Kitabı oku: «Bajo el signo de las artistas», sayfa 3

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un lugar organizado por, y constantemente productivo de, diferencia sexual: de la familia al lugar de trabajo, de la escuela de arte a las asociaciones de artistas, de los estatutos legales relativos al control corporativo e individual de la propiedad y del rédito hasta las prácticas más modestas de la sociedad civil como la de tomar el te por la tarde (Cherry 1993: 9).

GENIOS, TALENTOS Y FRONTERAS SIMBÓLICAS

Entre los muchos estereotipos que acompañan a la figura del artista, ciertamente predomina uno: el que ve al artista como genio creador, como persona especial y héroe solitario, enfatizando su individualismo y la unicidad en la producción de la obra (Wittkower y Wittkower 1963, Battersby 1989). En cambio, Suleiman (1990: 190) sugiere que el genio, igual que otras categorías abstractas universales, está en realidad determinado por muchas pertenencias: de género, generacionales, geográficas, religiosas; y para confirmar la necesidad de enraizar el término, quitándole abstracción, se muestra significativa su propia raíz etimológica, análoga a la de género y génesis.11

El arte no es la actividad libre, autónoma, de un individuo superdotado; al contrario, es el producto de una situación social, elemento integrante de la estructura de la sociedad, favorecida y determinada por instituciones específicas, de las academias al mecenazgo, pero también por la forma discursiva y la retórica sintetizada por el icono del divino creador, del artista como verdadero hombre y como marginado de la sociedad (Nochlin 1971, trad. it. 1977: 210). Y precisamente el icono social del artista como héroe mítico, siempre y únicamente figura masculina, «nos predispone a ignorar hasta qué punto la cultura es el producto de acciones integradas de personas que desarrollan varios papeles en contextos sociales determinados» (Tuchman 1975: 192). Por ejemplo, Tia DeNora (1995, 1997), indagando sobre la construcción social del genio de Beethoven y situándolo en el marco de los cambios culturales y sociales de la vida musical vienesa de finales del XVIII, lee en el éxito del músico el resultado afortunado de la interacción de numerosos factores: sus esfuerzos artísticos, los intereses de ciertos ambientes sociales, las transformaciones de las convenciones respecto al modo de escuchar la música, los criterios estéticos, las innovaciones en el discurso y en la cultura material de la vida musical de finales del XVIII, incluso los servicios generalmente muy prácticos, con frecuencia mundanos, realizados por el propio Beethoven respecto a sus protectores aristocráticos. No solo el éxito de Beethoven coincidía con las expectativas culturales y sociales de quienes le hacían encargos, sino que, a través de tales interacciones, su éxito modificaba las necesidades de aquellos y, con ello, contribuía a redefinir el canon de compositores y de obras que había empezado a surgir a finales del XVIII (DeNora 1995: 37). Perdiendo de vista el contexto que produce al genio, perdemos de vista también hasta qué punto las estructuras de oportunidad o de acceso a la creación de la cultura han estado y están siempre condicionadas por la pertenencia a un género. Esta constatación es menos obvia de lo que pudiera parecer, aunque autores como Kris y Kurz (1934), revisando críticamente la denominada leyenda del artista y deconstruyendo su construcción retórica desde la antigüedad hasta hoy, a su vez han dejado de lado, quizás, el primero de los estereotipos: que siempre se trata únicamente de artistas masculinos.

Este tema no explicitado presenta al menos un aspecto paradójico y extraño: el de asociar al artista masculino justamente a estereotipos de la denominada mística de la feminidad descrita por Betty Friedan, haciendo de él un personaje inconstante, caprichoso, intuitivo, im predecible, pintoresco, emotivo, etéreo, fantasioso, romántico (Wayne 1973: 415).Y así como la mística de la feminidad tiene una base biológica, en la mística moderna (Huyssen 1988) el artista nace artista y para él, como para la mujer, la biología acaba siendo un destino.12 Eso sí, con importantes diferencias, y obviamente en detrimento de las mujeres (Wayne 1973: 415): mientras que para un artista masculino el mito demoníaco del creador mimetiza solo su naturaleza masculina, para la artista mujer, en cambio, la mística de la feminidad no hace sino enfatizar y transformar en agravante su naturaleza femenina, sin aportarle beneficio alguno: es solo una mujer que intenta hacerse pasar por artista.

En efecto, el estereotipo más indigno que recorre la historia del arte y que se refuerza en el XIX es el que, siendo obviamente negativo, representa a las mujeres como carentes de creatividad, incapaces de contribuciones e influencias significativas en el campo artístico. Este estereotipo homogeneiza su trabajo como si estuviera completamente determinado por un género natural, negando su heterogeneidad, la diversidad y, por lo tanto, la especificidad de su producción y de sus obras; pero también se reconoce lo que las mujeres comparten y que es el resultado no de la naturaleza sino de la cultura, esto es, de los sistemas sociales que históricamente han producido y producen diferencia sexual, es decir, género (Pollock 1988).

¿Cómo y por qué se ha producido esta reducción devaluativa?, se preguntan Rozsika Parker y Griselda Pollock (1981: 169-170). Su respuesta es que

el trabajo artístico de las mujeres no ha sido nunca prohibido, desincentivado o rechazado del todo, sino que más bien ha sido contenido y limitado en sus funciones como medio a través del cual lo masculino gana y sustenta su supremacía en una importante esfera de la producción cultural.

Fue sobre todo la ideología victoriana, difundida también fuera del Reino Unido, la que, en una división de las competencias de género, construyó fronteras simbólicas, atribuyendo a los hombres el genio y a las mujeres el gusto (ibídem: 13, Garb 1992, 1999). Y el mito del genio ha acabado desarrollando un papel esencial de contención, que contribuye, de hecho, a eliminar el fundamental compartimento del talento. Como ha observado Marini (1992: 360) a propósito de la literatura, mientras que para los hombres existe un sistema de tres compartimentos –a saber, los genios, los escritores de talento y los fracasados–, para las mujeres, en cambio, solo hay dos compartimentos: la excepción del genio –la mujer precisamente excepcional que deja intacta la inferioridad de ser mujer– y la nada de la masa indistinta. Es la paradoja subrayada por la pintora americana Grace Hartigan:

Si eres una mujer con un talento fuera de lo común, entonces las puertas están abiertas […] Pero aquello por lo que luchan la mujeres es el derecho a ser mediocres como un hombre (apud Rosen 1989: 10).

Ya lo había sospechado Virginia Woolf:

Para justificar la completa falta no solo de buenas escritoras sino también de malas escritoras, no consigo imaginar otra razón que no sea la existencia de restricciones ajenas a su voluntad.13

Precisamente la categoría del talento desde hace tiempo ha abierto sus puertas a las mujeres, limitando así el acceso al arte como aprendizaje, trabajo, encuentros, red social, en suma, escuela. Y lo ha hecho con pesos diferentes y diversas consecuencias según el tipo de arte: más limitante para las artes plásticas en las que el uso del espacio, la movilidad, los espacios sociales, el acceso a las técnicas y a los materiales son recursos indispensables; quizás menos limitante para la escritura, dado que, a propósito de medios de producción material, como Virginia Woolf también observaba, bastaban 16 peniques para comprar suficiente papel para escribir todo lo que Shakespeare había escrito, si se es capaz (Woolf 1942: 149).

En este sentido es ejemplar la vida segregada y creativa de Emily Dickinson, por ejemplo. Una escritora no tenía necesidad de una formación formal y de la visibilidad de una artista o de una mujer músico. Al contrario, el trabajo en el anonimato o el uso de un pseudónimo servía a las novelistas para evitar que los demás supieran

que ganaban dinero con el trabajo de escritoras. Para las artistas, el ganar dinero (o sea, vender obras) y, por lo tanto, ser visibles, era y es inevitable.

Redefinir el genio hace indispensable analizar las estructuras de oportunidad y de acceso a la creación de cultura, puesto que también la creatividad es un acontecimiento situado, limitado y mediatizado por las condiciones de la práctica artística (Wolff 1981, trad. it. 1983: 170). Se trata de estructuras que han cambiado en el tiempo, en los diferentes lugares, pero sobre todo en los diferentes ámbitos artísticos, junto con las definiciones de habilidad, a las técnicas, a los materiales. Y no solo eso. Las propias formas o géneros artísticos (por ejemplo, los géneros en pintura o en literatura) están condicionados y marcados por el género, como construcción social de lo masculino y lo femenino, y contienen dentro de sí estructuras jerárquicas. Como ha defendido Jameson (1981, trad. it. 1990: 129) refiriéndose a la literatura, los géneros artísticos pueden ser vistos como formas de contrato social entre un escritor y un determinado público con la función del «uso adecuado de un artefacto cultural concreto» y de corresponder a una demanda social precisa de filiación cultural (DiMaggio 1987: 41).14 Similarmente, Bridget Elliott y Jo-Ann Wallace (1994: 57) llegan a definir los géneros artísticos como formas de contrato sexual.

La historia del arte también es una historia de clasificaciones que han producido jerarquías en las artes: la pintura y la escritura arriba, y abajo las otras formas que decoran (a las personas, las casas, los objetos), relegadas a la esfera de las artes aplicadas, decorativas y, en fin, menores. La distinción decimonónica –académica, discursiva, disciplinaria– entre arte (fine art) y artesanía (craft), transformada en distinción entre arte alto (mayor) y arte bajo (menor), ya se había iniciado en el Renacimiento y se había reforzado en el XVIII y el XIX. Desarrollándose sobre líneas de clase y sobre contraposiciones de género, esto se convierte en un mecanismo que ha producido –y produce– diferenciación social, estratificación y desigualdad en la posesión y el uso de capital simbólico (DiMaggio 1987, Crane 1992). La nueva jerarquía de las artes, de hecho, distingue al artista del artesano desde un punto de vista tanto económico como social, y particularmente en el XIX esta reforzará las categorías hombre/ mujer en las atribuciones de habilidad (Parker y Pollock 1981: 51). La habilidad artística –o sea, el arte– se ve como una habilidad técnica que da algo al producto, algo debido a la creatividad y al talento, y que confiere a cada objeto o acción un carácter único y expresivo. En cambio, la artesanía se define como un conjunto de conocimientos y habilidades que sirven para producir objetos útiles, esto es, habilidad para ser usados de manera útil (presuponiendo, obviamente, que hay un contexto en el que se ha definido qué es útil y qué no lo es) (Becker 1982, trad. it. 2004: 291 y ss.).15 Así, la gran distinción entre arte y artesanía ha acabado construyendo una auténtica frontera social ritualizada (DiMaggio 1987: 441), con evidentes huellas de género. Remite al género y reproduce la disparidad de género, puesto que desde hace tiempo ha asociado con el arte al autor, el hombre, el maker, mientras que ha reconocido a la mujer solo la habilidad artesanal, viéndola como autora de un producto –sobre todo un producto colectivo– y no de una obra.

En la historia del arte, como notan también Parker y Pollock (1981: 68-70), el estatus de una obra de arte está indisociablemente vinculado al estatus de quien la ha hecho y al lugar social en el que se ha realizado:

Lo que distingue jerárquicamente el arte de la artesanía no son tanto los diferentes métodos, prácticas y objetos sino también dónde se han hecho estas cosas –con frecuencia en casa– y para quién se hacen –con frecuencia para la familia–. Puesto que el arte (the fine art) es una actividad pública, profesional, lo que hacen las mujeres –y que habitualmente se define como artesanía– podría definirse como arte doméstico.

Y eso tiene consecuencias relevantes. Citan, entre otros casos, el comentario de un crítico de arte sobre una gran muestra de tejidos realizada por mujeres navajo. Para verlas como obras de arte, aquel crítico declaraba olvidar que eran tejidos: los miraba como cuadros y pensaba que los habían creado muchos maestros de arte abstracto desconocidos y no, justamente, mujeres navajo.

Es lo que ya había afirmado para provocar Marcel Duchamp: algo puede definirse como obra de arte si está hecha por alguien que es reconocido como artista y, por lo tanto, es tan relevante quien la ha firmado como el lugar social en el que ha sido producida.16

BIOGRAFÍAS HEROICAS, BIOGRAFÍAS INVOLUNTARIAS

En la narración de la historia del arte, la épica del genio se ha traducido con frecuencia como biografía heroica y pre-escrita, que produce imágenes ideales e inspira comportamientos y modelos que imitar. De hecho, sobre el artista se concentran densas proyecciones sociales (y autorrepresentaciones del propio artista), los que Kris y Kurz (1934), en su pionero estudio entre el psicoanálisis y la historia del arte, han definido como la leyenda del artista (Wittkower y Wittkower 1963). Esa leyenda está constituida por el conjunto de estereotipos producidos por la impronta de mitos que se renuevan continuamente y que diseñan una suerte de biografía «pre-escrita»: así, el artista ha seguido una formación autodidacta que hace de él un héroe cultural, está marcado por una vocación precoz, tiene una vida en la que son recurrentes las figuras del exceso y de lo «fuera de norma». Ya hemos subrayado que también la lectura de Kris y Kurz, al ser deconstructiva avant la lettre, no destaca el último estereotipo, el que parece más difícil de derribar: los héroes son siempre y exclusivamente masculinos.

No hay biografías pre-escritas solo para los artistas. También se pueden encontrar para las artistas. Un examen de las biografías de artistas hombres y mujeres a finales del XIX muestra algunas diferencias interesantes (Cherry 1993: 78). Para los hombres prevalece un modelo de crecimiento lineal del individuo, que sigue el desarrollo de una posición intelectual, frecuentemente con luchas contra las adversidades y el triunfo final; sin embargo, las biografías de las mujeres tienden a la fragmentariedad, al estar basadas en anécdotas y retratos que ahogan y dispersan la unicidad y la coherencia de un desarrollo personal. Las diferentes estrategias narrativas por género parecen, por otro lado, deudoras de auténticos modelos sociales, ya que «la representación de actividades profesionales exigía una atenta negociación de códigos de decoro que protegiera al individuo femenino de la curiosidad pública» (ibídem). Así, las vidas de las artistas o las científicas acaban casi por no mostrarse como dignas de relieve biográfico: «Como muchas artistas, Miss Gay ha llevado una vida tranquila, sin acontecimientos importantes, absorbida por aspectos de estudio artístico, literario, científico», escribía Ellen Clayton, autora en 1876 de una amplia reseña de English Female Artists, usando para Susan Elisabeth Gay expresiones análogas a otras artistas.17

Precisamente la vida fragmentaria, que se da por supuesta, sin embargo, presenta la ventaja extraña de revelar toda su trama y consistencia de red social. El análisis realizado por Tuchman y Fortin (1980, 1984, 1989) en el Dictionary of National Biography para identificar las oportunidades y los recursos que estaban a disposición de las novelistas inglesas de la época victoriana, pone de manifiesto que la estructura y el desarrollo de las biografías acaban enfatizando la sociabilidad más en la vida de las escritoras que en la de los escritores, lo que refleja, también en este caso, la jerarquía de género y de clases de la sociedad de su época (Tuchman y Fortin 1989: 99). El estatus social de las autoras estaba determinado por los hombres, y las familias eran más importantes para las mujeres que para los hombres: se daban noticias sobre los progenitores de la mujer y no sobre los del hombre novelista, sobre los maridos de las escritoras y no sobre las mujeres de los escritores. Si anclar la vida de las artistas a redes de vínculos y relaciones familiares y afectivas reflejaba dependencia y jerarquía social, este gesto indirectamente restituía relevancia precisamente a aquellas pertenencias. En resumen, una biografía involuntaria con trasfondo social acaba narrando más historia de lo que lo hace una biografía heroica, inevitablemente abstraída de un contexto.18 Pero también se ha dado el caso de que el énfasis sobre la vida privada y social de un artista finalmente ha oscurecido o censurado su brillante vida pública: la obra y la vida de relaciones y de éxitos de Camille Claudel (todavía hoy) quedan en la sombra por su vida privada y su tormentosa relación con Rodin (Masten 1992, Mitchell 1989). Y precisamente el personaje de Rodin encarna la moderna leyenda del artista que, a partir de la vida maldita de Van Gogh, llega a la forma de extrema personalización en la primera mitad del XX, cuando las biografías y las autobiografías de los artistas, la publicación de sus cartas, la difusión de sus imágenes han contribuido a hacer de ellos auténticas estrellas, incluso más célebres que sus obras. Con una inversión paradójica de destinos, en el curso del siglo XX desaparecen las artistas y se personalizan los artistas: Duchamp, Dalí, Picasso, Warhol o Beuys son ejemplos de cómo el artista no es ya solo aquel que produce obras de arte, sino que es una figura vital y viva, es el protagonista de la obra, es aquel que llega a hacerse reconocer como artista (Heinich 2000, 2005).

Pocas artistas han conseguido tanta personalización como para convertirse en leyenda. En general, para ellas se trata de leyenda trágica: desde Artemisia Gentileschi en el XVII, hasta Camille Claudel en el XIX y Frida Kalho en el XX. Para ellas la fama se funde con una biografía dramática.

EL ARTE A DOS O MÁS

Además del paroxismo de las biografías mediáticas, la investigación sobre las artistas ha introducido un uso intencional de la mirada a lo privado, precisamente para reconstruir el clima y la red de las relaciones en las que un o una artista producía y trabajaba. Al presentar su diccionario biográfico sobre las artistas en América desde 1850 hasta la actualidad, Penny Dunford (1989: XXIII) observa que, para reestablecer la rica tradición –y no solo los prodigios y excepciones–, había decidido registrar no únicamente los simples elementos profesionales, sino también «cómo las mujeres adaptaban las circunstancias de su vida y sociedad a su actividad de arte», incluyendo detalles de su vida personal, por el impacto crucial que esta había tenido sobre la forma de su práctica artística. La ayuda o el antagonismo de los padres, la pareja o los amigos, la capacidad de obtener ayuda en el trabajo doméstico o el dinero para estudiar resultan factores vitales para entender la manera como las mujeres han sido capaces de trabajar en los mundos del arte.

El aspecto relacional no es únicamente significativo por las ventajas o las sinergias que puede activar, sino también desde el punto de vista de la creatividad. La utilización de una mirada de género está poniendo de relieve en especial un nuevo marco teórico en el que situar correctamente la creatividad individual. Hay recientes estudios que subrayan la importancia de los grupos, de las interacciones, de las amistades y de las influencias recíprocas en el desarrollo de la creatividad y discuten ulteriormente la noción de individualidad creativa heroica.19 Nos ofrece buenos ejemplos de ello el estudio de algunas parejas de artistas clásicas, heterosexuales y homosexuales: Camille Claudel y Rodin, Sonia y Robert Delaunay, Vanessa Bell y Duncan Grant, Leonora Carrington y Max Ernst, Frida Kalho y Diego Rivera, Kay Sage y Yves Tanguy, Marianne von Werefkin y Alexei von Jawlensky, Jean Arp y Sophie Teuber-Arp, Gabriele Munter y Vassily Kandinsky, Natalia Goncarova y Michail Larionov, Maia Uhden y Georg Schrimpf, Jasper Johns y Robert Rauschenberg, Lee Krasner y Jackson Pollock.

Con frecuencia, en las parejas de artistas se mezclan orígenes de países y culturas distintas, físicamente lejanas entre sí, y en algunos casos han sido precisamente las artistas –habitualmente olvidadas o relegadas a la sombra de un compañero célebre– las que han tenido un papel innovador capaz de traer nuevas miradas y nuevas maneras de hacer pintura. Es el caso de tres artistas extranjeras que llegaron a Italia en los años 1910 y 1920 y que allí conocieron a tres pintores famosos y se convirtieron en sus parejas: la inglesa Daphne Maugham con Felice Casorati, la rusa Antonietta Raphaël con Mario Mafai y la letona Edita Walterowna con Mario Broglio (Mattarella, Pontiggia y Sparagni 2003). En el mundo del arte a dos, o sea las parejas artísticas, la identidad individual y artística parece haber sido más el resultado de continuas y difíciles negociaciones, de confirmación y negación de los estereotipos de lo masculino y lo femenino, que la asunción estática e injusta de papeles oficiales precodificados, de manera que conduce también el acontecimiento artístico a la dimensión relacional (Chadwick y de Courtivron 1993).20

ARTE, CÍRCULOS SOCIALES Y GENERACIONES

Parafraseando lo que Maria Bellonci (1989: 85) hace decir a Isa bella d’Este, marquesa de Mantua, en su Rinascimento privato: «Nosotros que tenemos principado, tenemos redes de parentesco: y malo sería no tenerlas», también para los artistas se podría decir: «¡Malo si no tenéis red social!».

Si el reconocimiento pasa por la comunidad de los artistas, aquellos cuyo trabajo es invisible a los colegas están generalmente destinados a continuar siendo invisibles y, si la invisibilidad es el precio de estar fuera, la visibilidad pasa casi siempre por aquella red de relaciones, conocidos, contactos, que se suelen definir como círculos sociales.21 Incluso en el siglo XX el aislamiento ha caracterizado el trabajo de muchas artistas. En el caso de los Estados Unidos «el hecho de que tantas hayan trabajado aisladas, fuera de los círculos sociales, antes de 1970, ha impedido una entrada fundamental en el mainstream» (Rosen 1989: 9).

Representables como mapas de flujos relacionales, los círculos sociales parecen determinantes para crear y favorecer las condiciones para hacer arte, para ganar visibilidad, recursos y reconocimientos; constituidos por ambientes de amistades, conocidos, pero sobre todo de contactos más amplios que el cara a cara y lo personal, los círculos sociales son lugares estructurados, espacios que crecen y adoptan la forma de ambientes públicos, es decir, desvinculados de círculos privados, puramente familiares o de parentesco (Kadushin 1976: 769).22

Desde un punto de vista histórico, la del círculo en sentido estricto es una experiencia típicamente burguesa que surge a finales del XVIII primero en Inglaterra y después en otros países europeos, y se desarrolla como forma de socialización estructurada de la nueva clase a lo largo de todo el XIX.23 El círculo como lugar de encuentro se opone a la forma aristocrática del «salón» y se caracteriza por una fuerte connotación de género. Formado únicamente por hombres, el círculo toma distancia precisamente respecto a la socialización aristocrática de los salones, donde estaban presentes mujeres y hombres (Agulhon 1977: 52 y ss.), con relevantes consecuencias sobre la constitución de vínculos sociales, visibles e invisibles, en los mundos del arte.

De hecho, la pertenencia a redes sociales influyentes, como eran los salones del xviii, había caracterizado la experiencia de las artistas de aquel periodo. El éxito y la aceptación social de artistas como Rosalba Carriera, Angelica Kauffmann,24 Elisabeth Vigée-Lebrun y Adelaïde Labille-Guiard, se tenían que atribuir también al papel influyente de las mujeres en la sociedad de los salones del xviii, además de a la atención de aquel siglo por las mujeres con talento y su capacidad de expresar algo significativo sobre el tiempo en el que vivían (Nochlin y Sutherland-Harris 1976, trad. it. 1979: 41). Es testimonio de ello el autorretrato de Adelaïde Labille-Guiard, en el que se muestra en el acto de enseñar y transmitir técnicas y competencias a dos estudiantes femeninas, con autoridad y conciencia de ser una profesional de valía (Chadwick 1990: 156 y ss.).

Igualmente bajo ese perfil, el XIX es un siglo contradictorio. El nacimiento de círculos sociales burgueses, el club en sentido estricto, como lugares en los que se estructura y se representa una identidad de género (masculino) bien definida y competente, crea una progresiva exclusión de las burguesas, mientras que persiste una presencia pública parcial de las aristócratas (Agulhon 1977). Meriggi (1992: 196 y ss.) documenta este fenómeno con algunos círculos sociales de Milán en el XIX,25 y muestra que la mujer aristocrática, con sus herencias de estatus, era en realidad más autónoma y presente respecto a su contemporánea burguesa y también respecto a los varones de igual clase (ibídem: 210).26

Si es posible intuir las ventajas de pertenecer a un grupo, más difícil es decidir qué produce o qué está en la base de la constitución de un círculo social en el sentido que acabamos de mencionar. Una de las modalidades más probables es el compartir, por parte de un grupo generacional (Spitzer 1987: 3-34), una experiencia cultural común, política e incluso escolástico-académica o también institucional, capaz de producir suma respecto a valores o proyectos comunes. Cuanto más amplia y penetrante es la experiencia histórica, cuanto mayor es el número de personas de la misma edad que la comparte, más se puede hablar de una identidad colectiva (ibídem: 14). Así pues, es una característica importante de una generación compartir un espacio social, una experiencia histórico-social común que incide en las elecciones y los comportamientos de quien participa en él (Mannheim 1975, Saraceno 1986); en el ámbito artístico esto se traduce en compartir vínculos, recursos materiales y simbólicos que van del acceso a la formación, a las técnicas, al mercado. Lo podríamos definir como experiencia artística, o acontecimiento condicionado por lo que Bourdieu ha denominado el campo social del arte.27 Precisamente porque durante mucho tiempo estos recursos han estado socialmente poco disponibles para las mujeres, como muchas investigaciones de historia del arte ya han demostrado, se puede quizás afirmar que la experiencia artística para las artistas, más aún que para los artistas, está fuertemente connotada y marcada por la época en la que viven.28

Para las mujeres de la segunda mitad del XIX que intentaban emprender un camino en los mundos del arte, fue muy baja la posibilidad de convertirse en generación actual precisamente a causa de las fuertes dificultades para entrar en escuelas públicas o incluso en instituciones de formación destacadas. No obstante, quizás se puede ver en ellas una generación, si nos referimos al hecho de compartir la experiencia de la modernidad, como experiencia de cambio que acabó por incidir en sus elecciones y en sus comportamientos. En el nivel concreto, esto se tradujo en el hecho de compartir la experiencia artística de aquel siglo en particular.

En el XIX, la posibilidad por parte de aquella generación de artistas de producir y transformarse en círculos sociales se encontró con los obstáculos y las dificultades vinculados a las estructuras de género dominantes, aunque no faltaron lugares académicos como la Slade School de Londres de finales de siglo, la Académie Julian de París y otras formas asociativas o comunitarias que, como veremos posteriormente, contribuyeron a crear una idea de pertenencia a un grupo.

A pesar de la relevancia de este tema, ha sido poco investigada la pertenencia a círculos sociales artístico-culturales de hombres y mujeres, y en concreto su diferencia de participación y disfrute.29

Nuevamente constituye una excepción el trabajo de Tuchman y Fortin (1984, 1989). Al analizar lo que había contribuido a hacer a los escritores ingleses de la época victoriana más famosos que a sus muchas escritoras contemporáneas, estas autoras han destacado que el factor que más incidía para crear fama era la escolarización formal –entendiendo por fama aquella particular forma de capital simbólico que es capaz de autoincrementarse–. Las escritoras, más que los escritores, eran outsiders, figuras con menos escolarización formal que sus colegas,30 menos apoyadas por aquella dote social de amistades, que era a su vez el resultado de relaciones escolares y académicas:

El tipo adecuado de amistad promueve la fama. Si en las biografías de los hombres famosos citaban a sus compañeros de escuela como amigos influyentes, para las mujeres no sucedía lo mismo. Los contactos importantes de estas últimas se limitaban a otros escritores […], mientras que los de los escritores famosos se extendían a varios círculos artísticos, intelectuales y políticos (Tuchman y Fortin 1984: 91-92).

Por último, otro factor relevante para este grupo era el tiempo de residencia en Londres y, en consecuencia, la proximidad/exposición al centro del campo cultural literario.31

Los círculos artísticos tienen las características de lo que Kadushin (1976) define en sentido amplio como círculos culturales,32 movement circles aditivos en torno a un fuerte paradigma estético, aunque esta modalidad no parece describir toda la acción artística. Si pensamos en la época de los impresionistas, y en el ascenso contemporáneo del mercado y de los marchantes de arte, podemos reconocer, además de un canon estético, relaciones más pragmáticas. En realidad, un círculo social en el mundo del arte, además de identificar un canon estético, responde a otras funciones más materiales: por ejemplo, la de garantizar condiciones económicas y de visibilidad, como encontrar espacios expositivos y organizar las ventas (este ha sido el caso del American Artist Congress y de los American Abstract Artists, así como el de los Salons des Indépendants y los Refusés de la época de los impresionistas); la de hacer circular información sobre las innovaciones artísticas y promover la autoconciencia de los artistas; o también la de funcionar como verdadero lugar de valoración y autovaloración de los artistas (Bystryn 1981: 126).

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