Kitabı oku: «Arte, imagen y experiencia: perspectivas estéticas», sayfa 3
Bibliografía
Álbum de Cean. Londres: The British Museum, 1975.
Blas, Javier y Manuel Matilla. El libro de los desastres de la guerra, 2 volúmenes. Madrid: Museo del Prado, 2000.
Bozal, Valeriano. Francisco Goya. Vida y obra. 2 volúmenes. Madrid: TF. Eeditores, 2005.
Canellas, Ángel, ed. Francisco de Goya. Diplomatario. Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 1981.
Cruz Valdovinos, Jose Manuel. Goya. Barcelona: Salvat, 1984.
Diplomatario de Francisco de Goya. Ángel Canellas López. Publicación número 826 de la Institución “Fernando el Católico”. Zaragoza, 1981.
Dufour, Gerard. Goya durante la guerra de la independencia. Madrid: Cátedra, 2008.
Glendinning, Nigel. “A Solution to the Enigma of Goya’s ‘Emphatic Caprices’, nos. 65-80 of The Disasters of War”. Apollo CVII, nro. 193 (1978), 186-191.
Goya en tiempos de guerra. Madrid: Museo del Prado, 2008.
1.Álbum de Ceán, en The British Museum (Londres, Reino Unido), Prints and Drawings, 1975, 1025.421.1-2.
2.Nota de los editores: las reproducciones de las láminas que aparecen en este capítulo fueron tomadas originalmente, por el autor, del Álbum de Ceán, que reposa en The British Museum; de Los desastres de la guerra, en la edición de la Real Academia de Bellas Artes, cuyos originales se conservan en el Museo Nacional del Prado; del catálogo realizado por el mismo museo a raíz de la exposición Goya en tiempos de guerra y de la página web de la Biblioteca Nacional de España. Véase Javier Blas y Manuel Matilla, El libro de los desastres de la guerra, 2 vol. (Madrid: Museo del Prado, 2000) y Goya en tiempos de guerra (Madrid: Museo del Prado, 2008). Sin embargo, debido a las restricciones impuestas por estas instituciones, los editores decidieron utilizar las imágenes de Los desastres de la Guerra, en la edición de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, publicada en Madrid en 1863, que actualmente se encuentran en las colecciones digitales de The New York Public Library, a disposición del público, en acceso abierto y sin limitaciones para la reproducción. Por tanto, con excepción de la figura 1 (tomada de The British Museum), la figura 11 (tomada de la Biblioteca Nacional de España) y la figura 23 (tomada del Museo Nacional del Prado), todas las imágenes proceden de las colecciones de The New York Public Library o de Wikipedia, como se indica en la parte inferior de cada una.
3.Esta fecha aparece mencionada en algunas láminas, por ejemplo, la nro. 27, “Caridad”.
4.Este grabado es más pequeño que los otros de la serie (142 x 168 mm). La escasez de láminas de cobre hizo que Goya usara de nuevo dos planchas en las que antes había grabado paisajes. Partió cada una de ellas, a su vez, en dos, a fin de poder utilizarlas para cuatro nuevos grabados: 13 y 15; 14 y 30. Esa es la razón de que estos cuatro sean de un formato más pequeño que los otros.
5.El primer sitio de Zaragoza duró del 15 de junio al 13 de agosto de 1808, siendo esta la fecha en que las tropas francesas se retiran. El segundo sitio tuvo lugar del 20 de diciembre de 1808 al 20 de enero de 1809.
6.Ángel Canellas, ed., Francisco de Goya. Diplomatario (Zaragoza: Institución Fernando el Católico, 1981), 362.
7.Tal como dice Valeriano Bozal, “Los héroes que Goya ha representado no posan, mientras que héroes y heroínas de las estampas populares mantienen una actitud retórica reconocible por todos”. Valeriano Bozal, Francisco Goya. Vida y obra, vol. 2 (Madrid: TF. Editores, 2005), 212.
8.Cf. Goya en tiempos de guerra (Madrid: Museo del Prado, 2008), 298.
9.Ante los reveses que estaban sufriendo las tropas francesas tanto en Portugal como en España, Napoleón decidió ir personalmente a España al mando de un ejército de 250 000 soldados. Llegó a la península ibérica en noviembre de 1808 y restableció el control francés en España. El 4 de diciembre de ese mismo año tomó Madrid y restituyó en el poder a su hermano José. El 6 de enero de 1809, Austria declaró la guerra a Napoleón y este se vió obligado a abandonar Madrid a toda prisa.
10.No se sabe exactamente dónde estuvo Goya en los meses precedentes. Seguramente, al acercarse las tropas de Napoleón en noviembre de 1808, se fue a su pueblo natal, Fuendetodos, en la provincia de Zaragoza, donde debió quedarse por un tiempo. Pero después desaparecen sus huellas hasta la primavera del año siguiente, cuando se encuentra de nuevo en Madrid.
11.La información de las vicisitudes de este medallón la da detalladamente Jose Manuel Cruz Valdovinos. Goya (Barcelona: Salvat, 1984).
12.Reproducido de la página web de la Biblioteca Nacional de España, donde pueden encontrarse todos los ejemplares del Diario de Madrid de aquellos años. Diario de Madrid, Madrid, 26 de marzo de 1811, 342, http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0001722394&search=&lang=es
13.Los documentos relativos al proceso se encuentran en Canellas, Francisco de Goya. Diplomatario, 370 y ss.
14.No obstante, había algún punto en el que la Constitución no rompía del todo con el pasado, ya que declaraba la religión católica como religión del estado, dando por supuesto que era la única religión verdadera.
15.Ha de tenerse en cuenta que Goya pintó los dos famosos cuadros de El dos de mayo: la lucha con los mamelucos y El tres de Mayo de 1808: los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío en 1814, después de finalizada la guerra.
16.Nigel Glendinning puso particularmente de relieve la relación de los “Caprichos enfáticos” con la obra de Casti. Véase Nigel Glendinning, “A Solution to the Enigma of Goya’s ‘Emphatic Caprices’, nos. 65-80 of The Disasters of War”, Apollo CVII, nro. 193 (1978), 1861-191.
17.Este texto es la traducción del último verso de una estrofa del canto XXI de Gli animali parlanti. El texto original en italiano dice: “Schiava umanita, la colpa é tua”.
Capítulo 2
Poéticas y visualidades de la memoria. El arte como arqueología de la violencia política*
Felipe Martínez Quintero
Introducción
Las tramas de sentido que articulan esta reflexión parten de la intención de analizar la forma como algunas prácticas artísticas que tematizan aspectos relacionados con la violencia política en Colombia en las últimas dos décadas, proponen formas particulares de mediar y resignificar la experiencia derivada de esta realidad colectiva.
Se proponen como casos de análisis algunos de los trabajos artísticos de Juan Manuel Echavarría y Erika Diettes, quienes han venido proponiendo de forma sistemática aproximaciones a esta realidad, desde ópticas y procesos que involucran la presencia y el vínculo con sobrevivientes y familiares de víctimas; espacios de diálogo sobre las experiencias de la violencia; recorridos y estancias temporales en geografías y espacios en los que la guerra ha tenido lugar; y la realización de proyectos visuales, audiovisuales e instalativos que proponen registros y activan posibilidades reflexivas sobre los efectos de la violencia política y el conflicto armado interno como experiencia constitutiva de la realidad colectiva del país.
Estas apuestas expresivas configuran no solo formas de representación relacionadas con las consecuencias de la violencia, sino que permiten la configuración y circulación de un tipo de registro que da lugar a la creación de archivos culturalmente transmisibles, en los cuales se despliega una forma particular de problematizar nuestro pasado reciente y nuestras formas de construcción discursiva. Tales prácticas contienen inscripciones y rasgos de nuestro devenir histórico, al tiempo que generan claves comprensivas y nuevos interrogantes que se proyectan en nuestras posibilidades de futuro.
Redefinición de la relación entre arte y política
En El Malestar de la estética, Jaques Rancière señala cómo la relación entre arte y política en la contemporaneidad se encuentra enmarcada en lo que denomina “el fin de la utopía estética”, es decir, la puesta en crisis de “la idea de una radicalidad del arte y de su capacidad de contribuir a una transformación absoluta de las condiciones de existencia colectiva”.1
De este panorama posutópico de las prácticas artísticas se derivan, según Rancière, dos configuraciones expresivas que caracterizan los vínculos y las nuevas tensiones entre el arte y la política. En primer lugar, la emergencia de unas prácticas del arte que, sin negarse la posibilidad de configurar una mirada crítica frente a las relaciones y formas de ser colectivas, se distancian de los lenguajes comprometidos con las ideologías políticas que tuvieron auge en los años sesenta y setenta. En este caso, la radicalidad de estas prácticas se mantiene en sus formas de expresión y en la intención de proponer lecturas heterogéneas o, incluso, yuxtapuestas sobre la experiencia del mundo, a través de una actualización de su potencia expresiva. Así, advierte Rancière: “Esta potencia es con frecuencia pensada bajo el concepto kantiano de lo ‘sublime’ como presencia heterogénea e irreductible en el corazón de lo sensible de una fuerza que lo desborda”.2
En segundo lugar, unas prácticas relacionales que se distancian de las pretensiones de transformación de las condiciones de vida por medio del arte, pero que insisten en comprender las prácticas artísticas como formas de intersticio social. En este caso, si bien las prácticas del arte no pueden transformar por completo los aspectos conflictivos de una sociedad, sí están en capacidad de abrir un espacio y un tiempo propios, desde los cuales es posbible abstraer y tematizar aspectos de interés colectivo. Este ámbito relacional permite al artista constituir recortes de realidad en los que se hace posible abrir un espacio de discursión, de diálogo o como mínimo de reflexión, en el que es posible reconfigurar o repensar rasgos de las interacciones colectivas.
En la primera conformación, que denominaremos aquí como “actualización de lo sublime”, Rancière propone, a su vez, dos consideraciones expresivas. Por una parte, las prácticas artísticas que intentan instalar “un ser en común anterior a toda forma política particular”,3 es decir, prácticas artísticas que suscitan formas de cohesión concretas a través de la detonación de sentido de una imagen o referente común y su intensificación expresiva. Por otro lado, las prácticas artísticas que asumen la función de “testimoniar la existencia de lo no presentable”, es decir, que asumen como eje central de expresividad la “separación irreductible entre la idea y lo sensible”.4 Por ende, el tipo de posibilidad de cohesión que suscitan las prácticas artísticas no está construida sobre la sedimentación de una promesa de transformación política, ni siquiera en un sentido estricto a través de la denuncia, sino por el contrario, en la conformación de una instancia en la que el colectivo se reconoce desde un reflejo negativo, en el que es posible desplegar una visión crítica de la realidad compartida.
En la segunda vía, Rancière advierte la referencia a prácticas del arte que proyectan sobre una condición relacional la posibilidad de problematizar situaciones y contextos microsociales, no con el fin de transformar su conformación, sino de crear o recrear lazos y puntos de conexión entre sujetos a través de las interacciones colectivas. Advierte Rancière:
La estética relacional rechaza las pretensiones de autosuficiencia del arte al igual que los sueños de transformación de la vida a través del arte, pero reafirma sin embargo una idea esencial: el arte consiste en construir espacios y relaciones para reconfigurar material y simbólicamente el territorio de lo común.5
De este modo, el lugar de lo político en el arte, desde esta perspectiva, no tendría que ver necesariamente con la denuncia, con una función documental o incluso, con una forma de sanar o remediar el daño ocasionado por la experiencia de la violencia política, la segregación o la discriminación, sino más bien con la continua posibilidad de constituirse como una presencia inquietante, como una forma de aludir a otros sentidos de la experiencia de la violencia. La práctica artística opera en este caso como mediación frente a aspectos problemáticos de la realidad, abre un espacio, un intersticio, en el que es posible repensar o ver desde otras perspectivas los efectos de las tensiones y las interacciones colectivas.
Si bien hay apuestas creativas que no se instalan del todo en un ámbito relacional, muchas de ellas recurren a proponer la inscripción de imágenes, secuencias audiovisuales y acercamientos performativos que apuntan a “testimoniar la existencia de lo no presentable”; se instalan en ese ámbito de hacer visible lo que las imágenes de circulación mediática pasan por alto o a reconfigurar los tiempos, las velocidades y los espacios de circulación. En este sentido, Rancière advierte de nuevo:
El arte no es político, en primer lugar, por los mensajes y los sentimientos que transmite acerca del orden del mundo. No es político, tampoco, por la manera en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos o las identidades de los grupos sociales. Es político por la misma distancia que toma con respecto a sus funciones, por la clase de tiempos y de espacio que instituye, por la manera en que recorta este tiempo y puebla este espacio.6
En este marco de referencia tiene lugar un replanteamiento del valor político en las prácticas artísticas, expresado también en perspectivas como la de Mieke Bal, teórica de los estudios visuales. Según Bal, el arte que se supone y se reclama a sí mismo como político y que “se manifiesta en lugar de realizar, que declara en lugar de actuar, que decreta en lugar de hacer un esfuerzo” y que termina reduciéndose a un juicio moralizante o de simple señalamiento a lo que considera como dominante: “ideología, clase, institución, pueblo”, y a partir de la puesta en juego de su carácter reaccionario termina proclamando “su propia inocencia”.7
De este modo se hace visible, desde el agenciamiento de estas prácticas artísticas, una tematización de situaciones y contextos que emergen de la conformación de realidades compartidas en las cuales tales prácticas operan como mediaciones, como un espacio para su problematización. En el caso de las prácticas artísticas que tematizan aspectos relacionados con la violencia política en Colombia, tomamos como casos de análisis a los artistas Juan Manuel Echavarría y Erika Diettes. Intentaremos entonces, de aquí en adelante, hacer visibles algunas de las mediaciones que tienen lugar en sus procesos creativos y la forma como desde sus interacciones y posibilidades expresivas resignifican aspectos de la experiencia de la violencia política.
El arte frente a la violencia: poéticas, políticas y formas de interacción
Rostro y testimonio
Entre los años 2003 y 2004, Juan Manuel Echavarría presenta el trabajo artístico titulado Bocas de Ceniza.8 La pieza audiovisual, cuya duración es de un poco más de dieciocho minutos, contiene ocho testimonios expresados en cantos, los cuales son interpretados por testigos-sobrevivientes de acontecimientos enmarcados en las dinámicas de la violencia política en distintas zonas geográficas del país. Los cantos recrean episodios como los desplazamientos masivos ocurridos en el Bajo Atrato entre el 2000 y el 2002 y las masacres de El Salado y Bojayá, ocurridas entre el 16 y el 19 de febrero del 2000 y el 2 de mayo de 2002, respectivamente.
Los testimonios se inscriben en ritmos, cosmovisiones y creencias propios de los contextos geográficos en los cuales se originan, constatando no solo que están constituidos de datos y hechos objetivos, sino que remiten a formas particulares del recuerdo que contienen su propia gramática. Es decir, que el testimonio se construye siempre desde un posicionamiento subjetivo que no solo hace referencia a hechos, sino a todo un entorno, a maneras particulares de ser y habitar el mundo.
El artista, en este caso, registra las gestualidades, propicia un espacio, elige un plano secuencia y reúne en el formato del video las distintas maneras de narrar, sin intervenir en el sentido y en la forma como cada canto relata la experiencia de la violencia. Propone una perspectiva que implica la decisión de registrar los rostros en primer plano y separar por transiciones sencillas cada testimonio, manteniendo sus matices y particularidades.
¿Qué les imprime a estos testimonios el hecho de hacerse canto? En este caso, cantar permite transitar de la palabra del testimonio a la acción performativa, es decir, a un campo de enunciación que no solo involucra el contenido semántico de las palabras, sino una relación tejida con la gestualidad, con la piel, con el cuerpo, con el entorno, con el ritmo, con las formas de autoafirmación en un espacio y un tiempo concreto. Al respecto, relata Echavarría:
En Bocas de Ceniza ya está la guerra, pero al transformar su dolor en un canto, también eso es una transformación dentro del arte. Ahí llega Juan Manuel como un medio, no Juan Manuel haciendo su propia obra sino Juan Manuel reconociendo que ellos tenían una obra que había que visibilizar… y que la podemos ver sin caer en la barbarie. Porque yo creo que esos cantos son una mirada oblicua a la barbarie. No es la mirada directa, es una mirada indirecta, para no petrificarse. Y entendí algo importante con Bocas de Ceniza y es que las emociones son importantes para el espectador, que también me interesa abrir esos espacios no solo de narración y tocarle solo la cabeza a la gente sino también el corazón.9
De este modo, hacer visible esta condición de lo performativo provoca una suerte de repolitización de la voz y del papel histórico de los sobrevivientes, no en el sentido de procurar nichos ideológicos para sus demandas, sino como posibilidad de una localización cultural y territorializada de la violencia como experiencia vivida, inscribiendo el relato sin que pase por la profilaxis de la edición del informe de investigación académica o del expediente judicial, sino justamente en el acento y el tono, en la gestualidad y el ritmo del cuerpo que presencia y ofrece testimonio. Como una forma de constatar que hay diversas maneras de nombrar, decir y relacionarse con la violencia y que, como advierte Veena Das, tales diferencias no están dadas solo en el plano semántico, sino que “—reflejan el punto en que el cuerpo del lenguaje resulta indiferenciable del cuerpo del mundo— el acto de nombrar constituye una expresión performativa”.10
Este componente gestual y performativo aparece también, aunque con otras implicaciones, en la serie de retratos denominada Sudarios de Erika Diettes.11 La serie fotográfica fue realizada con veinte mujeres provenientes del departamento de Antioquia que comparten la terrible condición de haber sido obligadas por actores armados a presenciar la tortura y, en algunos casos, el asesinato de sus familiares.
Los retratos, impresos en seda translúcida, contienen el rostro y parte del torso de cada una de las mujeres, inscribiendo en la imagen una expresión que transita entre la alegoría religiosa y una gestualidad de intenso dolor. Esta referencia a la imagen religiosa ha sido señalada por investigadores como Rubiano12 como una referencia común a los proyectos artísticos que se aproximan a la experiencia de la violencia y de modo particular a los duelos no resueltos.
Si bien es cierto que mediante esta estrategia visual y discursiva se construye más fácilmente sentido en torno al ritual fúnebre, también lo es que podría construir una identidad problemática. Identificar, por ejemplo, un asesinato con un sacrificio (Cristo), una pena por una masacre con una pena por una muerte ofrendada (el dolor de María), o una tortura con un martirio (el suplicio de los santos), podría entenderse, en el orden de lo discursivo, como algo inevitable (en el sentido de lo trágico).13
Previo a la realización de las fotografías, Diettes propicia un espacio en el que se disponen las condiciones para la emergencia del testimonio, intentando captar con su cámara el instante más álgido del relato y retenerlo en la imagen fotográfica. Al respecto narra Diettes: “Sudarios son imágenes que no se logran en una entrevista. Ese trabajo se hizo acompañado de un proceso psicosocial, de unas jornadas antes del encuentro fotográfico. La gente era consciente de las fotos que queríamos lograr”.14
De este modo, los retratos intentan captar el instante más álgido del relato y retenerlo en la imagen fotográfica. Sin embargo, esta recreación del testimonio frente a la cámara comporta una serie de aspectos tanto técnicos como éticos y emocionales que resultan problemáticos y generan nuevas tensiones en el proyecto creativo. Sobre el particular, Diettes señala:
Aquí la búsqueda era por el testigo, el que vio, el que estuvo allí presente y quedó para contarlo, entonces eso implicaba unas condiciones físicas diferentes, yo sabía que iba a ser un formato grande, sabía que las quería sobre fondo negro, entonces esto implica un dispositivo que condiciona también ciertas cosas, las personas no están en una charla cualquiera, el hecho de ser fotografiado, el otro sujeto está vulnerable, además lo estás despojando de un entorno, porque también es distinto ser fotografiado aquí sentado en el sofá a ser fotografiado en un fondo negro. Todo eso implica una preparación emocional del sujeto ante una circunstancia extraordinaria.15
Justamente, algunos de los aspectos más problemáticos de este trabajo creativo, y que los críticos han señalado con más detalle, tiene que ver con el hecho de que se genere una especie de estetización del dolor, una puesta en escena artificiosa, pues es claro que la gestualidad expresada en cada imagen no corresponde al momento y al acto de presenciar la violencia, sino a una rememoración, la cual además acontece en una especie de representación controlada, mediada por decisiones formales y técnicas, tales como el fondo negro, la textura de la imagen, la tonalidad del blanco y negro, el ángulo y el plano de la imagen, el uso de la iluminación, entre otros aspectos. En este sentido, Gamboa advierte:
No podemos olvidar que la maximización de la referencialidad (el estatuto de “realidad” de estos rostros) se produce mediante una calculada puesta en escena, donde la artista edifica una escenografía (telones, luces, pantallas, cámaras y trípodes), en la que interactúan personas (terapeuta, víctimas y fotógrafa) siguiendo un guion determinado (las víctimas son convocadas para volver a narrar su historia, la terapeuta guía la narración, la fotógrafa “dispara” en los momentos más intensos de la narración). Una vez hechas la tomas, la artista selecciona las imágenes que considere más pertinentes.16
Por otro lado, a diferencia de Bocas de ceniza, las fotografías que componen Sudarios borran cualquier referencia contextual, “la eliminación de las referencias contextuales se hace evidente en la ausencia de nombres propios, localizaciones geográficas, vestimentas o locaciones reconocibles que permitan asociar estas imágenes (el rostro de estas víctimas) a algún hecho concreto de la guerra”.17
Se hace necesario ir más allá de las imágenes de las mujeres y de la impresión generada por la gestualidad de los retratos para comprender su condición de mujeres-testigo. No hay palabras que acompañen la imagen y que describan el contexto al que remiten, no aparecen las historias, los espacios geográficos, las identidades de las mujeres y sus familiares-víctimas; no hay en la imagen fotográfica una referencia directa a los hechos que provocan la visible intensidad de su dolor.
Sudarios intenta ubicarse en la compleja relación entre experiencia y lenguaje, sobre la imposibilidad de traducir ese dolor, de forma satisfactoria, a la palabra y a la imagen, pues por más que se relaten de nuevo los hechos, los acontecimientos de violencia que lo provocaron, hay algo que permanece como intraducible en las palabras. Sin embargo, aludir en este caso a la gestualidad, a la imagen, se convierte en un nuevo intento por contener ese dolor para hacerlo visible a los otros. La imagen fotográfica intenta, como lo ha hecho desde el inicio de su historia, capturar un instante, contener el tiempo y el espacio, retratarlo, congelarlo, con la pretensión siempre truncada de conservar todas sus trazas e inscripciones.
Aquello a lo que hacen referencia los retratos de las mujeres en Sudarios es a la exteriorización del dolor, a su dignificación ante los otros. Estas mujeres habitan el límite de lo vivible, el límite del relato porque solo allí, en la suspensión del dolor, aparece velada en su opacidad la referencia al desaparecido. En este sentido, advierte la socióloga del Cinep, Nadis Londoño, quien acompañó el proceso psicosocial con estas mujeres:
La idea del proyecto no era solo congelar ese dolor, era validarlo y darle un lugar, dignificar el dolor. Es que en esta cultura hay un imaginario que el dolor hay que taparlo. Que el dolor hay que negarlo, porque entonces eso nos hace sentir débiles, indignos. Entonces era como un escenario para decirles a estas mujeres, sí, eso pasó.18
Dignificar el dolor implica, además, no solo la búsqueda de su reconocimiento colectivo, sino aquello a lo que Veena Das hace referencia cuando piensa en que quien se ve obligado a presenciar la violencia debe volver a “aprender a habitar el mundo, o habitarlo de nuevo en un gesto de duelo”.19
Así, frente a las valoraciones que ven en Sudarios una escenificación artificial del dolor, resulta pertinente el planteamiento de Rancière, haciendo referencia a la imagen fotográfica en Alfredo Jaar:
La acusación de “estetizar el horror” es demasiado confortable, ignora demasiado la compleja intrincación entre la intensidad estética de la situación de excepción capturada por la mirada y la preocupación estética o política por dar testimonio de una realidad que nadie se preocupa de ver.20
En este mismo sentido, podríamos afirmar que tanto en Bocas de ceniza como en Sudarios la potencialidad expresiva del arte no solo tiene que ver con el contenido de los testimonios, en tanto reconstrucción de hechos sobre la violencia, incluso, su lugar de enunciación no se configura solo en la construcción metafórica de las letras de las canciones o en la composición de los retratos, sino en la reunión de todos estos aspectos en una expresión performativa, en la que también el cuerpo, la gestualidad del rostro, contiene y proyecta significado en sí mismo, pues, tal como advierte Emmanuel Levinas, la interacción, el contacto visual con el rostro del otro, es el inicio, el punto de despliegue de una relación ética, pues instala no solo la posibilidad de percibir al otro, sino que permite la proyección de su exterioridad, su carácter expuesto, su condición de vulnerabilidad. Tal vez, por esta razón Levinas afirme que: “El rostro está siempre expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Pero, al mismo tiempo, el rostro es lo que nos impide matar”.21
El rostro, entonces, es apertura y cierre, está expuesto ante el otro y su expresividad se dirige a él, pero su significación establece también un límite, una frontera. Los testigos-sobrevivientes que configuran estos dos trabajos creativos no solo dan cuenta de su experiencia de la violencia, sino que proponen a través de la gestualidad de sus rostros y de su expresión performativa una duración, un diálogo que exige interlocutores, que reclama la presencia de los otros, los convoca y al mismo tiempo los confronta.