Kitabı oku: «El círculo prohíbido», sayfa 7

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—Dicen que la reina le hace la vida imposible a su nuera. A pesar de ser su sobrina, no le permite leer y tiene que esconder los libros para que no se los quite por pecaminosos —observó una damisela de dieciocho recién cumplidos.

—Para pecaminosa ella que se acuesta todos los días con Godoy. Siempre está embarazada. ¿De quién son los hijos sino del valido? —respondió otra de las invitadas.

—¿Conocéis lo último? —quien decía esto era una dama de Corte de doña María Luisa—. Lo sé de buena tinta. El rey ha hojeado uno de los libros, encuadernado en papel rústico azul. El título es Les folies de ces tems: An neuvième de la République, impreso en París. La reina lo ha mandado quemar, le parecía malo por una lámina que ha visto. Me lo han dicho las Dehier, las dos mozas de retrete que vinieron de Nápoles con la princesa. Creo que las mandan a Italia a pesar de los ruegos de doña María Antonia. Ahora está rodeada de enemigos, como dice ella.

Por las noches, Miguel y Luis iban a la taberna de Ángel y se reunían con los conspiradores. Alguien a escondidas traía recados de los príncipes de Asturias. Hablaban de fijar la fecha para coger por sorpresa a don Carlos y hacerle abdicar de la corona en favor de don Fernando. Lo harían en El Escorial aprovechando una de las estancias de los reyes. Debían tener todo dispuesto para que no hubiera fallos.

Miguel consiguió la dirección en París de Madelaine, supo que era hija de un general del cónsul de Francia. Le escribió una carta declarando su amor y escogiendo las palabras precisas; sin alabarla demasiado, la galanteaba como la mujer maravillosa que le rompía el corazón.

Tardó un mes en responder. Le avisó de su llegada a la villa la siguiente semana. Para entonces él había ocupado ya su puesto en el regimiento de Palma. En la postdata le decía que estaría encantada de volver a verle, aunque se había casado, la habían casado con un barón.

Miguel contestó dándole la enhorabuena. No volvió a Madrid, no quiso verla, aguantó su desengaño y para distraerse se dedicó a frecuentar a damas de alterne.

Lo que no supo nunca era que ella lloró desconsoladamente y se tragó las lágrimas el día de su boda.

Tenía destino en el regimiento de Infantería de Mallorca con el grado de subteniente. La mañana en que llegó a su casa, madó Francina, el ama, le saludó con respeto.

—Señorito, qué alegría verle, le echábamos de menos.

Miguel la cogió en volandas mientras ella gritaba.

—Por Dios, ¿está loco? ¿Qué va a decir la señora?

—Francina, la señora no va a decir nada —dijo soltándola—. Dame un abrazo y tutéame como siempre lo has hecho. Y ahora dime dónde están mi madre y mis hermanos.

—Como quieras, Miguel, pero solo te hablaré con esta confianza cuando estemos solos. Doña Magdalena está en misa de doce con tu hermana. El señorito Jerónimo ha salido.

—Bien, entonces les esperaré para el almuerzo.

La comida transcurrió guardando la etiqueta y la formalidad a la que les obligaba Pedro Jerónimo, el hermano mayor. Desde que había heredado la primogenitura, continuó con las costumbres austeras de su padre que los demás no compartían. Apenas le preguntó por sus correrías en Madrid, como él llamaba a los desplazamientos que hacía de tanto en tanto. Hablaron algo de su plaza en el regimiento y de las posibilidades de ascenso, después se retiró a la biblioteca. Doña Magdalena y los otros hijos se reunieron en su saloncito privado.

—Miguel, cuéntanos, ¿qué tal en la villa? ¿Has conocido a mucha gente?

—Sí, hermanita, he conocido a personas importantes y he acudido a un baile en palacio.

A Magdalena se le abrían los ojos hasta agrandarlos al límite. Tenía diecisiete años y no deseaba otra cosa que hacer vida social. Miguel les explicó con detalles la fiesta Real, sus salidas con amigos, las representaciones de teatro y lo que se murmuraba sobre la princesa de Asturias. Solo omitió los encuentros clandestinos y el complot que preparaban.

A media tarde se dirigió al domicilio de su tío Miguel. Antoni, el mayordomo, le hizo pasar a su despacho. Le encontró algo abatido, tapado con una manta frente a la chimenea.

—Qué contento estoy de verte. —Hizo ademán de incorporarse y Miguel se lo impidió.

—No se levante, tío, veo que no se encuentra muy bien.

—No es nada, son achaques de viejo. Estoy a punto de cumplir los cincuenta y mis huesos lo notan. Siéntate y cuéntame las nuevas de Madrid.

Miguel le puso al día sobre la conspiración y la doble diplomacia con Inglaterra y Francia.

—Estamos en unos momentos muy malos, hacen falta buenos dirigentes y mentes especialmente claras. Temo que no tengamos nada de eso. La ambición de unos pocos nos hace mucho daño. Confío en que los jóvenes saquéis al país del agujero en el que estamos metidos.

—Luchamos por lo que creemos, tío.

Charlaron hasta el anochecer. Miguel se despidió.

—Ven a verme de cuando en cuando, tu compañía es la mejor medicina.

El año terminaba. Miguel se veía en las tabernas con el hermano de Isabel, Joaquín de Verger, con Cristóbal Montoliu y con Vicente de San Carlos. Joaquín era militar como él, con ideas muy diferentes. Se aferraba a su doctrina conservadora fijada al Antiguo Régimen. Era difícil mantener una conversación sin acabar discutiendo acaloradamente.

El día veinticuatro de diciembre fue a la misa de Maitines en la catedral. A la salida se encontró con Ramón Martínez de Hervás y su familia. Margarita se sobresaltó. Hacía tres meses que se conocieron en Barcelona, que no se separaron durante aquel baile y no había tenido noticias de él.

—No sabía que estuviera por aquí. ¿Hace mucho que ha venido?

—Llevo un mes, disculpe si no la he avisado, mis obligaciones no me lo han permitido.

Margarita estaba turbada. Ella no había dejado de pensar en él y ahora que lo tenía tan cerca no lo dejaría escapar.

—Puede venir a visitarnos cuando quiera, estaremos encantados.

Catalina María le dio un pisotón, le parecía una insolencia invitar a un joven sin el consentimiento del padre.

Don Luis le echó un cable a su hija.

—Nuestra casa estará abierta siempre que lo desee.

—Gracias, tiene usted unas hijas preciosas, aunque la pequeña las va a ganar a todas.

—La pequeña se llama Mariquita, no me ha preguntado mi nombre y yo se lo digo.

Soltaron la carcajada todos, menos Margarita.

—Creo que has metido la pata.

—¿Por qué? ¿Por decir cómo me llamo?

—Eres encantadora. No cambies nunca, Mariquita.

Miguel se marchó divertido, le gustaba esa familia; lo que no entendía era la actitud de Margarita. Parecía que le reprochaba algo.

1803

Acababa de empezar el nuevo año. Margarita había ido a visitar a su amiga Isabel de Verger. Desde que vio a Miguel en Nochebuena apenas dormía. Su frialdad estaba a punto de volverla loca. Había esperado las cartas que nunca llegaron, ni siquiera había aparecido por su casa ni por cortesía. Siempre pensó que se había enamorado de ella cuando le dijo que no le olvidara y que se volverían a ver.

Intentó no desanimarse. Se consolaba diciéndose que estaría muy ocupado, cualquier día recibiría sus noticias. De momento Isabel era la persona que podía darle información a través de su hermano Joaquín.

—¡Qué bien, Margarita! Hacía tiempo que no nos veíamos. —Le dio un beso antes de ofrecerle asiento—. Tenemos mucho que hablar.

—¿Hablar de qué?

—De Madrid —lo dijo con sorna, observando la reacción de su amiga, que se había puesto roja.

—Madrid no me interesa, prefiero que me informes sobre las comidillas de aquí, y tú no te pierdes ni una.

—Joaquín llegó a Palma hace un mes con Miguel —comentó como si no la hubiera oído—. ¿No lo sabías? Estuvo en casa anteayer contándonos todas sus correrías por la Villa.

—Sí, lo sabía, lo vi en la misa del Gallo.

—Entonces te habrá dicho que iba detrás de una joven francesa que conoció en palacio, una belleza.

Margarita se mordió los labios, no dejaría que la humillara. Tenía un pronto ágil y respondió:

—A mí me da igual lo que haga o deje de hacer, a la que le importa es a ti. Vi cómo le mirabas el día del baile en Barcelona y sabes que jamás te hará caso.

—Lo de la francesa ha sido una nube pasajera. Tienes razón, a mí me importa y puedes estar segura de que lo voy a conquistar. Sé que no va a visitarte y si viene aquí es por mi hermano, pero yo sé que el roce y la rutina de vernos a menudo se convertirá en noviazgo.

Era más de lo que podía oír y, a pesar de su cinismo, disimuló. Se encogió de hombros y cambió el tema de la conversación. Isabel criticó a las jóvenes mallorquinas que imitaban a las forasteras en los escotes al uso de la Península.

—Es obsceno. Nos están metiendo sus modas pecaminosas y pretenden terminar con nuestras tradiciones. No lo digo por ti, solo tu padre es de fuera, tu madre y vosotros habéis nacido en la isla, gracias a Dios.

Margarita quería contestar y no le salían las palabras. Isabel continuó.

—El miércoles próximo tenemos visita en casa de Magdalena Berga. Iremos unas cuantas amigas, me encargó que te avisara.

—De acuerdo, creo que iré. Ahora tengo que marcharme. Cristóbal, el cochero, me espera en la puerta.

Isabel se incorporó.

—No faltes.

—Adiós.

El cochero la ayudó a subir y el carruaje trotó a paso lento por las calles empedradas. A Margarita se le deslizaban las lágrimas por el rostro.

Cuando llegaron a la calle del Sol, el coche entró en el patio. Cristóbal hizo parar a los dos caballos y se bajó del pescante para ayudarla.

—¿Qué le pasa, señorita? Ya sé que no debo inmiscuirme en sus asuntos. Si me lo permite, le aconsejo que no llore. Es demasiado hermosa para estar triste.

Por primera vez lo miró a la cara. Tenía los rasgos pronunciados y varoniles, los ojos grandes azul verdoso; era alto, proporcionado, todo su porte revelaba al de un señor. Se preguntaba de dónde venía. Sin duda era mallorquín, de algún pueblo, aunque su acento y su habla le parecían de ciudad.

—Gracias, se me pasará, no tiene importancia.

Habían transcurrido varios meses. No había vuelto a saber nada de Miguel, tampoco daba muestras de querer presentarse en su casa. No le bastaba que Ramón le viera a veces, lo que deseaba era que mostrara algo de interés por ella y, al no lograrlo, se iba desengañando poco a poco. Se distraía reuniéndose algunas tardes con Tonina o con Isabel, que no le parecía buena amiga porque era envidiosa y disfrutaba de hacer daño. Sin embargo, necesitaba hablar de lo que fuera y enterarse de si conquistaba a Miguel, como le había manifestado. Siempre había perseguido a Juan Berga y persistió después de su matrimonio; ahora su trofeo tenía que ser Alemany, justamente cuando a ella le gustaba.

En casa de Tonina se reunían a merendar algunas jóvenes amigas pertenecientes a la nobleza; solían ir acompañadas por solteronas que hacían de carabinas. Todas mantenían sus costumbres tradicionales tan profundas como si se las hubieran esculpido en el momento de nacer. Solo entendían la educación del qué dirán. Su comportamiento obedecía a una moral engañosa y criticaban a las mujeres modernas que se saltaban los códigos de esa sociedad suya provinciana, porque no eran capaces de ser como ellas ni de vencer los escrúpulos de conciencia que les ocasionaría intentarlo.

Eran isleñas del Antiguo Régimen que creían al pie de la letra lo que les enseñaban los padres y el confesor espiritual. Aseguraban que solo conseguirían la salvación eterna si vestían con la modestia del traje de payesa y compensaban la uniformidad de los vestidos adornándolos con alhajas que, al menos, indicaban la riqueza y el estatus social. Todas rivalizaban en los botones-joya del corpiño, el collar-cordoncillo de oro macizo, los rebocillos de seda labrada y los abanicos de encaje.

Margarita no era capaz de ser d’aquest estil9, que odiaba; vestía a la moda de París sin importarle sus sonrisas maliciosas que disimulaban bajo el abanico. Se sabía censurada por las damiselas que se pasaban las horas en la iglesia confesándose de sus pecados o, como pensaba, enumerando las conductas pecaminosas de las mujeres que consideraban impúdicas. No comprendían que, simplemente, se estaban incorporando a la llegada de los nuevos tiempos.

Cristóbal, el cochero, la acompañaba y la recogía al anochecer. Se había habituado a darle la mano para bajar del carruaje. Un día se la apretó con fuerza y ella sintió un escalofrío. Aquello no podía volver a ocurrir, aunque sentía placer al recordarlo.

Terminaba mayo. Doña Margarita se había retirado a su gabinete. Echaba de menos a su marido, que compaginaba su puesto en Lérida con la familia. Alternaba unos meses en cada ciudad. Temía que tanto viaje acabara con su salud. Los caminos eran peligrosos y las travesías por mar también. Su alegría era ver cómo los hijos se iban situando, no se podía quejar. Ramón acababa de recoger su nombramiento como oficial de Correos con destino en Palma y su sobrino Manuel ya le había arreglado los papeles de nobleza desde Madrid. Estaba en disposición de ejercer su flamante empleo. Su hijo Luis era alférez del regimiento de Infantería. Estaba protegido por su cuñado José Martínez de Hervás, recién nombrado cónsul en París y embajador interino. Las relaciones que mantenía con la familia real, igual que con Napoleón, eran inmejorables, dos frentes antagónicos que podían serle útiles.

Quedaban las hijas casaderas. Catalina María había iniciado relaciones con el capitán del ejército Juan Rosselló Basa. No le preocupaba; Margarita sí, era impulsiva y cabezota. Su rebeldía le podría traer malas consecuencias. La sobrina Teresa y Mariquita aún eran niñas. Se acercó al ventanal. Pronto comenzaría el mes de junio, el sol abrasaba por las calles, tenía que pensar en el veraneo en Valldemosa, donde se respiraba el aire fresco de la Tramuntana. Mandaría a las jóvenes con madó María y con Cristóbal para que prepararan la casa. Ella iría con el resto de los criados cuando llegara Luis.

Mientras tanto, Ramón se reunía por las mañanas en la plaza de Cort con algunos conocidos. Casi siempre estaban Ernesto Casarioga, Ignacio Puigmajor y Enrique Santandreu. Las conversaciones normalmente acababan en discusión. Tenían opiniones encontradas. El peor era Casarioga, criticaba la Sociedad de Amigos del País como una lacra que se inyectaba en España y que había que exterminar.

Aquel día, Ramón no pudo más y se despidió antes de que la sangre le llegara a la cabeza. Se apasionaba enseguida, prefería serenarse dando un paseo antes de la hora de la comida. Llegó hasta la puerta del Mar. Allí casi tropezó con Miguel Alemany.

—¿Tú también te apartas de la gente?

—Bueno, hago tiempo. De tanto en cuando no va mal meditar a solas. Pienso mucho en lo que me dice mi tío. Ha visitado a Jovellanos, le da una gran tristeza que un hombre de su inteligencia esté confinado en el Castillo. Sus ideas son innovadoras y ha hecho una labor encomiable por el país. ¿De qué se le acusa? De criticar al alto clero y a la nobleza. Siempre se anteponen los intereses y la política al bienestar del hombre. Se lo han llevado a Bellver escoltado por un regimiento de dragones, como si se fuera escapar. Le custodian dos centinelas día y noche sin darle siquiera papel y lápiz. Solo le permiten ver a su criado y hablar con su confesor únicamente de temas de conciencia. —Se quedó pensativo y continuó—. Tengo fe en las sociedades secretas. Desde ellas se puede luchar sin que te encarcelen. Las logias empiezan a proliferar. En Francia se ha fundado la de Josefina.

—He oído que le dejan tomar baños de mar acompañado por el gobernador de la fortaleza —Ramón volvía a incidir en Jovellanos.

—Parece que aquí se le tiene compasión. Está muy enfermo, no sé si resistirá el cautiverio.

—La única esperanza que nos queda es echar a los reyes y a su valido o hacerles abdicar.

—Por eso confío en las reuniones clandestinas, ahí está nuestro poder. Todo llegará.

Los dos amigos continuaron su charla un buen rato. Habían llegado ante la catedral casi al nivel de la muralla. El mar mimetizaba el azul del cielo, la vista era hermosísima. Permanecieron callados contemplando las aguas tranquilas, el sol ardía.

Cuando Miguel se marchó, a Ramón se le abrió el horizonte. Menos mal que había hombres que tenían las ideas claras.

14

El carruaje partió de madrugada hacia Valldemosa. Era importante salir con el fresco de la mañana para aliviar en lo posible las horas más calurosas del mediodía. A la una pararon y se acomodaron bajo una higuera frondosa. Madó María sacó la cesta con las viandas, extendió un mantel sobre el suelo y se dispusieron a comer pan moreno con sobrasada, queso mahonés, butifarrones, peras y nueces. Bebieron agua del pequeño cántaro y luego descansaron.

—Los higos aún están verdes. Si no, podríamos cogerlos.

—Ya madurarán, Mariquita. En el predio hay muchos.

—Lo sé, es que ahora me apetecían.

—Bueno, pues te conformas con lo que hay.

Madó María lanzó una mirada de reproche a Margarita, su contestación había sido bastante brusca. La conocía desde que nació, siempre había demostrado un carácter difícil. Al no estar ni su madre ni el señorito Ramón, ella era ahora la responsable de su comportamiento.

—De acuerdo, Dida, no era mi intención discutir con mi hermana, solo estoy algo nerviosa.

—Mejor será que nos pongamos en marcha otra vez —respondió.

Cristóbal había permanecido apartado todo el tiempo. A veces cruzaba miradas con Margarita, ella bajaba los ojos ruborizada.

Era noche cerrada cuando pasaban de largo el pueblo y alcanzaban la finca, a pocas leguas. Salieron a recibirles los amos, un matrimonio que se cuidaba de la posesión y de la casa solar. Las habitaciones estaban preparadas con dos camas. Las dos mayores dormían en la zona central y Teresa y Concepción en la izquierda. El ala derecha se destinaba a los padres.

Margarita abrió las persianas de madera recién pintadas de color verde; la fachada encalada tenía un aspecto nuevo, de estreno, y contrastaba con los olivos y los algarrobos que la rodeaban y le daban un aspecto antiguo. Lejos, las espigas doradas; cerca, el sendero que conducía hasta la verja de entrada con los macetones de hojas de albahaca y de geranios. «Era igual que estar dentro de un cuadro de Watteau», pensó. Suspiró de felicidad. El campo se veía inmenso. En el cielo la luna redonda mostraba su sonrisa llena.

—¡Qué maravilla, Catalina! Me encanta el olor de la tierra y de los árboles. Aquí nadie nos puede criticar, lejos de la ciudad. Podemos hacer lo que queramos.

—No, no se puede hacer lo que uno quiera solo porque la gente no lo ve. Hay ciertas normas que están por encima de los ojos de los demás.

—Bueno, serán las tuyas. Aquí me veo libre, tú estás atada a tu novio. Yo, en cambio, siento que el espacio y el tiempo son míos, soy la dueña de mis actos y de mis pensamientos y nadie me los va a cortar.

—Estás loca, siempre soñando. Anda, vamos a la cama.

Al día siguiente pasearon por el pueblecito de casas blancas y calles estrechas. En el convento de los cartujos seguían recordando la estancia de Jovellanos, decían que era un buen hombre, aunque por encima de esa circunstancia estaba el evento más importante, del que no paraban de hablar. Era la beatificación de Catalina Thomás, la monja canonesa del convento de Santa Magdalena de Palma que nació allí hacía dos siglos. Todos estaban orgullosos de que esa mujer extraordinaria fuera valldemosina; haber nacido en el mismo lugar les creaba un vínculo de identidad, como si sus milagros formaran parte de ellos mismos. Durante los festejos de 1798 habían acudido a la ciudad gentes de toda la isla y todavía se comentaba que jamás se habían visto tantos oficios religiosos, ni tantas luminarias por las calles, ni tal profusión de escenas de su vida pintadas colgadas de los balcones principales.

El mes de julio las hermanas disfrutaron de la paz que se respiraba en el campo. Recorrían los caminos, hablaban con los aparceros y les solían llevar la comida en unas marmitas. El sol hervía y caía a plomo a pesar de la brisa del mar y de la corriente fría de las montañas. Los peones lo agradecían y comentaban que las hijas de don Luis eran especiales y encantadoras.

Margarita solía caminar sola, tenía necesidad de libertad, de no depender de nadie. Cómo le hubiera gustado ser un hombre para no dar cuentas de su comportamiento. Algún día las mujeres serían iguales a ellos. Estas ideas rondaban y volvían a su cabeza desde que se sintió mujer, desde que presenció la subida del globo en Barcelona. Mientras nos gobernaran los reyes en España, nunca llegarían las premisas de la Revolución como ocurrió en Francia, y no se consideraría a las mujeres con los mismos derechos que los hombres. Era cierto que ahora habían dado un paso atrás y consideraba que eso todavía estaba por llegar. ¿Por qué si actuaban como ellos se las consideraba de mala vida y las censuraban? No le cabía ninguna explicación.

Una tarde se encontró con Cristóbal, el cochero, iba sin rumbo, y la vio por casualidad.

—¿Me permite acompañarla, señorita?

Era una pregunta insolente en un criado. Sin embargo, no le importaba, seguramente los que se creían superiores por su rango no hubieran permitido ese atrevimiento. Ella se sentía halagada.

—Podéis pasear conmigo, si es lo que deseáis.

—No crea que quiero faltarle al respeto, sino que la tarde es muy hermosa y a lo mejor le apetece charlar con alguien.

Seguía siendo inaudita la audacia del cochero. Decidió que ella lo sería más y respondió.

—Me hacéis un favor, compartir la belleza con alguien es un placer. Desde aquí la puesta de sol es una hoguera de líneas asimétricas que se mueven en el horizonte. No creo que en toda la isla se vea otra igual.

A partir de entonces las caminatas juntos se convirtieron en una práctica casi diaria. Hablaban principalmente de la naturaleza y del esplendor del paisaje. Un día Margarita le preguntó si sabía leer y escribir.

—Sí, señorita, me enseñó el cura del pueblo cuando era niño.

—¿De qué pueblo sois?

—Soy de Santa María, pero he vivido en Castellón. Mi madre murió cuando yo nací y mi padre trabajaba en la posesión del señor marqués de Binimuslín. El cura, don Cristóbal, me llevó con él a la Península y me educó en el conocimiento de las letras y de otras materias. Me enseñó dónde están los países del mundo y a conocer las estrellas, además me compraba libros.

Margarita no daba crédito, o sí. Empezaba a entender que se sintiera atraída por un criado con poses de señor.

—Si estabais en Castellón, ¿por qué habéis venido a Mallorca?

—Don Cristóbal falleció, entonces vine a ver a mi padre y apenas me hizo caso. Nunca sintió apego por mí. Ya ve, he acabado de cochero en su casa.

Así transcurrió todo el mes de julio. Cada día que pasaba, ella notaba una excitación inexplicable, no estaba segura de si hacía bien o mal dándole conversación y paseando con él; se estaba adentrando en un laberinto que le conducía hacia el abismo o, quién sabe, hacia la felicidad.

Fue Mariquita quien propuso la excursión.

—Dida, di que sí, podríamos acercarnos hasta Deyá.

—No sé, el trayecto es algo peligroso, solo hay un sendero que serpentea junto al precipicio.

—No importa, Cristóbal maneja muy bien los caballos.

—En todo caso, pediríamos unos burros. Sacar el coche es imposible, hay tramos casi inexpugnables hasta para una carreta.

—¡Bien!, gracias, Dida. ¿Vendrás con nosotras?

—¿Yo montada en un borrico? Ni hablar, no estoy para esos trotes. Iréis con el cochero y con un guía que conoce el terreno.

Organizaron la marcha para el lunes siguiente. Salieron muy temprano con el fin de aprovechar al máximo las horas de luz. Era mediados de julio y anochecía muy tarde. Uno de los asnos cargaba con las cestas de la comida y el agua. Los demás iban montados a horcajadas; según dijo el capataz sería más seguro, teniendo en cuenta que todo el camino era un pedregal, con curvas, subidas y bajadas.

Al mediodía llegaron a una explanada de encinas y decidieron quedarse hasta la hora del regreso. Dejaron atrás el Pla del Pouet, el Coll de son Gallard y el castillo del Moro, una de las muchas torres de vigía que se alzaban en los montículos estratégicos desde hacía varios siglos. El lugar constituía una exhibición natural de los elementos típicos del paisaje autóctono. Se habían aposentado en una altura desde donde divisaban la cala de Deyá al pie del acantilado y, a la derecha, la Foradada, un brazo rocoso, agujereado en un extremo, que se metía en el mar como si fuera un barco pirata destrozado por la erosión, un muelle natural para mirar a través la bravura de las olas.

—Ha sido cansado, aunque ha valido la pena. Nunca pensé que la vista fuera tan espectacular.

—Tú aún eres pequeña, yo vine una vez con padre.

—Bueno, Catalina, tuviste esa suerte, no creo que nos vuelva a acompañar; se marchó a Lérida y apenas lo vemos.

—No seas pesimista, seguramente vendrá pronto. El verano todavía es largo.

Después de comer se tumbaron bajo los árboles a descansar. Cristóbal no había dejado de mirar a Margarita. Se arrimó a su oído y le dijo.

—¿Vamos a curiosear por los alrededores?

Ella no dijo nada y obedeció. Se alejaron despacio comprobando que las hermanas se habían dormido. Él buscó un olivo corpulento de los que decían que eran milenarios, con las ramas casi tocando el suelo. Permanecieron de pie, uno frente a otro, el silencio les rodeaba, se tocaba. Sin darse cuenta sus cuerpos se juntaron; Cristóbal le pasó el brazo por el cuello y de forma espontánea comenzaron a besarse. Margarita cerró los ojos, estaba junto al hombre, hermoso, varonil y delicado. De repente, sintió que le amaba, no le cabía duda de que eso era el amor, la sensación de que en ese momento no le importaba nada más, sentirle, desearle y temblar a su lado.

—Échate conmigo, Cristóbal.

Se tumbaron, uno muy cerca del otro. Ella apoyó la cabeza en su pecho.

—Quisiera que el tiempo se parara y continuar indefinidamente en este sitio, así como estamos. Ámame, Cristóbal, me dan igual los prejuicios de la gente. Ya que no puedo aspirar a ser tu prometida, al menos, seré tu amante.

El cochero no respondió, comenzó a desnudarla y a abrazarla, luego ambos se enlazaron. Copularon enloquecidos hasta que Margarita tuvo miedo de que la vieran. Se vistieron sin decir nada y regresaron con pasos lentos para ralentizar y saborear los minutos antes de separarse. Cuando divisaron el encinar, él le dijo:

—Lo siento, señorita, mi intención no era forzarla.

—Sabes que te lo he pedido, lo único que deseo saber es si me quieres.

—Con toda el alma, aunque no sé si hago mal.

—No haces mal y, por favor, llámame Margarita.

—Sí, señorita, y a mí llámeme Tóbal.

—Primero tutéame, Tóbal.

—Lo haré, Margarita, pero solo cuando no haya nadie.

Continuaron caminando de la mano. Al llegar a donde estaban los demás, disimularon comentando que se habían asomado al escarpado, un poco más allá, para ver mejor la Foradada y lo hermosa que sería la vuelta.

Ninguna respondió, lo que les importaba en ese momento era no saber nada del guía; sin averiguar cómo, apareció salido de las sombras.

—Señoras, es hora de partir. No debemos dejar que nos sorprenda la oscuridad; por si acaso, voy preparado, llevo antorchas en las alforjas.

—Gracias, Damián —respondió Catalina—. Estáis en todo.

—Es mi obligación, señorita.

Entraban en la casa a las diez de la noche, cuando el último rayo del sol se escondía en el mar.

Empezaba agosto sin noticas de la madre. La vida continuaba apacible. Margarita y Cristóbal se veían en los paseos, aunque ahora se escondían bajo las espigas y allí se explayaban con la emoción del primer amor. A medida que pasaban los días, ella empezó a confiarse, nadie se daba cuenta de su relación.

Al cabo de una semana llegó un correo anunciando la llegada de don Luis y de doña Margarita. Las hermanas adornaron la entrada y la primera planta con los farolillos de colores que habían confeccionado en los ratos de menos calor. Querían festejar especialmente el regreso del padre. Ramón se quedó en Palma. Había estrenado su despacho de oficial de Correos; las noticias de Madrid eran continuas y contradictorias. Cuanto ocurría en el país, constituía motivos de preocupación y consideraba indispensable contrastarlas.

Los padres gozaron de un mes de tranquilidad y calma con las hijas y se marcharon a primeros de septiembre. Ellas alargaron el veraneo hasta comenzar octubre. Todo siguió igual hasta la vuelta a la ciudad.

Don Luis regresó a Lérida con su mujer. Quería asegurarse de que le atendían debidamente y de que estaba bien instalado. Nunca le acompañaba y, al fin, se había decidido, sabía que en la casa todo marchaba bien y que no era imprescindible su presencia.

Una vez en Palma, Margarita reaccionó de golpe, apresurada, como solían ser sus prontos. Lo suyo con Tóbal había sido una locura, debía cortar el trato con él antes de que se enteraran los demás. Ahora sería difícil verse y, por otro lado, ¡qué diría la gente! Solo tenía dieciséis años. Con estos pensamientos se revolvía en la cama, luchaban sus dos personalidades. La insensata le decía que estaba enamorada, que jamás le importó que murmurasen de ella. La sensata le ponía en guardia, no debía arriesgarse a buscar su desgracia. Decidió que hablaría con él.

Aprovechó una invitación de Isabel de Verger para pedirle que la llevara en el coche.

—Lo que te voy a decir es muy duro. No lo interpretes mal, Tóbal, sabes que te quiero y que he sido feliz contigo. —Hizo una pausa y continuó—. Es mejor que lo dejemos, soy demasiado joven, menor de edad, no puedo enfrentarme a los míos.

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