Kitabı oku: «El círculo prohíbido», sayfa 8
—Lo suponía, señorita, no debiéramos haber empezado, era concebir un imposible.
—No me llames señorita, así quedamos. Esperaremos unos años. Si aún seguimos queriéndonos, te prometo que no renunciaré al amor.
Después de esta conversación, el tratamiento volvió a ser el de señora y criado, aunque a veces no podían evitar las miradas cómplices y enamoradas.
15
1804
El año transcurría con la rutina de siempre. Los padres habían regresado en diciembre para pasar las navidades con los hijos. Al empezar enero, don Luis volvió a marcharse. Ramón, en su despacho, leía las noticias de Madrid. El bando de los afrancesados crecía con el desencanto de los manejos de Godoy y de la reina doña María Luisa. Hacía tres años que don Manuel había firmado con Napoleón el segundo Tratado de San Ildefonso en el que España declaraba la guerra a Portugal. Entonces, con la victoria, mandó a los reyes un ramo de naranjas. El pueblo le llamó la Guerra de las naranjas. Esto provocó que Inglaterra rompiera sus relaciones diplomáticas, ahora estaban en manos de Bonaparte.
Los ilustrados y los Amigos del País, aunque no se fiaban de él, simpatizaban con la constitución francesa, que restablecía el sufragio universal y, aunque recortado por la oligarquía termidoriana, había implantado la igualdad jurídica y el mercado único interior. Les gustaba la libertad de culto y de religión que recogía esa constitución. Debían elaborarla igual en España; la reforma agraria propuesta por Jovellanos y las mejoras sociales eran un primer paso.
En la sección de sociedad, se hablaba de la insoportable convivencia de la princesa de Asturias con su suegra, la reina. Era extraño que no se quedara encinta, los artículos comentaban que el príncipe no cohabitaba con ella, que era profundamente desgraciada, que era inculto, no leía y no hacía nada. Doña María Antonia se refugiaba en el palacio de Aranjuez. Había encontrado en la biblioteca algunos libros procedentes de Valençay que llevaron allí los ilustrados del siglo XVIII. La reina, con la excusa de que tenían estampas eróticas, se los había escondido. Se escribían muchos detalles sobre la vida de los príncipes, a Ramón no le interesaban demasiado las comidillas de palacio. Cerró el semanario y salió a la calle.
Era la hora de la tertulia en la plaza de Cort. Estaba formado el corrillo de siempre. El tema era la predicación del fiscal general del Santo Oficio, don Miguel de Victorica, diácono en el convento de los padres dominicos. Lo hizo con manteo y sotana, no con sobrepelliz, como otras veces. El escándalo fue grande, era una anomalía litúrgica y un motivo de discusión. Un abate que no dejaba de ir a la moda, ni a los cafés, ni a las casas principales, no estaba exento de cumplir las normas y las costumbres, tal como se debía. Luego los comentarios derivaron en el pleito que no se acababa nunca sobre el entierro de don Martín Boneo. Había dejado escrito en su testamento que le enterrasen en la basílica de san Francisco y, contraviniendo su voluntad, lo llevaron al convento de los agustinos por ser caballero de la Orden de Santiago. El pleito continuaba, unos estaban a favor y otros en contra.
A Ramón le parecían chismes propios de comadres y se marchó. Había miles de asuntos importantes sobre la política y se perdía el tiempo en murmuraciones locales.
Cuando llegó a su casa, el mayordomo le informó de que la señora había tenido que salir con urgencia.
Doña Margarita subió al carruaje y ordenó al cochero que la llevara a la calle de San Felio. Le pidió que no se moviera hasta que no saliera de la casa. Entró en el portal, atravesó el patio, al pie de la balaustrada se leía un letrero escrito sobre la piedra que decía: «Subir o morir». Recordaba la antigua leyenda de su familia. Luego subió por la escalinata pulida. Después de hacer sonar la campanilla, le abrió un criado que la hizo pasar. Entró en un saloncito con muebles tapizados en color azul. En un sillón, frente a la chimenea, estaba su prima Isabel Frau, tapada con una manta. Hacía años que no la veía, la última vez fue en el funeral de su marido, Gabriel Sureda. La encontró desmejorada, se acercó y le dio un beso.
—Mi querida Isabel, ¿cómo estás?
—Ya ves, Margarita, bastante mal. Acerca la butaca y siéntate a mi lado.
Al mirarla más cerca, le impresionó su aspecto. Eran de la misma edad, de niñas se habían tratado mucho. Luego, cuando se casó con Gabriel, dejaron de verse. Le había dado muy mala vida, era un bestia que le pegaba. Los primeros años parecía buena persona, después empezó a beber y a salir con mujeres. Ella siempre estuvo en su casa, sin ir a ninguna parte. No habían tenido hijos, él le echaba la culpa. Había muerto hacía dos años y fue al sepelio por obligación. En realidad, se alegraba de su muerte.
—Dime, qué te pasa.
—Escúchame bien —dijo con un hilo de voz—. Tengo tisis, estoy desahuciada. Quiero dejar parte de mi fortuna a tu hija María Concepción.
—No digas eso. Llamaré al médico, puedes curarte.
—No, sé que voy a morir. Gabriel me dejó dolor y también un patrimonio que, unido al mío, suman mucho. Concepción es mi ahijada, no tengo a nadie a quien dejar mis bienes. Una parte será para las monjas reparadoras que me están cuidando.
—Yo vendré cada día, Isabel.
—No es necesario, ya te digo que se ocupan de mí.
—Bueno, pues te haré compañía.
—Eso sí te lo agradeceré. En cuanto a Mariquita, será su dote cuando se case.
—Eres muy buena, gracias.
—Gracias a ti que has sido mi mejor amiga.
Doña Isabel Frau empezó a toser, Margarita llamó a la monja que esperaba en una habitación contigua. La tapó con otra manta y le aplicó en el pecho la cataplasma que tenía preparada. Con el calor, se le calmaron los espasmos.
—Aguantará un rato —le dijo a la visita—. Si se queda un poco más, le hará bien. —Y se sentó en una silla baja detrás de la enferma.
Estuvo aún media hora charlando con ella. Luego le dio un beso y se despidió.
La señora de Hervás cumplió su palabra, la visitaba cada tarde. Al llegar la primavera empeoró. Murió en el mes de mayo; la acompañó hasta el último momento. No se arrepentía, había estado muy sola últimamente y sabía que fue profundamente desgraciada. Sintió que la había descuidado, aunque Gabriel, el marido, le tenía prohibido recibir a la familia. La recordaba alegre y soñadora cuando la casaron con dieciséis años con un botifarra cargado de dinero, lascivo y mujeriego. Al no darle el heredero que deseaba, se dedicó a divertirse a la manera de los hombres, buscando el placer en los prostíbulos.
Al día siguiente se ocupó de organizar la ceremonia fúnebre, el entierro y las misas. No le contó a nadie las últimas voluntades de su prima. Luis no estaba y los hijos ya se enterarían.
Pasaba el verano y el otoño. Las hermanas Hervás se iban haciendo mayores, sus vidas transcurrían bastante monótonas, entre paseos, visitas a las amistades, lecturas o labores. Echaban de menos al padre, que aparecía cuando menos lo esperaban. Entonces se transformaban. Era una persona alegre y locuaz que revolucionaba la casa, lo contrario que la madre, que solía mostrarse reservada y de pocas palabras.
Ramón continuaba yendo cada mañana a su despacho de la calle de las Carassas, al final de San Felio. Abría la correspondencia local y de la Península. La noticia relevante de aquel mes de noviembre era el embarazo de doña María Antonia. Por fin el príncipe había sido marido, tendrían un heredero. Luego abrió el cajón de su mesa y ordenó los diarios y semanarios de aquel año por fechas. Habían ocurrido acontecimientos relevantes. En mayo, el Senado le ofreció a Napoleón su nombramiento como emperador. En diciembre se esperaba su coronación en Nôtre Dame y a la vez el papa Pío VII celebraría la boda religiosa con Josefina de Beauharneais.
Un empleado llamó a la puerta y le entregó un sobre. Era carta de su primo José Martínez de Hervás, hijo del marqués de Almenara. Vivía con su padre y su hermano Pablo José en el hôtel Hervás de la calle Saint Florentin. Su hermana María Nieves se había casado en 1802 con el General Duroc, mano derecha de Napoleón. El marqués ejercía sus funciones como embajador en la capital de Francia y estaba al corriente de cuanto ocurría en la corte española. Le comunicaba que la princesa de Asturias acababa de abortar en fecha de veintidós de noviembre y que de resultas del parto se había quedado muy delicada. Tenía, además, una depresión muy fuerte motivada por la expulsión de las dos mozas de retrete napolitanas que se había traído al casarse. Las malas lenguas le echaban la culpa a la reina doña María Luisa, que extremaba su crueldad para hacerle daño.
Guardó los pliegos junto con los otros, juzgó que era necesario hacer un viaje a Madrid y reunirse con los miembros del partido fernandino. Estaba seguro de que la conspiración contra Godoy y los reyes seguía adelante. No se quedaría de brazos cruzados viendo cómo el país se estrellaba por la mala gestión y el abuso de poder del valido.
Ya en su casa habló con la madre de su proyecto.
—Me parece bien, hijo, solo te pido que esperes a que pasen las navidades. Tu padre vendrá a mediados de mes, su mayor deseo es veros, ya lo sabes.
—Lo sé, madre. Yo también lo deseo, además, quisiera que me ponga al día de la administración de Correos, para cuando ascienda.
—Aún te falta mucho tiempo, aunque todo llegará.
Continuaron charlando hasta la hora del almuerzo. Le encantaba hablar con su hijo mayor, le recordaba a su marido. Ahora que Luis no estaba, para ella era un apoyo, le daba seguridad y alegría. Su ingenio y buen humor los había heredado de él.
16
1805
Febrero
La boda de Catalina María con el capitán del ejército Juan Rosselló Basa fue el día tres. A don Luis le dieron permiso una semana a finales de enero. Llegó con el tiempo justo para ayudar en los preparativos. En la casa todos iban de cabeza, había que organizar el banquete, las listas de invitados, el traje de la novia y los vestidos de las hermanas y de la madre. Catalina permanecía tranquila, con su carácter afable, sin inmutarse por nada, no demostraba ninguna emoción y, si la tenía, no se le notaba. Guardaba para ella sus sentimientos, a nadie le importaba su vida íntima, lo que sentía, percibía o pensaba, era de su absoluta reserva.
—Te vas a casar y ni siquiera te pones nerviosa.
—¿Qué quieres, Margarita? ¿Que esté dando saltos?
—No sé, parece que no tienes sangre en las venas.
—¿Qué más da? Me voy a casar igual.
Margarita se encogió de hombros y se marchó. No la entendía, era como si perteneciese a otra familia. Lo mejor de la boda fue la aparición de su hermano Luis. Llevaban casi un año sin verle. Estaba guapísimo con su uniforme. Hablaba francés perfectamente; había estado en París varias veces en casa del tío José.
—No podéis imaginaros el lujo en el que vive. El palacio del Infantado o el hotel Hervás, como queráis llamarlo, es como el de la realeza. Conmigo se han volcado tanto el marqués como el primo José.
Las hermanas lo rodeaban, le hacían contar los chismes de la corte de la emperatriz, le preguntaban cómo era la moda y cómo vestían las damas.
Para doña Margarita, disponer el ceremonial y las reglas de la etiqueta constituía demasiado trajín. La llegada de su marido la alivió.
—No te preocupes tanto, saldrá bien, ya lo verás —le dijo para tranquilizarla.
—Es la mayor, Luis. Estoy ilusionada y, por eso mismo, ningún detalle puede quedar al aire.
Él le dio un beso y respondió:
—Anda, demos un paseo y te despejas.
Se dejó llevar por su marido, realmente necesitaba alejarse del ajetreo. La mañana era fría, el cielo estaba nublado y anunciaba lluvia.
—Solo falta que pasado mañana llueva.
—No caerá ni una gota, se lo he pedido a San Blas —dijo riendo.
Así fue, San Blas, el patrono del mal de garganta, debió mediar, porque el cielo se estiró y espantó las nubes de los días anteriores.
La casó en la catedral el canónigo y tío de la novia, don Guillem Roca. La fiesta, los invitados, la parafernalia con la que doña Margarita se había esmerado, resultó como lo había previsto. Los novios se fueron a la finca de Valldemosa a pasar la luna de miel. Cuando se marcharon todos, ella y su marido aún continuaron sentados uno junto al otro.
—Se acabó, Luis.
—¿Estás contenta? La celebración en la iglesia ha sido muy emotiva y la recepción ha resultado perfecta.
—Ya lo sé. Sin embargo, me siento vacía. Será porque se nos ha ido una hija.
—Lo que te pasa es que, después del esfuerzo, ahora no sabes en qué ocuparte. Piensa que hemos casado a una y ha hecho una buena boda. Todavía nos quedan tres, ya sabes que Teresa es como una hija.
—Tienes razón solo en parte. Si no tuvieras que irte, no notaría este hueco en el alma.
—Pronto las habremos colocado a todas y podremos vivir los dos en Lérida. Mientras tanto, seguiré con mis viajes.
—Sí, con este ir y venir continuo. ¿No crees que es malo para la salud?
—Estoy bien, Margarita, aún me siento joven y lo resisto.
La charla derivaba la tristeza de la madre y la soledad cada vez que el marido se ausentaba. Manejar a las hijas, que se iban haciendo mayores, y darles libertad con limitaciones, no era fácil para una mujer sola.
Al día siguiente por la mañana, don Luis se despidió de la familia y partió hacia Barcelona.
Había pasado el invierno y la primavera le cedía el paso al verano. A finales de junio ella prepararía su viaje a Lérida. Pasaría el mes de julio con su marido y regresarían los dos en agosto, durante su permiso. Igual que el año anterior, las niñas esperarían en Valldemosa su llegada.
Ahora volvía a releer la carta. Luis le decía que no se inquietara, solo era un resfriado que le había atacado el pecho, que pronto se curaría. ¡Cómo no se iba a preocupar! Cuando en febrero inició su viaje, cayó una tormenta de nieve que lo mantuvo retenido tres días en la diligencia, en mitad del camino. Luego tuvo que hacer varias noches en posadas destartaladas, demorándose dos semanas más. Desde entonces se encontraba mal. Doña Margarita no se fiaba de los cuidados que pudieran darle los dueños de la pensión, se iría cuanto antes.
Enseguida arregló su equipaje, dio las órdenes a la Dida y a los criados para que el trabajo de la casa continuara como siempre; luego habló con Ramón.
—Ocúpate de tus hermanas. Irán al campo como el año pasado, los aires de la montaña son beneficiosos para la salud.
—Lo sé, madre. Aunque pienso quedarme aquí, no se preocupe, tanto madó María, como Cristóbal saben cuál es su deber.
Partieron a principios de julio de madrugada, como otras veces. Una vez en la finca, el cochero imaginó esperanzas de continuar el amor que habían dejado en suspenso. Seguía pensando en Margarita, a pesar de que ella había sido fiel a su palabra y solo se veían en presencia de la familia. Sabía que sus ilusiones eran absurdas, él no podía aspirar a la mano de la señorita. Si lo hiciera y ella aceptara, se murmuraría que buscaba obtener su posición y él la amaba de verdad. Por otro lado, no era justo que la privara de su estatus. Decididamente, debía olvidarla. Sin embargo, deseaba al menos, reanudar las conversaciones y verla.
La primera tarde salió al campo en su busca. Hacía mucho calor, la vio sentada sobre una piedra abanicándose con el sombrero de paja.
—Señorita, ¿le importa que la acompañe? —probó a repetir las palabras mágicas con las que inició su amistad.
—No, Tóbal, te dije que no podía ser. Lo que nos pasó fue un error, lo siento más que tú. Prefiero que no volvamos a hablar a solas.
Después de este incidente, Cristóbal se apartó de Margarita y los días continuaron monótonos y sin sobresaltos, exceptuando las cartas de la madre. Les decía que permanecería con el padre en Lérida los meses de agosto y de septiembre. Él aún no se había repuesto de la pulmonía. En cuanto su salud fuera normal, regresarían. Les pedía que volvieran a la ciudad por San Bartolomé, cuando llegaran las tormentas. En Palma estaba Ramón y le parecía conveniente que se quedaran con él.
Noviembre.
Ramón les daba vueltas a las últimas noticias sin entender cómo España se dejaba manejar por Napoleón. La catástrofe llevaba meses respirándose, inundando el ambiente, y el rey no se había dado cuenta. Ahora ya no tenía remedio. Después de su viaje a Madrid, los fernandinos empezaban a sentir la impotencia frente a los pactos de Godoy.
Continuaba leyendo los últimos papeles de la Corte. Los países europeos, Reino Unido, Austria, Rusia, Nápoles y Suecia, habían firmado la Tercera Coalición para frenar al emperador. España se aliaba al lado de Francia. En un principio estaba obligada para mantener los Pactos de Familia. Después, tras la Revolución, intentaba mantenerse neutral. Sus relaciones con Inglaterra se habían roto cuando el cinco de octubre de 1804, apresó en el puerto de Santa María, a traición, a cuatro fragatas españolas que traían caudales y pasajeros de América.
Bonaparte tenía la intención de conquistar las islas británicas, necesitaba el paso libre en el Canal de la Mancha, la escuadra franco-española debía distraer a la inglesa alejándola hacia las Indias Occidentales. España, que se encontraba en esos momentos con una falta significativa de personal de marinería, ya que en Andalucía la fiebre amarilla diezmaba la población desde 1802, había firmado. No había suficiente dotación para los barcos y se tuvo que llamar a las fuerzas de tierra de infantería para que se alistaran en la marina.
El veintidós de julio habían llegado a Finisterre con ese objetivo. El plan resultó un fracaso al encontrar apostada a la Real Armada inglesa, al mando de Robert Calder. El almirante Pierre de Villeneuve no tuvo más remedio que enfrentarse en una batalla corta y decisiva, que tuvo como consecuencia impedir a la Grand Armée francesa escoltar a los suyos para invadir Inglaterra. Entonces, la flota combinada franco española, se dirigió a Cádiz arribando a puerto el dieciocho de octubre.
Napoleón había dado orden a Villeneuve de regresar a Nápoles y desbloquear a los ingleses del mediterráneo. Él desobedeció a sabiendas, pensando que le quería sustituir por el almirante François Étienne de Rosily- Mesros, y decidió poner rumbo a los Caños de la Meca. Llevaba veintisiete mil hombres y treinta y tres navíos, cantidad superior a los de Gran Bretaña, con solo dieciocho mil hombres, veintisiete navíos y cuatro fragatas bajas.
No contaba con que el almirante Nelson le esperaba a la entrada de la cala. El veintiuno, al mediodía, se habían organizado las embarcaciones según las órdenes del almirante Villeneuve, cuyo buque insignia era el Bicentaure. Se formó una línea con tres divisiones de siete navíos, más una reserva de doce que iban en cabeza al mando del vicealmirante Gravina, que navegaba en el buque insignia Príncipe de Asturias. El francés mandó desplazarlas, permitiendo solo una en vanguardia. Gravina solicitó el mando independiente de su división, veía que Villeneuve les conduciría con su mala estrategia a la derrota. No consiguió que se le hiciera caso. El comandante Churruca presagió el desastre, treinta y tres navíos en fila horizontal era una línea de combate muy larga. El Bucentaure se hallaba muy alejado de los extremos en línea, los barcos españoles estaban dispersos. Los buques insignia español y francés viraron en redondo hacia Cádiz buscando el sotavento, ciñendo el viento flojo que no les beneficiaba, combatiendo a la vez el fuerte oleaje. Villeneuve creía contrarrestar la mayor capacidad de maniobra de los ingleses, que tenían el viento a estribor. Aún no se había descargado ningún cañón, cuando advirtió que, después del viraje, los barcos quedaban en cola, con escasa movilidad. Algunos buques franceses, ante el horror que se avecinaba, huyeron.
La batalla comenzó al mediodía con un cañonazo de la retaguardia combinada contra el Royal Sovereing que mandaba Collingwood. El Bucentaure hizo señales repetidas para que la escuadra de vanguardia girase y entrara en combate. La mayoría obedeció, menos Dumanoir, que había huido con su barco el Formidable; otros tres más le habían seguido.
La flota franco-española, con los vientos en contra, el escaso personal de marinería mal pagado, los soldados de tierra que no conocían el manejo de las embarcaciones, la falta de víveres y los heridos sin atender en la cubierta, vivió la tragedia con valentía, esforzándose hasta el heroísmo. En contraposición, los ingleses, con barcos modernos, bien equipados y personal entrenado, disparaban carronadas de sesenta y ocho libras. En dos horas casi toda la escuadra aliada se había rendido. A las 18:30 p.m. el combate había finalizado.
Por la noche se desató una gran tormenta a la altura de Gibraltar. El Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, con cuatro puentes y ciento treinta y seis cañones, se hundió con todos sus heridos. Otros barcos pudieron llegar a Cádiz.
Ramón dobló la Gaceta de Gibraltar y la guardó en un cajón. Luego permaneció estático, sentado frente a su mesa. La alianza con Francia no les aportaba ningún provecho. ¿Qué les importaba a los españoles la conquista de Inglaterra? En el país la hambruna se hacía insoportable, lo que se recogía en las Indias apenas llegaba, los piratas se apropiaban de las mercancías. Si se había contado con buenos barcos y mejores marinos, ahora solo quedaban destrozos, heridos y muertos.
De repente se acordó de Miguel Alemany, le comentó a finales del verano que había solicitado formar parte como voluntario del ejército de tierra para ayudar a la marina en caso de conflicto. Hacía varios meses que no sabía nada de él. Se inquietó ante la idea de que hubiera participado en Trafalgar.
Salió a la calle. Su silencio le hacía sospechar malos presagios. Era un amigo de la familia y un buen amigo suyo, sentiría haberle perdido. Preguntaría en el regimiento de Infantería dónde estaba destinado. Consideraba probable que supieran algo.
Dejó atrás la muralla de Es Baluart, continuó por san Felio, torció hacia la calle de Apuntadores, entró en una taberna, pidió una copa de hierbas secas y, tras beberla de un trago, se dirigió al cuartel.
Había comenzado noviembre con un vientecillo húmedo que pronosticaba lluvia. El ayudante del general Vives le atendió con mucha amabilidad. No era costumbre confiar los datos personales de los oficiales, pero, debido a su condición de funcionario de Correos, se los daría. Después de buscar en varias de las hojas de expedientes, encontró el nombre del teniente, don Miguel de Alemany. Efectivamente, se había embarcado en la fragata San Juan Nepomuceno con dirección a Trafalgar. Lo último que sabía era que se hallaba desarbolado y maltrecho en las costas de Cádiz, que su comandante Churruca había muerto en combate y que había muchas bajas y heridos. De momento, no podía darle más señas.
—Si tenemos alguna novedad, se lo comunicaremos.
Ramón agradeció los informes antes de despedirse. Ya en la calle, cruzó el Borne, subió por San Nicolás hasta Santa Eulalia. Luego, desde la calle Morey, llegó a su casa de la calle del Sol.
Durante la comida se mantuvo serio, no quería alarmar a las jóvenes sobre la falta de noticias de Miguel. Además, la carta de la madre los dejó preocupados. Todavía no se había repuesto el padre. Intentarían llegar por Navidad, esperaban que mejorara para entonces. Deseaba que Ramón se hiciera cargo de las hermanas en su ausencia y de que todo funcionara correctamente.
—No sabemos si tiene una enfermedad grave, me parece raro que tarde tanto en curarse.
—Las pulmonías son peligrosas, Concepción, por eso madre hace bien en estar con él. De todas formas, dice que espera que mejore, eso es una buena señal.
—Dios te oiga, Ramón.
En aquel momento, un criado llamó a la puerta llevando una tarjeta.
—Es para la señorita Margarita.
—Gracias, podéis retiraros.
Después de leerla, comentó sin ganas:
—Isabel me invita esta tarde a merendar.
—Dile a Cristóbal que te acompañe en el coche —respondió Ramón—. Soy responsable vuestro y estaré más tranquilo si te deja en la puerta.
—Como quieras, suelo ir a pie con la Dida y nunca me pasa nada.
Él obvió el comentario. Mariquita y Teresa la miraron con envidia, aún eran pequeñas para salir con amigas.
Margarita fue con el cochero esta vez y muchas más. Sin preguntarse cómo, volvieron a mirarse repetidamente a los ojos, el amor que permanecía paralizado resucitó.
17
Los días siguientes a la batalla fueron los más caóticos. Buques ingleses y aliados navegaban desarbolados, movidos por la fuerza de los vientos y del oleaje. Muchos acababan hundiéndose frente al Puerto de Santa María o en la bahía de Cádiz. Una fragata francesa, con bandera de tregua, condujo al gobernador de Andalucía, Marqués de Solano, hasta el Royal Sovereing para rescatar a los heridos españoles y franceses capturados. A cambio, ofreció a los británicos los hospitales de Cádiz.
La población se volcó acogiendo en sus casas humildes a los lesionados. Daba igual de qué nacionalidad fueran. Los navíos que pudieron capear el temporal y con menores desperfectos, acudían a socorrer a los que desaparecían bajo las aguas. Salvaron mucha de la tripulación viva y, a pesar de los muertos, en los hospitales no cabían, faltaban medicamentos y lo más indispensable para las curas. Se decidió transportar por mar hasta Denia a los de menor gravedad. De allí los conducirían a sus respectivos lugares de origen. Los del Neptuno, mandados por el comandante Valdés, fueron llevados al Minotauro, navío que conservaba aún la arboladura.
El buque que transportaba a los heridos españoles había salido de Cádiz a mediados de noviembre. Los habían recogido del San Juan, del Príncipe de Asturias y del Santa Ana. Llevaban veinte días en las cámaras bajas, hacinados en jergones; a algunos les faltaba alguno de sus miembros o ambos y pasaban la noche aullando de dolor. Otros se quejaban de fuertes dolores de cabeza. Casi todos estaban afectados por la calentura, con los ojos ardientes y la boca seca.
Miguel Alemany había tenido suerte, aparte de las fiebres y la herida en la pierna derecha, no había perdido ninguna de sus extremidades. Sacó la petaca del bolsillo y bebió unas gotas de aguardiente. El hombre tumbado a su lado, medio moribundo, le miraba con angustia, sin atreverse a decir nada. Era un soldado de su regimiento, un pobre recluta obligado a alistarse.
—Me queda líquido para tres sorbos, podemos compartirlo —dijo Miguel acercándoselo a la boca.
Sorbió como se le había explicado, solo un poco. Al rozar los labios pareció sobrevivir.
—¿Cómo os llamáis?
—Lorenzo —respondió casi sin voz.
—Yo me llamo Miguel. Lo mejor para aguantar es intentar dormir, si es que podéis.
Lorenzo forzó una sonrisa de agradecimiento. Luego cerró los ojos.
El cerebro de Miguel recorría las atroces secuelas de la batalla, la visión de los cuerpos mutilados, los alaridos de uno y otro bando, la falta de higiene, el temporal, los barcos a la deriva, los ahogados cuando intentaban salvar la costa a nado o los quemados en los hundimientos. Todas estas escenas le golpeaban en la cabeza, en una mezcla de malestar y pesadumbre. El comandante Churruca había muerto en combate y la mayoría de los jefes y almirantes de los navíos, entre ellos, don Cayetano Valdés, del Neptuno. De la flota no se pudo salvar ni la mitad. Cogió una de las listas de su macuto donde tenía anotadas las cifras. De la flota franco-española, se contaban tres mil doscientos cuarenta muertos, setecientos prisioneros y mil trescientos ochenta y tres heridos. Comparado con las cuatrocientas bajas y los mil doscientos cuarenta y un heridos de los ingleses, constituía una gran tragedia. Si el almirante francés, Villeneuve, hubiera permitido a Churruca y a Gravina que actuaran de forma independiente, el resultado no hubiera sido desastroso. La escuadra española, de las mejores del mundo, ahora estaba en un estado lamentable.
Todavía tardaron veinte días más en atracar en Denia. Lorenzo, el soldado moribundo, vivía aún gracias a los cuidados de Miguel, que se preocupaba de buscarle bebida y alivio para los dolores. Él había superado las fiebres, aunque apenas se tenía en pie.
Varias carretas esperaban en el muelle para conducir a los viajeros a sus destinos. Antes subió al navío un grupo de personal del ejército con botiquines para realizar los vendajes y las curas y proporcionarles palos que les ayudaran a caminar.
Miguel ocupó un asiento en el carromato que se dirigía a Barcelona. Vio cómo se llevaban al soldado en unas angarillas hacia el hospital. No sabría si al final sobreviviría y, como él, muchos más.
Una vez en la Ciudad Condal, le trasladaron a un llaút que tenía previsto salir por la noche a Palma. El viaje resultó demasiado largo. Cuando atracó, bajó en el muelle con mucha dificultad y se instaló en uno de los coches de alquiler que esperaban la llegada de los barcos. Las mulas trotaban por el pavimento de las calles. Él apenas veía, tenía los ojos enrojecidos por el agotamiento, le parecía que su casa estaba lejísimos y que nunca llegaría. Pensó en su familia, ¿cómo la encontraría? Pedro Jerónimo estaba destinado en Segovia. La madre y la hermana vivían sin la protección del mayor y sin la suya. El coche paró antes de lo que creía.
En cuanto Madó Francina le vio entrar por la puerta, se puso a dar gritos.
—¡Señora!, ¡señora! Está aquí el señorito.
—Dame un abrazo, ama, y no des tantas voces que se van a asustar todos.
—Pero ¿qué le han hecho? —dijo mirándolo de arriba abajo—. Si no parece usted. Ahora mismo le traigo algo de comer.
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