que niegan la idea de la prohibición a favor de la de las libertades individuales.

La disonancia entre el padre ideal y el padre real parece ser una constante en la producción cultural peruana. Su narrativa está llena de hijos que viven bajo la sombra de padres distantes, débiles, pervertidos o enfermos. Sin embargo, probablemente el ejemplo más conocido de una figura paterna controversial venga otra vez de Vargas Llosa y de una de sus novelas más reconocidas: Conversación en La Catedral. Publicada originalmente en 1969, este relato altamente experimental fue tomado, incluso por historiadores, como uno de los más importantes testimonios de la dictadura de Manuel A. Odría en el Perú de la década de los años cincuenta. El famoso leitmotiv de la novela «¿En qué momento se había jodido el Perú?» parece encontrar respuesta cuando Zavalita, el protagonista, descubre la homosexualidad de su padre y el hecho de que él era el único que trataba de sostener la imagen incólume de este: «Fue ahí […] en el momento que supe que todo Lima sabía que era marica menos yo» (p. 432). Ese hecho parece casi más importante para Zavalita que el de que su padre esté involucrado en la corrupción del gobierno y en por lo menos un asesinato.

En la reciente novela de Gustavo Faverón Patriau, Vivir abajo (2019), dos personajes, que podrían ser los dictadores Pinochet y Stroessner o sus subrogados, mantienen la siguiente conversación con uno de los personajes principales, George Bennett, acerca del que presumen es su padre, un arquitecto torturador que usa el nombre de Egon Schiele:

Mis respetos, dijo el de uniforme blanco, mirándome a los ojos. Pero no debe ser fácil tener un padre como él, repitió el otro... Ya el solo hecho de tener un padre es un problema, dijo el de uniforme blanco: tener un padre como ese deber ser un problema atroz, un señor problema (2019, p. 373).

Ese problema atroz se manifiesta una y otra vez en muchos de los textos publicados en las últimas décadas. Por poner algunos ejemplos, mencionaré la historieta Anotherman (1999) de Juan Acevedo, las novelas La hora azul (2005) de Alonso Cueto, La historia de un brazo (2019) de Ricardo Sumalavia, y La distancia que nos separa (2015) de Renato Cisneros. Tal vez sea esta última novela el caso más emblemático, dado que el narrador protagonista que lleva el nombre del autor trata de reconciliar su propia imagen con la de su padre, el Gaucho Cisneros, que para muchos es una figura oscura por su apoyo a los dictadores de la región. El padre de la novela de Cisneros, el general representante de la ley y el orden, es una encarnación de la ilegitimidad, que viene de un linaje de hombres quienes repetidamente han engendrado hijos fuera del matrimonio, incluyendo al propio narrador.

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