Kitabı oku: «Ennui», sayfa 3

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Ellinor me transmitió la idea de que en mis vastos territorios podría ejercer un dominio feudal sobre aparceros que eran casi vasallos, y sobre una numerosa cadena de subordinados de todo tipo. Todos nos resistimos a los esfuerzos de los que quieren convencernos como medio de ejercer su autoridad sobre nosotros. Tampoco claudicamos ante quienes emplean algún artificio para cambiar nuestras decisiones, pero nuestra perversa mente se rinde sin oponer resistencia a aquellos que parecen carecer de poder, argumentos o habilidad para imponerse a nosotros. No habría escuchado pacientemente a ningún ser humano que intentara convencerme de visitar Irlanda, pero sí atendí a esta pobre nodriza, que hablaba, según me parecía, meramente impulsada por su instintivo afecto hacia mí y hacia su país natal. Le prometí que iría, en algún momento, el castillo de Glenthorn, pero fue solo una vaga promesa y era poco probable que llegara a cumplirla. Al recobrar la salud mi mente se dirigió, o más bien fue dirigida, a otros pensamientos.

Capítulo 4

Una mañana —precisamente el día después de que los médicos me declararan fuera de peligro—, Crawley me hizo llegar una nota a través de Ellinor en la que me felicitaba por mi recuperación y me rogaba hablar conmigo media hora. Me negué a verlo y dije que todavía no estaba lo bastante bien como para trabajar. La misma mañana Ellinor me trajo un mensaje de Turner, mi administrador, quién, acorde con su humilde deber, pedía verme cinco minutos para comunicarme algo importante. Accedí a ver a Turner. Entró con un rostro de alegría reprimida y fingido pesar.

—El deber me obliga a ser el portador de malas noticias, milord. Estaba decidido, pasara lo que pasara, a no hablar hasta que su señoría estuviera fuera de peligro lo que, gracias a Dios, ya ha sucedido, y me alegra poder felicitar a mi señor por el buen aspecto que…

—Olvide mi buen aspecto. Y no necesito sus felicitaciones, señor Turner —dije yo, impaciente, pues tenía muy presente lo sucedido en el pabellón de banquetes y las prisas del señor Turner por traer al enterrador—. Continúe, por favor; cinco minutos es lo máximo que actualmente puedo dedicar a cualquier asunto y, según usted, tiene que comunicarme algo importante.

—Cierto, milord; pero si ahora no se encuentra lo bastante bien o no es momento oportuno, esperaré hasta que prefiera.

—Ahora o nunca, señor Turner. Hable de una vez.

—Milord, lo habría hecho hace mucho tiempo, pero no quería causar problemas y, además, no podía creer lo que se rumoreaba y apenas daba crédito a lo que había visto con mis propios ojos. Pero ahora ya estoy más allá de cualquier duda razonable y considero que sería un pecado y un cargo para mi conciencia seguir callado; lo único que temo es sobresaltar en exceso a vuestra señoría cuando apenas acaba de recuperarse, pues no es el momento en el que uno querría decir ni oír cosas desagradables.

—Señor Turner, vaya al grano de una vez o váyase de aquí, no tengo fuerzas para aguantar este suspense.

—Le ruego que me perdone, milord, pues bien, milord, el grano es el capitán Crawley.

—¿Qué pasa con él? No deseo volver a oír su nombre en lo que me queda de vida.

—Ni yo tampoco, se lo aseguro, señor, pero hay personas en la casa que no comparten nuestra opinión.

—¿Quién? ¡Vamos, ladino, hable de una vez!

—La señora, mi señor. Ya está dicho. Si nadie se lo impide, escapará esta noche con él.

Mi sorpresa y mi indignación fueron tan grandes como si yo siempre hubiera sido el más atento de los maridos. Al fin me arrancaban de la indiferencia y apatía en las que me había hundido y, aunque nunca había amado a mi esposa, el momento en que supe que la había perdido para siempre fue exquisitamente doloroso. El asombro, la vergüenza y la ira contra ese traicionero parásito que la había seducido se combinaron para conmocionarme. Logré dominarme lo bastante como para ordenar a Turner que se marchara, no sin antes prevenirlo de que no contase a nadie nada de lo que habíamos hablado.

—Ni un alma —dijo— lo sabrá ni podrá adivinarlo por mí.

A solas con mis pensamientos, tan pronto como el primer enfado remitió, me culpé a mí mismo por mi comportamiento con lady Glenthorn. Reflexioné que habían sido sus amigos los que la habían casado conmigo, cuando ella todavía era demasiado joven e inmadura como para decidir por sí misma, y me di cuenta de que desde el primer día de nuestro matrimonio yo no había hecho el menor esfuerzo por ganarme su afecto ni para guiar su conducta; que, por el contrario, le había mostrado una marcada indiferencia, rayana en la aversión. Con un aire muy moderno, había manifestado que, mientras me dejara las manos libres para gastar como quisiera la fortuna que me había traído, en consideración a la cual ella disfrutaba del título de condesa de Glenthorn, lo que hiciera me importaba bien poco. Ahora me reprochaba en vano las consecuencias de mi abandono. La inmensa fortuna de lady Glenthorn había pagado mis deudas y costeado durante dos años mis extravagancias o, mejor dicho, mi indolencia: quedaba poco dinero y ahora ella, a los veintitrés años, iba a ser víctima del escarnio público y de un hombre que yo sabía que desconocía el honor y el afecto. Me compadecí de ella y resolví al instante esforzarme por salvarla de la destrucción.

Ellinor, que vigilaba todos los movimientos de Crawley, me informó de que había ido a un pueblo cercano y había dejado dicho que no regresaría hasta después de cenar. Lady Glenthorn estaba en su vestidor, que se hallaba en el extremo de la casa más alejado de mis aposentos. Yo no había puesto pie fuera de mi habitación desde mi enfermedad y no había caminado más distancia que la que había de mi cama a mi sillón, pero en esos momentos mis sentimientos me infundieron fuerzas y, para asombro de Ellinor, me levanté de mi asiento, le prohibí que me siguiera y eché a caminar sin ayuda de nadie por el pasillo hasta las escaleras traseras que llevaban a los aposentos de lady Glenthorn. Abrí la puerta privada de su vestidor sin previo aviso y encontré la habitación en el mayor de los desórdenes y a su criada de rodillas metiendo ropa en un baúl. Lady Glenthorn estaba de pie junto a una mesa, con un paquete de cartas abiertas frente a ella y un collar de diamantes en la mano. Se sobresaltó al verme como si hubiera aparecido ante ella un fantasma. La doncella gritó y echó a correr hacia una puerta que había en el otro extremo de la habitación, pero la encontró cerrada con llave. Lady Glenthorn se quedó muy pálida y muy quieta hasta que me acerqué, y entonces se sonrojó y escondió las cartas en el cajón de su escritorio. Su criada, en ese mismo instante, agarró un joyero lleno de alhajas, arrambló con un montón de ropa y lo metió todo en el baúl a medio llenar.

—Déjanos solos —le dije a la sirvienta, severamente.

Ella cerró el baúl con llave, se metió la llave en el bolsillo y obedeció.

Acerqué una silla a lady Glenthorn y yo mismo me senté frente a ella. En realidad ninguno de los dos podía tenerse en pie. Estuvimos en silencio unos momentos. Ella tenía la mirada fija en el suelo y la cabeza apoyada en la mano en un gesto de desesperación. Yo apenas era capaz de articular palabra, pero hice un esfuerzo por dominar mi voz y al fin dije:

—Lady Glenthorn, me culpo más a mí que a usted de lo sucedido.

—¿A qué se refiere? —dijo, en una evasiva poco convincente, mientras al mismo tiempo echaba una mirada culpable al cajón en el que acababa de guardar las cartas.

—No es necesario que me oculte nada —dije yo.

—¿Cómo? —dijo ella, con un hilo de voz.

—No es necesario que oculte nada —dije—, porque lo sé todo —Se sobresaltó.— y estoy dispuesto a perdonarlo todo.

Levantó la mirada hacia mi rostro, atónita.

—Sé muy bien —continué— que no le he tratado bien. Tiene sobradas razones para quejarse de mi abandono. A ello atribuyo su error. Olvide el pasado. Yo le daré ejemplo de cómo hacerlo. Prométame que no verá más a ese hombre y nadie sabrá nunca lo que ha sucedido.

No respondió, pero rompió a llorar copiosamente. Parecía incapaz de tomar ninguna decisión, o siquiera de pensar. Me sentí de repente inspirado y enérgico.

—Escríbale ahora mismo —proseguí, poniendo frente a ella pluma y tintero—, escríbale y prohíbale que regrese a esta casa o vuelva a presentarse ante usted. Si acude a mí, yo sabré bien como castigarle para vengar mi honor. Para salvar la reputación de usted, me abstendré, con estas condiciones, de hacer público mi desprecio hacia él.

Entregué una pluma a lady Glenthorn, pero le temblaban tanto las manos que no podía escribir. Lo intentó en vano en varias ocasiones, en la última rasgó el papel y echándose de nuevo a llorar exclamó:

—No puedo escribir… No puedo pensar… No sé qué decir. Escriba usted lo que quiera y lo firmaré.

—¡Escribir yo al capitán Crawley! ¡Escribirle yo lo que quiera! Lady Glenthorn, debe ser usted quién le escriba, no yo. Y si no desea hacerlo, dígalo.

—¡Oh! No es eso. No es eso lo que digo. Deme un momento. No sé qué decir. He sido muy insensata, muy malvada. Es usted muy generoso, pero es demasiado tarde: todo se sabrá. Crawley me traicionará, se lo contará a la señora Mattocks, de modo que haga lo que haga, estoy perdida. ¡Oh! ¿Qué será de mí?

Se retorció las manos y volvió a llorar, y pasó una hora en este estado, indecisa y balbuciente como una niña. Al final, escribió una líneas apenas legibles a Crawley en las que le prohibía volver a verla y le exhortaba a dejar de pensar en ella. Hice enviar la nota y ella me pareció muy arrepentida, muy agradecida y llorosa. A la mañana siguiente, al despertar, fui yo quien recibió una nota de lady Glenthorn.

Después de verle a usted, el capitán Crawley me ha convencido de que soy su esposa a ojos del Cielo, y por lo tanto deseo el divorcio, máxime puesto que toda la conducta de usted desde nuestro matrimonio me ha convencido de que el fondo de su corazón usted lo desea también, sean cuales sean los motivos de usted para fingir lo contrario. Antes de que reciba la presente me habré ido y estaré fuera de su alcance, de modo que no piense en perseguir a quien ya no es

suya

A., señora de Crawley

Tras leer la nota, no pensé ni en perseguir ni en salvar a lady Glenthorn. Tenía tantas ganas de divorciarme de ella como ella de mí. Unos meses después el asunto terminó en juicio. Cuando llegó la vista de la causa, se trajeron a colación tantas circunstancias para intentar mitigar la indemnización y demostrar mi absoluta falta de interés por la conducta de mi esposa, que se sospechó colusión. De esta imputación era inocente en opinión de cuantos me conocían de verdad, y yo refuté el cargo públicamente con un grado de indignación que sorprendió a los que sabían de la natural apatía de mi carácter. Debo observar que durante todo el período en que estuvo pendiente mi divorcio, durante el cual padecí la mayor de las ansiedades, gocé de extraordinaria salud. Pero tan pronto el asunto se zanjó y se falló en mi favor, recaí en mis viejas dolencias nerviosas.

Capítulo 5

No hacer nada era su maldición

¿acaso hay vicio peor?

El desgraciado que se gana el pan en la mina,

o ara el campo para que tengan pan los demás,

padece menos fatiga que la que sufre

quien no puede ni pensar ni leer.*

Como la enfermedad era para mí, en cierto modo, un entretenimiento, siempre me apenaba recuperar la salud. Cuando el interés de estar en peligro decaía, no había otro que ocupara su lugar. Supuse que disfrutaría mi recobrada libertad tras el divorcio, pero «hasta la libertad se volvió insípida». No recuerdo que nada me sacase de mi torpor durante los dos meses siguientes a mi divorcio, excepto una violenta disputa entre mis criados ingleses y mi nodriza irlandesa. No sé si fue el hecho de que se diera demasiados aires, confiando en que era mi favorita, o fueron los prejuicios sobre su origen los que ocasionaron el odio que prevalecía hacia ella; pero todos y cada uno de mis sirvientes declararon que no podían ni querían vivir con ella. Ella expresó el mismo disgusto por tener que tratarlos, pero dijo que soportaría cosas mucho peores, y viviría con el mismísimo diablo, para complacerme y vivir bajo el mismo techo que yo.

El resto de los sirvientes se reía de sus meteduras de pata. Ella respondía a estas pullas con buen humor, pero cuando a alguno se le ocurría reprocharle en serio el haber puesto en peligro mi vida con su zafia aparición la primera vez que se presentó en Sherwood Park, ella replicaba:

—¿Y quién de entre todos vosotros cuidó de él cuando yacía como muerto? ¿Acaso no fui yo? Eso os pregunto.

A esto no tenían respuesta, y la odiaban todavía más porque los hacía callar con su astucia. La protegí tanto tiempo como pude, pero por mor de la paz, al final cedí a la insistencia combinada del despacho del administrador y la sala de los sirvientes, y envié a Ellinor a Irlanda, no sin antes prometerle de nuevo que visitaría el castillo de Glenthorn este año o el próximo. Para consolarla en su partida quise regalarle una suma considerable, pero solo aceptó unas pocas guineas para sufragar los gastos del viaje de regreso a su tierra natal. El sacrificio que hice no me procuró una paz prolongada en mi propio hogar: por culpa de mi indulgencia y de mi temperamento indolente e imprudente, mis criados se habían convertido en mis amos. En cualquier hacienda grande y mal gobernada, los sirvientes, como niños malcriados, descontentos y caprichosos, se convierten en tiranos que dominan a los que no han tenido la capacidad o la constancia necesarias para mandarlos. Recuerdo a un espécimen especialmente delicado que se marchó porque, según me dijo, las cortinas de su cama no se cerraban del todo a los pies del lecho y no estaba acostumbrado a tales incomodidades y que, a pesar de habérselo dicho a la ama de llaves tres veces, no había obtenido solución, lo que le obligaba a pedirme permiso para retirarse de mi servicio.

Su lugar se ofreció a ocuparlo otro presumido petimetre que, con un descaro incomparable, me rogó que le dijera si quería un figurante o un encargado. En beneficio de todos aquellos a quienes esta moderna clasificación de los sirvientes no resulte familiar, permítaseme explicar que un figurante es un criado cuya función es solamente anunciar a los invitados los días en que se celebra una gala, mientras que el oficio de un encargado es variopinto: escribir invitaciones, hablar con los comerciantes impertinentes, llevar mensajes confidenciales, etcétera. Ahora bien, allí donde en un acuerdo aparece un etcétera hay siempre causa de disputa. Puesto que las funciones de un encargado no estaban definidas con precisión, por desgracia requerí de él algún servicio que no entraba en su oficio (creo que le pedí que fuera a buscar mi pañuelo): no podía hacerlo, me dijo, porque no era su trabajo; y así yo, el más perezoso de los mortales, después de esperar un cuarto de hora mientras decidían entre ellos quien debía obedecerme, me vi obligado a levantarme e ir personalmente a por lo que había pedido. Me consolé recordando la historia del pobre rey de España y el brasero.* Habiendo encontrado un precedente regio para mi situación, me di por satisfecho. Todas las grandes personas, me dije, se ven obligadas a padecer este tipo de incomodidades. Me sometí con tanta gracia que mi sumisión no fue tomada como desdén, sino como debilidad. Mi casa, gobernada por un soltero, pronto se ajustó a la perfección a «la buena vida de los de abajo».

Cuentan que un noble extranjero permitía a sus criados hacer siempre lo que querían, hasta un punto en que una noche sus invitados y él estuvieron esperando la cena hasta horas intempestivas. Cuando al fin bajó a la planta de los criados para averiguar la causa del retraso encontró al sirviente que debía servir la cena jugando tranquilamente a las cartas con un grupo de amigos. Al apremiarlo, el hombre contestó tranquilamente que no podía irse antes de que terminara la partida. El noble reconoció el peso del argumento del sirviente, pero insistió en que fuera arriba a servir la mesa mientras él tomaba sus cartas, se sentaba y terminaba la partida por él.

La suavidad de mi temperamento nunca alcanzó esta exagerada complacencia. Mi hogar me resultaba poco agradable, pero yo no poseía la fuerza de voluntad necesaria para eliminar las causas de mi descontento. Cada día juraba que me iba a librar de todos aquellos pillos a la mañana siguiente, pero ahí seguían. Fuera no era más feliz que en casa. Me disgustaban mis antiguos compañeros: me había convencido, la noche de mi accidente en Sherwood Park, de que no les importaba si yo estaba vivo o muerto, y desde entonces no me habían faltado ocasiones para comprobar su egoísmo y su insensatez. Era increíblemente fatigoso y molesto fingir amistad y jovialidad hacía esa gente, pero carecía de la energía necesaria para romper con ellos. Cuando estos lechuguinos y pisaverdes descubrieron que ya no estaba siempre a su disposición, empezaron a decir que Glenthorn siempre había sido un poco raro, que Glenthorn siempre había tenido un ramalazo melancólico, que esa vena recorría la familia, etcétera. Satisfechos con su veredicto, me dejaron seguir mi camino y se olvidaron de mi existencia. Las diversiones públicas habían perdido su encanto; tenía la constancia necesaria para evitar recaer en la tentación del juego pero la falta de estímulos hacía que apenas pudiera soportar el tedio de mis días. En esta etapa de mi vida, el ennui estaba trocando en misantropía. En suma: oscilaba entre convertirme en un misántropo o en un demócrata.

Mientras estaba en este estado crítico de ineptitud, captó accidentalmente mi atención un combate de boxeo. Me emocioné tanto, y esa emoción me deleitó hasta tal punto, que me descubrí en peligro de convertirme en un aficionado al arte pugilístico. No se me pasó por la cabeza que era indigno de un noble británico aprender las vulgares reglas del combate de boxeo. Pronto me hallé conversando inteligentemente sobre buenos pegadores, fajadores y estilistas; sobre juegos de pies, golpes bajos, sparring y promotores. Ignoro el ulterior dominio que podría haber ganado de esta terminología o cuanto habría continuado mi interés por las gestas de estos luchadores, pero me acometió un inesperado ataque de vergüenza nacional al oír a un extranjero de alta alcurnia e impecable reputación expresar la enorme sorpresa que le producía que nos gustase un espectáculo tan salvaje. En vano repetí algunos de los argumentos de los panegiristas parlamentarios del boxeo y el hostigamiento de toros,* y afirmé que estas diversiones hacen que un pueblo sea fuerte y valiente. Mi oponente replicó que no percibía ninguna relación necesaria entre la crueldad y el coraje y que no comprendía de qué modo permanecer a una distancia segura viendo como dos hombres se golpeaban hasta casi matarse evidenciaba o podía inspirar sentimientos heroicos o ardor guerrero. Observó que los romanos desarrollaron la mayor afición por los combates de gladiadores durante los reinados de sus emperadores más afeminados y crueles, periodos en los que la virtud y el espíritu cívico estuvieron en decadencia. Probablemente estos argumentos habrían causado poca impresión en un intelecto como el mío, poco acostumbrado en general a pensar, y en un temperamento habituado a buscar, sin considerar las consecuencias, la gratificación personal inmediata; pero aconteció que precisamente entonces me emocionaron los terribles sufrimientos de uno de los púgiles. Murió unas horas después del combate. Era irlandés y, siendo la mayoría de los espectadores ingleses, felices por la victoria de su compatriota, el trágico destino del pobre desventurado pasó prácticamente desapercibido. Hablé con él poco antes de que muriera, y descubrí que procedía de mi propio condado. Se llamaba Michael Noonan. Como última voluntad, me pidió que llevara media guinea, todo el dinero que tenía, a su anciano padre, y que le entregara un pañuelo de seda que llevaba anudado al cuello a su hermana. La compasión que sentí por este desgraciado irlandés me hizo volver a pensar en Irlanda. Muchas pequeñas razones confluyeron para provocar en mí el deseo de viajar a ese país. Con ello me libraría de golpe de la casa que me atormentaba, y con ella de los sirvientes, sin la molestia de tener que despedirlos, pues la mayoría de ellos se negaba al destierro, que así llamaban a trasladarse conmigo a Irlanda. Además, abandonaría a mis compañeros, que ya no eran de mi agrado. Estaba cansado de Inglaterra y quería ver algo nuevo, aunque fuera peor que lo que había visto hasta entonces. Pero estas no fueron las razones que aduje: profesé tener motivos mucho más elevados para mi viaje. Era mi deber, dije, visitar mis tierras en Irlanda, y animar a mis aparceros residiendo durante una temporada entre ellos. A menudo recordamos nuestro deber cuando más nos conviene. Luego estaba mi promesa a la pobre Ellinor: un hombre de honor no podía de ningún modo faltar a su palabra, ni siquiera a una promesa hecha a una anciana. En resumen, cuando uno optar por seguir un curso de acción, difícil es que no encuentre argumentos para convencerse de que su decisión es razonable. Media humanidad se rige por motivos discutibles, así que puse rumbo a Irlanda.

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