Kitabı oku: «Distopía», sayfa 2

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Para tender puentes resulta de gran utilidad tener una sana autocrítica y una actitud abierta a comprender las razones diferentes de quien piensa distinto. Las líneas que siguen a continuación se proponen hacer ese esfuerzo. ¿Utopía? ¿Irenismo? ¿Sincretismo? ¿Ingenuidad? Lo podrá juzgar el amable lector al final del breve libro. De todas formas, adelanto una interesante observación crítica que se me ha hecho durante el proceso de redacción final. Un agudo intelectual me ha hecho notar que es vano todo intento de tender puentes entre ambas narrativas para llegar a una visión de consenso común, donde ambas visiones salgan ganando, y se mantenga una cierta vigencia de algunas perspectivas clásicas de la cosmovisión cristiana del mundo. ¿Por qué? Porque parten de dos visiones metafísicas y antropológicas inconciliables en la práctica.

La visión cristiana parte de una metafísica de la comunión, donde día a día cobra más relevancia el accidente “relación”. El hombre es un ser relacional, que encuentra su plenitud en el encuentro con los otros y alcanza su plenitud y felicidad con el don de sí, muchas veces generoso y sacrificado. Reconoce en consecuencia un valor ético y existencial a la renuncia, al sacrificio, a la entrega. En esta perspectiva el infierno es la soledad, el cerrarse a los otros, pues se clausura así la trascendencia y por tanto el sentido. Desde esta antropología, por ejemplo, la vida de una mujer que se ha gastado formando una familia numerosa, criando a sus hijos, es plena, está colmada de sentido y significado, es feliz, no a pesar de las renuncias y sacrificios, sino precisamente por ellos.

Por contrapartida tenemos la metafísica y la antropología de la narrativa ascendente. Es marcadamente individualista y subjetiva. El valor absoluto es la realización personal, a cualquier costo, la cual se va consiguiendo a través de experiencias, a ser posible intensas. El único criterio es evitar el sufrimiento, el dolor, el sacrificio. Se trata de una libertad pura, que no se vincula a nada, no se ata, conserva siempre su plena capacidad de decisión y determinación. Desde esta perspectiva sólo se admite el máximo placer, la máxima utilidad, la vivencia personal. Aquí no encuentra cabida la vida cargada de sacrificio que supone sacar adelante una familia, las renuncias que comporta, ni el vínculo que crea, porque finalmente resulta opresivo, odioso, impone obligaciones, crea lazos, limita la libertad. Se trata de un individualismo radical y de una libertad incondicionada; nada puede limitarla, ni nuestras propias palabras o decisiones anteriores, siempre está abierta a cambios. El sujeto no se concibe como relacional, la relación es un límite que se puede tornar opresivo, sino como un sujeto libre, una pura individualidad.

Como el punto de partida está en la raíz, finalmente serían visiones inconciliables. ¿Es posible tender un puente? ¿Se trata de una quimera? El lector lo juzgará. Considero valida la observación, no sé si la comparto plenamente, sin matices. De la perspectiva que se adopte se desprende el papel que se va a jugar frente a la narrativa imperante. ¿Es de radical rechazo?, ¿de denuncia persistente? ¿No se puede hacer nada en conjunto, no hay puntos en común? Nuestro papel en la sociedad sería entonces exclusivamente de crítica, denuncia y rechazo. Nos configuramos entonces como una resistencia cultural, impermeable, que progresivamente se convierte en un ghetto irrelevante, cada vez más estrecho. ¿Se configura acaso como una resistencia política, que sólo busca patear el tablero, porque en las condiciones actuales resulta imposible el diálogo?

En cambio, si se adopta la postura del diálogo, el desafío está en entender hasta dónde puedo llegar, sin perder mi identidad, y si finalmente ello resultará valioso para la sociedad, pues permitirá rescatar algunos elementos de la tradición precedente, así como crear una fecunda sinergia en otros ámbitos sociales. Al mismo tiempo, supone el aprendizaje de vivir en un mundo distinto respecto del que hasta ahora hemos tenido, con unas reglas que no dependen de uno, y muchas veces uno no comparte. Parece no quedar otra opción que aprender a manejarse con esas reglas nuevas o caer en el ámbito de lo aislado e irrelevante.

Corresponde al paciente lector hacer su elección de alternativa teórica y práctica. Lo que parece no depender de nosotros es el cambio de narrativa, lo que sí depende es nuestra posición y actitud frente a la nueva historia que da sentido a las distintas historias.

Ahora bien, el dolor y la crisis que suscita el cambio de modelo, pueden hacernos reflexionar sobre su carácter necesario. ¿Es la historia un proceso inexorable o se puede revisar y reconducir? El presente texto intenta formular una reflexión crítica acerca del ambiente que estamos viviendo, con el deseo de mitigar sus efectos nocivos, al descubrir sus legítimos reclamos, cribándolos de elementos menos idóneos, para configurar así el mundo en el que queremos vivir.

Se parte del presupuesto de que no se trata de un proceso necesario e inevitable, quedando todavía la capacidad en los individuos para reconducirlo, de la razón para criticarlo y de la libertad del sujeto para dirigirlo. No estamos inermes frente a un proceso impersonal y necesario. Podemos limitar los elementos nocivos del cambio de paradigma y rescatar aún los elementos positivos, útiles para la convivencia y para la vida, del esquema anterior, sin necesidad de ser calificados de reaccionarios o revisionistas, sino más bien, de humanistas.

Se busca discernir cuáles son los “signos de los tiempos”, los reclamos legítimos del cambio de paradigma, para asimilarlos desde una perspectiva cristiana y humanista de fondo. En este proceso, es fundamental el diálogo, la empatía, intentar comprender los motivos del cambio de perspectiva, para mostrar cómo la visión cristiana de la realidad puede ofrecer todavía respuestas reales. Es fundamental mantener abiertas las puertas del diálogo, no dar por zanjada la discusión, porque de esa forma la gente puede comparar y decidir cuáles elementos siguen siendo valiosos.

La vida misma nos muestra que es mejor la alternativa de la comunión, la relación, el don de sí, aunque incluya el ingrediente del sacrificio. El individualismo a ultranza no da más de sí y produce una sociedad desencantada y triste, cuyos macabros frutos maduros son la caída de la natalidad y la eutanasia, ambas realidades que manifiestan el hastío de vivir. Es preciso evidenciarlo, para que por ella misma la sociedad vaya, poco a poco, progresivamente, rectificando, sanando. Es verdad que siempre queda la duda, ¿cuál será el costo del error?, ¿estamos todavía a tiempo de rectificar? O si acaso el mal ya es irreparable. No nos queda sino confiar en la conciencia del hombre y en su capacidad de verdad, sin olvidar que “la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas” (Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, n. 1).

La intuición cristiana es que sólo Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22). Es decir, el hombre de cualquier época, independientemente del paradigma o la narrativa vigente, encuentra en Cristo las respuestas más profundas para su existencia. Sólo Él comprende lo que hay en el fondo del corazón humano. En ese sentido, el paradigma puede cambiar, pero sea cual fuere, Cristo siempre podrá ofrecer una respuesta relevante al hombre concreto, en sus circunstancias históricas.

Por ello es de suma importancia mantener abiertas las puertas del diálogo e intentar una fusión de paradigmas, donde los nuevos problemas y las nuevas visiones del mundo puedan encontrar una respuesta oportuna en las verdades del evangelio. Ahora bien, cada persona debe descubrir si la luz del evangelio arroja luces a su vida; el presente texto intenta reflexionar sobre los problemas acuciantes de la realidad contemporánea desde una racionalidad cristiana. Jesús es el “Verbo”, el “Logos”, la “Razón”, y por ello, el camino del cristianismo es el de la racionalidad humana que se adecua a los reclamos de cada momento histórico. Aspira a ser, en consecuencia, un espacio de diálogo y un intento de tender puentes entre dos narrativas antagónicas en busca de una común verdad.

I

Familia

La familia es una de las instituciones más golpeadas en el mundo contemporáneo. Al mismo tiempo, paradójica y trágicamente, es de las más relevantes para que el individuo sea feliz y la sociedad funcione. Sin temor a exagerar, podemos decir que una familia enferma produce sociedades enfermas y es muestra de que las personas están enfermas.

En efecto, no es por ser pesimistas, pero las personas están enfermas de individualismo, lo que las hace estar heridas. De esta forma, se incapacitan para formar una familia, misterio de comunión, modelo de la relación. El resultado es una sociedad compuesta por individuos aislados, cual puntos autónomos, pendientes de su libertad, pero ineficaces para crear lazos estables y relevantes, de forma que van a la deriva en su soledad, incapaces de crear la necesaria comunión comunitaria. “El malestar en el Estado del bienestar y una epidemia de tristeza” es el resultado de tan hondas heridas.

Por eso, es fundamental ofrecer un análisis y una reflexión sobre la familia, pues nos va en ella el futuro de la sociedad y la felicidad de sus integrantes. Para eso es preciso señalar las causas de la crisis y resaltar el atractivo de una familia sólida, estable, bien constituida, tanto para los individuos como para las colectividades. No sobra, en este empeño, evidenciar también la componente de fe que puede animar a los hogares, o ayudarles a resolver sus crisis. Las siguientes líneas están encaminadas en esa dirección.

La oración de las familias

Poco se ha escrito acerca de la fuerza de la oración en familia. Mucho se habla, en cambio, de la batalla de la familia; es decir, del empeño decidido por defender la auténtica identidad de la institución familiar, aquella que ha mostrado su eficacia, biológicamente para la supervivencia de la especie, antropológica y psicológicamente para brindarle un hogar al ser humano, de forma que pueda desarrollarse plenamente y tenga menos obstáculos para alcanzar su felicidad. Dicha batalla es improrrogable y cada día más urgente, pues una estudiada campaña mundial difunde, continua y masivamente, una inmensa cantidad de mentiras al respecto, suficientemente bien urdidas, de forma que tienen apariencia de verdad. Es fácil dejarse engañar y ser víctima de la manipulación; no es sencillo descubrir, entre la abrumadora cantidad de datos equívocos, dónde está el engaño y dónde la verdad sobre el amor y la familia.

Pero, junto a esa necesidad que tiene la familia por defender su identidad y promoverla, es preciso difundir “El Evangelio de la Familia: Alegría para el Mundo”, lema del Encuentro Mundial de las Familias, celebrado en Dublín, Irlanda. Es decir, además de señalar los errores, de hacer oír nuestra voz sobre lo que no estamos de acuerdo, es preciso también ser propositivos. No basta quedarse en una crítica negativa, en general, no es bueno ser “anti-nada”. No podemos olvidar que tenemos una identidad precisa, que ofrecemos un producto probado y atractivo, que la verdad en el fondo es anhelada por todo corazón humano, y si bien a veces resulta ardua, dolorosa o difícil, siempre es bella y libera. Por ello, no podemos quedarnos en señalar los errores contemporáneos que amenazan con diluir la identidad de la institución familiar, es preciso también cantar la belleza de la familia y difundir, en forma atractiva, su verdad.

Esta última idea es fundamental: “decir la verdad, con caridad”, resaltar la belleza y el atractivo de la verdad, pues también puede hacerse de ella una herramienta arrojadiza para zaherir a quien no comparte la propia perspectiva. Sería una forma de traicionar la verdad sirviéndonos de ella misma; una sutil forma de prostituirla, haciéndola instrumento de violencia, división, o detentándola con orgullo y suficiencia, menospreciando a quienes la desconocen. Por eso la batalla de la familia se complementa con la evangelización sobre ella misma. Una estudiada forma de predicar el evangelio de la familia, el evangelio del amor, de forma atractiva, amable, de hacer que la belleza del ideal cristiano luzca por sí misma. Para ello ideó san Juan Pablo II los encuentros mundiales de la familia, para eso fue Francisco a Irlanda, a presidir su versión 2018.

Pero junto a la belleza del ideal familiar cristiano, ideal a la par realista, arduo y atractivo, a veces se soslaya la fuerza de la oración familiar. Si siempre ha sido “poderosa” la oración de las madres (de la Virgen Santísima a santa Mónica –el encuentro concluyó en la víspera de su fiesta– tenemos abundantes ejemplos), lo es más la oración de toda la familia unida. ¿Cómo será la fuerza de la oración de centenares de miles de familias reunidas en torno al Papa, para pedir por el santuario de la vida, que es la familia?, ¿cómo será la fuerza de esa oración para preservar la identidad de esa institución, absolutamente imprescindible para que el hombre pueda alcanzar su felicidad en esta vida y también en la otra?

Por ello, el Encuentro Mundial de las Familias, que tuvo lugar en Dublín del 21 al 26 de agosto, culminó con la santa Misa precedida por el Papa. La eucaristía sirvió para recordarnos: está muy bien todo lo que hacen por la familia, toda su lucha para preservar su identidad, todos sus esfuerzos cotidianos para vivir conforme a un ideal tan elevado, bello y atractivo; pero no olviden que lo principal no es lo que el hombre hace, sino lo que hace Dios. Por eso, para que el hombre de hoy redescubra la belleza de la familia, es fundamental difundir el evangelio de la familia, más importante vivirlo, pero lo esencial y definitivo es, y lo será siempre, rezarlo, la oración. Una oración que se enriquece exponencialmente si se realiza en familia, y cuyo efecto multiplicador y esperanzador es grandioso, si a los centenares de miles de familias, que en torno al Papa claman a Dios por defenderla, nos unimos, alrededor del mundo, todos aquellos que valoramos y aspiramos a preservar la belleza y el valor de tan maravillosa institución; mejor aún si lo hacemos en familia.

La maternidad en la encrucijada

Es lugar común considerar el Día de la Madre como una “pequeña Navidad”, por la impresionante actividad comercial que genera. En efecto, pienso que a todos nos da alegría poder celebrar a nuestra madre y, en general, si hay algo sagrado para nuestra cultura es la madre, de forma, por ejemplo, que nadie tolera, justamente, que le falten al respeto. La expresión comercial de ese fenómeno cultural cristaliza en la efervescencia consumista característica de estos días.

Sin embargo, la cultura contemporánea mantiene una actitud ambivalente, cuando no ambigua frente a la maternidad. Se da, en efecto, una paradoja: lo más valioso para alguien suele ser su madre, pero cada vez menos mujeres quieren ser mamás. O, formulado diversamente, siendo la maternidad en principio lo más grande, lo más reconocido, lo más querido (por lo menos cuando se acerca el Día de la Madre), para muchas mujeres viene a ser también, en ocasiones, “lo más temido”, un obstáculo para su “realización”.

La cultura hodierna ofrece dos mensajes discordantes sobre la maternidad: como algo invaluable, que debe aprovecharse en clave consumista, y como una limitación en el proyecto personal de una mujer, un límite a su “realización”. Esto último está lejos de ser una impresión subjetiva, sino que se materializa incluso en los usos del lenguaje. En efecto, actualmente cuando a una mujer le preguntan “¿te cuidas?”, “¿te estás cuidando?”, no se refieren a los ladrones, los violadores, los estafadores… La pregunta se refiere a los hijos. En realidad, es la expresión abreviada y eufemística de “¿te estás cuidando para no tener hijos y no ser madre?”.

Ese “cuidarse” de la maternidad y de los hijos va mucho más allá de un uso lingüístico generalizado, pues se convierte muchas veces en una presión social, familiar, profesional e incluso médica. La esquizofrenia social resulta patente: la madre es lo más sagrado y, a la vez, lo más temido, evitado, minusvalorado. Existen de hecho “estándares de maternidad” o, por llamarlo de algún modo, “criterios políticamente correctos de lo que debe ser la maternidad”. Entre estos criterios se pueden mencionar: no ser madre demasiado pronto, es decir, mejor en la década de los treinta. No ser demasiado fecunda, pues se ve mal tener más de dos hijos. Uno, o dos como máximo, mejor si es “la parejita”, y párale de contar, pues tener más puede ser calificado de “irresponsabilidad” (¡somos tantos en el mundo!, ¡hay tan poca agua!, ¡depredamos las otras especies!), olvidando que con tan estrechos estándares no garantizamos ni siquiera el relevo generacional que es de 2.1 hijos por pareja (suena horrible esta expresión, pero, en fin, es la que está en boga). Lo “políticamente correcto” en este tema nos conduce lenta, pero inexorablemente, a la extinción como especie.

Antes era normal celebrar un nuevo embarazo. Ahora puede dar lugar a burlas, comentarios irónicos o sarcásticos en el entorno familiar o social. Algunas empresas preguntan durante las entrevistas de trabajo a las mujeres si tienen pensado embarazarse, para descartarlas como candidatas al puesto si la respuesta es afirmativa; es decir, se da de hecho una auténtica discriminación laboral para la mujer que aspire a ser mamá. Los médicos no se quedan atrás, pues si la mujer ya cumplió con la “meta ideal” de los dos hijos, le preguntan insistentemente, muchas veces durante los trabajos del parto –es decir, en un momento claramente inoportuno, de gran vulnerabilidad y angustia– si no quieren aprovechar para ligarse, aun cuando antes hayan dicho expresamente que no, y la misma escena se repite cada nuevo parto. La presión médica a la maternidad suele servirse muchas veces de un terror provocado: se fomentan las cesáreas (más cómodas, mejor remuneradas), y después se amenaza con peligro de muerte a las mujeres si se vuelven a embarazar. Es como para tenerle terror a la maternidad, pues nadie quiere dejar una estela de huérfanos.

Por ello, al celebrar el Día de la Madre, más allá de la consabida invitación a comer y el regalo caro, quizá compense “recuperar culturalmente” el invaluable valor de ser madre y volver a proponerlo como “la más alta realización de la mujer” y el “mejor servicio a la sociedad”. Y lo ideal, obviamente, es que enarbolara dicha empresa a la par magnánima y contracultural, el auténtico feminismo, el feminismo verdadero que se interesa por la mujer y valora a la mamá.

Recuperar al padre

El eclipse del padre ha producido el eclipse de Dios en la sociedad. El resultado es un sentimiento de orfandad manifestado en la falta de referencias firmes, lo que vivencialmente se experimenta como un ir a la deriva. Cuando muchos individuos viven así, a la deriva, la sociedad entera se encuentra sin rumbo, presa del primer hábil que logre imponer su ley, su visión de la realidad.

No es una metáfora, es la conclusión a la que ha llegado el psicólogo Paul C. Vitz en su estudio: “La fe de los que no tienen padre. Psicología del ateísmo”, donde señala que un elemento común entre los grandes promotores del ateísmo de los siglos xix y xx, es una relación conflictiva o carencia de relación con su padre. La ausencia de la figura paterna o, peor aún, su encarnación perversa, conducen a dudar de Dios. Esa ausencia de lo sobrenatural nos deja sin criterios claros para orientar nuestra existencia en particular y la sociedad en general. La espiral del permisivismo se desenfrena, propicia el fracaso existencial de muchas personas, y el naufragio moral de sociedades enteras.

Por ello, a pesar de ir contracorriente, a pesar de ser “políticamente incorrecto”, a pesar de que finalmente sea sólo una excusa comercial para aumentar las ventas en junio, es muy conveniente revalorizar el papel del padre. Incluso para la fe cristiana, pues estamos acostumbrados a tratar a Dios como Padre, y ello no por capricho sino por revelación divina; sin embargo, al oscurecerse la figura paterna, uno no sabe finalmente qué significa eso. No comprendo a Dios porque no entiendo el papel y la función del padre en la vida. Y, a la inversa, nadie nace sabiendo ser padre. Es un arte que debe aprenderse y del que nunca se puede llegar a la cima, pues el modelo es Dios mismo. Para ser un buen padre, resulta muy conveniente tratar a Dios, hacer oración, pues ello ayuda a descubrir la envergadura de la misión recibida y la confianza depositada por Dios para hacer amable y accesible la figura divina.

Paternidad quiere decir origen, origen significa identidad. Saber quién soy y de dónde vengo es imprescindible para tener puntos de referencia estables y decidir, con conocimiento de causa, hacia dónde quiero ir, qué es lo mejor y más conveniente para mí. Carecer de esa referencia deja a las personas sin ese respaldo, ese suelo firme que les permite proyectar la propia existencia.

Pero, ¿cuál es la causa de la crisis de la paternidad? En realidad, es muy profunda, más de lo que podría apreciarse superficialmente. No es sólo resultado de la crisis de autoridad, por ver a la figura paterna como represiva e inhibidora de las propias potencialidades, llegando en casos patológicos a suplantar la personalidad del hijo por imponerle los propios valores y el propio ideal de vida. Ese paternalismo patológico conduciría a que los hijos no vivan sus vidas auténticas, sino que opresivamente cumplan un guion ajeno fijado por sus padres. Pueden darse abusos en este sentido, de hecho, se han dado, pero hacerlo regla general e incluso necesaria en el ejercicio de la paternidad es una falacia, un gran engaño.

Perdida la autoridad, se pierde la referencia y la orientación. La crisis de autoridad refleja la crisis de la verdad. No se acepta la verdad, pues se percibe como imposición; no tolero algo previo a mí que pretenda condicionar en modo alguno mis decisiones; no me agrada la realidad, prefiero mi capricho. La figura paterna es imagen de esa realidad que me precede y no depende de mis deseos; si quiero darle prevalencia a estos últimos, debo prescindir del padre, de la autoridad, de la verdad que condiciona mi libertad. Si hay verdad, mi libertad no es absoluta; la autoridad se percibe como límite de mi libertad. El error de esta visión es contraponer verdad con libertad, pues “la verdad nos hace libres” como reza el evangelio. Somos libres, pero nuestra libertad está situada, no es absoluta, aunque nos pese. La autoridad no necesariamente es represiva –puede llegar a serlo–, encauza muchas veces nuestra libertad para que no se malogre víctima del propio capricho. El padre es necesario para que sepamos armonizar ambos valores: libertad y verdad, y la autoridad unida al cariño imprescindible para hacernos amable, atractiva y asequible la virtud, como ejercicio pleno de nuestra libertad. Allí estriba el arte de ser padre.

Dinkys

No kids double income es el leitmotiv de un grupo creciente de profesionales jóvenes y no tan jóvenes que han renunciado a procrear para poderse dedicar más intensamente a su labor profesional y a su relación amorosa. Amor, trabajo y éxito, en definitiva, no serían compaginables con las onerosas tareas propias de la crianza. La difusión de este modelo social pone en evidencia un inquietante cambio de paradigma, cuyas consecuencias económicas, políticas, sociales, psicológicas y antropológicas apenas alcanzamos a entrever.

Obviamente, sin inmiscuirse abusivamente en la vida de los demás, como sociedad podemos reflexionar sobre la dirección que estamos tomando y adelantar algunas observaciones críticas en orden a mejorarla o, por lo menos, prever las consecuencias de las nuevas formas de organización.

Además, si uno es existencialista, como Sartre, sabe que sus propias decisiones no sólo lo deciden a uno mismo y su libertad, sino que en cierta forma elegimos a la humanidad entera, pues al elegirnos, señalamos aquello que consideramos mejor, valioso, excelente, rechazando en cambio lo que nos parece sin valor. Al elegirme, elijo a la humanidad entera y ofrezco un modelo y una escala de valores determinada. Si uno es cristiano sabe que no puede vivir de espaldas a la sociedad y a las grandes cuestiones de la humanidad. Nada ni nadie me debería resultar indiferente, deben encontrar acogida en mi corazón y en mi vida todas las legítimas inquietudes que anidan en el corazón humano, de forma que el corazón cristiano tome la forma del de Cristo. Es decir, sea un ateo existencialista o un cristiano coherente, debo interesarme por el rumbo que toma mi sociedad y ofrecer responsablemente mi libre contribución ciudadana al debate social.

Una primera observación al proyecto Dinky es que descansa en un error, tiene un punto de partida cuestionable. Antropológicamente es falso su presupuesto. ¿El fin de la vida es el éxito profesional? ¿Son los hijos enemigos del amor de la pareja? ¿La felicidad es algo exclusivamente personal, es decir, los otros son sólo o peldaños o estorbos? Interesantes estudios antropológicos, como la investigación de campo realizada por la Universidad de Harvard por más de 75 años, sobre una base de 724 hombres acerca de su vida y su felicidad, han mostrado cómo no es el éxito ni el dinero lo que hace felices a las personas, sino el tener relaciones estables de calidad. Entre más amplio sea mi entorno de personas relevantes, es decir, familia y amigos cercanos, más probabilidades tengo de tener una ancianidad feliz y, a la inversa, entre más solo me encuentro y con menos vínculos sociales, más proclive soy a la desdicha. El proyecto Dinky parece haber cedido acríticamente a un modelo individualista y consumista de felicidad, políticamente correcto, pero con graves inconsistencias.

El eslabón más débil dentro del proyecto Dinky es la mujer. El hombre puede replantearse su voluntaria esterilidad mucho más tiempo que la mujer. Si una mujer a los 40 años decide cambiar de paradigma, ya llegó tarde, o tendrá que recurrir a cuestionables prácticas, como a la congelación de óvulos o a vientres de alquiler. Al elegir este proyecto, en un momento de embriaguez, energía y vida, propias de la juventud, olvida los aciagos años en los que no tendrá tanta energía y padecerá en cambio una inmensa soledad.

Para la sociedad es también un problema esta elección, si se va difundiendo masivamente, pues no garantiza el relevo poblacional y crea situaciones injustas, porque finalmente serán los hijos de quienes no asumieron el modelo Dinky quienes carguen con el peso de los dinkys en su vejez.

La solución no es sencilla. Ha habido tantos años de propaganda en contra de la maternidad (Ahora los Ministerios de la Mujer eliminan el Día de la Madre, ¿a cuál mujer representarán?), que no resulta sencillo invertir la tendencia. Culturalmente nos hemos encargado de transmitir un mensaje claro: “los hijos son una carga”. Por ello, resulta indispensable volver a proponer la maternidad como una forma de auténtica realización femenina y un invaluable servicio para la sociedad. No hace mucho Carlos Slim sugería retribuir económicamente a las amas de casa. Es urgente dotar a la maternidad y a la familia de más apoyos económicos, políticos y culturales.

Ancianos y millennials

Todos nosotros hemos tenido abuelos y es probable que convivamos con personas ancianas. ¿Qué papel despliegan en nuestras vidas?, ¿qué valor otorgamos a sus vidas?, ¿qué riqueza y oportunidad esconde su existencia? El Papa Francisco se ha tomado muy a pecho rescatar la figura del anciano, del abuelo, defendiéndola de lo que expresivamente llama “cultura del descarte”. Y es que, efectivamente, pareciera que en la cultura contemporánea no hay lugar para ellos, más incluso, es como si estorbaran e hiciera falta alguien con el valor y la audacia suficientes para reclamar su eliminación. Si bien todavía no llegamos a tanto, con frecuencia podemos excluirlos o, simplemente, darles la espalda. ¿Es lo correcto? ¿No estoy cometiendo una tremenda injusticia y dejando pasar una maravillosa oportunidad si lo hago?

La presente reflexión surge del contacto directo con los ancianos. He tenido la fortuna de vivir, puerta a puerta durante varios años, con uno de noventa años. Me ha tocado acompañar a varios en la recta final de su vida, y acabo de disfrutar de la maravillosa compañía de uno, que estos días cumple 94 primaveras. Reflexionando un poco sobre estos hechos, he caído en la cuenta de lo muchísimo que me han aportado, de lo que he apren-

dido, de lo que me han humanizado. Ellos casi no se daban cuenta, al contrario, solían estar agradecidos por algún sencillo servicio material que les prestaba, sin darse cuenta del inmenso servicio espiritual que me aportaban, muchas veces reviviendo, literalmente, a mi alma que parecía muerta. Las pocas cosas en las que podía serles de utilidad colmaban de contenido la trama de unos días vacíos.

Ahora bien, la aportación invaluable que daban a mi vida, muy bien puede ser una enseñanza válida y perenne para la sociedad. Lo que individualmente me beneficia, puede también ser una valiosa aportación sobre el sentido de la vida y el reconocimiento de lo auténticamente humano, en una sociedad desbocada que ha perdido su brújula moral al caminar alegremente por la vía del nihilismo. La sociedad competitiva a ultranza, de la eficacia, de la apariencia, del culto al vigor físico y a la belleza superficial, del individualismo salvaje, nada tiene que decirle ni aportar a un anciano. Lo rechaza como a un cuerpo extraño, lo ignora, lo esconde en la nebulosa de lo que aparentemente no existe. Quizá se deba a que su sola presencia desmiente los postulados básicos sobre los que se edifica, muestra lo falaz de sus fines, pone en evidencia que, en realidad, se trata de una inhumana cultura construida por humanos.

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