Kitabı oku: «Pan, trabajo, justicia y libertad. Las luchas de los pobladores en dictadura (1973-1990)», sayfa 4
La periodicidad y la persistencia de las protestas nacionales, que solo entre 1983 y 1984 alcanzaron a doce jornadas de movilización, y veintidós si se consideran todas las movilizaciones más allá de 1986 53, marcaron, o sí se prefiere, definieron el guion de la oposición política a la dictadura. En las poblaciones, los jóvenes eran los encargados de preparar cada protesta, coordinándose territorialmente, haciendo acopio del material para las barricadas y, en el mismo día de la protesta, organizando las marchas y las confrontaciones con la policía y el ejército, que en muchos casos copaban la ciudad cuando se convocaba a una protesta. La energía juvenil fue, en cierto modo, la auténtica vanguardia de la protesta social, y tal vez, para quienes se hizo más visible con el tiempo la distancia entre su accionar con las propuestas políticas, amén de que pagaron los mayores costos en vidas humanas, como producto de la represión.
Las redes de organizaciones sociales que se había venido configurando desde principios de los años ochenta se fortalecieron y multiplicaron al calor de las protestas, y surgieron nuevas, como algunas coordinaciones territoriales que organizaban las protestas en poblaciones emblemáticas de Santiago. En una mirada de conjunto, hacia mediados de los años ochenta se podían identificar las siguientes redes poblacionales:
Redes de economía popular, que agrupaban en distintos espacios y con diversos apoyos de la Iglesia y las ONG, a Ollas Comunes, Comprando Juntos, Huertos Familiares, Talleres para el Consumo, Organizaciones de Vivienda, Grupos de Salud, que beneficiaban a más de cien mil personas.
Comunidades Cristianas de Base en los más diversos barrios pobres de Santiago, organizados en una Coordinadora de Comunidades Cristianas y un Movimiento de Laicos, que reunía a unas ocho mil personas cada año en la conmemoración del «Vía Crucis» cristiano.
Iniciativas y movimiento de Derechos Humanos, que emergieron a partir de las Iglesias Cristianas (Vicaría de la Solidaridad y FASIC), las Agrupaciones de Víctimas de la Represión, los Comités de Base vinculados a la Comisión Chilena de los DDHH y el Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo.
Movimiento de Mujeres, que articulaba a diversas organizaciones sociales, como el MEMCH, «Mujeres por la Vida», ONG y coordinadoras sectoriales en los barrios y comunas populares.
Movimientos juveniles, como el Movimiento Juvenil Poblacional (MJP), de instalación más difusa en el sentido de la «juventud popular», pero que contaba con coordinaciones bien articuladas en la zona sur de Santiago (La Granja, San Ramón, La Pintana).
El movimiento poblacional en sentido amplio, que logró una importante articulación en el Comando Unitario de Pobladores (CUP), que hacia mediados de los ochenta, estimaba en unos tres mil los dirigentes agrupados en alguna coordinadora poblacional 54.
Las dificultades de la oposición para alcanzar la unidad no obedecían solo a razones tácticas relativas a las formas de lucha y las formas que podía tomar la recuperación de la democracia, sino que a un tercer actor menos visible para la mayoría de la población: el Departamento de Estado de los Estados Unidos. En efecto, cuando la AD buscó el apoyo de los Estados Unidos para obligar a Pinochet a negociar, ese apoyo fue menos que el esperado. A fines de 1984, el gobierno de Estados Unidos buscaba influir en el retorno a la democracia en Chile, sin embargo dejaba también en claro que «la estrategia fundamental debiera ser que podamos fortalecer a las fuerzas democráticas del centro y de la centro-derecha en Chile, y logremos separarlos definitivamente de la extrema izquierda con la cual están ahora aliados. Debiéramos dejar en claro a las fuerzas moderadas que lograrán más apoyo de nosotros si se dividen de los comunistas» 55.
El fracaso del «año decisivo»
En los primeros meses de 1985 la represión tomó nuevas formas, cuando a fines de marzo tres militantes comunistas fueron detenidos, degollados y abandonados en el sector norte de Santiago. El 29 de marzo de 1985, dos jóvenes de Villa Francia, Rafael y Eduardo Vergara, fueron emboscados y asesinados en el sector de Las Rejas. Ese mismo día, la CNI disparó y dio muerte a la joven mirista Paulina Aguirre, cuando regresaba a su casa en el sector de El Arrayán. La represión demostraba no tener límites, y si bien la desaparición de detenidos ya no era la norma, los opositores eran ejecutados o asesinados en la más completa impunidad. En agosto de ese año la Comisión Nacional de Derechos Humanos convocó a una Nueva Jornada por la Vida (en agosto del año anterior la Iglesia Católica había convocado a una manifestación semejante). En septiembre y noviembre volvieron las Protestas Nacionales. Con todo, el año 1985 terminaba con una fuerte sensación de impasse en la siempre dividida oposición política al régimen militar, una situación que la mayoría de la población reprochaba a los partidos y veía en ella uno de los principales obstáculos para terminar con la dictadura.
Los partidos políticos buscaron romper el impasse apelando una vez más a aquello que era común a sus estrategias: la movilización social. Para estos efectos decidieron apoyar el desarrollo de una Asamblea de la Civilidad, la que fue convocada por el presidente de la Federación de Colegios Profesionales. Junto a la Asamblea se constituyó también un «Comité Político Privado», integrado por representantes de los partidos, que actuaría con un cierto «derecho a veto» sobre esta nueva agrupación social.
A la Asamblea de la Civilidad adhirieron 26 colegios profesionales, 72 confederaciones y federaciones afiliadas al Comando Nacional de Trabajadores (CNT), 28 correspondientes a la Central Democrática de Trabajadores (CDT) y 26 federaciones estudiantiles, comerciantes, camioneros, pobladores, sector pasivo, pequeños industriales y artesanos 56.
La Asamblea de la Civilidad, una vez constituida, procedió a elaborar la «Demanda de Chile», que recogía las demandas democráticas de los distintos grupos convocados. La estrategia de la Asamblea, luego de elaborar la Demanda de Chile, fue enviarla al gobierno, esperar una respuesta y, si ésta no se producía, convocar a un paro de actividades para el 2 y 3 de julio de 1986. Como era previsible, la dictadura no acogió las demandas de la Asamblea, y el 2 y 3 de julio se puso en marcha el anunciado Paro Nacional.
El 2 de julio, la ciudad de Santiago, al igual que en reiteradas ocasiones anteriores, amaneció copada de militares en traje de campaña y con los rostros pintados para la guerra. Y si bien la protesta-paro alcanzó importantes logros –un 90% de los estudiantes no asistieron a clases y un 70% del transporte público paralizó–, la represión tomó nuevas e intimidantes formas cuando dos jóvenes –Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas De Negri– fueron detenidos y quemados vivos en el sector poniente de Santiago. Rodrigo falleció a los pocos días y Carmen Gloria sobrevivió con grandes dificultades y huellas físicas y psicológicas.
La mayor parte de los dirigentes de la Asamblea de la Civilidad, 14 de 18, fueron detenidos, y los partidos en el Comité Político Privado hicieron nuevamente visibles sus diferencias, mientras Estados Unidos reforzaba su política en favor de una salida pactada sin los comunistas. Finalmente, el 6 de agosto, el descubrimiento de una internación de armas en el norte del país –organizado por el PC y FPMR en Carrizal Bajo– condujo al quiebre definitivo de la oposición.
Todavía el 7 de septiembre de 1986, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez emboscó a la comitiva de Pinochet en el Cajón del Maipo, sin lograr terminar con la vida del dictador. La represión recrudeció luego de estos sucesos y buscó el aniquilamiento del FPMR. Se sucedieron las detenciones declaraciones obtenidas bajo tortura con impunidad y publicadas por los medios de prensa oficialistas, amén del asesinato de un alto número de militantes. La denominada «Operación Albania», de triste memoria, organizada por la CNI, incluyó la muerte de doce militantes, siete de ellos en un mismo lugar, luego de haber sido detenidos y torturados.
El «año decisivo», que había comenzado con un alto grado de optimismo en la movilización social, culminó con la oposición dividida y el colapso de la política comunista de «rebelión popular». Entonces, el centro político recuperó el control sobre la oposición política y propuso una poco convincente «campaña por elecciones libres», que muy pronto dio paso a la decisión de participar en el itinerario constitucional de Pinochet, que incluía un llamado a plebiscito para 1988.
Camino al plebiscito de 1988
El cuadro político y social sufrió entonces un verdadero vuelco. En el campo político, hegemonizado ahora por la Alianza Democrática, se enfatizaría en aceptar las leyes políticas promulgadas por la dictadura, inscribirse en los registros electorales y participar en la «Campaña por el No», que se desplegaría con gran energía en 1988. Los distintos grupos socialistas tomaron distancia del PC y del MIR después del descubrimiento de los arsenales y el fallido atentado a Pinochet. Particularmente significativo fue el giro del PS Almeyda, el que no sólo se distanció del PC –que era renuente a inscribirse en los registros electorales–, sino que, con el tiempo, se hizo parte de la Concertación de Partidos por la Democracia, sellando la alianza del conjunto de los socialistas con la Democracia Cristiana.
Por su parte, en el campo social, luego del fracaso del «año decisivo», se vivió un clima de incertidumbre y de divisiones, en el sentido de que se inhibía la movilización social (ya no habría más convocatorias unitarias para protestar), el protagonismo opositor pasaba a manos de los partidos políticos de centro, la izquierda se debilitaba en medio de sus propias contradicciones, y la perspectiva del cambio político al que aspiraban las organizaciones sociales se diluía y se volvía difuso a propósito de la desconfianza que generaban los partidos de la Alianza Democrática en los sectores populares organizados.
Con todo, en 1988 la coyuntura plebiscitaria se impuso, tanto en los partidos de centro como en los de izquierda, que se hicieron parte de la «Campaña del No» y de una animada y mediática acción publicitaria, que entre otros permitió a la oposición volver a la televisión (la «Franja del No»), la participación de figuras públicas en los medios, una bandera con los colores del arcoíris, y una entusiasta canción que proclamaba: «Chile, la alegría ya viene». Se sucedieron los actos públicos y grandes concentraciones en el centro de Santiago, y un masivo acto de cierre de campaña en lo que hoy se conoce como la Autopista Central 5 Sur, en la que concurrieron más de un millón de personas. De alguna manera, la coyuntura plebiscitaria permitió que se realizara el cambio que propusieron los dirigentes demócrata cristianos en 1987, de transformar la movilización social, en movilización electoral 57.
El triunfo de la opción «No», en octubre de 1988, representó una ruptura ciudadana con la dictadura. Al día siguiente de la victoria, las calles se inundaron de personas alegres y festivas que celebraban como propio el triunfo en las urnas. No obstante, «la alegría», pasajera en tales circunstancias, tendería a diluirse en los años siguientes. Era evidente que el triunfo en el plebiscito abría las puertas al proceso de «transición a la democracia». Sin embargo, el itinerario constitucional de Pinochet le aseguraba permanecer aún un año más en el poder. La elección de un nuevo presidente sólo podría realizarse a fines de 1989, y el que resultara electo ingresaría a La Moneda en marzo de 1990. Este «año de gracia» para el dictador le permitió introducir una serie de cambios institucionales, conocidas como las «leyes de amarre», que buscaban preservar un modelo de democracia restringida (o semisoberana) 58 y las principales orientaciones neoliberales en la economía, debidamente garantizadas por el Estado.
La transición a la democracia y los movimientos sociales
La transición siguió un camino político institucional en el que los partidos políticos jugarían el papel principal, y los movimientos sociales, que se habían constituido en los años ochenta, roles francamente secundarios. Esta opción de los políticos de profesión en Chile representó un modo de concebir las relaciones entre lo social y lo político como relaciones de subordinación de los actores sociales a los actores políticos que retornaban al Estado. La tarea de «la política», se pensaba o se sostenía, era la tarea de los partidos. ¿Existía otra opción? Probablemente sí, pero de más difícil tránsito y concreción: concebir la transición como un proceso de democratización del Estado y la sociedad que reconociera a las organizaciones sociales como actores fundamentales del cambio. Los partidos políticos, en esta opción, tendrían que haberse puesto al servicio de las demandas y dinámicas de las organizaciones y los movimientos sociales. Pesó más la tradición, que más de un analista celebró, y vio como la condición de éxito de la transición el mayor protagonismo de los partidos «con las organizaciones sociales a su sombra» 59.
En el mediano plazo, esta opción produciría una suerte de desacoplamiento entre lo social y político en el que los políticos de profesión ganaron en protagonismo y autonomía, pero al precio de vaciar de contenidos a la política y de tomar distancia de los movimientos sociales, y más ampliamente de la sociedad civil de raíz popular. Un segundo efecto de este proceso fue la progresiva despolitización de la sociedad cuando, por una parte, la política tendió a ser monopolizada por el Estado y los partidos políticos, y por otra, la expansión del mercado y el acceso al consumo de bienes modificó las prácticas, aspiraciones y valores de importantes grupos sociales, incluidos los más pobres.
Luego del triunfo del No en el Plebiscito de 1988, se abrieron algunos canales de interlocución entre representantes de la dictadura y los dirigentes de la Concertación, que permitieron, durante 1989, la realización de un nuevo plebiscito que permitió hacer reformas a la Constitución en algunos de sus artículos más conservadores, sin modificar la estructura y el sentido autoritario de la Constitución de 1980.
Aylwin fue elegido presidente en diciembre de 1989 y la transmisión del mando se produjo en marzo de 1990. La nueva administración se caracterizó por poner el acento –con límites por cierto– en establecer una «verdad oficial» sobre la violación de los derechos humanos, para lo cual se creó una Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación que preparó un informe, conocido como el Informe Rettig, que fue hecho público en febrero de 1991 60. Por otra parte, se puso también énfasis en la idea de «pagar la deuda social» para con los más pobres, para lo cual se creó una diversidad de nuevas dependencias estatales, entre ellas el Fondo de Solidaridad Social (FOSIS), el Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM), el Instituto Nacional de la Juventud (INJ) y, hacia fines del gobierno Aylwin, la Corporación Nacional Indígena (CONADI). Las nuevas orientaciones sociales del Estado buscaban enfrentar agudos problemas sociales y en particular la pobreza, heredada de la dictadura. Si bien en el mediano plazo alcanzaron algunos logros significativos, se hicieron con evidente prescindencia de importantes actores de la sociedad civil (por ejemplo las ONG históricas fueron débilmente convocadas), pero también de los propios actores y movimientos sociales. El primer gobierno de la transición y los que le siguieron se movieron en realidad en una doble dirección: atender desde el Estado algunos problemas sociales relevantes, sobre todo en lo relativo a la extrema pobreza, y dar continuidad a las políticas neoliberales, de tal modo de no modificar los denominados «indicadores macroeconómicos», y en particular no afectar la creciente inversión extranjera, que alcanzó niveles inimaginables en otras etapas de la historia de Chile (en sus mejores momentos, al 30% del PIB). A este modelo se le dominó eufemísticamente «crecimiento con equidad», que afianzó el crecimiento económico, pero sin equidad, ya que si bien los pobres mejoraron su posición en la economía, la desigualdad se ha mantenido constante hasta nuestros días.
Este proceso de cambios, que no provocaba cambios fundamentales en la economía, fue acompañado de un proceso político que buscaba permanentemente la aprobación y el acuerdo con la derecha política. Se le denominó «democracia de los acuerdos». En este contexto, la Constitución pinochetista fue reformada sucesivamente, pero sin afectar sus núcleos antidemocráticos fundamentales (por ejemplo el sistema binominal 61 y los altos quórums para modificar las leyes orgánicas, como la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), la de las Fuerzas Armadas y la del Tribunal Constitucional, entre otras).
En relación a los movimientos sociales, desde que se cerró el ciclo de las protestas y la movilización social, la situación se volvió más incierta, y mientras algunos lograban algún tipo de autoafirmación corporativa o abrían interlocución con el Estado, otros parecían esfumarse en la penumbra. En el caso del sindicalismo, en 1988 se refundó la CUT con matices (por ejemplo, no sería Central Única, sino Central Unitaria), y convivieron en ella dos tipos de orientaciones, una más centrada en su autoafirmación orgánica, y otra que buscaba mayor influencia en los dilemas de la política nacional. En este contexto, en 1990, se firmó un Acuerdo Marco entre la CUT y la CPC (Confederación de la Producción y el Comercio). El Acuerdo Marco resultó más beneficioso para el empresariado en el sentido del respeto de la propiedad privada y el libre mercado, sin encarar la demanda fundamental de los trabajadores la reforma a las leyes laborales dictadas en la dictadura. En la CUT, la dependencia de los partidos políticos se profundizó en los años de la transición, amén de que los cambios en el modelo de desarrollo implicaron una acentuada desindustrialización que modificó a la clase obrera, lo que sumado al Plan Laboral de 1978, hicieron que la CUT no alcanzara el protagonismo de la etapa anterior al golpe.
La situación de los pobladores se volvió aún más compleja, ya que si bien los sindicalistas podían interactuar con los dirigentes políticos, a los pobladores no se les reconocía ninguna forma de representación sectorial. Como indicó un dirigente poblacional a fines de 1989: «Nosotros estamos tratando hace mucho tiempo de tener interlocución con la Concertación, y no nos reciben nomás» 62. Por otra parte, las iniciativas de los pobladores tendieron a centrarse en la democratización de las juntas de vecinos y en las demandas de vivienda. Sin embargo, cuando la demanda por la vivienda buscó recrear la vieja estrategia de «toma de sitios», el gobierno los reprimió y demandó a los pobladores que siguieran los cursos institucionales para la obtención de vivienda. Pero el problema no se reducía solo a la prescindencia de los pobladores en las propuestas políticas de la Concertación, sino que también a las propias debilidades del movimiento poblacional. En efecto, tanto los partidos políticos con mayor base popular como las ONG y las propias organizaciones poblacionales, encontraron grandes dificultades para traducir las experiencias acumuladas en dictadura en propuestas políticas para la futura democracia. Como se discutió en los talleres de ECO de 1989, para los pobladores no resultaba posible resolver, en esta etapa, el «problema estratégico» 63 como movimiento social, es decir, el contar con un «conjunto de objetivos mínimos que guíe y asegure el desarrollo integral de sus potencialidades y la plena satisfacción de sus necesidades».
Los pobladores no alcanzaron a redefinir colectivamente su relación con el Estado como un movimiento social orientado a ejercer su soberanía en sus propios territorios, democratizando, además, el ejercicio de los gobiernos locales. En cierto modo, el problema estratégico para los pobladores fue entonces de una doble naturaleza: por una parte, debían reforzar sus propias capacidades de acción territorial y de aprendizajes durante la dictadura, pero, por otra parte, debían redefinir sus relaciones con el Estado, que ya no era el viejo Estado con responsabilidad social (el de antes del golpe de Estado), sino un «Estado subsidiario» (como lo consagró la Constitución de 1980) con escasa capacidad para establecer una interlocución eficiente y favorable por parte de los pobladores.
Sin embargo, tomar posición frente al Estado era una tarea ineludible como un componente de sus estrategias de cambio social, bajo las nuevas condiciones que generaba la transición a la democracia. Es verdad que ésta era una tarea compleja, ya que las luchas en dictadura fueron en contra del Estado y la nueva «situación estatal» en la transición no era la anhelada ni por los pobladores ni por los partidos de la oposición, lo que hacía más difícil imaginar los modos en que se podía incidir sobre el Estado. Sin embargo, ello no implicaba necesariamente que no se hubiese podido reanudar la marcha para producir cambios en la salud, la educación, las políticas de vivienda o el ejercicio del gobierno local, democratizando los municipios.
En rigor, con todo, tanto para los pobladores como para el conjunto de los movimientos sociales la democratización del Estado suponía un proceso constituyente que hiciera posible elaborar y promulgar una nueva Constitución Política del Estado que reemplazara la heredada de la dictadura. Ello, sin lugar a dudas, hubiese favorecido una redefinición colectiva de las relaciones de los movimientos sociales con el Estado. De este modo, el «proceso constituyente» sigue siendo, hasta ahora, la mayor deuda política de la recuperación de la democracia en Chile para con su propio pueblo.
18 Para el caso del movimiento obrero, ver: Peter Winn. Tejedores de la revolución. Los trabajadores de Yarur y la vía chilena al socialismo. Santiago: LOM ediciones, 2004.
19 Peter Kornbluh. Pinochet: Los archivos secretos. Barcelona, Editorial Crítica, 2004.
20 Como indicó el Comité para la Paz en Chile, «Después de las pocas horas en que se terminó con todo foco de resistencia armada al nuevo gobierno, se continuó deteniendo a miles de personas que eran sometidas al tratamiento de prisioneros de guerra. Chile vivía una situación similar a la de un país ocupado. Patrullas militares recorrían las calles, imperaba el toque de queda y las garantías individuales estaban suspendidas». Comité de Cooperación para la Paz en Chile. Crónica de dos años de labor solidaria. Santiago, 1975, p. 4.
21 Tal fue el caso de la Población La Legua, en que vuelos rasantes de aviones sobrevolaron la población, de manera previa a un allanamiento masivo el domingo 16 de septiembre de 1973. Mayores antecedentes en: Mario Garcés y Sebastián Leiva. El golpe en La Legua. Los caminos de la historia y la memoria. Santiago, LOM ediciones, 2002, p. 100.
22 Hasta ahora resulta difícil estimar bien el número de detenidos. Por ejemplo, la Comisión Valech consideró, solo para el período septiembre-diciembre de 1973, un total de 22.824 detenciones. Ver: Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, p. 206. Por su parte, Steve Stern estima que hacia 1976 se había documentado, según datos oficiales y de la Vicaría de la Solidaridad, la detención de unas 82 mil personas. El número total de detenidos, estima este mismo autor, fue entre 150 mil y 200 mil para todo el período de la dictadura. Ver: Steve Stern, Recordando el Chile de Pinochet. En víspera de Londres 1998. Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, p. 24.
23 Manuel Bastías, Sociedad civil en dictadura. Relaciones transnacionales, organizaciones y socialización política en Chile, Santiago, Ed. Universidad Alberto Hurtado, 2013, p. 56.
24 Ibidem, p. 57.
25 Ibidem, p. 59.
26 De acuerdo con el historiador norteamericano Steven Stern: «La represión en el Chile de Pinochet fue a gran escala y su implementación tuvo distintos niveles. En un país de sólo 10 millones de personas en 1973, los casos probados de muerte o desaparición por agentes del Estado ascienden a unos 3.000, las víctimas de tortura llegan a decenas de miles, los arrestos políticos documentados exceden los 82.000 y el flujo de exiliados alcanza unos 200.000. Se trata de las estimaciones más bajas posibles. Aun utilizando una metodología conservadora, una cifra razonable para los muertos y desaparecidos por los agentes del Estado oscila entre 3.500 y 4.500, y para las detenciones políticas, entre 150.000 y 200.000. algunos cálculos creíbles sobre tortura sobrepasan los 100.000 y sobre exiliados alcanzan los 400.000». Ver en Steven Stern, Recordando el Chile de Pinochet en vísperas de Londres 1998, Santiago, Ed. Universidad Diego Portales, p. 24.
27 José Bravo. De Carranco a Carrán. Las tomas que cambiaron la historia. Santiago, LOM ediciones, 2012. pp. 151 y ss.
28 Garcés y Leiva, El golpe en La Legua. op. cit., pp. 37 y ss.
29 Falta hacer una historia de las diversas respuestas populares al golpe, que han comenzado a emerger en algunas Memorias. Veáse por ejemplo, Manuel Paiva, Rastros de mi pueblo. Santiago, Ediciones Quimantú, 2005; Guillermo Rodríguez, De la Brigada secundaria al Cordón Cerrillos. Santiago, Ediciones Universidad Bolivariana, 2007; José Bravo, De Carranco a Carrán. Las tomas de cambiaron la historia. Santiago, LOM ediciones, 2012. Ignacio Vidaurrázaga. Martes once la primera resistencia. Santiago, LOM ediciones, 2013
30 Ese rumor estaba por cierto muy lejos de la realidad. Concretamente, en el caso de Concepción, que eventualmente podría haber generado mayor resistencia, la situación se volvió muy pronto paralizante, cuando sectores de la izquierda, reunidos en la zona del carbón estimaron inviable una acción de resistencia, habida cuenta de la superioridad militar de las Fuerzas Armadas en la región. El golfo de Arauco podía ser intervenido en pocas horas por mar, aire y tierra.
31 Conferencia de prensa de Miguel Enríquez. En: Pedro Naranjo et. al., Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile. Discursos y documentos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR. Santiago, LOM ediciones, 2004, pp. 271 y ss.
32 Magdalena Garcés. «Terrorismo de Estado en Chile: la campaña de exterminio de la DINA en contra del MIR». Tesis de doctorado Universidad de Salamanca, España, 2016.
33 Arnoldo Camu, jefe del aparato militar del PS, quien organizó la resistencia en La Legua y SUMAR, fue ejecutado el 24 de septiembre de 1973.
34 Steve Stern, Recordando el Chile de Pinochet. En víspera de Londres 1998. Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2009, p. 21.
35 Ibidem, p. 22.
36 El Comité para la Paz en Chile se fundó el 6 de octubre de 1973, luego de que diversas Iglesias –católica, metodista, evangélica luterana, metodista pentecostal y la comunidad israelita– decidieran trabajar en conjunto frente a la emergencia que representó la masiva violación de los derechos humanos en Chile. Comité de Cooperación para la Paz en Chile, Crónica de sus dos años de labor solidaria. Santiago, 1975, p. 5 y ss.
37 Mario Garcés y Nancy Nicholls, Para una historia de los Derechos Humanos en Chile. Historia institucional de la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas. FASIC 1975-1991. Santiago, LOM ediciones, 2005, pp. 74 y ss.
38 Augusto Samaniego, «Chile, mirada histórica desde el cambio de gobierno (2014): pueblo mapuche, territorio, autonomía», en: Revista Izquierdas N° 21, octubre de 2014, pp. 20٦-21٧.
39 Ibíd.
40 Vicente Espinoza. «Los pobladores y la política». Documento de Trabajo SUR Profesionales, Nº 27. SUR Profesionales, Santiago, enero 1985, p. 71.
41 Rolando Álvarez. Desde las sombras. Una historia de la clandestinidad comunista (1973-1980). Santiago, LOM ediciones, 2003.
42 Rolando Álvarez. «¿La noche del exilio? Los orígenes de la Rebelión Popular en el Partido Comunista de Chile», en: Verónica Valdivia et al. Su revolución contra nuestra revolución. Izquierdas y derechas en el Chile de Pinochet (1973-1981). Santiago, LOM ediciones, 2006. pp. 101-152.
43 Entrevista a Augusto Samaniego, realizada el 17 de noviembre de 2015.
44 En círculos miristas, algunos estiman que en Santiago no quedarían sino entre 30 y 50 militantes orgánicos y unos 100 en el nivel nacional, aunque no todos conectados
45 Carlos Sandoval, Movimiento de Izquierda Revolucionaria. 1980-1986. Coyunturas, documentos y vivencias, Tomo IV. Ed. Santiago, Quimantú, 2014, p. 49 y ss.
46 Gonzalo de la Maza y Mario Garcés. La explosión de las mayorías. Protesta Nacional, 1983-1984. Santiago, Ediciones ECO, 1985. p. 15.
47 Ibidem, p. 16.
48 De la Maza y Garcés. La explosión de las mayorías, op. cit., p. 29.
49 De la Maza y Garcés, op. cit., p. 21.
50 De la Maza y Garcés, op. cit., pp. 120 y 121.
51 Un ejemplo de las distancias entre la protestas y las propuestas es la que se puede observar en el «Acuerdo Nacional», que bajo los auspicios del cardenal Fresno firmaron los partidos de la Alianza Democrática con representantes políticos de la derecha chilena en agosto de 1985. En dicho documento se formulan acuerdos, especialmente políticos, relativos a la democracia procedimental, sin que se cuestione el modelo de desarrollo neoliberal. Por otra parte, en lo relativo a la participación social, se formulan solo de manera genérica sin que se precisen las formas que éstas podrían tomar a partir de los movimientos y organizaciones sociales que luchaban en contra de la dictadura.