Kitabı oku: «NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella», sayfa 2
Introducción
«Alguien muere, no es ningún drama. Etiqueto el cadáver, anoto los detalles de su muerte y lo meto en una bolsa —pensó Doc—. Ya he visto demasiada mierda. No puedo dejar que me quite el sueño. No me lo puedo permitir.» Aunque lo llamaban «Doc», no era un médico de verdad. En Vietnam, los GI11 llamaban «Doc» a cualquier sanitario, excepto en el frente, cuando gritaban «¡un médico, un médico!» al desplomarse.
Volvió a mirar la carta que le habían enviado los padres de un chaval de su misma unidad: «Estimado doctor —escribieron—: Nuestro hijo hablaba mucho de usted en las cartas que nos enviaba, nos contaba todo lo que hacía por los muchachos de su unidad. Por favor, si puede, cuéntenos cómo murió». Lo habían repatriado en un ataúd.
«¡Dios! —suspiró Doc—. ¿Qué les contesto? No puedo decirles que su hijo desayunó unas alubias congeladas repugnantes, que tuvo que aguantar que los demás chavales le llamaran cherry12 y que salió del campamento para acabar estallando en un millón de pedazos, que es exactamente lo que pasó.»
Durante una patrulla rutinaria con el resto de su pelotón, el chico accionó accidentalmente una mina con una carga explosiva de setenta kilos, según calcularon después. La explosión abrió un cráter del tamaño de una habitación de matrimonio y le arrancó un brazo y las dos piernas. También le destrozó una parte del cráneo.
Murieron seis soldados más. En Vietnam era frecuente morir así. Mientras duró el conflicto armado en el Sudeste Asiático, se repatriaron miles de ataúdes para ser enterrados discretamente en suelo estadounidense, donde han permanecido prácticamente olvidados, ignorados, durante más de diez años.
Recientemente, son muchos los periodistas, directores de cine, generales, diplomáticos y políticos que han decidido contarle a los norteamericanos cómo murió ese muchacho y por qué. Gran parte de su relato se centra en el silencio que rodea a ese ataúd cerrado. A medida que sus historias avanzan, descubres que pasan por alto la humanidad y la individualidad del muchacho que yace dentro de la caja, que lo reducen a una fría acumulación de datos estadísticos, históricos y políticos. Y, si no, se aprovechan del misterio que encierra ese ataúd y elevan la sangre y los huesos al reino mítico de los héroes, al infierno o a la locura y el rock and roll.
En esas historias falta algo; falta lo personal, lo palpable. Tratan la guerra como si fuera un acontecimiento difuso de un pasado lejano que nuestra memoria ya no alcanza. Nadie se ha molestado en hablar con los hombres y las mujeres que fueron a Vietnam y lucharon en esa guerra.
¿Qué sucedió en Vietnam? ¿Cómo era? ¿A qué olía? ¿Qué te pasó allí? Los veteranos de Vietnam conocen de primera mano las estadísticas, el heroísmo, la maldad y la locura. Son ellos quienes están capacitados para mirar en el interior de ese ataúd e identificar al cuerpo por lo que realmente es: un muchacho que murió en una guerra, que tenía un nombre, una personalidad y una historia propias.
Algunas de las personas que libraron esa guerra cuentan lo que les pasó en las páginas de este libro. Hasta ahora, la mayoría de ellos había guardado silencio y permanecido invisible para la sociedad, tanto como sus hermanos caídos. No se fían de los desconocidos; recelan de las preguntas.
Como me dijo un veterano: «Tengo las antenas contra las mentiras siempre alerta». Empecé con apenas un puñado de contactos, pero gracias al boca a boca fui consiguiendo más entrevistas con otros veteranos. «Sí, es buen tío —me decían—. Queda con él y a ver qué tal.»
Quisieron saber qué estaba haciendo yo mientras ellos luchaban en Vietnam. Les conté que entonces iba a la universidad y que había participado en algunas protestas en contra de la guerra, pese a no estar muy involucrado en el movimiento. Me uní a las manifestaciones cuando mis ideales me empujaron a hacerlo, pero solo si me convenía. Aunque mis convicciones eran firmes y la situación me indignaba, no tenía ninguna intención de que el activismo me hiciera perder la prórroga para alistarme que me habían concedido, un privilegio más que ventajoso. Supongo que mi caso era como el de la mayoría de estudiantes universitarios de la época. Me resulta mucho más gratificante recordar las historias de guerra del movimiento por la paz y aquella sensación de comunidad que ya se ha desvanecido, pero reconozco que la presión social y los motivos personales también tuvieron algo que ver.
Cuando me preguntaban por qué quería escribir este libro, mi respuesta inmediata era pragmática y honesta: «Por dinero. Me gano la vida como escritor». Sin embargo, luego aclaraba que mis intereses no eran puramente mercenarios. El proyecto comenzó a tomar forma en 1972. Ese año, conocí por casualidad a un veterano de Vietnam que acabó por convertirse en un buen amigo. Compartíamos piso, comida y grandes cantidades de whisky. Brian me habló de su experiencia en la guerra y, en aquellas conversaciones, descubrí aspectos de él —y de mí mismo— que no conocía. Él tuvo la oportunidad de compartir sus vivencias y yo, la voluntad de escucharlas, y eso fortaleció nuestra amistad. Lo que me contó me enseñó más sobre Vietnam, la guerra y quienes participaron en ella que nada que hubiera leído o visto en la televisión. Era evidente que no sabíamos toda la historia. Yo no estaba capacitado para contarla, pero no me cabía duda de que sí quería escucharla.
Aseguré a los veteranos que no tenía intención de pergeñar un texto político que culpase o condenase a nadie; tampoco pretendía ensalzar la guerra ni la suerte que corrieron los soldados. Simplemente, quería documentar lo que recordaban cuando sus vidas se cruzaron con la guerra de Vietnam, así como las consecuencias de dicha experiencia.
Me acerqué a ellos con honestidad y respeto. Algunos no me contaron nada; siempre que quedábamos, se echaban atrás en el último minuto. Sin embargo, la mayoría de hombres y mujeres que entrevisté mostraron una actitud a medio camino entre el alivio y la voluntad de cumplir con su deber; sostuvieron una luz para alumbrarme mientras yo examinaba ese rincón oscuro de sus vidas. Todos ellos parecían sentirse obligados a relatar su historia con claridad y precisión para honrar a sus amigos caídos y a sus ideales rotos, y también por honestidad, porque sabían que valía la pena. Cuando me ganaba su confianza, sus palabras fluían con la misma rapidez que un recluso sale de una celda de aislamiento. Algunos sintieron alivio al extraer parte de la ponzoña que había infectado la herida.
Esas personas no son extraordinarias, salvo por el hecho de haber sobrevivido a Vietnam y continuar haciéndolo. Más de un entrevistado me pidió que mencionara en el libro que tenía un buen trabajo y se ganaba la vida dignamente. Por la noche vuelve a su casa, junto a su mujer y sus hijos; a veces se para en un bar a tomarse un par de cervezas. En su tiempo libre, ve partidos de béisbol por la televisión o abrillanta el coche; no sube a lo alto de un campanario con un arma al hombro para disparar a ciudadanos inocentes.
Sin embargo, también hablé con otros que sí saben dónde nace el impulso de subirse a un campanario. Conocí a gente que no parece capaz de establecerse en un lugar fijo, que ha intentado amar y ha fracasado, que se asfixia con su propia amargura, que ha intentado suicidarse. La guerra les ha dejado cicatrices físicas y mentales; su experiencia en Vietnam arruinó sus vidas para siempre. Pero eso no los hace diferentes, solo demuestra que son tan frágiles como cualquier otro ser humano.
Debido a su visión personal, solemos llamar a estos relatos historias de guerra. Tenemos que asumir que aquí se encontrarán generalizaciones, exageraciones, fanfarronadas y —muy posiblemente— mentiras descaradas. Pero, en un contexto religioso, contar estas historias sería equivalente a dar testimonio. Las imperfecciones humanas no hacen sino demostrar la sinceridad del conjunto. Los aspectos apócrifos de estos relatos tienen más de recurso metafórico que de engaño.
En gran medida, estas historias sobre Vietnam son tan antiguas como la guerra misma. Lo que vas a leer en estas páginas tiene más en común con el realismo clásico de Homero cuando narra los detalles gráficos de la masacre de Troya que con Vic Morrow pavoneándose en un episodio de Combat!13. La televisión no nos mostró toda la historia. El napalm titilando en la pantalla en tecnicolor a la hora de cenar mientras Walter Cronkite14 recitaba el número de víctimas de la jornada, como si de una macabra oración para bendecir la mesa se tratara, tenía poco que ver con las arcadas que se sienten ante el hedor de un hombre en llamas. Suavizamos la guerra con aventuras románticas y propaganda paranoide para poder digerirla y vivir con ella, pero los excombatientes de Vietnam la vivieron en carne propia, por eso su relato es tan crudo e impactante como una herida abierta.
La muerte y la brutalidad impregnan las páginas de este libro; tienen tanta presencia como el tictac de un reloj que resuena en una casa durante una noche en vela. El dolor del alma es la pesadilla que mantiene despiertos a sus habitantes. La macabra maquinaria de la muerte nos recuerda por enésima vez que la guerra es el infierno mismo y siempre lo ha sido, pero las vísceras y la sangre solo son el extraordinario escenario sobre el que se representaron las vidas de hombres y mujeres corrientes.
La guerra plantea las grandes cuestiones filosóficas sobre la vida, la muerte y la moralidad, y exige respuestas inmediatas. Las abstracciones propias del debate académico acaban por reducirse a una cuestión muy concreta: la supervivencia. En menos de un año, Vietnam puso a prueba tanto al hombre como a la cultura que lo llevó hasta allí. La guerra derriba la fina fachada que imponen las instituciones de la sociedad y muestra al hombre exactamente como es. Si queremos aprender algo real sobre este conflicto, sobre el espíritu humano y sobre nosotros mismos, debemos escuchar atentamente a esos hombres y mujeres que se convirtieron a la vez en víctimas y en verdugos de la guerra.
«Nam» no es solo un pedazo de palabra que remite a una de las muchas guerras que han librado los Estados Unidos en sus doscientos años de historia. Vietnam trascendió ideologías y ejércitos. La guerra y sus ramificaciones culturales marcaron el paso a la edad adulta de una generación entera de americanos, la generación a la que yo pertenezco. Fue una época en la que millones de jóvenes tomamos decisiones que marcarían el curso de nuestras vidas. Si queremos comprendernos mejor a nosotros mismos, es necesario que conozcamos más en profundidad el acontecimiento que nos condujo hasta el presente. Hasta que no afrontemos con más sinceridad la guerra de Vietnam y analicemos más a fondo las vivencias de los veteranos que participaron en ella, no progresaremos ni como individuos ni como nación.
Este libro no revela la verdad sobre Vietnam. Todo el mundo tiene una pieza del puzle. Pero puede que todas estas historias de guerra, llenas de emoción pero sin pretensiones y despojadas de romanticismo, nos acerquen más a la verdad de lo que nada lo ha hecho hasta ahora.
¿Quieres que te cuente una historia sobre la guerra, una de verdad?
Para mí Vietnam es una historia. Como si no me hubiera pasado a mí.
I. INICIACIÓN
No hagas preguntas
Cuando van a la iglesia, los niños devotos pasan el rato sentados en los bancos de madera jugando a la guerra, armados con lápiz y papel. Primero dibujan los aviones y los acorazados, y después los soldados y las ametralladoras, con todo lujo de detalles. La potencia destructora de ese armamento imaginario queda patente en las despiadadas puntas de las bayonetas y las toscas aletas de las bombas.
El sermón se oye cada vez más lejos mientras los niños añaden los últimos detalles: dibujan estrellas en las alas de los aviones para distinguir a los buenos y esvásticas en los cascos de los monigotes, para que se vea que son los malos. La tensión impaciente del chiquillo es casi sexual.
Empieza la batalla. El lápiz traza la trayectoria mortal de cada bala y cada proyectil. Un disparo certero y el objetivo explota con un estallido de garabatos. El niño visualiza los fogonazos rojos y amarillos en su cabeza. Se eleva una nube de polvo y escombros en la que se lee, en letras negras y mayúsculas: ¡BADABUM!
Conforme la batalla se recrudece, el propio lápiz se convierte en un arma que agujerea los soldados dibujados en el papel. El crío, emocionado, deja que el fragor de la batalla mental que se está librando se le escape por entre los dientes: ¡Fiu! ¡Pam! ¡Buuum!
De repente, su madre le arranca el papel de las manos, le quita el lápiz y se lo guarda en el bolso. «Quieto y calladito», le regaña, retorciéndole la oreja.
En el barrio, jugar a la guerra era casi una institución. Los niños se pasaban el verano jugando con palos que hacían las veces de fusil y fuertes construidos con tablones de madera y otros restos que encontraban en la calle. En la década de 1950, jugábamos a ser el Davy Crockett de Walt Disney15, aunque adornábamos sus aventuras con invenciones un tanto homicidas. Hace unos años, oí desde mi ventana a unos niños que recreaban un tiroteo entre el equipo SWAT de Los Ángeles y el Ejército Simbiótico de Liberación16. El juego no había cambiado nada:
—¡Pum! ¡Estás muerto!
—¡No me has dado!
—¡Sí te he dado!
—¡No!
—¡Que sí!
Esa desavenencia se zanjó con una pequeña escalada de violencia. Los chiquillos sacaron sus pistolas de aire comprimido y representaron una versión urbana de El señor de las moscas. Un disparo a quemarropa de un arma de aire comprimido deja un cardenal rojo y tumefacto, como la picadura de una abeja, y resuelve toda duda sobre quién está muerto y quién no.
Los modelos a seguir para mi generación, los que parecían ejercer más influencia entre mis compañeros de los Boy Scouts, los Lobatos, eran Los Tres Chiflados 17 . Nos encantaba emitir ruidos bochornosos ahuecando las manos en las axilas. Nos pegábamos collejas una y otra vez o intentábamos meterle el dedo en el ojo a los demás.
La preadolescencia te trae placeres como el de prenderle fuego a maquetas de aviones de plástico en el patio trasero, o el de idear torturas espeluznantes que infligir a esa niña que vive en tu misma calle. Se diseccionan insectos, sapos y cangrejos de río torpemente y con las manos sucias, con una mezcla de curiosidad y de maldad. Recuerdo a un chaval mayor que yo —tendría unos trece años— que era especialista en estallar petardos en las bocas de las ranas. Me parecía un bicho raro… Pero me lo quedaba mirando embobado, fascinado por la violencia.
El proceso de civilización empieza al llegar al instituto. El fútbol americano te brinda la oportunidad de «salir a matar» con impunidad. En clase de educación física los chavales se burlan de los que todavía no tienen vello púbico. Empiezan a fumar cigarrillos —uno de los pocos símbolos de masculinidad que puede obtenerse sin esperar a que aflore— y comienzan a circular a escondidas, de taquilla en taquilla, los primeros recortes de revistas pornográficas.
De repente, son Hombres.
Y ¿qué hacen los hombres? Un hombre se enfrenta solo a adversidades imposibles de superar; lucha cuerpo a cuerpo contra el jefe apache para proteger las caravanas de carretas en aras del Destino Manifiesto; toca la guitarra y se liga a la chica; salta de la azotea de un edificio a la de otro; clava la bandera en Iwo Jima; se lanza sobre una granada a punto de explotar para salvar a sus compañeros de trinchera y luego saluda a su público, que lo aplaude y lo vitorea. La muerte solo acecha a las mascotas y a los ancianos.
Algo es seguro: hagan lo que hagan los hombres, deben marcharse de casa para hacerlo. Sorprendido y asustado ante el inevitable momento en que debe enfrentarse al mundo, un muchacho de dieciocho años es, pese a su fanfarronería, como un niño que sube por primera vez a un trampolín. Se divierte hasta que ve lo lejos que está el agua de sus pies. Se tambalea en el extremo del tablón; quiere ser un hombre, pero desea fervientemente que lo empujen.
En la década de 1960, lo que nos obligó a dejar el nido fue la llamada a filas. Los chicos eran seleccionados de manera aleatoria por el Sistema de Servicio Selectivo o se alistaban en la sombra. Otros sentían la obligación de servir a su país y aprender sobre la vida tal y como disponían los libros, las películas y también la ley. Ninguno de ellos era consciente de adónde iba, aunque tampoco de dónde venía.
Me metí en los Marines porque no me aceptaron en el Ejército. Tenía diecisiete años y me pasaba el día por mi barrio, en Brooklyn, sin nada que hacer. Sabía que tarde o temprano acabaría frente a un juez por las movidas en las que estaba metido. El reclutador del Ejército no quiso ni mirarme; no querían saber nada de niñatos de diecisiete años ni de problemas con la justicia. Intentar entrar en la Armada o la Fuerza Aérea ni se me pasaba por la cabeza. Allí te hacían tests de inteligencia, y yo de eso no tenía.
Un tío mayor que yo, que me conocía de haberme visto por la calle de pequeño, se enteró de que me estaba costando lo mío alistarme. Me apoyó un brazo sobre el hombro y me acompañó a hablar con el reclutador de los Marines.
Pues resulta que el marine ese, un tío enorme, me miró y soltó: «Este chaval es un marica y aquí no queremos maricas. Largo de aquí». Entonces, me levanté, me puse de pie encima de la silla y me encaré con él: «Venga, cuéntame lo fuertes y machos que sois los marines, vamos».
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete.
—¿Firmaría tu madre la solicitud?
—Mi madre no está.
Me dio un billete de diez dólares y me dijo:
—¿Ves a aquella mujer? Dale el dinero y seguro que te la firma.
Estábamos en los juzgados de Queens, en un edificio inmenso con columnas y toda la pesca. La mujer estaba de pie al lado de un puesto de golosinas que también vendía periódicos, revistas y tal. Así que me acerqué y le dije:
—Oiga, quiero entrar en los Marines. ¿Podría firmarme esto?
No puso ninguna pega. Supongo que se ganaba la vida haciendo eso.
Ese mismo fin de semana ya estaba en los Marines. Le tuve que dejar una nota a mi madre: «Mamá, me marcho a Parris Island18. Vuelvo en un par de meses». No tenía ni idea de dónde me estaba metiendo.
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Por aquel entonces, yo estudiaba Medicina en la John Hopkins. Alguien le cortó un dedo al cadáver que estaba diseccionando y lo escondió para gastarme una broma. Cuando fui a devolver el cadáver, no pude explicar por qué le faltaba un dedo.
Sabía perfectamente quién había sido. Así que, al día siguiente, mientras el susodicho estaba diseccionando una pierna, le corté el brazo a su cadáver y salí a hurtadillas con él. Lo metí en una neverita con hielo y me fui en coche por la interestatal hasta llegar a la salida de Baltimore. Cuando llegué a la cabina de peaje, saqué el brazo congelado por la ventanilla con el dinero en la mano y se lo dejé allí al cobrador.
El incidente llegó a oídos del decano, que era el hermano del presidente Eisenhower y, además, un puto halcón. Me dijo que me tomara una excedencia para reconsiderar mi compromiso con la Facultad de Medicina, cosa que no me pareció mala idea. «¡Genial!», le contesté. Una semana después, recibí la orden de alistamiento. Me habían delatado a la junta de reclutamiento.
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En un principio, había ido al centro de reclutamiento a hacerme el chequeo reglamentario para que me clasificaran19, me dieran la tarjeta de reclutamiento y todo eso que tienes que hacer a los dieciocho. Pero entonces apareció una mujer y me dijo: «Tienes que hacer esta prueba escrita». Había llegado tarde y me estaban pidiendo de todo, así que pensé: «Bueno, ya que he venido a lo del chequeo también puedo hacer el examen. No me cuesta nada».
Los demás tíos que se estaban examinando eran unos salvajes. Estaban montando un follón, se tiraban los lápices y todo eso. La mitad iban ciegos perdidos. Yo me reía, porque la teniente que tenía que supervisar la prueba era incapaz de controlar al grupo.
—Bueno, se acabó —dijo, y salió de la sala.
Y en eso que entran cinco marines enormes, un suboficial mayor y cuatro sargentos, y empiezan a recoger los exámenes.
—Como no le habéis dado otra opción a la teniente, hemos decidido que estáis todos aprobados —anunció el comandante—. Os marcháis en dos días… a no ser que os unáis al Cuerpo de Marines. En ese caso saldréis en un mes.
Nos pusimos todos de pie.
—¡Venga ya! ¿Nos está vacilando?
—No, hablo en serio. Habéis pasado la prueba y estáis dentro. Y, si seguís en este plan, tenemos derecho a meteros ahora mismo en un autobús rumbo al campo de instrucción.
Todos cerramos el pico. ¿De qué iba todo aquello? Estaba hablando con un chaval que tenía al lado, que me dijo:
—Bueno, a mí no me importaría tener unos días más antes de que me tengan cogido por los huevos.
Unos quince nos pusimos de pie y aceptamos entrar en los Marines, para ganar un poco tiempo.
Mientras hacíamos todo el papeleo, el tío hablaba de un servicio de unos tres años, pero, de repente, nos soltó:
—Ya sabéis que, cuando os alistáis, tenéis que servir cuatro años.
Y así fue como me enteré de que me acababa de alistar. Era joven, estúpido e ignorante, igual que todos aquellos payasos. Joder, acabábamos de firmar por cuatro años sin pensarlo siquiera, en plan, «eh, si me alisto en el Ejército tendré que pasar allí dos años, pero no, mejor firmo por cuatro, que así no me tengo que ir hasta dentro de treinta días». Treinta días que al final no me dieron, por cierto.
Pero eso no es todo. Mi hermano había muerto ese mismo año y yo no veía la hora de irme de casa. Después de compartir habitación durante dieciocho años, de repente… ¡Puf! Se había marchado para siempre. Mis hermanos mayores ya hacía mucho tiempo que no vivían con nosotros, así que estaba acostumbrado a no verlos por casa. Pero a él, que vivía conmigo… Lo echaba demasiado de menos. Había empezado a distanciarme de muchos de mis amigos, porque cuando los veía aparecer por la esquina esperaba verlo también a él; esperaba que apareciera y silbara para hacerme saber que había llegado.
En resumen, para mí era un buen momento para irme de casa, pero no se me ocurrió pensar cómo le afectaría a mi madre. Acababa de perder un hijo y va el otro y se larga a luchar en una guerra que ni le va ni le viene. Mucho después, cuando entendí lo que le había hecho, le pedí perdón. Me dijo que lo había entendido y que no me preocupara.
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Soy de San José, California. Me crie en un barrio de las afueras y fui a un colegio público. Vivía en el último bloque de una urbanización que acababan de construir, rodeada de huertos de albaricoqueros y viñedos.
Fui al típico instituto de clase media, donde apenas había negros. El clima era bueno y todo el mundo tenía coche. La mayoría de nuestros padres eran ingenieros y trabajaban para grandes multinacionales como Lockheed o IBM. Casi todos mis amigos se estaban preparando para entrar en la universidad.
La gente de San José solía ir a San Francisco a ver conciertos. Era la época en que todo el mundo fumaba marihuana y escuchaba música psicodélica; algunos de los chavales que conocía estaban metidos en ese rollo. No fueron los pioneros, sino los que se subieron al carro después, los que querían ser los primeros en probar esto o hacer aquello, los modernos.
En aquel entonces, yo era conservador. No había experimentado la desigualdad del sistema; mi vida parecía ir sobre ruedas. Además, había leído muchas novelas bélicas. Nunca me había fascinado el tema, pero habían conseguido hacerme creer que la guerra era un lugar donde se podían aprender cosas.
Conocía a gente que tenía edad de haber participado en la Segunda Guerra mundial, pero no lo había hecho. Cuando les preguntaban qué estaban haciendo entonces, siempre respondían lo mismo: «¿Yo? Iba a la universidad». Fue un acontecimiento mundial que conmocionó al mundo y, a pesar de todo, ellos se lo perdieron. Yo tenía la edad perfecta para combatir en Vietnam y no me lo quería perder, ya fuese bueno o malo. Quería formar parte de aquello, entender cómo era.
¿Por qué cojones tenía que prepararme los exámenes para entrar en la universidad? Todo el mundo iba a ir a la Universidad Estatal de San José, allí en la ciudad. Y ¿quién quiere hacer lo mismo que hacen los demás?
Me alisté en el Ejército al terminar el instituto con una prórroga en mi reclutamiento. Al final del verano, cuando todo el mundo se fuese a la universidad, yo empezaría la instrucción básica. Pasé ese último verano en casa, jugando al baloncesto y yendo de aquí para allá con mis amigos en un viejo Ford del 54. Nadie había entrado todavía en la vida adulta. Como en American Graffiti20.
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Cuando me gradué en Enfermería, pensé en irme por ahí a buscarme la vida. Los hospitales no se pelean por contratarte si no tienes un máster ni experiencia laboral, así que decidí probar suerte en el ejército. Si me alistaba, estaban dispuestos a dejarme elegir el destino que yo quisiera. «¡Fantástico! —pensé—. Me iré a Hawái.»
Mientras hacía el entrenamiento militar básico, oía a la gente que volvía de Nam comentar lo emocionante que había sido. Profesionalmente, era una oportunidad única. Me había criado con mis dos hermanos en un barrio en el que no vivía ninguna niña de mi edad, así que de pequeña jugaba a pegar tiros con los niños todo el santo día. Pensé que en Vietnam me las apañaría bien.
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Soy de Wilcox, una ciudad de uno de los condados más ricos de Estados Unidos, o al menos eso es lo que me contaron. Tuve una infancia ideal. Todo lo que me rodeaba era agradable. Los colegios eran buenos. Todo el mundo era responsable. Allí no había vagabundos. Vivíamos en casas preciosas de preciosos jardines. Yo jugaba al béisbol en la liga juvenil; la típica infancia americana. Era como vivir en Días felices, pero sin Fonzie21. En una parte de la ciudad sí que había algún que otro macarra, pero yo no me acercaba mucho por allí. Al crecer en un entorno así, cuando empecé la universidad seguía siendo un ingenuo.
En el segundo año de carrera decidí que ya había tenido suficiente. No tenía ni puñetera idea de lo que quería hacer con mi vida. La universidad era aburrida de cojones y yo estaba como flotando en un limbo. Cuando llegaron las Navidades, mi familia me contó que Johnny Kane había muerto en Vietnam. No me lo podía creer.
Johnny era el americano perfecto. Tenía el récord estatal en carreras de obstáculos y había sido el quarterback del equipo del Instituto Wilcox que había ganado el campeonato sin perder ni un solo partido. Tenía unos tres años más que yo. Siempre había sido muy simpático conmigo, aunque yo no fuera más que un mocoso. Johnny Kane me caía muy bien.
Al final, Johnny y yo acabamos en dos universidades estatales que eran rivales en las competiciones deportivas, así que lo veía jugar los partidos de fútbol americano. Cuando terminó la universidad, se alistó en los Marines, ascendió a teniente segundo22 y se fue al extranjero.
No sé bien por qué, pero la muerte de Johnny me afectó tanto que decidí mandarlo todo a la mierda. Un día, en lugar de ir a clase, me fui a hablar con el reclutador del Ejército. No me convenció. El tío me prometía la luna, pero no me creí ni una sola palabra, así que fui a ver al reclutador de los Marines. Era todo lo que podías esperar de un marine: cuadrado, curtido; el tío parecía una roca.
—Te voy a ser sincero —me dijo en un momento de la conversación—: si te alistas, irás a Vietnam. No tiene más vuelta de hoja.
Estaba seguro de que mi destino habría sido el mismo en el Ejército; la diferencia era que el reclutador del Ejército no me lo había dicho.
Además, me habían lavado el cerebro desde niño. Mi padre había sido marine y había estado en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque nunca hablaba mucho de ello, recuerdo que cuando iba a segundo vi su cinturón de uniforme y la insignia del Cuerpo de Marines. Siempre había pensado que los Marines eran la élite. Si quieres hacer algo, es mejor hacerlo con los mejores, como jugar en el equipo del Instituto Wilcox. Se nos conocía por ser más enclenques que los otros equipos, pero éramos los más rápidos y con más actitud sobre el campo. Ganábamos gracias a nuestra actitud.
¿Qué iba a hacer? Prefería estar rodeado de gente motivada y con las ideas claras que pasearme por los arrozales con un puñado de tipos insignificantes que ni siquiera querían estar allí.
Tampoco es que yo lo quisiera, pero cuando vi que se estaba librando una guerra y yo tenía edad para ir, supe que tenía que formar parte de ello. Era mi destino. Era lo que debía hacer. Sonará extraño, pero, cuando pasó, supe, no sé muy bien cómo, que aquello ya estaba escrito.
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Vengo de una zona conservadora de votantes republicanos. Crecí en el ambiente estricto e impersonal propio de las zonas residenciales, donde la gente nunca se quedaba demasiado tiempo y el privilegio era parte de nuestra herencia. Teníamos nuestros barcos, nuestros pasatiempos. Teníamos estabilidad y un trabajo de quince mil dólares al año asegurado nada más salir de la universidad.
Nunca sentí que encajara, pero tampoco imaginé nunca que acabaría en Vietnam. La prórroga del servicio militar se me agotó antes de terminar la universidad. En tercero me había ido a estudiar a Brasil, mi año en el extranjero. Pensé que me convalidarían todas las asignaturas cuando regresara, pero no fue así y tuve que hacer un año más. A mitad del curso siguiente, mi centro de reclutamiento me notificó que habían cambiado mi clasificación de II-S23 a I-A24.