Kitabı oku: «NAM: La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella», sayfa 4

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En uno de los últimos discursos que nos dieron en el Ejército antes de marcharnos, nos aseguraron: «Escuchad, allí es todo bastante civilizado. Tendréis piscina, cafeterías y cosas así. No tendréis que bajar corriendo del avión para formar un perímetro defensivo alrededor de la base aérea de Saigón». Pero eso era precisamente lo que el «enemigo» mostraba en la televisión: que la gente estaba saltando por los aires en la base aérea de Tan Son Nhut.

Mis amigos me decían: «Pero ¿tú estás loco? ¿De verdad que vas a ir? Michael, piénsatelo». Hasta se ofrecieron a prestarme dinero para que desertara a Canadá. Pero la verdad es que yo no estaba muy cuerdo. Ya estaba demasiado metido en todo aquello.

Antes de presentarme a filas, pasé unos días solo en San Francisco. Supongo que me lo pasé bien. Me despertaba sin un dólar en la cartera, pero sin heridas ni moratones. Nadie me había hecho daño, pero no recordaba nada de la noche anterior. Me gasté varios cientos de dólares; solo me quedé con el dinero justo para coger el autobús e irme a la base de las Fuerzas Aéreas de Oakland.

~

Cuando llegué a casa tras la instrucción, mi familia no sabía qué hacer conmigo. Mi novia no paraba de decirme: «¡Vaya, Jim! ¡Estás hecho todo un patriota! ¿Qué te ha pasado? Parece que cuando te cortaron el pelo también te lavaron el cerebro». El Cuerpo de Marines me había convencido de que la guerra era lo correcto. «Sí, pero tú antes no eras así», me dijo ella.

Yo no me veía cambiado, pero nadie entendía qué me pasaba: «¿De qué va todo esto? De repente eres Jim, el patriota, que se va a luchar en la gran guerra y ni siquiera sabe por qué».

Bautismo de fuego

Saca una caja de zapatos llena de fotografías de una cámara Instamatic. Sin inmutarse, vuelca en el asiento del sofá los trofeos de papel del guerrero que una vez fue. Después de diez años en el estante más alto del armario del salón, el extenso cielo que ocupa gran parte de las fotografías ha amarilleado y ahora combina con las franjas verdes y marrones de tierra cultivada que aparecen en la parte inferior.

La maquinaria de guerra es su tema favorito. Tanques militares con las cadenas enfangadas tan altas como un hombre adulto aparecen retratados con la veneración que los niños pequeños sienten por los camiones de bomberos. Una hilera de helicópteros con las hélices quietas e inclinadas parecen moscas gigantescas de la prehistoria, cual efectos especiales de Ray Harryhausen para alguna película de ciencia ficción deficitaria. Hay una ciudad de tiendas de campaña espolvoreadas de barro seco, con las calles delimitadas por piedras pintadas de blanco, como un campamento de los Boy Scouts, aunque sin tótems de papel maché ni cinturones de cuentas.

El guerrero va pasando las instantáneas en las que aparecen sus compañeros. Se ven unos chavales con armas de plástico en poses ridículas, caricaturas de hombres. Un puñado de gamberros revoltosos, borrachos de sus primeras cervezas, intentan poner cara de póker mientras apuestan con el dinero de juguete expedido por el Gobierno 34 . Sus rostros rollizos sonríen bajo lo que parece un bigote incipiente que bien podría ser la marca del vaso de leche del desayuno. Un par de ellos comen pipas, como estudiantes novatos que intentan parecer mayores.

Hay una fotografía que destaca sobre el resto: un hombre hinchado tendido sobre una bolsa de basura. Tiene las cuencas de los ojos vacías; bajo las cejas solo hay dos agujeros. De hecho, solo tiene una ceja, la izquierda. La lengua no le deja cerrar la boca. No hay nada rojo en la imagen, todo es morado, marrón o negro. El guerrero mete la foto entre las demás.

—Mira esta. El tío que está en el centro es mi colega, Geezer —me dice, como si estuviéramos hojeando un anuario escolar—. ¡Madre mía! Te partías de risa con él—. Al cabo de un segundo, un recuerdo le ensombrece el rostro—. Está muerto. Se lo cargaron en lo alto de alguna colina. —Coge otra fotografía—. El de la izquierda soy yo. Me la hizo Geezer nada más llegar. Pesaba sesenta y cinco kilos.

Me cuesta reconocer al hombre de treinta y cuatro años que tengo al lado en la carita aniñada y sonriente de la fotografía. El muchacho de la imagen no tiene barriga cervecera; de hecho, parece tener los músculos tan marcados como una estrella adolescente del fútbol americano. La cara es lo único suave y redondeado. Sus ojos inocentes brillan igual que los de las dos chiquillas que me han abierto la puerta esta tarde, cuando he llegado para entrevistarlo.

Las niñas ya están dormidas en el piso de arriba. Su mujer nos ha sacado unas palomitas y unas cervezas y se ha ido a la bolera con sus amigas, como hace cada miércoles. Él me enseña la casa, poniendo espacial énfasis en las reformas que ha hecho él mismo. Me habla de su trabajo en una empresa de servicios públicos, de la clasificación de la liga de béisbol y del equipo de softball de la empresa, mientras la televisión encendida ilumina en silencio la estancia desde la esquina del salón. Del tiempo ya hemos hablado hace un rato. Ha llegado la hora de que el guerrero hable de Vietnam.

Me espeta su número de identificación y el de su unidad, una retahíla de números y jerga militar. Su historia tropieza con fechas medio olvidadas y campos de entrenamiento militar. Calcula con esfuerzo el tiempo que pasó hasta el día que puso un pie en Vietnam y al final consigue recordar cuándo lo llamaron a filas.

Cuando su relato llega hasta su primer día en Vietnam, la historia avanza con detalles difusos y el tono monótono de un guía turístico hastiado. Termina unos diez minutos después: «Y ya no sé qué más contarte».

Pero no puede evitar echar un vistazo a las fotografías y los recuerdos que permanecían guardados. La historia empieza a fluir poco a poco y cobra impulso; es una maraña de anécdotas e incidentes inconexos. Algunos son recuerdos largos e incoherentes, como una película casera y macabra, sin principio ni final. Otros se encienden de repente, como una bombilla, y se congelan en una mirada o un gesto durante un instante. Pierde la noción del tiempo, solo sabe cuándo era de día y cuándo de noche; cuándo la estación seca y cuándo la de los monzones.

Por extraño que parezca, su tono de voz no ha cambiado. Aunque se sorprende cuando un recuerdo lejano le viene a la memoria, como una fotografía que hubiera olvidado haber tomado, mantiene en todo momento la compostura. Llegamos al momento de la muerte de Geezer, como si la conversación se hubiese dirigido allí desde el principio. Sin previo aviso, se le escapa un sollozo agudo y se calla de golpe. Le rueda una única lágrima por la mejilla hasta que repara en ella y se la seca. Se disculpa de inmediato, de hombre a hombre. Aparta la mirada y comienza a guardar con aire distraído las fotografías en la caja de zapatos.

—Esta foto me la hicieron en la zona desmilitarizada, cuando llevaba unos seis meses allí —me dice, cuando ya ha recobrado la compostura y ha recuperado la voz. Es el mismo muchacho de antes, agachado entre el lodo rojizo que le entra por dentro de las botas. Tiene los pantalones remangados hasta las rodillas; el verde militar apenas se ve bajo la capa de arcilla. Además de los pantalones, viste solo el chaleco flak 35 , una prenda sin mangas en la que se lee: «MUERE COLOCADO». Pero ya no sonríe; luce la mirada pétrea de un hombre viejo.

La guerra que habían anunciado como si se tratara de un western de John Wayne, una prueba de virilidad, resultó ser una versión retorcida del cuento de Peter Pan. Vietnam fue un País de Nunca Jamás gobernado por la brutalidad, aislado del tiempo y del espacio, donde los niños no crecían. Simplemente se hacían viejos antes de tiempo.

Cuando terminamos la instrucción, no sabían qué hacer con nosotros, así que a todos los que teníamos diecisiete años nos metieron en la base aérea de los Marines en Hawái. Allí nos pasamos meses y meses entrenando, ejerciendo de soldados rasos. Hasta que un día, sin previo aviso, cerraron la base y nos dijeron que nos mandaban a Okinawa.

Nos dio igual. Al fin y al cabo, estábamos deseando largarnos de Hawái. Es una mierda de sitio. Los hawaianos se creen que su isla es un regalo de Dios a los Estados Unidos. Los precios están por las nubes; tanto que si eres un GI rapado y asqueroso tienes que vértelas con la Policía militar, la Policía local y los canacos enormes de la isla. Ir a Okinawa era un puntazo.

Pero nada más poner un pie en el barco, todo eran rumores. Me hice amigo de un par de marineros que me contaron que nos seguía un submarino armado hasta los dientes. No nos enteramos de que estábamos fugazi36 hasta que no llegamos al mar de la China Meridional. «Os habla vuestro capitán —se oyó por megafonía—. Se os comunica que vuestro destino es Da Nang, en la República de Vietnam.» Todos miramos a nuestro alrededor. ¿Qué coño era eso de Vietnam?

Yo acababa de cumplir dieciocho años. Es curioso, pero en el barco había muchos chavales que tenían solo diecisiete y que cumplieron los dieciocho mientras cruzábamos el océano. Habría unos cuatro o cinco que no los tenían aún, así que les hicieron esperar a bordo a que llegase el día de su cumpleaños. Luego los dejaron desembarcar.

Cuando el barco atracó, estaba anocheciendo, casi había oscurecido. Nos quedamos en cubierta dos o tres horas viendo los fuegos artificiales del horror. La puta artillería, fuego cruzado por todas partes, bengalas que se encendían en la oscuridad… Hostia puta. En lugar de soltarnos ahí en medio, nos hicieron quedarnos en los alrededores a mirar. No sabíamos qué era aquello. Era un misterio.

Cuando amaneció, los disparos remitieron y el combate terminó. Nos acercamos a paso de tortuga, esperando y observando. Era como estar condenado a muerte. Habíamos ido a una escuela de gladiadores y éramos la promoción del 68. Si sobrevives, sobrevives.

Se suponía que estábamos en una zona segura, todo lo segura que se le puede llamar a Vietnam del Sur. Llegamos a la playa con vehículos anfibios. Hicimos todo el numerito con balas de fogueo. ¡Yija! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Gracias a Dios que allí no había nadie.

Luego me metí en un búnker y me pasé media hora hablando con «el de arriba»: «No quiero morir en este sitio de mierda —le dije—. Es un puto asco, a nadie le importa nadie. No me quiero morir. Por favor, si puedes, llévame contigo dentro de unos años. Ya sé que quizá a la larga será peor, pero este sitio no me gusta. Pero, bueno, haz conmigo lo que tengas que hacer; lo que sea, será».

Seguir vivo era la prueba de que Dios tenía un plan distinto para mí, aunque no sé si mi destino es salvar a veinte críos de un incendio o resbalarme en la ducha con una pastilla de jabón. Creo que simplemente le caigo bien.

Tres noches después de llegar, Hanoi Hannah37 empezó con sus gilipolleces y le dio la bienvenida a mi unidad. Nos dedicó «Tonigh’s the Night» de las Shirelles, la que dice «Will you still love me tomorrow?»38. La muy zorra. Pero me gustaba escucharla. Ponía buena música.

~

Aterricé en la bahía de Cam Ranh. Allí hace calor, el mismo tipo de calor que en Texas. En cuanto pones un pie fuera del avión, sientes que te falta el aire. Nos montaron en un autobús verde militar para recorrer el corto trayecto que separaba la pista de aterrizaje del recinto. Tenía las ventanas cubiertas con una malla metálica.

—¿Para qué coño es la malla? —le pregunté a alguien.

—Por los gooks39, tío, es por los gooks —me contestaron—. Te tiran granadas por las ventanas. ¿Los ves?

Eché un vistazo y vi unos hombrecillos viejos y arrugados, agachados en los arcenes, a lo vietnamita, llenando sacos terreros. Me miraban con auténtico odio.

Resulta que estábamos en una de las mayores instalaciones militares del mundo y teníamos que cubrir las ventanas para protegernos de unos viejecitos. Entonces no acababa de entenderlo, pero mi intuición me decía que algo no iba bien.

~

Llegué a Vietnam el Domingo de Pascua. Aterrizamos en Bien Hoa a primera hora de la mañana y subimos a un autobús con aire acondicionado que nos llevó al 90.º Batallón de Reemplazo, que estaba a medio camino entre Bien Hoa y Long Binh. Hice el papeleo y luego, después de almorzar, nos hicieron formar y me dieron la orden de poner rumbo a Long Bihn, donde entraría a formar parte de una unidad de transporte. Fue un alivio.

«¡Joder, Long Binh! —pensé—. Eso debe ser enorme, como Los Ángeles. Es un lugar seguro; no lo han atacado desde hace vete tú a saber cuánto. Allí hay veinticinco mil personas. No esta nada mal pasar así la guerra.»

Pero, al mismo tiempo, estaba decepcionado. Yo quería ir a la guerra; quería enfrentarme a esa prueba. Aquello era un examen de virilidad, no había duda. Ahora sé que, hasta entonces, mi vida había sido un camino de rosas, pero en aquel momento no era tan consciente de ello. Sí, sabía que había tenido una vida cómoda, pero también sabía que la guerra de Vietnam era el acontecimiento que marcaría a mi generación. Aún no había decidido qué camino seguir, así que ¿por qué no dar un rodeo y enfrentarme a algo que fuese duro de verdad?

Las calles de Long Binh estaban asfaltadas. Los barracones de los soldados parecían construcciones casi permanentes; las duchas tenían el suelo de cemento y agua corriente caliente y fría. Los váteres tenían puerta; podías plantar un pino sin que nadie te molestara. Las armas estaban guardadas en la armería; nadie llevaba la suya encima. Había hospitales en la base, pero no estaban a la vista. Salían convoyes todos los días, pero no llegaba nadie. Había mama-sans40 y hooch girls41. Todo estaba limpio. Hacía calor, claro, pero era como estar en el Ejército, nada más. No era la guerra.

Tres días después de llegar, el sargento mayor me dijo:

—Te mandamos al frente.

Ya había escrito una carta a casa: «No os vais a creer dónde estoy. ¡Hay aire acondicionado y todo!».

—¿Creías que te lo íbamos a poner fácil? —dijo con una sonrisa de superioridad—. Pues no va a ser así. Te mandamos a uno de los peores sitios a los que puede ir alguien de esta unidad.

No me eligieron a dedo, fue por sorteo. Era el nuevo.

Todavía no tenía ni idea de cuál sería el trabajo. Si me hubiese quedado en Long Binh, seguro que me habría pasado doce horas al día sentado delante de una máquina de escribir, pero eso no quería ni pensarlo. A ver, aquel sitio era estupendo para ver la guerra pasar, pero yo me habría subido por las paredes.

El primer día no me acordaba del nombre del lugar al que me habían destinado. Solo me lo habían dicho una vez y se me había olvidado. Algunos de los chavales que habían estado allí me contaron que el enemigo atacaba cada dos por tres. Me acojoné. Todavía no me habían asignado un arma y ya estaba en un convoy rumbo a un lugar llamado Phuoc Vinh.

La primera noche, Phuoc Vinh parecía un campamento de verano. La gente tocaba la guitarra, fumaba hierba, bebía y miraba las estrellas. Había unos haciendo una barbacoa. De repente, nos atacaron.

No estaban muy cerca, pero sí lo suficiente. Yo no entendía qué pasaba. Alguien gritó: «¡Nos atacan!». Me habían informado de lo básico, en plan, «dile al nuevo lo que tiene que saber», y parte de eso era tan simple como saber dónde estaba el búnker más cercano. Corrí hacia allí y me las arreglé para encontrar un lugar entre los demás.

Allí dentro no se veía un carajo, y pasó un buen rato antes de que nadie abriese la boca. Entonces, en mitad del silencio y la oscuridad, alguien preguntó:

—¿Dónde está el nuevo?

—Estoy aquí —respondí.

La conversación no pasó de ahí, pero aquella pregunta en la oscuridad no se me olvidará mientras viva. Fue realmente… No sé cuál es la palabra adecuada. ¿Generosa? Hablar de cariño sería demasiado, pero sí podríamos decir generosidad. Esa palabra lo describe bien. Y aquello era mucho. Alguien se había molestado en pensar en mí. Porque ¿quién cojones era yo? No era más que el nuevo, un tío callado y algo mayor para ser novato, un chaval que llevaba el uniforme limpio y ni siquiera se había manchado todavía las botas de rojo. Me dejó pasmado.

~

Fuimos a Vietnam con Braniff Airlines. Las azafatas nos dieron un montón de perritos calientes. Yo esperaba que nos dieran un bocadillo de rosbif o algo así, pero nos dieron perritos.

Al aterrizar, el piloto anunció por megafonía: «La temperatura en el exterior es de 39º y el fuego terrestre es de leve a moderado». Un cachondo.

Cuando se abrieron las puertas, me llegó el olor a Vietnam. ¿Qué haces cuando tienes quinientos mil hombres y no hay alcantarillado? ¿Dónde metes toda la mierda que cagan? La solución que se le ocurrió al Ejército fue meter toda aquella porquería humana en barriles y luego llevársela a algún sitio, empaparla en gasolina y prenderle fuego. El pobre desgraciado que metiera la pata hoy se encargaría al día siguiente de remover la mierda, para asegurarse de que ardiese bien. A mediodía, cuando se llevaban a cabo estos asuntos, el olor a mierda quemada era increíble. Ese día, el viento no estaba a nuestro favor y el avión se llenó de… pues de eso, el primer aroma que recuerdo de Vietnam.

Una vez aterrizas, al Ejército le importas un rábano. Les da igual dónde duermas, o incluso si lo haces o no; les da igual de dónde saques la comida o cuándo te dan el equipo. Se limitan a agruparnos y decirnos: «Aquí es donde vais a vivir. Allí no podéis ir. Al resto de sitios, sí. Tenéis que salir ahí fuera tres veces al día y esperar a que os llamen por el nombre. Eso es todo, caballeros».

Pasamos unos cuatro días pululando por allí, pasando calor. Tres veces al día te presentabas donde te habían dicho y esperabas a que te llamaran y te asignaran a alguna unidad de entrenamiento. Y, entonces, los veinticinco o treinta que hubieran llamado se iban a dar vueltas por ahí. El oficial al mando gritaba: «¡No, no y no! ¡Aquí, idiotas, aquí!», e iban todos hasta donde señalara arrastrando los pies.

—¡Muy bien! ¿Preparados para salir?

—Bueno, no, señor. Tenemos los macutos y el resto de cosas en los barracones.

—¿Dónde tenéis los fusiles?

—Todavía no nos los han dado, señor.

—¡Joder! Es verdad.

De vez en cuando y sin orden aparente, si tenías la mala suerte de estar en el lugar equivocado, venían a por ti y te mandaban a ayudar a la cocina. Aquello era un caos; el nivel de incompetencia me parecía preocupante. Los cabrones no tenían ni idea de lo que hacían.

Lo único que había para matar el tiempo eran las tragaperras del club de reclutas y la cerveza. Pero a muchos todavía no nos habían dado dinero militar42, así que no teníamos nada que jugarnos.

Y, por fin, un día dijeron mi nombre y me informaron de que me habían destinado a una división de infantería. Antes de sentarme en el camión me prestaron un fusil, pero me dieron solo un cargador de munición y me dijeron que no se lo pusiera. Seguramente fue una buena decisión. Muchos de los chavales estaban tan nerviosos que habrían sido capaces de cargarse a la Policía militar.

A los nuevos siempre les cuentan la misma historia: «Una noche, dos tenientes segundos que acababan de llegar al país estaban jugando al póker y terminaron borrachos como una cuba. Se les ocurrió liarse a tiros, como en La ley del revólver. Se plantaron en medio del campamento con sus revólveres del 45 en la mano, se retaron para ver quién desenfundaba el arma antes y acabaron los dos muertos. Por eso no os damos munición. No queremos que os matéis entre vosotros hasta que estéis en el campo de batalla».

En la división era todo igual de confuso. Durante el primer día se suponía que teníamos que estar aquí o allá, haciendo lo que fuera, pero lo que quería el tipo de aquí nunca coincidía con lo que quería el de más allá.

Todos intentábamos parecer unos machos. Practicábamos puntería lanzando cuchillos contra las puertas. No se nos permitía llevar armas encima hasta que nos entregaran los fusiles que nos acompañarían durante todo el tiempo de servicio.

Luego nos dieron el resto del equipo y empezamos el entrenamiento en el terreno. A uno de cada cinco soldados le dejaban volar una mina Claymore. Pasamos una noche entera en una plantación de caucho, buscando a los vietnamitas mientras intentábamos no quedarnos dormidos. No lo sabíamos, pero estábamos en una zona bastante segura.

Yo no quería acabar en una compañía de infantería, eso lo tenía claro. Miraba a mi alrededor y sabía que no querría pasarme día sí día también patrullando por aquel terreno. La tierra del delta chapoteaba cuando la pisabas. Aquel lodo intentaba tragarte.

Empecé a ofrecerme voluntario para todo: para salir con los Lurps43, con los rastreadores y los perros o con los del «control de plagas», unos tarados que iban por ahí con el jeep quitando minas de las carreteras. Habría hecho cualquier cosa antes que ir caminando por ahí con un montón de mierda cargada a la espalda, como un animal.

Al teniente le cabreaba que me ofreciera voluntario para todo. Me preguntó si tenía algún problema y yo le dije que quería ir donde estuviera la acción, y que si acababa en infantería no habría tanta acción como yo quería. En realidad, mi intención era vivir en un sitio decente y pasar el menor tiempo posible arrastrándome por aquel lodazal. Muchas veces no tenía ni idea de para qué me presentaba voluntario. Veía dónde vivían los tipos que estaban haciendo el trabajo en cuestión y pensaba: «Pues no está mal. Seguro que de vez en cuando también les toca salir a arrastrarse en la oscuridad, pero compensa».

Al final me asignaron a mi unidad, que estaba en un fuerte francés que parecía salido de la película Beau Geste, con sus parapetos de cemento, sus muros de piedra y sus portones. Salíamos en patrullas de «búsqueda y destrucción». Los helicópteros nos recogían a primera hora de la mañana, nos llevaban a donde fuera y pasábamos todo el día caminando por la zona. Casi nunca pasaba nada.

Hubo algún que otro tiroteo, pero aquello era mucho menos terrorífico que las batallas campales que me había imaginado, así que no tenía tanto miedo.

—¡Dispara, dispara! —me decían.

—Pero ¿dónde están?

—Por allí —respondían, generalmente, señalando a un punto entre algunos árboles a unos ciento cincuenta metros. Así que me asomaba por la zanja del arrozal y disparaba a los árboles. «Hala, ya está, ya he disparado.»

Pero ¿contra quién cojones disparaba? Sí, nos atacaban; las balas te pasaban rozando las orejas si asomabas la cabeza como un gilipollas. Pero no se veía nada. Al cabo de un rato, me aburría tanto que disparaba a los cocoteros o apostaba conmigo mismo cuánto tardaría en partir a tiros un matorral en dos.

Con el tiempo, acabé siendo aceptado. Había participado en varios intercambios de fuego sin quedarme paralizado ni cagarme en los pantalones. Hubo un incidente que me lo puso fácil: durante un intercambio de fuego, yo no tenía mucho que hacer. Estábamos agazapados en una zanja y no corríamos peligro, a no ser que cometiésemos alguna estupidez, como levantarnos y disparar contra un nido de ametralladoras, cosa que no pensaba hacer. Pues al final me dormí en medio del sarao. Les pareció lo más. Me convertí en uno de ellos; había superado la prueba.

~

Tuve un buen líder de pelotón, Old Rebel lo llamábamos. Tuve suerte con él. Había nacido en Kentucky y era un tipo alto y flaco que caminaba por ahí con las piernas arqueadas. Llevaba siempre encima su revólver del 45 y su rama de short-timer44. «Lo primero es no andar pegando gritos por ahí —me aconsejó—. Cumple. Sé discreto, compórtate, no hagas tonterías y te irá bien. Cuando empiece la mierda, agáchate y dispara. No tienes ni que mirar, dispara y a tomar por culo. Ya vendrá alguien a echarte un cable. Y otro día ya nos ayudarás tú a nosotros.»

~

Al principio, me pusieron al frente del pelotón, a abrir camino. Hay un truco para caminar entre la hierba de elefante. No puedes andar como si estuvieras en la calle; tienes que clavar el pie en el suelo y girarlo hacia fuera, para que la persona que va detrás pueda pisar en el mismo sitio y no tenga que hacer lo mismo que tú.

Ser el primero era una putada. Me había pasado seis meses en Okinawa de fiesta todo el día y no estaba en forma para abrir camino. No es cosa de un par de horas: estás ahí de la mañana a la noche, doce, trece o catorce horas, según el día. Al final acababa agotado, daba diez pasos, se me enredaba la hierba de los cojones en los pies y me caía.

—¡Muévete! —decía el teniente—. Esto no es Nueva York, aquí no hay asfalto.

No tenía guantes para protegerme las manos y me cortaba con la hierba. Eso también era una putada, porque en Nam no nos podíamos lavar bien y cualquier corte se te infectaba. Lo primero que hacía cuando me levantaba era apretar bien los puños para sacar el pus. Aún tengo las cicatrices. Los primeros diez minutos dolía una barbaridad.

La primera vez que me sorprendió el fuego enemigo, me dieron una patada en el culo, literalmente. Cuando empezaron a sonar los primeros disparos, me quedé allí plantado. «¡Hostia puta! ¡Nos están disparando!» El teniente me dio una patada en el culo y me gritó:

—¡Vamos! ¡Agáchate y ponte a pegar tiros!

—¡Sí, sí, voy!

En realidad no estaba tan asustado; estaba pasmado. «¡Estos hijos de puta nos están disparando de verdad! —pensé—. ¡Nos quieren matar! Pues que les jodan.»

Me agaché y disparé en posición de tiro: te pegas al suelo tanto como puedes, sostienes el arma unos treinta centímetros por encima de la cabeza y disparas a quemarropa en dirección al enemigo.

Al tercer mes le empecé a pillar el gusto a eso de ser soldado y a cazar. Me puse en forma. Me sentía bien. Estaba seguro de mí mismo, incluso me lo tenía un poco creído. Era bueno con las armas. Era un chaval de dieciocho años que estaba orgulloso de lo que hacía. Al principio estaba acojonado, pero en cuanto te pones, todo se reduce a coger el arma y apretar el gatillo.

~

Salimos unos cinco de patrulla de reconocimiento. Íbamos a recorrer el perímetro a una distancia de kilómetro y medio, sin alejarnos más.

Tras una curva del camino nos topamos con dos tíos vestidos de uniforme que estaban lanzando granadas de mano al río. Enseguida dijimos: «¡Tío, son el enemigo! ¡Los tenemos!». Nos abalanzamos sobre ellos, los atamos con alambre y los dejamos medio muertos. Los arrastramos de vuelta al campamento. Otros dos tíos y yo pensábamos llevarlos al campo de prisioneros. Todo era nuevo para nosotros. No hacía ni dos días que habíamos llegado y, joder, era como estar en la serie Combat!

Los dejamos en el campo de prisioneros. El interrogador se acercó y les dijo cuatro cosas. Resultó que eran de la Guardia Nacional, de la Fuerza Popular45. Eran de los nuestros. ¿Que qué hacían tirando granadas al río? Pues resulta que estaban pescando.

~

En mi primera patrulla en Vietnam fuimos a tender una puta emboscada nocturna. La preparamos en un cementerio y nos sentamos en una pagoda a esperar. Por la noche, te sientas y vigilas, vigilas y vigilas. Enseguida te parece ver sombras que se mueven en la oscuridad, que cambian de forma. Es como ver fantasmas. Me pareció ver que los gooks venían a por nosotros un millón de veces. Luego empieza a salir el sol y te das cuenta de que solo era un banano.

El caso es que yo estaba como loco por hacer algo. Los demás estaban dormidos como troncos. «Joder, están dormidos, los muy hijos de puta —pensé—. ¿Cómo es posible?» Yo no podía estar más despierto. Creía que el VC46 estaba por todas partes y que se nos iban a echar encima en cualquier momento. Tenía el miedo en el cuerpo. Los primeros dos meses apenas dormí. Me ofrecía siempre para montar guardia porque no quería me que mataran mientras dormía.

Entonces, tres o cuatro VC pasaron junto a la pagoda. Desperté a los demás con susurros:

—Están ahí, tíos, el VC, están justo ahí. Son ellos, ¿no? ¿No vamos a disparar o qué?

—Bah, déjalos en paz —me respondieron—. Ya los pillaremos luego. Volverán por la mañana. Tranquilo, ya tendrás ocasión.

No estaban para puñetas. Aquellos tíos llevaban allí mucho tiempo y pasaban de todo. Su actitud se resumía en: «Si me lo cargo, bien, y si no, pues nada. Hago lo que puedo. Me lo tomo a cachondeo. A tomar por culo».

~

La primera vez que me dispararon, vi desde dónde lo habían hecho. Era una especie de granero. Fui corriendo y lo puse todo patas arriba buscando al tirador, aunque no lo encontré por ningún lado. Sin embargo, sí encontré unas huellas recientes que llevaban a otra cabaña, una especie de barbería. Allí había cuatro gooks. Los puse contra la pared y saqué mi M-16.

Entonces llegó el sargento:

—¿Qué cojones haces? —me gritó—. ¡No puedes hacer eso!

—¿A qué se refiere? Uno de estos cabronazos me ha disparado y voy a descubrir quién ha sido.

—No, no puedes hacer eso.

—¡Cómo que no! ¿Qué es esto? ¿Un juego?

Me obligó a irme.

—Largo de aquí, chaval. Te has pasado de la raya. Les preguntas y listos. Si te quieren responder, que te respondan, pero no puedes tratarlos así.

—Pero ¡me han disparado, mi sargento!

—Me importa un comino. No puedes hacer eso y punto.

—¿Pero qué clase de sitio es este?

~

En Okinawa lo llamaban «bajarse al sur». El avión de Braniff Airlines pintado con sus colores corporativos —morado y amarillo canario— desciende. A bordo hay azafatas y aire acondicionado. Parece que vueles a Phoenix o algo así, pero en realidad sabes que vas rumbo a Vietnam en un avión lleno de marines.

Tardamos unas dos horas y media en llegar. Durante el aterrizaje en Da Nang miraba por la ventanilla, pero no había nada. Ramas y casuchas con techos de chapa. Dogpatch, así llamaba todo el mundo a aquella zona.

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