Kitabı oku: «Mujeres que tocan el corazón de Dios», sayfa 2
Rut y Noemí:
Solidarias en el infortunio
En la Biblia, el Libro de Rut nos presenta una historia del tiempo de los Jueces, en la cual se habla del genuino amor entre dos viudas. En aquella época, la mujer no podía ser independiente, porque la sociedad estaba dominada por el poder masculino. De hecho, las viudas no heredaban nada de sus maridos; por el contrario, quedaban bajo la protección de sus hijos mayores. Si carecían de descendencia, regresaban al hogar paterno. Si tampoco tenían padre, caían en la pobreza más absoluta, vulnerables a toda forma de opresión y a merced de los jueces deshonestos.
Huyendo del hambre, cierta familia de judíos que habitaba en Belén migró al país de Moab. Se trataba de Elimelec, su esposa Noemí y sus dos hijos, Majalón y Guilyón. Elimelec murió. Los hijos, casados con mujeres moabitas, perecieron también. Así, las tres mujeres quedaron viudas. Noemí decidió volver a su tierra; en el camino, insistió a Rut y Orfa, sus nueras, que volvieran a sus familias y a su religión, porque el futuro era incierto. Orfa siguió su consejo, pero Rut se mantuvo firme y decidió quedarse con su suegra, diciéndole que solo la muerte podría separarlas: “No me obligues a dejarte yéndome lejos de ti, pues a donde tú vayas, iré yo; y donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1,16-17).
Las viudas llegaron a Belén cuando comenzaba la cosecha de la cebada. Noemí tenía en aquel lugar un pariente político importante, llamado Booz. Rut pidió permiso a su suegra para recoger espigas en algún sitio donde el propietario se lo permitiera. Era costumbre que los indigentes recogieran las sobras de las espigas cuando los segadores terminaban su trabajo. Sin saberlo, la nuera moabita fue a espigar justamente en la propiedad de Booz, y trabajó todo el día, sin descansar.
Al enterarse de cuán generosa era Rut con su suegra, Booz comenzó a tratarla muy bien, invitándola a comer a su mesa y permitiéndole espigar sin problema. Noemí recordó entonces que la ley establecía que las viudas podían casarse con el pariente más próximo del marido fallecido, para que tuvieran un hijo de él y pudieran así rescatar su herencia. De esta manera, Rut siguió los consejos de su suegra. Booz hizo las negociaciones, rescató el derecho de otro pariente cercano, cumplió los protocolos y rituales, y se casó con Rut. Dios los bendijo con un hijo: Obed, padre de Jesé y este, a su vez, padre del rey David.
Noemí se hizo cargo de su nieto adoptivo, y las mujeres le decían: “Bendito sea Yahvé, que no ha permitido que un pariente cercano de un difunto faltase a su deber con este, sin conservar su apellido en Israel. Este niño será para ti un consuelo y tu sustento en tus últimos años, pues tiene por madre a tu nuera, que te quiere y vale para ti más que siete hijos” (Rut 4,14-15).
Doblemente pobres son las mujeres
que sufren situaciones de exclusión,
maltrato y violencia…
entre ellas encontramos constantemente
los más admirables gestos
de heroísmo cotidiano en la defensa
y el cuidado de la fragilidad de sus familias.
(Papa Francisco, Evangelii Gaudium 212).
¡Oh Espíritu Divino, Padre de los pobres,
luz de los corazones!
En ti, la fuerza femenina
vence todas las flaquezas.
Concédeme tus dones
para que siga yo el camino
de las mujeres buenas y valerosas,
que se unen solidariamente
en la construcción de la justicia y la paz.
Creo en la fuerza de la unión
que llena el vacío, y hace florecer la vida
en medio del desierto.
Amén.
Mujeres sanadas por Jesús:
Con toda la dignidad
Jesús dejó de lado las leyes sociales y religiosas que marginaban y excluían a las personas, especialmente a las mujeres. Con ellas se mantuvo cercano y en diálogo. Escuchaba sus peticiones y dejaba que lo tocaran; las sanó, las hizo vivir con dignidad y hasta aprendió de ellas. Las incluyó en su movimiento, y muchas de ellas se convirtieron en discípulas suyas.
En particular, Jesús quebrantó las normas y rituales del sistema de pureza. Las mujeres eran consideradas impuras, sobre todo en sus días de menstruación y en la etapa posterior al parto. En tales momentos no podían tocar a las personas ni ciertos objetos.
El evangelio de Marcos (5,21-43) habla de una mujer considerada permanentemente impura, porque padecía un flujo crónico de sangre. Además de la aflicción física, tenía que soportar el sufrimiento social, al verse privada de la convivencia con los demás. Sin poder relacionarse ni tener hijos, estaba condenada a la marginación y a ser vista como una pecadora.
Hacía ya doce años que aquella mujer luchaba por curarse. Había gastado en médicos todo lo que tenía, pero la hemorragia solo empeoraba. Entonces, aprovechando que Jesús se dirigía a casa de Jairo para sanar a su hija, la dismenorreica se le aproximó en medio de la multitud. Su fe en Jesús era tan firme, que tenía esta certeza: le bastaría tocar la orla de su manto. Así, se le acercó por detrás y lo tocó. La hemorragia cesó al instante; la mujer trató de alejarse sin que se dieran cuenta.
Sin embargo, Jesús percibió aquel tacto. Sintió que de él había brotado una energía, de manera que interrumpió su caminata y preguntó quién lo había tocado. La mujer se postró temblando a sus pies, le confesó que había sido ella y le contó su historia. Jesús le dijo entonces: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Jesús liberaba a las mujeres por completo, dándoles la oportunidad de llevar la cabeza erguida. Así queda constatado en Lucas 13,10-17. Era un sábado, y Jesús enseñaba en una sinagoga cuando vio a una mujer tan encorvada que era incapaz de ver el rostro de las personas. Había vivido ya dieciocho años en esa condición. Jesús la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu mal”. Le impuso las manos y ella se irguió al instante, ¡curada! Después, al discutir con el presidente de la sinagoga que lo criticó por haber realizado la sanación en día de sábado, Jesús se refirió a la mujer como “hija de Abraham”.
Durante la pasión de Jesús, atemorizados, casi todos los discípulos se encerraron en una morada. Sin embargo, varias mujeres lo acompañaron, aunque fuera desde lejos. Algunas de ellas incluso se mantuvieron junto a la cruz, lo mismo que su madre y el apóstol Juan.
La ley humana no debe controlar
la intimidad del ser humano.
(Tomás de Aquino).
¡Oh Jesús misericordioso,
tú eres el camino, la verdad y la vida!
Creo en ti, resucitado, amigo y libertador.
Aléjame del miedo y el conformismo,
quítame el complejo de inferioridad,
ayúdame a cambiar los hábitos insanos,
líbrame de la arrogancia
que disfraza mis inseguridades.
No permitiré que me traten
como el sexo débil,
ni que usen mi cuerpo como un objeto
o resten importancia a mis sentimientos.
Que, como tú, me deje tocar
por quien padece,
que sea yo un instrumento de tu fuerza,
para que tu poder brille en la dignidad
de todo ser humano.
Amén.
Marta y María:
Escuchar la Palabra y actuar
Si unimos las versiones del Evangelio de Jesús difundidas por Lucas (10,38-42) y Juan (11,1-44), nos encontramos con esta hermosa anécdota:
Las hermanas Marta y María, junto con su hermano Lázaro, vivían en Betania, una aldea muy cercana a Jerusalén. Jesús visitaba con frecuencia su casa, donde compartía la amistad, el alimento, el descanso y la consagración al Reino de Dios.
María acostumbraba dejarlo todo para sentarse a los pies de Jesús y escucharlo atentamente. Su actitud era inusitada, en comparación con las tradiciones y las costumbres sociales y religiosas que primaban en aquel tiempo. Jesús, el divino maestro, daba lugar al aprendizaje y el liderazgo de las mujeres. Por su parte, Marta, ama de casa presa de las actividades del hogar, se ahogaba en los detalles. Pero Jesús le abrió el horizonte, mostrándole su capacidad para crecer como persona y como discípula.
Lázaro enfermó. Jesús se enteró por las hermanas y, tan pronto como pudo, se dirigió a verlo. Los discípulos no querían dejarlo ir, porque las autoridades de Jerusalén estaban persiguiéndolo. Pero él les dijo que Lázaro había muerto; logró llegar a las proximidades de la aldea, acompañado por sus discípulos, cuatro días después de que su amigo había sido sepultado. La casa de Marta y María se encontraba llena de judíos que habían ido a consolarlas.
Marta, mujer activa y sabia, supo que Jesús estaba cerca y fue a encontrarlo hasta las afueras del poblado. Hablando con Jesús, expresó toda su confianza en él y proclamó su fe: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!” Enseguida llamó a su hermana y le dijo al oído, porque se hallaban presentes personas que querían matar a Jesús: “El maestro está aquí, y quiere verte”. María se levantó de prisa y fue al encuentro de Jesús.
Creyendo que María había ido a la tumba de su hermano para llorar, los judíos se dirigieron allá. Pero ella se encaminó a donde estaba Jesús y se arrojó a sus pies. “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Todos lloraban. Conmovido, Jesús pidió que lo llevaran al lugar donde descansaba Lázaro. Allí también él lloró. Y resucitó a su amigo.
Aun en aquella situación tan delicada, Marta y María se unieron al proyecto de Jesús con toda su fe y su valentía. En ese momento se convirtieron en sus discípulas, desafiando las normas impuestas por los varones del poder judío y del poder romano.
Si la gente crece con los duros golpes de la vida,
también podemos crecer con suaves toques en el alma.
(Cora Coralina).
¡Maestro Jesús, creo en ti!
Quiero ser tu discípula.
Tú me llamas: heme aquí, dispuesta
a ser una mujer nueva.
Soy Marta, laboriosa, servicial e impaciente;
soy también María, postrada a tus pies,
apasionada aprendiz.
Cargo un pesado fardo de tareas y obligaciones,
pero sé el tipo de mujer que soy y puedo florecer.
Quiero armonizar ambas personalidades:
ser Marta en contemplación,
y María, que ora a través
de la acción transformadora.
Que no me pierda en el exceso
de las cosas pasajeras.
En el horizonte de tu Reino,
¡elijo lo que vale la pena!
Amén.
María de Magdala:
Apóstola de los apóstoles
Los cuatro evangelios se refieren a María Magdalena como “María, la de Magdala”, pues era aquella una pequeña ciudad próxima al Mar de Galilea. Para conocer a esta María, consultaremos particularmente Lucas 8,1-3 y Juan 20,1-18, así como los escritos llamados apócrifos, es decir, los que quedaron fuera de la Biblia.
María fue sanada por Jesús, quien hizo que salieran de su cuerpo “siete demonios”. De acuerdo con la mentalidad de la época, se consideraba que las enfermedades eran provocadas por espíritus malignos. Cuando se trataba de un padecimiento crónico o muy grave, se responsabilizaba a “siete demonios”. Curadas, María y muchas otras mujeres siguieron a Jesús y a sus discípulos varones en su camino por Galilea, contribuyendo con sus propios bienes al sostenimiento del grupo.
María de Magdala caminó al lado de Jesús y le fue fiel hasta el mismo pie de la cruz. El domingo posterior a la muerte del maestro, salió de su casa de madrugada, cuando todavía estaba oscuro. Al llegar a la tumba, se dio cuenta de que la piedra que la cerraba había sido movida y que la sepultura estaba vacía. Corrió entonces a dar aviso a Pedro y a Juan. Ellos se dirigieron allá de inmediato, constataron el hecho y se retiraron. María, en cambio, se mantuvo a la salida del sepulcro. Ángeles y, después, un supuesto jardinero, le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella respondió: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Luego, le pidió a quien creyó que era el vigilante del huerto: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré”. Pero el hombre aquel era nada menos que Jesús, y la llamó por su nombre: “María”. Inmediatamente ella se dio la vuelta y exclamó: Rabboní (maestro de maestros). Jesús replicó: “Suéltame, pues aún no he subido al Padre”, y la mandó a anunciar a los discípulos que había resucitado.
María Magdalena, fuerte y afectuosa, lideró el grupo de mujeres que testimoniaron antes que nadie los hechos que rodearon la resurrección de Jesús. Ella comprendió el mensaje del maestro mejor que los discípulos varones. En los primeros tiempos del cristianismo, fue apóstola y evangelizadora. Diversas comunidades de fe se desarrollaron en torno a su ministerio.
Lamentablemente, la memoria histórica de las muchas discípulas de Jesús fue quedando en la sombra. Y la historia de María Magdalena terminó mezclándose con las de otras mujeres con fama de pecadoras. A lo largo de muchos siglos, fue recordada como una pecadora pública, una prostituta arrepentida.
A pesar de lo anterior, los cristianos de Oriente siempre la reverenciaron como “la apóstola de los apóstoles”. El catolicismo sigue recordándola con el título de Santa María Magdalena. En 2016, por deseo expreso del papa Francisco, su celebración se elevó a nivel de gran festividad, tal como ocurre con las de los demás apóstoles.
Ya no hay diferencia entre judío y griego,
entre esclavo y hombre libre; no se hace diferencia
entre hombre y mujer, pues todos ustedes
son uno solo en Cristo Jesús.
(Gálatas 3,28).
¡Oh María Magdalena, apóstola llena de amor,
corazón en sintonía con el del Maestro Jesús,
primera mensajera de su victoria pascual!
Cuando el vacío de un sepulcro
y la incertidumbre del rumbo
me hagan llorar en la madrugada oscura y fría,
colócame bajo la mirada misericordiosa de Jesús.
En él encontraré la cura de todo lo que impide
el florecimiento de mi dignidad humana
y de mi dignidad de mujer.
Con la luz del Cristo resucitado,
iré a los hermanos para compartir con ellos
mi experiencia de fe.
Que el amor hable más alto, que nadie sea excluido,
que el Reino de Dios se realice.
Amén.
Lidia:
Trabajadora y apóstola
Como leemos en los Hechos de los Apóstoles 16,11-55, Lidia era artesana y comerciante. Había nacido en Tiatira, pero vivía en Filipos. Vendía telas que compraba en su ciudad natal, y que eran más baratas porque la púrpura utilizada para teñirlas no procedía de un molusco, sino de una planta. Previamente convertida al judaísmo, al escuchar las enseñanzas del apóstol Pablo y su compañero Silas, se convirtió en cristiana. Y, como era líder de las mujeres que frecuentaban la casa de oración, muchas siguieron su ejemplo.
Bajo el poder romano que dominaba aquella sociedad, las mujeres estaban sometidas a los hombres y carecían de voz y voto. En las comunidades cristianas, sin embargo, era distinto; allí convivían fraternalmente, sin discriminaciones.
Así, Lidia ofreció su propia casa para que se llevaran a cabo las reuniones de los cristianos. Aquella fue la primera comunidad cristiana en la región de Macedonia. Lidia la administraba, protegía a sus miembros y puso a su disposición los bienes materiales con que contaba. Muchas veces, era ella misma quien dirigía a la comunidad, aunque se apoyaba en otras personas, porque ella viajaba bastante debido a su trabajo. Además de todo lo anterior, Lidia brindaba hospitalidad y protección política a los hermanos de fe que llegaban de otros lugares.
Es importante recordar que los apóstoles y los misioneros cristianos eran víctimas de persecución. Por ello, Lidia invitaba a Pablo y a Silas a que se quedaran en su casa. Cierta vez, ambos fueron juzgados y condenados por las autoridades de la ciudad, debido a que Pablo había desenmascarado a un supuesto “espíritu adivino” que se ocultaba tras las profecías de una joven. Además de padecer marginación por ser mujer y gentil, la adivina era esclava, y con sus augurios generaba mucho dinero para los hombres que la explotaban. Pablo y Silas fueron desnudados, atados, azotados y apresados, bajo la acusación de atentar contra las costumbres romanas. Cuando salieron de prisión, los dos se dirigieron a la casa de Lidia.
Como vemos, la contribución de Lidia a la evangelización de los llamados gentiles o paganos, y a la expansión de las comunidades cristianas entre ellos, fue muy grande. Fue una importante colaboradora del apóstol Pablo. Era líder, trabajadora y maestra, y fue convirtiéndose poco a poco en una verdadera apóstola.
Al mismo tiempo, ayudó a fomentar las relaciones fraternas e igualitarias entre todos los cristianos. A su alrededor, muchas mujeres –incluso las esclavas– se sentían acogidas, respetadas y reconocidas en su dignidad.
La tierra es nuestra casa común
y todos somos hermanos.
(Papa Francisco, Evangelii Gaudium 183).
Padre querido, aquí estoy, sola delante de ti.
Sé que tu mirada compasiva
abarca a tantas personas ligadas a mi vida,
a mi trabajo, a mis desplazamientos;
gente cercana y lejana, necesitada y dispersa.
A veces, lo más difícil es unir
a quienes están más cerca,
proteger a quien convive conmigo
en el día a día.
Otras veces, me siento tentada
a encerrarme en mi mundo
y olvidarme de todos los dramas
de la gran familia humana.
¡Despierta mi ser femenino,
oh Padre de todas y todos!
Ayúdame a abrir los brazos y el corazón,
y usar mis dones para unirme
a quienes buscan crear fraternidad.
Amén.
Priscila:
Ministra que enseña con autoridad
Priscila y Áquila eran una pareja de judíos convertidos al cristianismo. Leemos sobre ellos en Hechos 18 y 19. Trabajaban como artesanos de tiendas de campaña. Fabricar aquellas tiendas era una labor muy dura, que desempeñaban sobre todo los esclavos y ex esclavos.
Priscila y Áquila también eran misioneros. Viajaban mucho, así que habían vivido ya en varios lugares, obligados por las circunstancias políticas o debido a la misión. En algún tiempo residieron en Roma, pero ellos y otros judíos cristianos fueron expulsados de allí. La pareja se mudó entonces a Corinto.
El apóstol Pablo, convertido después que ellos, también se avecindó en esa ciudad. Allí los conoció y se fue a vivir a su casa. Con ellos trabajaba fabricando tiendas para mantenerse, al mismo tiempo que difundía el Evangelio, formaba comunidades cristianas y las acompañaba.
Tras un largo tiempo en Corinto, Priscila y Áquila viajaron al lado de Pablo para fundar la Iglesia de Éfeso. Pero allí enfrentaron un gran problema.
Un orfebre llamado Demetrio fabricaba nichos de plata con la figura de la diosa Artemisa, con lo cual ganaba mucho dinero. Artemisa era la diosa más importante de la ciudad de Éfeso, cuyos moradores sostenían que la estatua que la representaba había caído del cielo. Los orfebres se veían muy beneficiados, comercializando toda suerte de objetos con la imagen de la diosa. Demetrio reunió a los artesanos y trabajadores del ramo, y los incitó en contra de Pablo, porque estaba convirtiendo a mucha gente y la diosa perdía adeptos a consecuencia de ello. La agitación se propagó por toda la ciudad. Pablo iba camino al teatro, pues ahí difundía su mensaje, pero sus amigos lo salvaron al impedirle que se acercara al lugar.
El apóstol fue expulsado de la ciudad de Éfeso, pero Priscila y Áquila se quedaron allí para continuar el trabajo de evangelización. En todos los sitios donde residió la pareja, su hogar se convirtió en una casa-iglesia.
Pablo recibió mucha ayuda de Priscila y Áquila, tanto en el conflicto vivido con los orfebres de Éfeso, como cuando estuvo preso. Su relación con la pareja fue siempre grata, pues ellos arriesgaron su vida para salvarlo a él y a otros varios integrantes de la comunidad, como vemos en Romanos 16,3.
Priscila era muy conocida entre los cristianos por su liderazgo y por ser una ministra de Iglesia que enseñaba con autoridad. Es por ello que, en contra de la costumbre que determina nombrar primero al marido, en los relatos bíblicos del Nuevo Testamento por lo general se le cita antes que a Áquila.
… la relación fecunda de la pareja
se vuelve una imagen para descubrir
y describir el misterio de Dios,
fundamental en la visión cristiana
de la Trinidad que contempla
en Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu de amor.
(Papa Francisco, Amoris Laetitia 11).
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