Kitabı oku: «Despadre», sayfa 3

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En la novela El Espía del Inca sí se menciona el mito de la decapitación del inca, pero no es solo ello, sino que además este ha sido desprestigiado. El sacerdote Apu Sana impugna a Atahualpa:

Eres un impostor. Un verdadero Hijo del Sol no profanaría las lágrimas de su Padre (el oro) diciendo que son suyas como tú. No las entregaría a manos manchadas, manos extranjeras, a cambio de su cogote... Tú no eres el Hijo del Sol. Tú eres una fuerza corruptora que quiere destruirlo (p. 157).

Nos encontramos una y otra vez con padres que han pervertido su herencia, que han traicionado, y que además han sido vencidos, humillados, castrados... Es imposible respetar la Ley del Padre cuando el padre mismo es ilegítimo y la masculinidad de ese patriarcado corrupto se ejerce tratando de imponer la ficción dominante de un cuerpo masculino no castrado. Pero esa ficción, ese aparentar un cuerpo masculino intacto y poderoso, se traduce en violencia y trauma, tanto en los hombres que buscan encarnar una imposible masculinidad hegemónica, como en quienes sufren los daños de esa búsqueda.

El primer capítulo de este libro, «Los pecados del padre: la corrupción del poder en Conversación en La Catedral», analiza dicha novela. Esta ha sido considerada emblemática en la literatura peruana del siglo XX, no solo por el despliegue de la técnica narrativa del más exitoso escritor peruano de su generación, sino —como mencioné anteriormente— por ser vista en clave realista como un testimonio de la historia y la política peruana de una época. La revelación de la corrupción del padre y su relación con un feminicidio convergen con el horror que le produce al protagonista el descubrimiento de sus relaciones homosexuales con su chofer. A la teoría de Silverman sobre la ficción dominante, la imagen no castrada y todopoderosa del padre sobre la que se erige la familia y la sociedad, se imponen además los conflictos de raza y de clase que subyacen a una supuesta hegemonía de origen criollo y blanco.

El segundo capítulo, «Raza, género y hombría», explora las ideas de raza que se presentan en la obra de escritores que han intentado representar a varones de grupos marginales en su literatura. Si ser varón significa ocupar una posición de poder en una sociedad patriarcal, este poder pierde sentido en dinámicas sociales en que los hombres «de color», es decir los «no blancos», son oprimidos por las clases dominantes. Los varones racializados se encuentran en los márgenes de la hegemonía patriarcal y este mismo hecho desmiente la ficción dominante. Este capítulo analiza, en primer lugar, la obra temprana de José María Arguedas con respecto a los personajes masculinos y a su visión, que sugiere por momentos una falta de hombría entre los indios por someterse a las vejaciones de los patrones. Luego, se enfoca en las representaciones de afrodescendientes en autores tales como Nicomedes Santa Cruz, Antonio Gálvez Ronceros y Gregorio Martínez, donde veremos distintas actitudes, desde la denuncia y la rebelión, pasando por la creación de una cultura marginal que le da la espalda a la ficción dominante, hasta una respuesta cínica a la opresión.

El tercer capítulo, «Los falsos nombres del padre», presenta lecturas de dos novelas contemporáneas mencionadas en párrafos anteriores, El Espía del Inca, de Rafael Dumett, y Vivir abajo, de Gustavo Faverón, que lejos de ofrecer figuras paternas que deberían sustentar la realidad social misma, descubren la falsedad de la ficción dominante. Estas novelas surgen después de un importante punto de inflexión en la historia reciente peruana: el conflicto armado interno. A pesar de ser muy disímiles, las dos obras muestran ejemplos de figuras paternas que, en lugar de representar la ley, pervierten la noción misma de cualquier principio de legalidad. Tanto la ley como la subversión de esta han perdido legitimidad y los varones que protagonizan estas historias se encuentran entre la desazón y el horror, el espanto y la desesperanza.

Por último, el cuarto capítulo «Otro modo de ser» busca explorar las alternativas que se presentan en nuestra literatura al habitar los márgenes de la ficción dominante. Teniendo en cuenta la propuesta de Giuseppe Campuzano de una cultura peruana travesti, este capítulo analiza el doble sentido del travestismo, el del engaño y la ocultación que supone la ley del patriarcado y el de un cuestionamiento de las identidades de género que pretenden ajustarse a un sistema binario. En este capítulo, además de las ideas de Campuzano, presento otras obras del siglo XX como El cuerpo de Giulia-no de Jorge Eduardo Eielson, Salón de belleza de Mario Bellatin, y uno de los últimos textos de Oswaldo Reynoso, El goce de la piel. Estas obras —que desafían las normas del género narrativo— muestran en su propia textualidad la falsedad de las etiquetas de género atribuidas a quienes han sido identificados como varones.

Esos textos que buscan respuestas en la disidencia, en los márgenes del sistema —que, ante el vacío de la Ley del Padre, ante el travestismo de la ficción dominante— eluden la seducción de una imagen hegemónica de la masculinidad, descubren, más bien, otras formas de ser.

La literatura peruana exhibe modelos de masculinidades que se resquebrajan ante las endebles imágenes en las que el ser hombre promete el poder y la invulnerabilidad. Pero también ha sido un lugar en el que el lenguaje es capaz de fabricar imágenes alternativas. Espero que las lecturas que ofrezco en este texto permitan a sus lectores contemplar las diversas problemáticas que se les plantean a los varones en el Perú y que también abran las puertas para pensar el género y la sexualidad fuera del restringido marco de la ficción dominante.

CAPÍTULO UNO

LOS PECADOS DEL PADRE:

LA CORRUPCIÓN DEL PODER EN CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL

Mario Vargas Llosa abre su novela Conversación en La Catedral con una cita de Balzac sobre la necesidad de conocer bien la vida social para ser un verdadero novelista, porque, dice Balzac, la novela es la historia privada de las naciones. En un prólogo que añadió a su novela en 1988, el nobel peruano afirma que el periodo político de la dictadura de Odría que se describe en la novela —con sus atropellos, crímenes y, sobre todo, con su profunda corrupción— fue el escenario de un periodo formativo en su vida y añade que, si tuviera que salvar una sola de sus novelas, salvaría esta (2015).

Así, se presenta una de las famosas «novelas del dictador» que señalaron uno de los derroteros centrales de la literatura latinoamericana de mediados del siglo XX. Dictadura, atropellos, crimen y corrupción constituyen elementos centrales para contar la historia privada de la nación peruana. Pero la novela pronto nos introduce también al reverso de esa afirmación: la vida privada de un personaje de novela pretende encarnar la historia de la nación. Es así como la perspectiva del relato se enfoca desde la mirada del protagonista, Santiago Zavala o Zavalita, que, en el primer párrafo «mira la avenida Tacna, sin amor» y se pregunta «¿En qué momento se había jodido el Perú?» (Vargas Llosa, 1963, p. 15). Sin subterfugios ni sutilezas, el monólogo interior del personaje pronto establece el paralelo entre su historia personal y la del país: «Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento» (p. 15). La corrupción rampante lo embarra todo y Zavalita —como Edipo preguntándose por el origen de la peste en Tebas— intenta comprender el origen de esa peste, así como el suyo propio. Esta gesta personal por encontrar la fuente de su perdición se hace explícita: «Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí» (p. 80). Y el origen del mal individual que le hace eco al mal de la nación estará —como para Edipo— en los pecados del padre.

En su libro Cosas de hombres: Escritores y caudillos en la literatura latinoamericana del siglo XX, Gabriela Pollit replantea los argumentos antes formulados por Roberto González Echevarría (1990) y Ángel Rama (1976) proponiendo que «escribir sobre caudillos les permite a los autores pensar que cumplen una función que desean, la de ser poetas civiles» (2006, p. 34) (énfasis en el original). La autora nota que estas novelas presentan un personaje masculino que encarna los valores opuestos a los del caudillo y sostiene que los autores se identifican directa o indirectamente con estos personajes. En palabras de Pollit: «Escribir sobre caudillos, para muchos autores de estas novelas, fue también la oportunidad de escribir sobre la visión que de ellos querían proyectar como escritores» (p. 35). Desde esa perspectiva, se hacen incluso más significativos dos hechos: primero, en esta novela peruana sobre la dictadura de Odría, este no aparece realmente como personaje, sino apenas como la sombra que le da el tono a la inmoralidad rampante; y segundo, el personaje desde el que se enfoca el relato no realiza ninguna función heroica. Más bien, se deprime. El líder desparece reemplazado por sus esbirros y no hay un héroe (o una revolución) capaz de desplazarlo por un orden más justo. Propongo leer en esta novela una crisis de la masculinidad hegemónica peruana a mediados del siglo XX que se manifiesta no solo en la corrupción de las autoridades, sino en la homofobia y el feminicidio centrales en la novela. La trama sobre la corrupción política se produce a la sombra de la amenaza tanto racial como de género a la masculinidad hegemónica: los «cholos» en el poder, el patriarca homosexual y la prostituta traicionera socavan los fundamentos de la ficción dominante peruana del periodo.

La masculinidad tóxica ha marcado la obra de Vargas Llosa, desde sus primeras publicaciones hasta las más recientes, y nos presenta un punto de encuentro entre lo personal —aquello que en sus escritos iniciales él llamaría sus «demonios»— y la voluntad de representar «la vida privada de las naciones». Si bien creo que muchas de sus obras manifiestan un cinismo y desencanto relacionado a la perversión de la Ley del Padre, y que podrían también estudiarse desde este ángulo, Conversación en La Catedral es emblemática en su explícita voluntad de representar la política peruana. Esta obra pretende reflejar la corrupción de la dictadura de Odría, y, sin embargo, ese leitmotiv «¿En qué momento se había jodido el Perú?» presume que el estado de desgracia en que se encuentra el país ha sucedido antes, en un tiempo inmemorial, indeterminado y sin redención. El éxito de la frase, incorporada por los peruanos a los lugares comunes sobre su patria, es revelador. La expresión derivada del monólogo interior de Zavalita es usada con frecuencia y fuera de contexto de la misma manera que el título del ensayo de Sebastián Salazar Bondy —Lima, la horrible— tomado de un texto de César Moro, es aceptado como un axioma incontestable. Dado que estas frases así lo dicen, «Lima es horrible» y «El Perú está —casi se diría “es”— irremediablemente jodido».

José Carlos Ballón, al analizar las ideas de la utopía en Vargas Llosa y en Alberto Flores-Galindo, explica el impacto que pueden tener los discursos. Según Ballón, ciertos discursos «han devenido instrumentos simbólicos para fabricar o profundizar todo tipo de desgarramientos sociales reales o imaginarios de carácter excluyente» y han logrado «socializar sus tópicos, a pesar del débil valor persuasivo de su argumentación para lograr el consenso de nuestra comunidad» (2003, p. 2). Como efecto se crea una matriz de lectura compartida que lleva a una comunidad multicultural a aceptar como reales «las ficciones discursivas de sus adversarios hasta el punto de considerarlas “descripciones de la realidad extralingüística”, aun así, se sientan ningunéanos o discriminados por dichos relatos y se declaren totalmente opuestos a ellos» (p. 2). Ballón no está citando esa famosa frase de Vargas Llosa, sino más bien sus ideas sobre la utopía. Sin embargo, la imagen de un Perú jodido que el nobel peruano usa en el primer párrafo de su novela, publicada hace más de medio siglo, ha entrado a formar parte de esa matriz de lectura sobre el país y constituye una particular interpretación de la ficción dominante que evidencia la corrupción de esta. La noción de que el Perú está jodido supone que el sistema patriarcal sobre el que se sostiene la nación ha fallado. Sin embargo, en lugar de denunciar la falsedad del sistema, se acepta que «el Perú está jodido», mientras se perpetúa la ficción de la nación imaginada por el patriarcado colonial.

En ese desliz que va del estado deplorable del país a la analogía con la propia vida del protagonista —del que se dice que era como el Perú— se establece el mecanismo por el cual varios de los escritores del Boom se erigen en representantes de sus naciones y hacen de sus novelas alegorías nacionales. Ese modelo de narrativa fue señalado por Fredric Jameson como característico del «tercer mundo» (1986) y aunque varios escritores y críticos denunciaron como parcial esa mirada de un intelectual de la metrópolis (Ahmad, 1987; Lazarus, 2011; Tally, 2017) y otros, como Erin Graff Zivin, proponen un lectura alegórica de la alegoría misma (2015). Esta novela es definitivamente leída en esa clave. Así, la historia de Santiago Zavala —que entreteje su drama familiar con la tragedia política del país— se convierte en un retrato del Perú que expresa la perspectiva del propio Vargas Llosa en la mirada de su protagonista, y que también proyecta hacia la sociedad peruana una matriz de lectura sobre el propio país. Debo anotar que la más reciente participación de Vargas Llosa en la vida pública ha sido una intensa campaña durante las elecciones presidenciales en contra del presidente electo del Perú, Pedro Castillo, y a favor de Keiko Fujimori. En su visión de un Perú «jodido», Vargas Llosa ve en Castillo una amenaza comunista, ha alimentado la idea de un fraude electoral, y desconoce la legalidad del sistema que supuestamente quiere defender. El diario español El País que recientemente ha celebrado treinta años de la columna del escritor peruano, Piedra de toque, ha tenido que deslindar el tema de «la opinión» frente la publicación de información falsa, distanciándose sutilmente de las últimas declaraciones de Vargas Llosa (Yárnoz, 2021).

Muchos han notado la forma en que Vargas Llosa entreteje sus propias experiencias con la historia y la ficción. Efraín Kristal (1998) lo presenta de esta manera:

In sum, Vargas Llosa’s novels can be read as a kind of amalgam of his own experiences, literary works, other genres including cinema, and the research he has done at libraries around the world (p. 29).

En suma, las novelas de Vargas Llosa pueden leerse como una suerte de amalgama de sus propias experiencias, obras literarias y de otros géneros, incluyendo el cine, y las investigaciones que ha llevado a cabo en bibliotecas alrededor del mundo (traducción propia).

En Historia secreta de una novela (1971), el propio Vargas Llosa escribió sobre el «corazón autobiográfico que fatalmente late en toda ficción» (p. 4). Rosemary Geisdorfer Feal (1986) estudió sus novelas como «autobiografías ficcionales» y Susana Reisz (2016) utilizó ejemplos de su narrativa para discutir los usos contemporáneos del llamado género «autoficcional». Dándole una vuelta de tuerca a la perspectiva que lee la vida del autor en la literatura, Cecilia Esparza estudia su autobiografía El pez en el agua como la elaboración de una narrativa en tanto género literario, puesto que el autor, narrador profesional, está «entrenado en la construcción de una persona y en el manejo de la propia vida como materia prima de la elaboración ficciones» (2006, p. 44) y, por lo tanto, el texto que cuenta la propia vida no está exento de las estrategias de la literatura. Sin embargo, no es mi intención estudiar a Vargas Llosa como individuo a través de Conversación en La Catedral, sino más bien ver en las intersecciones que esta presenta entre masculinidad, violencia y corrupción política como una expresión de elementos hondamente arraigados en la cultura peruana que afloran en la obra del autor. Así, el protagonista vargallosiano, más allá de ser un alter ego del autor, se erige en sujeto (masculino) representante de la nación.

Sin embargo, lo más significativo es que este sujeto que representa la nación es incapaz de sostener la ficción dominante que, como he señalado en páginas anteriores, para Kaja Silverman (1992) constituye el fundamento del patriarcado. La ficción dominante supone la imagen de un sujeto incólume porque se identifica con un cuerpo masculino no castrado que ve en la figura del padre el poder y la ley. El Nombre del Padre es el significante privilegiado en el que el sujeto se ve reflejado. Pero el sujeto narrativo presentado por Zavalita está «jodido» desde el inicio y, como la novela irá revelando, el Nombre del Padre no puede ser ya más el significante por excelencia —la ley— dado que está implicado en la corrupción más profunda, en el asesinato y, en forma sintomática, en aquello que parece impactar fatalmente al protagonista: una relación homosexual con su chofer. La novela que empieza preguntándose en qué momento se había jodido el Perú, en realidad continúa repitiendo la interrogante, pero en relación con Zavalita más que al país, reapareciendo con insistencia en momentos claves de su vida —la primera vez que tomó cerveza, su ingreso a la Universidad de San Marcos, su decepción con su grupo político, su casamiento con una muchacha de una clase social inferior a la de su familia— cuando el discurso interior del personaje vuelve a preguntar si «fue ahí» o si «había sido» entonces.

La idea de la ficción dominante para Silverman supone una especie de espejo en el que el sujeto y la sociedad se pueden ver reflejados en esa imagen de la familia nuclear y en un cierto modo de producción y reproducción que niega la castración simbólica y se afirma en el poder del padre como el sujeto no castrado. Sin embargo, en su libro Male Subjectivities at the Margins (1992), Silverman propone que siempre ha habido individuos que han reconocido un vacío fundamental en la subjetividad, el hecho de que la ley del lenguaje implica reconocer, en términos psicoanalíticos, la castración, la escisión que existe en el mero centro del sujeto. Desde esos márgenes, es posible resquebrajar ese espejo, replantear las construcciones del género sexual y del modo de producción que giran en torno a la familia nuclear. Ella propone:

[…] that we collectively acknowledge, at the deepest level of our psyches, that our desires and our identity come to us from outside, and that they are founded upon a void […]. Renegotiating our relation to the Law of Language would thus seem to hinge first and foremost upon the confrontation of the male subject with the defining conditions of all subjectivity, conditions which the female subject is obliged compulsively to reenact, but upon the denial of which traditional masculinity is predicated: lack, specularity, and alterity. It would seem to necessitate, in other words, dismantling the images and undoing the projections and disavowals through which phallic identification is enabled (pp. 51-52).

[…] que reconozcamos colectivamente, a los niveles más profundos de nuestra psique, que nuestros deseos y nuestra identidad vienen desde afuera y que están fundados en el vacío […]. Renegociar nuestra relación con la ley del Lenguaje parecería por tanto depender primero y sobre todo de la confrontación del sujeto masculino con las condiciones que definen toda subjetividad, aquellas que los sujetos femeninos están obligados a representar, pero que son los mismos sobre cuya negación se predica la masculinidad tradicional: falta, especularidad y alteridad. Necesitaría, en otras palabras, desmantelar las imágenes y deshacer las proyecciones y la negación desde las cuales se activa la identificación fálica (traducción propia).

Sería, entonces, de cierta manera, deseable encontrarnos con este sujeto masculino «jodido» que reconoce la falsedad de la identificación fálica con la Ley del Padre, que revela la ficción de ese orden social. Pero el sujeto vargallosiano en Conversación en La Catedral se hunde en el lamento por un periodo prelapsario, en el que el paraíso perdido no es anterior a la ley, sino que es la ley. No se añora un estado imaginario de ser un todo armónico, previo a la prohibición que significa la ley. Se lamenta por la falsedad de la ley misma.

La conexión entre masculinidad, poder y corrupción continúa siendo uno de los demonios de Vargas Llosa. Ya sea que trate de resistirse a esos demonios o que escoja transar con ellos, es posible seguir la línea del impacto de los pecados del padre en sus protagonistas desde sus inicios hasta el presente. En La ciudad y los perros (1963) confluyen padres autoritarios, abusivos o ausentes, con el sistema de la escuela militar que debería funcionar como el medio por excelencia para socializar a los adolescentes en la estructura de la ley, pero que en lugar de eso tapa la corrupción y castiga a quienes intentan defender la ley en la que todavía creen. En La fiesta del Chivo (2000) se repiten hasta cierto punto los tropos de Conversación en La Catedral: la corrupción política va de la mano de las perversiones sexuales y de la violación de todos los tabúes morales. El poder hace mofa de las normas en que supuestamente se sustenta. Con El elogio a la madrastra (1988) y Cuadernos de don Rigoberto (1997), se nos presenta una situación más compleja, como ha observado Juan Carlos Ubilluz (2006), en que el sujeto se transforma en «un objeto-instrumento de la voluntad del Padre Transgresor» (p. 138). Ubilluz demuestra que, en esas novelas, el erotismo encarna el pensamiento neoliberal de Vargas Llosa hacia fines del siglo XX «porque en ellas el escritor intenta demostrar la viabilidad de la economía libidinal de esas democracias liberales» (p. 119). Algo similar sucede en Cinco esquinas (2016), donde una historia que revela la corrupción de Vladimiro Montesinos durante el gobierno de Alberto Fujimori, su control de los medios de comunicación y sus estrategias para destruir moral y físicamente a sus enemigos, se convierte en una novela erótica en la que las experiencias sexuales de sus protagonistas deberían ser escandalosas, pero resultan integrándose a la dinámica de intercambio a la que los personajes se abandonan.

En Conversación en La Catedral todavía aparece el padre como encarnación de la ley, pero esta revela su perversión y no se presenta la posibilidad de un orden alternativo. Es importante insistir en que las figuras paternas perversas en la obra de Vargas Llosa no se refieren únicamente a individuos corruptos, sino a la corrupción generalizada del sistema. Roy Boland (1998), en su artículo «El padre monstruo en Conversación en La Catedral», sostiene que el candor con el que Vargas Llosa escribe sobre los abusos que sufre a manos de su padre se convertirán en lo que el escritor llama sus «demonios personales» y que este «demonio» se manifiesta a través de toda su novelística «como la historia de un tema y sus variaciones» (p. 9). Boland cita pasajes de El pez en el agua en los que Vargas Llosa narra «con franqueza desconcertante» episodios de abuso verbal y físico por parte del padre del narrador y concluye que el tema fundamental en las novelas del autor peruano es el del complejo de Edipo «con todos sus enrevesados matices y potencial destructivo» (p. 9). Boland presenta una serie de parejas edípicas:

Alberto-padre, Richi-padre, Boa-padre y Jaguar-padrino en La ciudad y los perros; Pichula Cuéllar-padre en Los cachorros; Santiago-padre, Cayo-padre y Ambrosio-padre en Conversación en La Catedral; Mario-padre en La tía Julia y el escribidor; Mascarita-padre en El hablador, y Fonchito-padre en Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto (p. 9).

Concuerdo con Boland en que la sombra del padre marca la obra de Vargas Llosa, pero mientras que Boland ve ese conflicto edípico desde la psicología individual del escritor y del impacto sobre sus manifestaciones sexuales, es importante ver, como señala Ubilluz, el entretejido entre las supuestas pulsaciones individuales y la política. No se trata únicamente del conflicto entre el sujeto y su padre, se trata de reescrituras de la relación con la Ley del Padre, en tanto principio del orden que conforma simultáneamente —como en la ficción dominante de Silverman— la identidad de género y la imagen de la sociedad. No se trata de psicoanalizar a Vargas Llosa, se trata de ver en su obra la relación entre masculinidad y poder como manifestación de un momento cultural. En ese sentido, sostengo que, por ejemplo, en Los cachorros, el grupo de pares ocupa el lugar de la ficción dominante, y que, en La ciudad y los perros, el mismo colegio Leoncio Prado constituye una figura paterna. La Ley del Padre y la ficción dominante toman la forma de las interpelaciones sociales y de género que constituyen la subjetividad misma.

Aunque podríamos analizar la forma en que las variaciones del posicionamiento del sujeto narrativo frente a la Ley del Padre reflejan las de las tendencias políticas expresadas por su autor en muchas de las obras de Vargas Llosa, me centraré en Conversación en La Catedral por su impacto en el imaginario nacional. La manera en la que cala entre los peruanos la persistente figura de un Perú jodido, encarnada en la de un varón jodido ante la revelación de la homosexualidad de su padre, es sintomática de una visión de la masculinidad peruana y del efecto de esta visión en la política nacional. El poder y la autoridad masculina no son lo que dicen ser y el profundo rechazo a ese engaño se convierte en un repudio visceral a lo que se cree que es el factor contaminante, es decir a la homosexualidad o a las mujeres, resultando en una profunda homofobia y en un feminicidio.

Santiago Zavala, el protagonista de Conversación en La Catedral, es un joven periodista que ha elegido rechazar la situación acomodada de su familia en directo desafío a aquello que su padre, Fermín Zavala, representa. El distanciamiento de Santiago con respecto a su familia sucede mucho antes del golpe devastador de la revelación de que Ambrosio, el chofer de Fermín, había sido también su amante. Su amigo de la adolescencia, Popeye, resume la actitud contestataria del joven Zavalita de la siguiente manera: «Se le ha metido entrar a San Marcos porque no le gustan los curas, y porque quiere ir donde va el pueblo […]. En realidad, se le ha metido porque es contreras. Si sus viejos le dijeran entra a San Marcos, diría no, a la Católica» (Vargas Llosa, 1969, pp. 38-39). Aunque Popeye desestima la rebelión de su amigo como pura obstinación caprichosa, como lectores vamos creando una imagen del joven Santiago como alguien que se rehúsa a seguir el camino que le ha prescrito el establishment limeño de asistir a una universidad privada, casarse con una chica bien y trabajar en los negocios de su padre. Santiago está dispuesto a desafiar las expectativas de su padre y a abandonar los privilegios que se atribuye el estamento social del que proviene. Incluso, después de su ingreso a la universidad, se involucra temporalmente en un grupo de izquierda, pero pronto se desencanta del comportamiento de sus integrantes. Para el momento de la historia en que empieza el relato, Zavalita ha abandonado muchos de sus sueños adolescentes, escribe editoriales para el diario La Crónica y mantiene una precaria rutina de clase media, casado con una mujer a la que no ama. Es decir, aunque se propuso rechazar la vida de familia burguesa de la que provenía, repite una versión deslucida del modelo de familia nuclear que pretende ser reflejo de la ficción dominante. A los treinta años siente que su suerte está echada: «Tarde para volverme un burgués» (p. 17), le dice a su amigo Norwin, aunque supuestamente eso fuera algo que rechazó voluntariamente.

El padre de Santiago, además de representar el orden burgués del que él reniega, representa también lo que podríamos llamar la masculinidad hegemónica del Perú de los años cincuenta: un hombre de negocios rico, que parece clasificado como blanco o, por lo menos, como perteneciente a la clase privilegiada no marcada racialmente como cholo, negro, zambo, indio, chino, ni ninguno de los otros epítetos raciales utilizados en la novela. Fermín Zavala, además, parece ser un hombre de familia, respetable, con esposa y tres hijos. Parece ser un buen padre y constantemente le demuestra orgullo y cariño a su hijo Santiago.

El joven Santiago busca hacer su propio camino, un espacio en el que explorar sus intereses literarios y sus ideas políticas. Sin embargo, nos enteramos en las primeras páginas de la novela que en ese momento de la historia está en un trabajo, carente de aspiraciones o futuro. En suma, el personaje está jodido, aunque no necesariamente tratando de salir de esa situación.

En el momento en que se inicia la novela, Santiago está escribiendo editoriales en contra de los perros callejeros cuando, irónicamente, su mujer le dice desesperada que «unos negros asquerosos, unos bandidos, unos negros con caras de forajidos» (p. 19) le han robado a su perro Batuque para llevárselo a la perrera como si fuera un perro callejero… Me detendré más adelante en estas expresiones de racismo no solo con respecto al negro Ambrosio, sino en tanto uno de los códigos que construyen las jerarquías de la sociedad peruana. Pero ante el agravio cometido contra su mujer, como buen hombre de la casa, Zavalita se dirige a la perrera a rescatar a su perro y entra diciendo «carajo», anunciando que «esto no se iba a quedar así». Los despliegues de Santiago en el encuentro con el encargado de la perrera constituyen una performance que pretende establecer su posición dominante en la jerarquía social limeña. La abulia con la que responde el encargado es uno de los muchos síntomas que revelan la fractura de esa jerarquía: ni su origen social ni su carné de periodista causan la impresión deseada. Aunque se trate de un detalle menor, esa interacción es muy reveladora.

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