Kitabı oku: «Juventudes indígenas en México», sayfa 5

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Notas

1 Visión que los ubica lejos, en el campo, en la pobreza y el aislamiento. Por ejemplo, el ingreso de los jóvenes indígenas a las universidades, por cuotas y con becas. y a trabajos en gobierno causa malestar entre los denominados “mestizos”, que sienten mermados sus derechos.

2 Coincidiendo con Queirolo Palmas (2017:61), quien estudia bandas juveniles, la clave de nuestro enfoque radica en el concepto de agencia como capacidad de protagonismo, de transformación creativa de las relaciones sociales, de resistencia política (aunque sea en lo micro) a su situación. El espacio de la agencia se sitúa entre la condición del actor (el que interpreta un rol asignado) y la condición de autor (el que transforma y establece el ritmo y el orden de los papeles del guion que hay que recitar).

3 “Lo mismo” implica regresar a la pobreza material y de horizontes de vida en los pueblos de origen, seguir replicando los roles de género y de edad establecidos por los adultos y las autoridades tradicionales, lo cual dice de la conciencia que tienen estos jóvenes con respecto de su falta de poder para decidir los cambios dentro de sus sistemas normativos y reguladores comunitarios. Una suerte de impotencia que habría que investigar con mayor profundidad. Lo que sí sabemos a través de muchos relatos es el temor de los jóvenes al desarraigo, esto es, a ser expulsados de su pertenencia al pueblo y a perder sus derechos de acceso a los recursos.

4 Ver el trabajo de Neila Boyer (2015) “Toj jamal ye’. La excesiva apertura personal y social en el ‘nuevo vivir’ tsotsil de Chiapas”.

5 En 2004, cuando realizaba trabajo de campo con familias migrantes en las periferias de San Cristóbal de Las Casas, los padres de varias jóvenes chamulas y tseltales se quejaban del comportamiento de sus hijas. Por ejemplo, el señor Anselmo decía que no entendía cómo su hija se iba a pasear y le dejaba a él y a su esposo a sus tres niñas, y remataba: “¡ya nadie la va a querer así!”. Otro padre me decía: “es que ya me la vinieron a devolver porque no sabemos qué pasó con otro hombre”. En estas expresiones no solo la visión adulta, sino también la patriarcalista, operan en tanto juicio del comportamiento de las mujeres.

6 El Pequeño Chamula.

7 Viejo tiempo y nuevo tiempo.

8 Diccionario de la lengua española, RAE, vigesimotercera edición.

9 En donde “carácter’” según la definición del diccionario de la RAE, remite al “conjunto de cualidades o circunstancias propias de una cosa, de una persona o una colectividad, que las distingue, por su modo de ser u obrar, de las demás” (Diccionario de la lengua española, actualización de 2017).

10 Cruz-Salazar dirigió trabajos de tesis de licenciatura realizados por estudiantes de la Universidad Autónoma de Chiapas, y encontró en ellos temas de conflicto generacional en Bachajón (Bermúdez, 2012); migración no negociada y cambio cultural en El Corralito, Oxchuc (Sánchez, 2009), y sustitución de la pedida de mano tradicional por el robo acordado entre los muchachos de Oxchuc, quienes al no tener voz ni voto en los noviazgos convenidos por los padres, algunos comenzaron a huir en pareja o a fingir robos y regresar al pueblo para “pagar” por el desacato casándose (Gómez, 2013).

Migraciones

¿Americanizar, asimilar, aculturar? Incorporaciones subalternas de las segundas generaciones de migrantes desde la experiencia de jóvenes indígenas de Oaxaca

Susana Vargas Evaristo

Introducción

En este artículo contrasto la experiencia de las migraciones de los pueblos originarios a la luz del bagaje teórico elaborado para otro tipo de contingentes migratorios no indígenas. Discuto que los Estados-nación de origen han contribuido a la jerarquización étnica de los grupos sociales del territorio nacional —particularmente de los pueblos originarios—, lo que ha impactado en la experiencia de incorporación de los sujetos en los contextos migratorios. Kissam y Jacobs (2004), estudiosos de la migración indígena, han destacado que esta población aparece como subnacional por su condición histórica en el marco del Estado-nación de procedencia, y posteriormente en el escenario de la migración internacional surgen como minoría de las minorías en la escala étnica del país receptor, en este caso, de Estados Unidos.

La discusión que propongo se basa en un estudio realizado con descendientes de trabajadores agrícolas en el estado de Baja California, México, y en Madera, California, Estados Unidos (Vargas, 2014). Las historias de vida de los y las jóvenes de origen oaxaqueño1 reflejaron narrativas de exclusión socioétnica, aun cuando las entrevistas se realizaron en dos contextos de migración diferenciados (interno e internacional). No obstante la posición geográfica, en ambos grupos de jóvenes se declaró fuertemente la presencia de actitudes racistas y discriminatorias efectuadas por diversos actores sociales a lo largo de su proceso de adaptación. A partir de ello me cuestioné: ¿qué implicaciones tiene el análisis de los procesos de migración e incorporación cuando se trata de pueblos indígenas?, ¿de qué sujeto histórico estamos hablando?, ¿los marcos analíticos en los estudios de integración dan cuenta de lo que ocurre con todos los grupos de migrantes?, ¿qué particularidades en los procesos de incorporación se muestran desde la experiencia de la población joven con ascendencia indígena? El análisis que se vierte en este artículo forma parte de una investigación más amplia en la que se realizaron 45 entrevistas con descendientes de trabajadores agrícolas bajo el método biográfico, debido a que se priorizó la construcción subjetiva del proceso de incorporación de las y los sujetos. En dicho estudio se mostró que las y los jóvenes indígenas están comprometidos con sus pertenencias étnicas, familiares, comunitarias e históricas concebidas como procesos cambiantes, no solamente por la experiencia de migración, sino porque de facto el sujeto comprendido desde su historicidad está en constante transformación (Vargas, 2014). La pertenencia de los y las jóvenes está asociada a sus pueblos, comunidades y territorios, pero es la familia la que media en el intercambio de informaciones, normas y obligaciones de las nuevas generaciones. En conjunto, estamos frente a una juventud que se encuentra en constante lucha, entre las implicaciones de crecer lejos de sus pueblos y comunidades ancestrales, de cara al largo proceso que ha significado incorporarse a las nuevas sociedades receptoras. Desde esta mirada cambiante retomo el concepto de incorporación que se descentra de ideales deterministas para pensarlo en un proceso en constante conflicto y dinamismo, siempre en movimiento (Levitt y Glick, 2004).

El capítulo se desarrolla en los siguientes apartados: en primer lugar, se contextualiza el perfil de los y las descendientes de trabajadores agrícolas en el Valle de San Quintín, Baja California, y Madera-Fresno, California. En un segundo segmento presento una revisión sobre los conceptos clásicos de integración. En seguida, trato la propuesta de los estudios transnacionales en su vertiente de estudio sobre las segundas generaciones de migrantes, en la cuarta sección realizo una propuesta acerca de la subalternidad de la incorporación de jóvenes oaxaqueños, y finalmente presento algunas conclusiones.

Recuento etnográfico y perfil de los hijos e hijas de trabajadores agrícolas oaxaqueños

Durante el periodo de 2003-2004 visité al Valle de San Quintín con el objetivo de abordar la problemática del trabajo infantil jornalero entre las familias provenientes de pueblos originarios de Oaxaca. En ese entonces, a través del Programa Nacional con Jornaleros Agrícolas (PRONJAG), visité un par de campamentos agrícolas en donde las condiciones de vida mostraban pobreza extrema para las familias y sus hijos; mucho se decía que el trabajo infantil había desaparecido desde los noventa por un boicot suscitado en San Diego, California, a propósito de la presencia de niños en los campos agrícolas. Esa narrativa parecía imperar de manera general tanto en los funcionarios de gobierno, como en los dueños de las agroempresas de mayor presencia en el valle. No obstante, la narrativa de las familias acerca del trabajo infantil era distinta; a pesar de las condiciones laborales, llevar a los y las niñas en los campos significaba la posibilidad de tenerlos bajo vigilancia. Algunas mujeres llevaban a sus hijos pequeños sin que se dieran cuenta los empleadores, y ya en los surcos se las arreglaban para acomodarlos y tenerlos cerca. Los niños de tanto en tanto se incorporaban al surco para cortar y ayudar a llenar más rápido los botes. Según los relatos de las familias, no siempre se podía hacer esto; había campamentos en los que se prohibía estrictamente llevar a menores a trabajar, por lo que temían ser sancionados por su presencia.

La jornada de las y los trabajadores agrícolas iniciaba a las 5:00 a.m., para aprovechar la temperatura fresca de la mañana y también para alargar la actividad productiva; al caer la tarde regresaban a sus casas en las colonias o campamentos. Estos últimos son uno de los múltiples tipos de alojamiento para los migrantes, también había cuartos y casas que rentaban en las colonias. Los niños que no podían ir al surco se quedaban en las instalaciones, expuestos a una diversidad de riesgos a la salud; la desnutrición era un signo evidente del abandono. Algunos campamentos contaban con guarderías o escuelas donde cuidaban a los menores hasta que sus familias regresaban del campo.

Las colonias representan otra opción de vivienda y un logro en el asentamiento de la población oaxaqueña jornalera, pues luego de movilizaciones y demandas lograron establecerse en terrenos firmes en los que paulatinamente construyeron un pie de casa, para después allegarse de servicios básicos como agua, luz, hospitales y escuelas. El cambio de residencia de campamento a colonia ocurrió entre las décadas de los ochenta y noventa, proceso que fue paradigmático en términos del acceso de los niños a la escuela, aunque muchos de ellos seguían sin asistir. Habrá que señalar que, aun cuando se trata de una migración considerada como rural-rural compuesta por población indígena, ciertamente es posible encontrar una importante diversidad de procesos migratorios y de asentamiento. En términos generales, podría asegurarse que la condición de los niños y niñas que crecieron en el Valle de San Quintín, vinculados al trabajo agrícola, atravesaron por procesos de explotación laboral, lo cual observé más tarde en el testimonio de los jóvenes a quienes entrevisté (en un segundo periodo entre el 2010 y el 2011). Sin embargo, el cambio de residencia marcó la posibilidad de mantener el proyecto escolar de manera permanente, debido a que su asistencia a los campos ya no estaba regulada por el empresario (dueño del campamento), sino que se habrían ganado una mayor autonomía aunque continuaran trabajando por jornal.

Aquellos jóvenes que lograron escolarizarse durante su infancia experimentaron situaciones de discriminación por sus características fenotípicas (estatura y color de la piel), de clase por su condición de hijos de trabajadores agrícolas, y étnicas por el uso de la lengua materna y la procedencia oaxaqueña. No obstante, la trayectoria educativa estaba en riesgo constante debido a las condiciones de pobreza que enfrentaban sus familias; muchos de estos jóvenes estudiaban por temporadas, y durante los periodos de vacaciones escolares iban al surco a pizcar para ahorrar dinero y poder pagar los pasajes del camión, los uniformes y útiles escolares. Otros más no lo lograban e interrumpían sus estudios para solventar algunos gastos de la familia, lo que ocurría cuando quien principalmente sostenía la familia se encontraba enfermo o indispuesto para laborar en los campos. Quienes tenían el impulso por continuar sus estudios, regresaban, pero había quienes desertaban.

En el otro lado de la frontera, en las ciudades de Fresno y Madera, en California, lo educativo representaba no solamente la posibilidad de desincorporarse del trabajo en los campos agrícolas. La educación para los estudiantes indocumentados significaba la promesa —o la esperanza— de lograr acceder al proyecto legislativo Dream Act o Acta de Sueño.2 Como es sabido, desde el año 2001 ocurrieron movilizaciones de distintos sectores de la sociedad civil, senadores y representantes estadunidenses, para convencer al Congreso sobre la necesidad de un mecanismo de regulación dirigido a aquellos jóvenes indocumentados que llegaron siendo niños. Es así como la iniciativa “Development, Relief and Education for Alien Minors (Dream Act)” fue presentada en 2006 con ese propósito, pero no fue aprobada.3 En 2012, el presidente Obama suscribió un memorándum en el que difería por dos años los procesos de deportación de jóvenes en condiciones similares a los llamados dreamers, y en junio de 2014 esta medida fue extendida otros dos años más.4

En pleno periodo de efervescencia a favor de una respuesta a los millones de jóvenes indocumentados conocí en Madera a Juan Santiago (2010-2011), joven universitario zapoteco de Coatecas Altas, comunidad localizada en los Valles Centrales de Oaxaca. Su discurso era claro. Su llegada a Estados Unidos tuvo que ver con la necesidad en la que se encontraban sus padres, por lo que recurrió como opción al mercado de trabajo agrícola para hacerse con recursos económicos. Así, trabajó primero con su familia en Sinaloa y posteriormente, a principios de los noventa, siguió la ruta migratoria trazada por sus paisanos hacia Madera, California. En este contexto el Frente Indígena de Organizaciones Binacional (FIOB) ha desempeñado un papel fundamental en la movilización de los jóvenes, particularmente oaxaqueños. El círculo de jóvenes a quienes me allegué estaba compuesto por distintos pueblos originarios de Oaxaca y otros mexicanos de diversos orígenes con los que compartían las mismas aspiraciones de lucha social. Muchos de ellos eran universitarios, pocos trabajaban en la pizca de algún producto, y podía encontrarme con jóvenes indocumentados o documentados, residentes, naturalizados y ciudadanos. Por ello, la gama de experiencias era sumamente rica. Pude observar lo importante que era pensar en las formas de concebir los procesos de integración desde las narrativas de los jóvenes universitarios oaxaqueños, hijos e hijas de trabajadores agrícolas. En el momento de mi acercamiento di cuenta de que una de las fortalezas de este grupo es la postura crítica que han ejercido frente a las distintas condiciones que los cruzaban: la migratoria, su pertenencia al contingente de los trabajadores agrícolas, el origen étnico común y las posiciones de género. Todas estas suponen categorías interseccionadas que en su conjunto perfilan a un joven cuya trayectoria de vida está articulada a experiencias políticas y de discriminación. Pablo relató lo siguiente:

Por lo mismo que si no eras de aquí [San Quintín] tú tenías que convertirte en alguien de aquí, de otra manera te discriminaban, se burlaban de ti, te decían tú eres de allá, tú estás bajito, tú estás moreno, tú no hablas bien el español […] Casi te obligan a igualarte a la cultura de aquí, a las costumbres de aquí, a las enseñanzas de aquí, a la ropa de aquí, todo lo que es el mundo de aquí (Pablo, pseudónimo, Valle de San Quintín, Baja California, 25 de agosto de 2011).

Los jóvenes oaxaqueños, desde su infancia más temprana, han lidiado con el cúmulo de categorías étnicas y raciales que han marcado a las generaciones antecesoras, tanto en los lugares de destino como en los de migración; en estos últimos, exacerbados por la condición de migrantes (indocumentados) y trabajadores agrícolas. Esta acumulación de categorías se reproduce en los ámbitos analizados, como el mercado de trabajo agrícola, las colonias/comunidades de asentamiento o campamentos y el espacio escolar.

En el Valle de San Quintín la escala étnica y racial prevaleciente afectó la trayectoria infantil de los jóvenes oaxaqueños. En el ámbito escolar las experiencias de discriminación se recrudecían mayormente si los niños provenían de un sector trabajador vinculado con la agricultura intensiva. Según la experiencia de Pablo, los jornaleros agrícolas y sus hijos eran vistos como “gente anormal” o gente de fuera. En Madera los jóvenes oaxaqueños experimentaron la estratificación étnico-racial reproducida al interior del sistema escolar, y la discriminación se intensificaba hacia la población de reciente arribo a la ciudad. En este contexto, los criterios de la lengua, la condición migratoria (documentado o indocumentado), el origen étnico y la apariencia física conformaban un conjunto de características que reforzaban la exclusión social. En el escenario escolar la población de origen mexicano mostraba actitudes de hostigamiento hacia los niños y niñas provenientes de Oaxaca. Por ello, y en repetidas ocasiones, en la literatura se menciona que las categorías étnico-raciales construidas en el marco del Estado-nación mexicano son reproducidas muchas veces por los mismos mexicanos en Estados Unidos.

De esta manera, los contextos de origen y las relaciones interétnicas las pensamos como factores que definen —en buena medida— la experiencia de incorporación de los migrantes, tanto en la sociedad sanquintense como en las ciudades de Madera y Fresno. La migración a la que se articulan los hijos de trabajadores agrícolas se adscribe a un contingente conformado por miembros de sociedades indígenas que han heredado memorias de subordinación étnica, conformándose como una minoría dentro de su propio Estado-nación y reproduciendo esta subordinación del otro lado de la frontera. En otros estudios sobre la segunda generación de zapotecas en Los Ángeles se ha documentado que, si bien durante la primera generación la identidad étnica era crucial para mantener la articulación entre los migrantes del mismo origen, ciertamente la segunda generación presenta una mayor complejidad en cuanto a su pertenencia, en la que se articulan diferentes intereses de orden político, social y cultural que derivan de experiencias de opresión y diferentes formas de racismo (Cruz, 2013).

Observamos que en estos contextos se da lugar a la categoría de subalterno, comprendida como un posicionamiento que el sujeto regula, como un pensamiento fronterizo que se apropia y se reinterpreta (Coronil, 1994; Mignolo, 2000), pero que sin duda está articulada a escenarios nacionales que imprimen experiencias en los distintos grupos humanos, en este caso migrantes e indígenas. En el caso de los trabajadores agrícolas inmersos en condiciones laborales precarias, no solamente enfrentan la discriminación étnica y racial, sino también de clase. Por su parte, las mujeres abren entre sus familias la disputa por mantenerse bajo las normas de la comunidad de origen o abrirse/dialogar/confrontarse con la realidad en los nuevos contextos de asentamiento.

[…] mis papás son parte de la comunidad y creo que, para mantener su estatus, tienen cierto prestigio dentro de la comunidad, entonces es de tener este estatus de una familia respetable, entonces es el pueblo y luego yo, yo siendo mujer y siendo hija de esta familia, tengo que conformar ciertos ideales ¿no? Entonces yo no puedo salir con tener un hijo por ahí, o salir con una pareja del mismo género. Entonces es estar consciente de ciertas cosas, pero tampoco no ser tan radical (Sonia, pseudónimo, Fresno, California, 1 de septiembre de 2010).

Las narrativas de los jóvenes muestran cómo, a pesar de sus esfuerzos por articularse a la sociedad de llegada, su condición se muestra como la de subnacional. Si bien en Estados Unidos y en México se han llevado a cabo discusiones sobre cómo integrar (aculturar, asimilar, americanizar) a los “otros” (migrantes, indígenas), el factor racial cumple un papel fundamental como criterio de incorporación a la dinámica nacional de las poblaciones. Por otra parte, la condición de subnacional implica derechos no reconocidos como ciudadanos/residentes en ambos países, que se conjugan con la experiencia subalterna entendida de manera interseccionada y sustentada en las categorías de “raza”, género, clase y generación, que vislumbran escenarios más específicos y que tienen funciones concretas en la incorporación. Este proyecto comienza desde la infancia en el momento en que las y los jóvenes se han tenido que enfrentar al cambio de vida entre su pueblo y el lugar de destino. Es muy notorio que aun cuando manejan el idioma (en el caso de quienes se fueron a California) o las formas culturales del lugar de destino, ellos hacen sus propios “nichos” de convivencia buscando siempre un perfil étnico-cultural común, persiguiendo formar organizaciones o ser parte de grupos que reivindiquen sus orígenes. Esta situación no exime que al mismo tiempo articulen vínculos y redes fuera de sus fronteras étnicas. Es interesante anotar que cuando les cuestionamos sobre su percepción de integración en los contextos migratorios, algunos prefirieron mencionarlo como adaptación y otros como un proceso de colonización o recolonización, en términos de subordinación de las culturas originarias o indígenas hacia las “blancas”. El “aquí y allá” es frecuente en las narrativas de los y las jóvenes, y lo interesante es que esto se remite a la escala del pueblo o la comunidad, y no a la estatal o nacional. Para los jóvenes asentados tanto en San Quintín como en Madera-Fresno, las alusiones a sus pueblos de origen fueron constantes, comprendían su pertenencia étnica como una identidad profunda, pero no negaban las ventajas de haber migrado o de lo aprendido en los nuevos territorios de asentamiento.5

El perfil de los descendientes de trabajadores agrícolas oaxaqueños puede ser diverso en términos étnicos, lingüísticos y de estatus migratorio. Sin embargo, tienen en común la experiencia de haberse desplazado desde una comunidad indígena que les permitió atravesar fronteras de clase, étnicas y de género que marcaron sus experiencias y trayectorias de integración a los nuevos territorios de asentamiento. En este sentido, me parece adecuado debatir sobre la literatura producida al respecto sobre las segundas generaciones de migrantes y su pertinencia para los casos que aquí he descrito.