Kitabı oku: «Beguinas. Memoria herida», sayfa 4

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LA MUJER RELIGIOSA EN LA EDAD MEDIA

Hablar de mujeres religiosas en la Baja Edad Media supone abarcar un amplio abanico de posibilidades. Estamos hablando de monjas, reclusas, y de un voluminoso grupo de mujeres –solteras y viudas principalmente– que, teniendo algunos inconvenientes económicos, antes mencionados, para ingresar en los monasterios, decidieron vivir una forma de vida religiosa alejada de todo control institucional. Aunque es justo reconocer que incluso mujeres con posibilidades económicas más que suficientes para ingresar en un monasterio prefirieron otro tipo de vida religiosa.

Los centros de autoridad femenina en la Edad Media fueron los monasterios. Las mujeres son las sponsa Christi, y en esos monasterios idean muy astutamente, por la vía de la obediencia –relativa, pero bien proyectada hacia fuera– y de la búsqueda de la santidad, tener una autoridad muy bien planeada tanto social como eclesialmente.

Si hubiera que buscar una palabra que definiera la religiosidad femenina medieval, sin duda alguna esta palabra sería «libertad». Libertad para expresar sus sentimientos espirituales; libertad para organizar su forma de vida; libertad para comunicar sus experiencias. La Iglesia, es decir, los clérigos y obispos –porque en aquel momento solo ellos eran la Iglesia–, se vio sorprendida por esa libertad ampliamente adoptada por las mujeres, y rápidamente se puso en guardia. «Quienes ostentan el monopolio del saber y la cultura en el Medievo son fundamentalmente los clérigos, que, por circunstancias evidentes, poco o nada saben realmente de las mujeres. O sea, que, no sabiendo, se las imaginan. Se imaginan a la mujer en la distancia, en lo ajeno y en el temor» 1. La religiosidad femenina medieval fue una forma de vivir el cristianismo.

El mundo monástico –femenino y masculino– era principal, aunque no únicamente, cisterciense, y los monasterios eran sinónimo de cultura e innovación espiritual. Había monasterios dúplices 2 –nunca mixtos–, lo que generaba problemas de toda índole, y también había monasterios solamente habitados por hombres y otros por mujeres. Las mujeres que habitaban los monasterios, como habían sido por lo general educadas en ellos, mostraban una fineza y audacia al escribir que brilló sobre la literatura masculina. No olvidemos que, en un principio, habían sido educadas para su destino en la corte y deslumbrar entre los nobles. Esa fineza y audacia literaria que mostraban las mujeres en sus escritos les venía porque su base literaria era la del amor cortés, y por eso nos encontramos frecuentemente con textos que hablan sin rubor alguno de doncellas que buscan al Amante-Amado, por quien quieren ser poseídas, y otras expresiones y lenguaje fuertemente erotizado.

Las reclusas 3, forma de vida religiosa exclusivamente femenina, eran mujeres que decidían vivir –simbólicamente– tan apartadas del mundo como les fuera posible, y para ello buscaban iglesias –incluso catedrales–, y en uno de sus muros exteriores construían un pequeño habitáculo de pocos metros sin más conexión con el exterior que una pequeña ventana a través de la cual recibían algo de comida –muchas veces solo pan y agua–. La mayoría del tiempo lo pasaban rezando o leyendo, ya que algunas de ellas tenían la formación suficiente como para poder hacerlo. Sabían que estarían allí hasta su muerte; de hecho, en la ceremonia de enclaustración, presidida por el obispo o por quien él designara, se les daba la extremaunción como forma de simbolizar que morían a la vida. La creencia de que toda la vida estarían solas no es cierta. Una de las enclaustradas más conocidas, Juliana de Norwich, cuando su salud decayó y necesitó ayuda, la recibió de dos mujeres que se llamaban Sarah y Alice, y que vivieron con ella en la celda para ayudarla 4.

La pequeña ventana también les servía para hablar con la gente que se acercaba hasta ellas, porque no hacían voto de silencio; hacían lo que se llamaba «voto de tinieblas» –por vivir prácticamente a oscuras–, y llegaron a tener una gran fama como consejeras. Puede que algunas por fanatismo religioso –las menos– y la mayoría de ellas por un verdadero deseo de libertad, elegían esta vida en la que veían más atractivos que inconvenientes. La libertad que buscaban estas mujeres tenía más que ver con la libertad de espíritu y la libertad de pensamiento, y tenían una autoridad moral fuera de toda duda.

No era una forma de vida que desafiara abiertamente al poder político o eclesiástico –tan unido en aquel tiempo–, ya que al vivir emparedadas se las veía al margen de esos poderes, aunque no era del todo cierto, porque tenían un alto grado de influencia, ya que recibían muchas consultas. Alguna de estas enclaustradas llegó a santa –santa Oria–, que vivió emparedada en el antiguo cenobio de San Millán de Suso. Gonzalo de Berceo le dedicó un poema en el que le interesa mucho más representar el camino de la santidad a través de sus visiones que a través de milagros, como era común en la época 5.

Otra forma de vida religiosa era la que vivían las beguinas, que optaron por seguir su espiritualidad de una forma tan innovadora para la sociedad y la Iglesia como inquietante resultó para esta última.

La precursora

Si por curiosidad alguien teclea en Google «beguinas», lo normal es que, más bien pronto que tarde, aparezca el nombre de Hildegarda de Bingen como una de ellas o como la primera beguina de la historia.

Hildegarda no fue beguina. Su forma de vida no es en nada parecida a la de las beguinas y, además, su teología es totalmente agustiniana; mientras el alma –según Hildegarda–, en la cima de la visión de su mística, se hace semejante a Dios, en las beguinas, el alma es aniquilada para convertirse en «lo que Dios es» 6. Ahí está la diferencia que marca ser o no considerada beguina, desde el aspecto teológico, aunque de este movimiento formaron parte grandes místicas. Hay alguna otra cuestión, como es que, para Hildegarda, la pobreza y el ascetismo parecen no tener tanta importancia –aunque en algún momento de su vida tenga los bienes más bien justos–, y las beguinas llevarán una vida tan austera que llegarán a ser confundidas con los movimientos más pobres de la Edad Media. Sin embargo, la sensualidad espiritual estuvo presente tanto en Hildegarda como en las beguinas.

Hildegarda puede ser considerada una reformadora que, sobre todo en su correspondencia, enuncia y denuncia las grandes necesidades de la Iglesia y, a la vez, propone soluciones que no pasan por reestructurar la Iglesia, sino por corregir las desviaciones del orden eclesiástico de la época para preservarlo, y donde las figuras del papa y los clérigos son intocables, lo que no les priva de oír por boca de Hildegarda cómo es su verdadero comportamiento.

Hildegarda vivió unos cien años antes de que el movimiento beguino apareciera en todo su esplendor. Pudo, eso sí, compartir los últimos años de su larga existencia con el germen del movimiento, pero ella no fue beguina.

Sí es cierto que las beguinas vieron en la vida y la obra de esta gran mujer un espejo en el que reflejarse y, de hecho, muchas de sus actividades son un vivo ejemplo de seguimiento del espíritu de Hildegarda de Bingen. No es de extrañar que lo hicieran, porque la vida de esta abadesa –si la hubiese cantado un trovador de la época, no habría imaginado ni la mitad de lo que fue capaz de hacer y promover– resultó ser un semillero de ideas y acciones compatibles con la vida que las beguinas querían vivir.

Hija de una familia noble alemana formada por Hildebert y Mechtild de Bermersheim y asentada en el valle del Rin, nació en el verano de 1098 7. Fue la menor de diez hermanos. Al ser la hija décima fue entregada como diezmo, como oblata, siendo muy niña, y consagrada a Dios. La misma Hildegarda lo cuenta:

En el año 1100 después de Cristo, la doctrina de los apóstoles y la doctrina incandescente 8, que había sido el fundamento para los cristianos y eclesiásticos, comenzó a abandonarse y pareció que se iba a derrumbar. En aquel tiempo nací yo, y mis padres, aun cuando lo sintieran mucho, me prometieron a Dios 9.

De naturaleza enfermiza desde su infancia –más bien parecían trastornos psicosomáticos–, sabrá en el futuro utilizar esa «debilidad» en beneficio de aquello que quiera conseguir para sus monasterios y sus habitantes, aunque nunca para sí misma.

Quien la recibió y se ocupó de su educación fue otra noble, Judith von Spanheim, más conocida como Jutta, que, además de instruir a Hildegarda en latín, el rezo del Salterio, la lectura de la Biblia y el canto gregoriano, se convirtió en la guía de Hildegarda, quien aprendió con ella lo que significaba una vida austera, pero no pobre, y muchos conocimientos médicos y farmacológicos. Cuando Hildegarda cumplió catorce años, las dos se enclaustraron en una celda de no muy grandes dimensiones, adosada al muro del monasterio de Disidodenberg, junto a otra joven que se sumó a ellas.

La ceremonia de consagración como reclusa no podía dejar más claro lo que sucedía a partir de ese momento; el ritual, además de la extremaunción, era semejante al de los funerales, y la reclusa o reclusas estaban tumbadas en el suelo y cubiertas por un paño negro 10. Terminada la ceremonia, se procedía a la entrada de las reclusas en la celda y al cierre de la misma con una pared de obra, dejando la pequeña ventana como medio de comunicación con el exterior.

Un poco más adelante, la celda se abrió y se fue transformando en un diminuto monasterio que albergaba a otras jóvenes que querían llevar esa vida. En 1114, Hildegarda profesó en la regla benedictina junto a Jutta, que fue abadesa hasta su muerte, en 1136, y su pupila, que contaba en ese momento treinta y ocho años de edad, fue elegida por unanimidad abadesa del monasterio.

Tendrían que pasar cuatro años más para que Hildegarda viviera su despertar espiritual, que narra así:

Cuando yo tenía cuarenta y dos años y siete meses, una luz ardiente de una intensidad tremenda venida del cielo se derramó por mi mente. Como una llama que no quema, pero que enciende, inflamó todo mi corazón y mi pecho, lo mismo que el sol que calienta un objeto con sus rayos [...] De repente, yo era capaz de gustar el entendimiento de la narración de los libros. Vi el Salterio claramente, y los evangelistas y otros libros del Antiguo y Nuevo Testamento 11.

Hildegarda es una de las grandes figuras de Occidente y una fuente inagotable de conocimiento. Es una mujer que asumió plenamente su condición femenina y no dejó que esta condición limitara lo más mínimo la misión a la que ella se sentía llamada, lo cual no quita para que se queje alguna vez en las cartas a Bernardo de Claraval por lo desgraciada que es su vida como mujer. Fundó varios monasterios. Alguno lo llegó a construir con sus manos literalmente y las de sus monjas, adonde las llevó para separarlas de los monjes de Disidodenberg, ya que era un monasterio dúplice –repito, no mixto– donde las monjas estaban sometidas a los peligros propios de una vida muy cercana a la efusiva sexualidad masculina. El hecho de que una novicia de su comunidad le confesara que estaba embarazada y, tras pedirle Hildegarda al abad de la comunidad masculina que buscara al responsable, le pidiera explicaciones y que actuara en consecuencia, y ante la pasividad del abad para actuar como se le pedía –y que la novicia terminara suicidándose–, le indujo a tomar la decisión.

La fundación de este monasterio le llevó a afrontar grandes dificultades –la oposición vino de los monjes del monasterio donde vivían, de algunas monjas y de las familias de estas–, no porque no tuviera dinero, sino porque los monjes retuvieron sus dotes y el dinero que les correspondía y que previamente habían aportado al monasterio y, en consecuencia, no podían pagar a los obreros. Así lo plasmó en sus escritos:

Entonces vi en una verdadera visión que me sucederían tribulaciones como a Moisés, porque, cuando condujo a los hijos de Israel de Egipto al desierto por el mar Rojo, murmuraron contra Dios y desalentaron a Moisés, a pesar de que Dios les hubiera iluminado con maravillosos signos (Ex 16,2). Así también Dios permitió que la gente común, mis parientes y algunas de las que vivían conmigo me desalentaran, puesto que nos faltaba lo necesario para vivir, si no nos lo daban en limosnas por la gracia de Dios. Como los hijos de Israel desalentaban a Moisés, así me inquietaban, diciéndome: «¿De qué sirve el que monjas nobles y ricas hayan llegado a esta penuria cuando se encontraban en un lugar donde nada les faltaba?». Nosotras, sin embargo, esperábamos que nos socorriera la gracia de Dios, que nos había mostrado aquel lugar 12.

Además de fundar monasterios –Rupertsberg y Eibingen–, y por el peligro que entendió al que estaban sometidas muchas monjas en los monasterios dúplices, demandó ante el papa y obtuvo el necesario consentimiento para que su monasterio y todos los femeninos, de todas las Órdenes conocidas y de las que pudieran aparecer en adelante, tuvieran estatus canónico propio 13, lo que las alejaba del peligro de depender de los varones eclesiásticos; también manifestó sus reservas sobre que la misma forma de vida religiosa fuera la única posibilidad para todas las mujeres –si bien en aquel momento la clausura no tenía nada que ver con la implantada posteriormente por el Concilio de Trento, y que duró hasta el Concilio Vaticano II–; propuso la reforma del alto y bajo clero, alejado de sus cometidos por corrupción, y dejó clara también su reserva sobre el celibato eclesiástico obligatorio para todos los varones; es autora de una obra filosófica y teológica sin precedentes en una mujer hasta ese momento: Scivias, conoce los caminos del Señor (1141-1152), que trata de teología dogmática, y que comienza con una frase en la que Hildegarda explica el motivo de su escrito: «Y de nuevo oí una voz que me decía desde el cielo: “Anuncia entonces estas maravillas, tal como las has aprendido ahora: escribe y di”» 14; Libro de los méritos de la vida (1158-1163), que trata sobre teología moral y explica el discernimiento entre el bien y el mal; Libro de las obras divinas (1163-1173), donde describe diez visiones en las que el ser humano es cooperador activo en la construcción y orden del cosmos; ciencia y teología van de la mano y contiene una teodicea espléndida 15.

Llama la atención el poco tiempo que tardaba en escribir cada libro para la época en la que vivió y cómo no le impedía ocuparse de otros asuntos de gran importancia. Además, en 1173 escribió las vidas de San Ruperto y San Disidobo, patronos de dos de sus monasterios. Asombra tanto conocimiento en una mujer medieval, y más porque en aquella época el conocimiento era tan completo que no había especializaciones. Tener conocimiento de Dios implicaba, por igual, conocer a la persona, el cosmos, la naturaleza y todo cuanto afectara al orden creado, porque todo se consideraba gloria de Dios; manifiesta conocimientos asombrosos en ciencias naturales y medicina 16. Es la primera que intuye el funcionamiento de los órganos reproductores femeninos e intuye que la ausencia de hijos no siempre es achacable a la mujer, lo que fue un escándalo, y crea una dieta especial para mujeres afectadas de amenorrea, ya que la padecían precisamente por una alimentación deficitaria. Su obra científica se compone del Libro sobre las propiedades naturales de las cosas creadas, escrito como volumen único, pero que, en el siglo XIII, fue dividido en dos textos: Libro de la medicina sencilla (Liber simplicis medicinae) y Problemas y remedios (Causae et curae), también conocido como Libro de medicina compleja (Liber compositae medicinae). Fueron escritos entre 1151 y 1158.

Realiza exorcismos a petición de monjes que han sido incapaces de conseguir resultados y, curiosamente, siempre los realiza a mujeres; Hildegarda es una mujer que hace auténticos viajes misioneros, que son parte de su acción profética –Maguncia y Wurzburgo (1158-59), Tréveris y Metz (1160), el tercer viaje fue a lo largo del Rin (1161-1163)–, donde pronuncia sermones cerca de las plazas de los mercados para combatir a los cátaros y que es requerida por la autoridad eclesiástica para pronunciar, «oficialmente», esos sermones contra los herejes en catedrales –en Colonia, durante su último viaje por el Rin–, algo tan inaudito en su época como en la nuestra, si sucediera, que señala un hecho completamente nuevo y de suma importancia, porque se rompe la prohibición eclesiástica del magisterio femenino público, utilizando para ello sus profundos conocimientos bíblicos; compone himnos y sinfonías –que todavía hoy se pueden escuchar y adquirir–; mantiene correspondencia con los más grandes de su época, sean autoridades civiles 17 –al emperador Federico Barbarroja le reprendió severamente por los sucesivos nombramientos de antipapas– o eclesiásticas 18, para ponerlos frente a sus errores y, de paso, defender a Alejandro III. Hildegarda es un fenómeno de la Edad Media.

Toda una forma de «pastoral externa» 19 encaminada a una reforma de la Iglesia que no cuajaría hasta el siglo XVI, aunque no de la manera que ella y otras mujeres imaginaron –y que la Iglesia nunca creyó que llegaría–, pese a que los síntomas asomaron durante más de cuatro siglos. Hildegarda lo tenía claro y no dejaba de hacerlo público en sus sermones, porque la voz que ella escuchó le dijo:

Oh, frágil ser humano, que polvo de la tierra eres y ceniza de cenizas: proclama y habla del principio de la perfecta salvación hasta que lo aprendan aquellos que, aun conociendo los más profundos secretos de las Escrituras, no quieren decirlos ni predicarlos, porque son tibios y tardos en observar la justicia de Dios; revela los secretos de la mística que ellos, temerosos, en un campo escondido y sin frutos ocultan 20.

Aunque no muy abundante, sí fue intensa su correspondencia con Isabel de Schönau, magistra en el monasterio dúplice del que lleva el apellido por el que es conocida y que, como Hildegarda, también tenía visiones. Isabel le confiesa a Hildegarda las presiones que tenía que soportar cuando la atacaban por esas visiones y el sufrimiento que le causaba no poder explicar la autenticidad de lo que veía. Hildegarda la entiende perfectamente y la anima y consuela. No obstante, le da algún consejo que no deja de sonar sorprendente: «Ten cuidado de que [Dios] no rompa tu recipiente de barro» 21.

También en su larga y provechosa vida se vio envuelta en tristes vivencias, dudas y conflictos, si bien es cierto que jamás se dejó amargar por ellos, ya que era una mujer demasiado libre como para verse afectada por semejantes asuntos. Un período muy triste para ella fue cuando su muy amada secretaria Ricardis, monja como ella, y recién instaladas en Rupertsberg, siguió los consejos de su poderosa y autoritaria madre, que había confabulado con su otro hijo, el arzobispo Hartwig de Bremen, para que que Ricardis fuera abadesa, y la dejó para instalarse en el convento de Bassum, en Sajonia. De nada sirvieron las quejas de Hildegarda ni sus cartas al papa. Ricardis se fue y, causándole todavía más dolor, murió un año después. La temprana muerte de Ricardis, en una sociedad que leía todo en clave de intervención divina, fue vista como un castigo para quienes la arrebataron del lado de Hildegarda.

Hubo otros secretarios leales y eficientes –los monjes Volmar y Godofredo de Disidodenberg, y el último, también monje, Guibert o Godofredo de Gembloux, que llegó de Flandes–, pero ninguno fue como Ricardis. De hecho, que tras ella no buscara entre sus monjas otra secretaria podría indicar que vio en Ricardis a alguien especialmente capacitada o con dotes excepcionales, lo mismo que Jutta vio en la propia Hildegarda. Al último secretario, Godofredo de Gembloux, le debemos gran parte de lo que conocemos de Hildegarda fuera de sus escritos, ya que se convirtió en su biógrafo tras su muerte.

De las dudas y conflictos siempre salió bien, ya que eran acusaciones infundadas –más fruto de la envidia que despertaba que de acusaciones con fundamento–. Estaba próximo a celebrarse el Sínodo de Tréveris 22, al que acudía el papa Eugenio III. El obispo pensó que era el momento oportuno para evaluar la obra literaria de Hildegarda. Si en los sínodos actuales la presencia de laicos, religiosas, religiosos no ordenados y demás personas que no tengan la dignidad episcopal o cardenalicia viene a ser un mero adorno de cara a la galería –porque la voz sin voto vale poco 23–, hay que ponerse en la piel de esta mujer que, invitada al sínodo, ella sola, se vio rodeada de monjes, abades, obispos, y todos ellos presididos por el papa. Recordemos que estamos en el siglo XII.

Su obra Scivias había sido sometida a la consideración de un comité de teólogos, y entonces, como ahora, todo el mundo sabía qué era y para qué servía un comité de teólogos creado por orden de un papa. Nuestra abadesa no manifestó nervios ni ansiedad, pero es de suponer que interiormente no estaría tan tranquila, aunque entre los presentes en el sínodo estuviera Bernardo de Claraval, con quien ya mantenía correspondencia sobre algunos asuntos de sus visiones, y a quien le había dado a conocer el texto de la obra analizada, quien aconsejó al propio Eugenio III que «no permitiera que tan insigne voz fuera apagada con el silencio, y que confirmara con su autoridad tanta gracia que el mismo Señor había querido manifestar en el tiempo» 24. Para sorpresa de muchos, Scivias solo provocó alabanzas.

Para esta mujer, los dones recibidos son una responsabilidad y un compromiso y no se puede permitir el lujo de esconderlos. Todo lo que sabe, todo lo que hace, todo lo que dice, es obra del mismo Dios, no mérito suyo. Todo es gracia de Dios. Se define como «pobrecita mujer» o «mujer inculta», no por falsa modestia, sino por pura convicción de que por sí misma nada podía; luego las beguinas, y hasta la propia santa Teresa de Jesús, utilizarán esta estrategia para intentar evitar la censura de la Inquisición. Si Dios da un talento, existe la obligación de conocerlo, potenciarlo y vivirlo donde y como él diga. Hildegarda es realmente revolucionaria para la época, porque, conocedora de los dones que Dios le ha dado –y el de la autoridad es uno de ellos–, nunca utiliza la orden como un imperativo de obligado cumplimiento porque algo deba hacerse como ella lo ve. Nunca dice: «Yo quiero», sino que siempre dirá: «Dios quiere a través de mí». Es auténticamente novedosa la fórmula, porque hasta ese momento nadie se atrevía a decir cosa semejante y nadie se escandalizó por ello, ya que Hildegarda fue considerada como una mediación de la voz de Dios. Con esta mujer hace acto de aparición el subjetivismo en la relación con Dios, y que las beguinas aprenderán a explotar a fondo. Hildegarda no es una rebelde, es una mujer con autoridad que le viene por su gran sabiduría, por los grandes dones que posee y porque no se sale ni un centímetro de los parámetros de la sociedad medieval en la que vivió. Es, literalmente, una hija de su época –algo que no serán las beguinas–. Es tan hija de su época –tanto social como eclesialmente– que solo acepta en sus monasterios a hijas de la nobleza o de los ricos comerciantes que puedan pagar la dote, y no a las que son de origen humilde y no tienen nada que entregar al monasterio. Defiende y mantiene de esta forma una sociedad fuertemente jerarquizada y compartimentada contraria a todas luces a las indicaciones del evangelio, que ella conoce bien. Este hecho queda documentado en la correspondencia que mantiene con Tengswich, abadesa de Andernach entre los años 1148 y 1150.

¿Se puede decir que Hildegarda es teóloga? Sí, sin duda alguna lo es. Tiene conocimientos para ser considerada teóloga y tiene la autoridad que emana de la experiencia profunda de Dios en su vida a través de todos los niveles: el universo creado –macrocosmos– y el ser humano, hombre y mujer, imagen de Dios, iguales y complementarios –microcosmos–. Para ella, el ser humano es una unidad física, espiritual y psíquica que no se puede ni se debe separar.

Al final de sus días vivió un conflicto que puso a prueba sus convicciones, y nos deja claro su carácter y la resolución con la que vivía. Los prelados de Maguncia, en ausencia de su arzobispo, de visita en Italia, le ponen un interdicto, una prohibición, más por intentar ir contra ella de alguna manera y conseguir minar la fama que tenía. ¿El motivo? En 1178, un noble es excomulgado. Hildegarda y las monjas de Rupertsberg deciden aceptar la petición que manifestó poco antes de morir y enterrarlo en el cementerio del monasterio. Los prelados exigen que, si el noble está excomulgado, no puede reposar en suelo sagrado y debe ser desenterrado –¿tanta insistencia tendría que ver con que, al desenterrarlo y sacarlo del monasterio, Hildegarda tendría que devolver los bienes que dicho noble dejó en herencia al monasterio y que pasarían a ser administrados por los prelados?–. La abadesa sostiene que se reconcilió con la Iglesia antes de morir. Hildegarda, en previsión de que los prelados pudieran entrar en el monasterio a desenterrar al noble, borra toda señal de dónde está la tumba. Una vez más, asume su autoridad y ejerce su poder. Ante la respuesta negativa de Hildegarda, y estando conforme toda la comunidad, los prelados insisten en su actitud y prohíben a las monjas la celebración de todo tipo de liturgia –incluida la eucaristía–, y también les impiden que suenen las campanas.

Los prelados fueron sibilinamente refinados a la hora de pensar en el castigo. Hildegarda, además de componer música, había creado para sus monjas una vestimenta y unos adornos que utilizaban algunos días en los oficios de lecturas y que resultaban impensables en otros monasterios. Fue cuestionada por ello y, sobre todo, porque quienes lo hacían aludían a la sobriedad del vestido que las cartas del Nuevo Testamento aconsejan para la mujer. Hildegarda, inteligente y astuta a un tiempo, responde que eso es aplicable a las viudas, pero no a las vírgenes, que, al no haber tenido relación sexual alguna, no conocían la corrupción en su cuerpo 25 –además de dejar claro que, si los obispos y el clero podían utilizar carísimas vestimentas en sus liturgias, sus hijas vírgenes también podían hacerlo–. Ella veía a sus hijas como novias que se adornan para el Esposo 26, y así lo dejó escrito:

Acerca de las coronas, vi que todos los órdenes eclesiásticos tienen signos claros según la claridad celeste, pero la virginidad, en cambio, carece de un claro signo, salvo el velo negro y el signo de la cruz. Por ello vi que este es el signo de la virginidad, esto es, que la cabeza de la virgen estaría cubierta por un velo blanco junto a la túnica blanca que el hombre tenía en el paraíso y luego perdiera, y sobre la cabeza una rueda de tres colores unidos en uno, que designa la Santa Trinidad, a la que se añaden cuatro ruedas, de las cuales una tiene en la frente al Cordero de Dios; a la derecha, al querubín, y a la izquierda, al ángel, y detrás al hombre, y todos penden de la Trinidad. Este signo que me fue entregado bendice a Dios, pues vistió al primer hombre con la blancura de la claridad. Y todo esto está contenido en el libro Scivias 27.

Ante lo que ella considera una injusticia –que se extiende durante seis meses en el tiempo–, Hildegarda responde con una carta dirigida a los prelados donde defiende el valor teológico de la música sagrada, en un intento de salvaguardar a la comunidad y donde recrimina la prepotente actuación de esos prelados:

Por eso, vosotros y todos los prelados debéis reflexionar con extrema vigilancia, y antes de cerrar con vuestra sentencia la boca de alguien que en la Iglesia canta las alabanzas de Dios al suspenderlo y prohibirle recibir los sacramentos, antes de hacer todo eso, debéis examinar con cuidado las causas por las que lo hacéis, pensando sobre ellas con la mayor atención 28.

También escribió una carta a Roma solicitando defensa. Al final, por orden del arzobispo Christian de Maguncia, se retira el interdicto. Habían pasado varios meses sin liturgia, sin música, sin campanas... ¡Y sobrevivieron!

En 1179, seis meses después del enfrentamiento con los prelados de Maguncia, Hildegarda falleció. En este momento, su cuerpo reposa en una urna bellamente decorada en la iglesia del monasterio de Eibingen, sobre la cual está reproducida, a gran tamaño, una de sus miniaturas dedicada a la Trinidad.

Cuando alguien se adentra en su obra, con tiempo y paciencia, llega a admirar una auténtica maravilla. Su pensamiento y su mirada no se traducen en conceptos, sino en imágenes, algunas difíciles de entender hoy, pese a las explicaciones que ella dejó en sus textos:

No oigo estas cosas con los oídos corporales ni con los pensamientos de mi corazón, ni percibo nada por el encuentro de mis sentidos, sino en el alma, con los ojos exteriores abiertos, de tal manera que nunca he sufrido la ausencia del éxtasis. Veo estas cosas despierta, tanto de día como de noche 29.

De ahí que el esfuerzo por intentar transformar este mundo de imágenes medievales en imágenes del mundo actual resulte complicado.

Hildegarda fue siempre una mujer de Iglesia. Amó a la Iglesia tanto como le dolió en algunas ocasiones. Su sentido eclesial queda fuera de toda duda. Una de sus grandes preocupaciones fue que la Iglesia no se viese sometida al poder temporal y que fuese capaz de mantener la autoridad espiritual. Su misión profética –que algunas veces puede parecer un tanto extrema– la vive en la Iglesia y para el bien de la Iglesia.

La figura de Hildegarda de Bingen fue durante mucho tiempo más apreciada, valorada y recordada fuera de la Iglesia que dentro de ella. En 1918, Max Wolfen descubre un asteroide que orbita alrededor del Sol y lo llama 898-Hildegard, por Hildegarda de Bingen; en 1998, el gobierno alemán pone en circulación cuatro millones y medio de monedas de diez marcos, de plata de ley, conmemorativas del 900º aniversario de Hildegarda de Bingen, donde estaba escrito: Liber Scivias Domini; y en 2001 fue nominada al Óscar a la mejor canción original por su composición «Columba axpexit», en la película Una mente maravillosa, protagonizada por Russell Crow y dirigida por Ron Howard. Afortunadamente, Juan Pablo II la sacó del túnel del tiempo al celebrarse los ochocientos años de su muerte, pero no fue suficiente para devolverla a la primera plana; Benedicto XVI fue quien la recuperó definitivamente de las sombras del olvido y la declaró santa el 10 de mayo de 2012 por canonización equivalente 30. Ese mismo año, el 7 de octubre, fue declarada doctora de la Iglesia. Felizmente, Hildegarda ya está de nuevo entre nosotros.

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9788428838115
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