Kitabı oku: «Distopía», sayfa 3
El sentido de la vida, el valor inconmensurable de la misma, el descubrimiento de lo auténticamente humano son algunas de las cosas que, como por ósmosis, transmite el contacto cercano y habitual con un anciano. No es únicamente la extraordinaria ayuda que supone su sola presencia, como memoria viva, para saber quiénes somos, de dónde venimos, para así proyectarnos, de modo realista y con los pies en el suelo, a un futuro esperanzador. No es sólo el valor de su experiencia, que nos ayuda a no cometer los mismos errores o aprender de las oportunidades, confrontando nuestras proyecciones ideales con la agreste realidad. Es también, su ritmo vital, su forma de vida, su sola presencia la que nos impulsa a meditar, a cuestionarnos, a valorar…
Recientemente he tenido la fortuna de convivir estrechamente con el feliz anciano que estos días cumple 94 años. Subrayo lo de feliz, pues también es cierto que alguien puede sumirse en la amargura al llegar a la vejez y volverse un “viejo cascarrabias”. Tampoco se puede idealizar al anciano por ser anciano, pues los hay de todos los tipos, como existen personas de todo género, no siempre edificantes. Pero nada más maravilloso que un anciano feliz, alegre, optimista, pues su sola presencia grita que la vida vale la pena y es bella. Tanto este anciano de 94, como el otro de 90 con el que conviví largo tiempo, tienen esta característica fundamental: su carácter positivo, animante, el disfrutar con las historias y las vidas de los demás, sin darle importancia a las limitaciones propias. Quizá hago trampa, pues pienso que ambos no sólo son ancianos, sino también santos, y por ello transpiran alegría y deseos de vivir en medio de sus lógicas limitaciones.
Pero, volviendo al de 94, con su paso lento, sosegado; con sus limitaciones: casi no ve, casi no oye; con su empeño en participar de la vida y el esfuerzo de los demás por integrarlo y hacerlo partícipe, transmitía una sabiduría invaluable: Los ritmos de la vida, la paciencia, el valor de la espera, la felicidad en medio de la limitación. Eso nadie te lo enseña ahora, únicamente los ancianos buenos, si los sabes observar y acompañar; por eso es imprescindible redescubrir este tesoro y transmitirlo a millennials y generación Z, para que no equivoquen su camino en la vida, pues tenemos sólo una.
Heridas e ideales juveniles
Hemos sido testigos del incremento de protestas estudiantiles. Podemos estar en favor o en contra, indignarnos o secundar su causa, en cualquier caso, pienso que podemos sacar, por lo menos, dos cosas en claro: el incremento en el activismo supone necesariamente un resurgimiento de los ideales; grandes sectores de la juventud están heridos, comienzan la vida en un clima de conflicto y experimentan un enorme hueco en el corazón.
Podríamos cuestionarnos si los ideales que enarbola la juventud activista en la actualidad son correctos, podríamos sospechar que en realidad están siendo manipulados, piloteados a distancia, utilizados como tontos útiles por oscuros e inconfesados sistemas de poder político y económico. Es verdad. El tiempo lo dirá y pondrá en evidencia los sucios manejos, el teje y maneje, y quién sale beneficiado de todo este barullo. Pero, en cualquier caso, pienso que es mejor tener una juventud embriagada de ideales, aunque sean equivocados, que una masa abúlica de jóvenes, igualmente manipulados y domesticados, como dóciles consumidores, carentes de una visión crítica sobre la realidad. El ideal supone pensamiento, el pensamiento implica una actitud crítica, el activismo supone salir de la propia comodidad y descubrir que la vida tiene un sentido, que es preciso descubrirlo y que vale la pena luchar por algo.
Ahora bien, ¿cómo corregir el ideal equivocado? No hay recetas, algunos nunca saldrán de su error, otros lo abandonarán por cansancio, pero a muchos más la vida misma les dará experiencia, los despojará de su ingenuidad, los llevará a ser críticos también de su ideal y del modo de reivindicarlo. Podrán, en ese momento, corregir el rumbo, rectificar o de plano cambiar, si descubren que estaban absolutamente equivocados. Cuando enseñas a un joven a pensar y cuando éste descubre que la vida vale y se saborea si se tiene un compromiso y un ideal por el cual luchar, no puedes prever los resultados, pues entra en juego la creatividad de la libertad y lo indeterminado de la existencia.
Aunque la libertad es un riesgo, siempre es mejor que la pasividad. Se puede exagerar en el espíritu crítico, pero supone ejercitarse y pensar, y el resultado de ello es imprevisible. Ahora bien, los jóvenes que comienzan a despertar, que enarbolan ideales en la época de la post-verdad están heridos. Y no porque su vida haya sido muy difícil o hayan estado sometidos a profundas privaciones, más bien al contrario: porque han crecido solos y en un ambiente falso, ideologizado, artificialmente creado al servicio de intereses políticos, económicos y culturales soterrados. Se les ha desvinculado de su entorno natural, la familia y se les ha arrojado prematura e inmisericordemente a una sociedad de la apariencia, que los pisa y los corroe por dentro, y que aumenta ese dramático vacío interior.
¿Por qué afirmo esto? Cada vez es más frecuente encontrar jóvenes depresivos, medicados, que necesitan ir al psiquiatra o al psicólogo. Jóvenes que no pueden dormir, que sufren en soledad, que han crecido en un entorno familiar disfuncional, carentes de modelos cercanos de lo que significa ser padre, madre e incluso persona. Jóvenes que en su inmadurez han tenido que enfrentar decisiones dramáticas, y así, personas que no pueden comprar una cajetilla de cigarros en la tienda han tenido que decidir si abortan o no, o han aconsejado a sus amigos al respecto. Personas que no pueden viajar sin el permiso expreso de sus padres han tenido que decidir sobre la vida de terceros. Han contemplado el daño y los estragos que el alcohol y las drogas causan en ellos o sus amigos. Han sido inducidos prematuramente a la vida sexual sin que nadie les haya explicado su sentido, a lo más sus madres les han dado un par de condones para que tengan en su cartera. Chicas que han tenido que recurrir a la prostitución para pagar sus estudios universitarios, chicos que han sido testigos de la violencia en las calles o han enfrentado el suicidio de amigos cercanos, etcétera.
El resultado de todo ello es una juventud carente de un modelo claro de lo que significa ser persona, de lo que es la vida y la familia. Han crecido en un entorno hostil, donde sólo se busca hacer de ellos consumidores, dependientes de una multitud de productos superfluos. Les han prometido una felicidad espuria y sin sentido. Las protestas sacan a la luz algo que se cuece dentro, llevan a la superficie toda esa efervescencia interior, ese malestar del alma mal gestionado. Por ello, más allá del contenido concreto de sus reclamos, con los que podemos estar más o menos de acuerdo, quizá podamos poner atención en todo ese dolor reprimido e inconfesado, en la situación dramática y confusa en la que han comenzado a vivir, en intentar comprender lo que llevan dentro buscando crear empatía; esforzarnos por desmentir el refrán que sentencia: “árbol que crece torcido, su tronco jamás endereza”.
Género: perspectiva, ideología y educación
La Congregación para la Educación Católica, organismo de la Santa Sede que ayuda al Papa en la dirección y orientación de las universidades y colegios católicos, publicó, recientemente, el documento “Varón y Mujer los creó”, como una vía para dialogar sobre el tema del gender en la educación. Se trata del segundo documento magisterial que aborda expresamente la cuestión del género. En el año 2004 apareció la “Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración entre el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo”. Un documento señala los límites teológicos y antropológicos de la ideología de género, el otro ofrece un discernimiento de sus elementos en orden a proporcionar una adecuada educación de la afectividad.
El texto se sitúa en la tradición del más genuino espíritu cristiano, desea “transformar positivamente los desafíos actuales en oportunidades”. En vez de descalificar en bloque, busca reconocer las aportaciones valiosas que las diferentes teorías pueden aportar, distingue con precisión los elementos que no son compatibles con la doctrina de la Iglesia o entrañan manipulación, error o engaño. Para ello se sirve del clásico esquema triple, al estilo Francisco: primero “escuchar”, después “razonar”, para finalmente “proponer”.
La sabiduría bimilenaria de la Iglesia sabe reconocer los elementos positivos y las legítimas demandas que laten en las diversas corrientes de pensamiento. En este caso, procura resaltar las aportaciones de la “perspectiva de género”. Esto supone un gran paso, ya que es el primer documento magisterial que la acepta como legítima. Distingue la “perspectiva de género”, que puede ser muy valiosa, de la perniciosa “ideología de género”. Mientras que la ideología se muestra dogmática, exclusivista e impositiva, la perspectiva se propone simplemente ahondar en las diferencias culturales que tienen su origen en el dimorfismo sexual, propio de la naturaleza humana.
¿Cuáles serían los elementos positivos de la “perspectiva de género”, compartidos por la visión católica de la persona? Fundamentalmente “luchar contra cualquier expresión injusta de discriminación”. Esto se concreta, en la tarea educativa, al enseñar a niños y jóvenes a “respetar a cada persona, de modo que nadie pueda convertirse en objeto de acoso”. La correcta “perspectiva de género” rescata los valores de la feminidad y los considera aportaciones fundamentales para la sociedad, como son la “capacidad de acogida del otro” y el “sentido y respeto por lo concreto”.
El texto también incluye un valiente examen de conciencia y reconoce las limitaciones que, en este tema, de alguna manera ha fomentado la visión religiosa a lo largo de la historia. Entre ellas están las “injustas formas de subordinación” de la mujer respecto del varón, las cuales han producido “cierto machismo disfrazado de motivación religiosa”.
A su vez tiene el valor de señalar con nitidez aquellos puntos incompatibles con la doctrina cristiana y con la recta razón y señala con claridad sus peligrosas consecuencias. El problema está no tanto en la distinción entre sexo y género, sino en su separación dialéctica, la cual supone una innecesaria contraposición entre naturaleza y cultura. El género sería más importante que el sexo, que termina por ser irrelevante. El resultado es una visión negativa del matrimonio entre un hombre y una mujer, de los vínculos y obligaciones que produce, por considerarlos herencia de una cultura patriarcal y un límite a la libertad. Ignora así que “la decadencia de la institución matrimonial está asociada a un aumento de la pobreza y de numerosos problemas sociales, los cuales afectan particularmente a las mujeres, los niños y los ancianos”.
El texto denuncia los peligros de la imposición por vía educativa de una forma de “pensamiento único”, la cual hábilmente manipula a la opinión pública: “A menudo, de hecho, el concepto genérico ‘de no discriminación’ oculta una ideología que niega la diferencia y la reciprocidad natural entre el hombre y la mujer”. Se instrumentalizan así los injustos sufrimientos de la mujer o de algunas minorías para imponer la propia agenda política. Al hacerlo, se priva a los padres de su legítimo derecho a educar la prole, y se otorga al Estado, desordenada y totalitariamente, un poder absoluto.
Para subsanar este abuso propone “reconstruir la alianza educativa entre la familia, la escuela y la sociedad” y brindar una auténtica educación de la sexualidad y la afectividad. Dicha enseñanza debe profundizar en “el significado del cuerpo” y del sexo, fomentar un sano “sentido crítico en niños y jóvenes ante la pornografía descarada y los estímulos que pueden mutilar su sexualidad”.
II
Feminismo
El protagonismo del feminismo en la sociedad contemporánea crece a pasos agigantados. La deuda histórica que tiene la sociedad con la mujer está todavía pendiente de saldar. Estamos, sin embargo, demasiado cerca de los problemas e involucrados en ellos, de forma que no resulta sencillo adquirir la perspectiva necesaria para juzgar las diversas manifestaciones de este movimiento, que involucra realidades disímbolas y heterogéneas. ¿Sucumbirá la feminidad en el altar del feminismo? ¿La única clave de interacción entre los sexos es antagónica, competitiva, dialéctica? ¿Debe la mujer imitar sistemáticamente todo lo que el hombre hace? ¿La noción de sexo será definitivamente superada por la noción del género? ¿Qué cuota de culpabilidad le compete al cristianismo en general y a la religión católica en particular en la opresión de la mujer? ¿La maternidad y el matrimonio realmente limitan y oprimen a la mujer impidiendo su desarrollo? Estas líneas intentan ofrecer un esbozo de respuesta a tan importantes cuestiones.
¿Cuál feminismo?
Hay un hecho evidente y lamentable, muy generalizado en Latinoamérica: el machismo, una de cuyas manifestaciones, tristemente frecuente, es la violencia en contra de la mujer. Por contraste, hay también otra realidad patente y esperanzadora, no sólo en Iberoamérica, sino en el mundo entero: el despertar de la mujer. Baste pensar que en un momento coincidieron Angela Merkel, canciller federal de Alemania; Theresa May, primera ministra de Gran Bretaña; Michelle Bachellet, presidenta de Chile; Janet Yellen, presidenta de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Dilma Rousseff, presidenta de Brasil, y estuvieron cerca, Hillary Clinton en los Estados Unidos y Margarita Zavala en México. Estamos en el momento de la mujer.
La larga campaña de emancipación y equidad está dando frutos maduros de igualdad. Ahora bien, como toda realidad humana, el feminismo no es perfecto y tiene, ha tenido y seguramente tendrá adherencias extrañas que amenazan desvirtuarlo e incluso corromperlo. Cuando se extrapola o crece desmesuradamente, se vuelve monstruoso, agresivo, destructor. Puede producir, valga la metáfora, una especie de Uróboros (bestia mítica, en forma de dragón, serpiente o gusano que se devora a sí misma). Así vemos, por ejemplo, cómo el feminismo radical ha conseguido, entre otros “logros”, que los hombres puedan entrar en el baño de mujeres (y viceversa, aunque no creo que ellas tengan especial interés en hacerlo).
Estos extremos absurdos, consagrados por medio de leyes inicuas, impuestas sin ninguna especie de consenso, como manifestación de prepotencia, no son, sin embargo, extraños al feminismo. En efecto, varias corrientes feministas se caracterizan desde sus inicios por ser muy radicales. Pensemos en algunas de ellas, cuya herencia sigue viva y pujante en la actualidad. Margaret Sanger, fundadora del ippf (International Planned Parenthood Federation), la multinacional que promueve el aborto y lucra con ello, afirma que la mujer debe ser libre de “la esclavitud de la reproducción”. Para ella, “una raza libre no puede nacer de madres esclavas”; la familia oprime a la mujer, no la realiza. Nótese la “positiva” visión que tiene de la maternidad. Su pensamiento se ha prolongado a través de Shulamith Firestone que afirma taxativamente: “el objetivo final de la revolución feminista es la eliminación de la distinción de los sexos”. Por lo pronto ya eliminó la distinción de los baños en Estados Unidos. Otra gran mujer e intelectual, Hannah Arendt, prefiere mantener sus privilegios femeninos y ser objeto de la galante cortesía y atención masculina. Tristemente no ha prosperado su postura y ya nadie le cede el asiento a la mujer, nuevamente gracias al feminismo radical.
Sanger y Firestone desarrollaron su particular visión del feminismo en Estados Unidos, desde donde se ha exportado e impuesto al mundo entero. Gran Bretaña no se queda atrás con Marie Stopes, a caballo entre los siglos xix y xx, pero cuya presencia sigue viva y pujante a través de Marie Stopes International. En un curioso libro suyo Radiant Motherhood (Radiante maternidad) defiende una forma sofisticada de darwinismo social. Promueve la esterilización de los feos, deteriorados y enfermos, para desarrollar únicamente las “formas más elevadas y más hermosas de la raza humana”. Según ella, “la evolución de la humanidad dará un salto adelante cuando a nuestro alrededor sólo haya personas jóvenes bien parecidas y hermosas”. En algunos lugares ya están sacrificando, sin preguntarles, a los ancianos (Bélgica, Holanda). Si este tipo de feminismo progresa aún más, deberán ponerse a temblar los feos.
Pero la corrupción del auténtico y necesario feminismo no queda allí. Con frecuencia es utilizado con fines políticos. Se instrumentaliza el injusto sufrimiento de la mujer para alcanzar objetivos ideológicos, cotas de poder o atacar enemigos políticos. Muchas veces el feminismo se propone legalizar conductas nocivas para la mujer. Así, por ejemplo, tenemos el caso del juicio Roe vs. Wade, que abrió la puerta al aborto en Estados Unidos y de allí al mundo entero. Para conseguirlo, se instrumentalizó a Norma L. McCorvey, quien reconoció haber mentido sobre su supuesta violación. El que escribe ha escuchado muchas veces a mujeres que sufren trauma postaborto, también a muchos hombres que las han inducido a realizarlo. Curiosamente estos últimos no suelen manifestar ningún tipo de trauma. ¿A quién beneficia este feminismo?
Alguien podría objetarme: “eres bueno para la crítica, pero ¿y la Iglesia?, ¿veremos alguna vez a una “papisa”? La comparación, sin embargo, no es oportuna. Surge de aplicarle a la Iglesia esquemas sociológicos propios de la política. En realidad, el fin de la Iglesia no es el poder, sino la santidad. El más importante en ella no es el Papa, sino el santo o la santa, y dentro de este colectivo reluce en primerísimo lugar la Virgen María. Así, casi nadie recuerda quien era Papa en la época de santa Teresita, pero muchos le tienen devoción a esta última. Lo primero en la Iglesia no son entonces los cargos, sino la santidad, y muchas veces las mujeres (santa Teresa de Calcuta) nos dan muestras eximias de ella.
La mujer y el cristianismo
Es frecuente escuchar la crítica de que la religión en general y el cristianismo en particular han fomentado la sumisión de la mujer. En efecto, la revelación judeocristiana difundiría un modelo patriarcal de Dios que justificaba formas de conducta, roles sociales y familiares que oprimen al sexo femenino. Por ello, para estas personas, el paquete de la liberación femenina incluye, necesariamente, la liberación de una religión patriarcal y machista que ha hecho cristalizar estructuras sociales opresivas para la mujer, cimentándolas religiosamente, es decir, desde lo más profundo de la conciencia.
Como teoría suena bien, es sugestiva, engancha. Pero si uno vuelve la mirada a la humilde realidad, descubre que no es consistente. Es decir, es una afirmación gratuita, huera, falsa. Las causas del error suelen ser dos. Primero amnesia, es decir, poca memoria histórica, olvido. En segundo lugar, anacronismo. Juzgar a las personas del pasado con parámetros del presente, defecto bastante generalizado. Una vez conocida la historia es fácil señalar los errores, los cuales no eran evidentes a quienes la protagonizaron, con los elementos de juicio que tenían a su disposición. Es como pedirle a un niño de nueve años que resuelva ecuaciones diferenciales.
Es bueno refrescar la memoria para ver todo lo que la “religión patriarcal por excelencia” le ha aportado a la mujer. En los albores del cristianismo el mundo estaba bajo el dominio romano. En esta cultura estaba muy difundido el aborto y, principalmente, el infanticidio de niñas. Era dificilísimo tener hermanas, pues lo habitual era tolerar, como máximo, una mujer por hogar. Si nacían más, con mucha frecuencia se las dejaba morir. El cristianismo condenó esta práctica desde el principio y, cuando se implantó, acabó con ella. También condenó y en cuanto pudo acabó con la prostitución sagrada, muy frecuente entonces.
Las relaciones entre hombre y mujer no estaban basadas en la igualdad. Jesucristo fue en este aspecto revolucionario, incluso en el seno del judaísmo. Al prohibir no sólo la poligamia, sino también el divorcio y lógicamente el concubinato, le otorgaba a la mujer un estatuto de igualdad. El deber religioso le imponía al marido obligación de fidelidad, lo cual era revolucionario, en una cultura –la romana– donde, por ejemplo, era habitual tener intercambio sexual con las esclavas. En la evangelización de América sucedió otro tanto. Para recibir el bautismo, el cacique tenía que elegir, entre sus muchas mujeres, con cual se quedaba. También, curiosamente, la Inquisición defendía a la mujer al perseguir la bigamia; de hecho, ésa era la causa que más frecuentemente juzgaba tan temido tribunal. Actualmente sigue defendiendo la dignidad femenina al condenar la pornografía, la trata de blancas y los vientres de alquiler.
A Jesús le sigue un grupo de mujeres que escuchaban sus enseñanzas y le ayudaban. A ojos de sus contemporáneos, aquello resultaría escandaloso. De hecho, es una mujer la primera testigo de la resurrección (María Magdalena) y el Señor le da el encargo de avisar a los apóstoles, en una cultura donde no era aceptado el testimonio de la mujer (de hecho, no le creyeron). El cristianismo instauró la primera “seguridad social” (el imperio carecía de estas estructuras) al encargarse de las personas que estaban particularmente desprotegidas, como es el caso de las viudas, a las cuales, además, otorgó un importante papel dentro de la comunidad creyente. Esa amplia red de asistencia social continúa existiendo en la actualidad y son frecuentemente beneficiadas las mujeres, por ejemplo, en los hogares de acogida para mujeres con embarazos no deseados o las ancianas en los asilos.
Alguno puede objetar: “¡estupendo!, pero ¿cuándo veremos a una papisa, obispa, o por lo menos, sacerdotisa?” Buena objeción, pero improcedente por dos motivos. El primero consiste en aplicar a la Iglesia, realidad fundamentalmente espiritual, moldes propios de la sociedad política. El segundo es presuponer, erróneamente, el clericalismo; es decir, pensar que se es más cristiano por ser clérigo. Ambos son equivocados. El fin del catolicismo no es escalar la jerarquía, sino la santidad. De ahí el papel central, modelo de la Iglesia, que juega una mujer, María. Quizá se entienda con un ejemplo. Pocos católicos recordarán quién era Papa en la época de santa Teresita de Jesús, pocos ignorarán quién fue esta gran santa. Es decir, más importante que ser Papa, cara a la fe, es ser santo. En la Escritura, la Iglesia es descrita como mujer. María es la cumbre o modelo de la Iglesia, y ambas, María y la Iglesia, son mujeres.
Notas para un feminismo cristiano
¿Podrían resumirse en una breve síntesis los contenidos del “feminismo cristiano”? Es preciso aclarar que el adjetivo “cristiano” no es privativo ni excluyente. Podría llamarse también “feminismo de rostro auténticamente humano”, pues personas de otras religiones o sin ella pueden compartir sus principios, pero prefiero no llamarlo así porque supone descalificar de entrada otros tipos de feminismo.
¿Qué distingue entonces al feminismo cristiano? La piedra de toque bien podría ser valorar la maternidad como una forma, la más excelsa quizá, de realización femenina (no considero aquí el celibato por el reino de los cielos, pues tiene una componente sobrenatural). Es decir, muchas corrientes feministas, algunas de ellas en boga, consideran la maternidad y la familia como una forma de opresión de la mujer. Casi todas ellas son herederas de una hermenéutica izquierdista de la historia y la cultura y, por ende, de la familia y la persona.
En segundo lugar, el feminismo cristiano no ve la relación hombre-mujer como un enfrentamiento necesario. No existe tal contraposición dialéctica inevitable entre ambos sexos (prefiere usar la palabra sexo a género, por ser esta última ambigua y cargada de contenido ideológico). No niega que históricamente han existido abusos, vejaciones, sometimientos. Reconoce que hay que eliminarlos de raíz, y que todavía perviven en extensos extractos de la población sus lamentables secuelas, como pueden ser los casos de violencia contra la mujer, o sencillamente la diferencia en los sueldos y las oportunidades laborales para la mujer. Pero no siempre, ni en todos los casos, ni la mayoría de las veces la relación es de lucha, confrontación, enfrentamiento. Cabe, y se da de hecho, una auténtica relación enriquecedora entre ambos sexos.
Mujer y varón son iguales en dignidad, pero diferentes en cuanto al modo de ser. Varón y mujer constituyen dos formas de ser persona humana, distintas, complementarias. La diferencia no estriba solamente en el hecho de tener diferente aparato genital. Es mucho más profunda. Es física (morfología, musculatura, arquitectura cerebral) y, consiguientemente, espiritual: modos diversos de pensar, de sentir, de vivir los acontecimientos, de expresar los sentimientos. Es un clásico a este respecto el texto Los hombres son de marte, las mujeres de venus, de John Gray.
Por eso mismo, la diferencia no es sinónimo de discriminación o dominio, como afirman otros tipos de feminismo que desean eliminar de esa forma todo vestigio de “diferencia” y reducirla a mero constructo cultural. El feminismo, cuando cae en esta tentación, deviene ideología de género. Por el contrario, para el “feminismo cristiano”, diferencia equivale a valoración. Reconocer la auténtica aportación femenina a la familia, la sociedad y el mundo, la cual el hombre por sí mismo no puede proporcionar. Necesitan el hombre y el mundo de la contribución femenina. Daña a la identidad fémina el hecho de buscar emular o copiar a toda costa los moldes masculinos y supone tácitamente infravalorar lo propiamente femenino. Contra este error de percepción protestamos hombres (pues las necesitamos) y mujeres (que valoran su aportación personal, el toque femenino).
La diferencia entre hombre y mujer no está entonces en la cultura, sino en la propia estructura del ser humano, su modo natural de ser, mujer u hombre. Por el contrario, la cultura trabaja o se elabora sobre esta diferencia original y da lugar a formas más o menos logradas. La cultura se puede cambiar o mejorar, lo hace de hecho, y es preciso tener un olfato crítico, pues no necesariamente el cambio es para bien; puede ser, es y ha sido en ocasiones positivo, pero también, a veces, negativo. Lo que no puede cambiar, lo que no se puede cancelar, es la diferencia. Pretender hacerlo sí que es una vana construcción cultural, la cual caerá con el tiempo, por ser falsa, y por ello mismo insostenible, aunque la pregunta que está en el aire ahora es ¿a qué precio? Por ello, hoy es más necesario que nunca un auténtico feminismo cristiano; una valiosa muestra puede encontrarse en la carta “Mulieris dignitatem”, de san Juan Pablo II.
¿Machismo en la Iglesia?
Con cierta cadencia se formula un cuestionamiento incómodo para los católicos practicantes: ¿es machista la Iglesia?, ¿fomenta el machismo la fe? Parece haber abundantes pruebas de ello, comenzando por el término mismo “Dios”, que es masculino y siguiendo por los relatos de la Biblia, que parecen confirmar esta sospecha de forma irrefutable. Quizá el argumento más esgrimido para sostener esta tesis es excluir a las mujeres del sacerdocio y, por eso mismo, de los principales puestos de autoridad dentro de la institución. La Iglesia sólo podría dejar de ser machista cuando exista una “papisa” y edite una versión de la Biblia políticamente correcta, reajustando los roles de género (Diosa en vez de Dios), o utilizando el lenguaje inclusivo (x, @, e).
Ahora bien, habría que precisar más a que nos referimos con “machismo”. Si machismo implica no ser capaz de darle gusto a las feministas o, mejor dicho, al feminismo radical, la Iglesia no puede sino ser machista y no dejar de serlo. No es su función dar gusto a las modas culturales y muchas veces en la historia ha ido contracorriente, ha sido contracultural y lo seguirá siendo; de hecho, es parte de su atractivo, de su charm. Si por machismo entendemos, en cambio, menospreciar a la mujer, minusvalorarla o relegarla, habrá que responder decididamente que la Iglesia no es machista.
Para comprender mejor por qué afirmamos esto último, es preciso explicar la interacción entre tres conceptos: encarnación, historia y clericalismo. Por encarnación entendemos aquí la forma misteriosa, pero real, por la que lo humano y lo divino se entrelazan desde la perspectiva de la fe. El culmen de la encarnación es Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre, pero siguen la misma lógica tanto la Iglesia como la Sagrada Escritura: tienen un elemento humano, limitado e insoslayable junto a otro elemento sobrenatural, divino.
Lo anterior supone, entre otras cosas, que tanto la revelación como la vivencia de la fe y la práctica de la religión, se dan en la historia, como no podía ser de otra forma, y siguen los cánones vigentes en la cultura de su tiempo. La fe no nos coloca en una aséptica esfera intemporal, no nos introduce directamente en la eternidad, sino que se enraíza en el tiempo prometiéndonos la eternidad. Esto quiere decir que, tanto la Biblia como los santos y las personas de fe en general, están colocados en un contexto histórico y cultural concreto. Dicho de otra forma: no es la Biblia ni la Iglesia quienes en determinado contexto pudieran ser “machistas”, es la cultura y el tiempo preciso quienes lo son. Como la revelación y las personas de fe están plenamente insertos en su tiempo vital, adolecen conjuntamente de este defecto. Ahora bien, este defecto no forma parte esencial de la revelación y atacar a la Biblia o a la Iglesia por ello es caer en un craso anacronismo, equivalente a culpar al hombre de las cavernas por no haber sido capaz de llegar a la Luna.
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