Kitabı oku: «Las aventuras de Tom Sawyer»

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Las aventuras de Tom Sawyer


Las aventuras de Tom Sawyer (1876) Mark Twain

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Mayo 2021

Imagen de portada: Bureau of Engraving and Printing. Designed by Bradbury Thompson

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Prefacio

2  I

3  II

4  III

5  IV

6  V

7  VI

8  VII

9  VIII

10  IX

11  X

12  XI

13  XII

14  XIII

15  XIV

16  XV

17  XVI

18  XVII

19  XVIII

20  XIX

21  XX

22  XXI

23  XXII

24  XXIII

25  XXIV

26  XXV

27  XXVI

28  XXVII

29  XXVIII

30  XXIX

31  XXX

32  XXXI

33  XXXII

34  XXXIII

35  XXXIV

36  XXXV

37  Conclusión

Prefacio

La mayoría de las aventuras escritas en este libro, realmente ocurrieron; una que otra fueron experiencias que yo mismo viví, el resto son las que mis compañeros de clase tuvieron. Huck Finn es un personaje sacado de la vida real, Tom Sawyer también, pero no sólo de un individuo, sino también de una combinación de características de tres muchachos que conocí y, por lo tanto, pertenecen al orden compuesto de la arquitectura.

Las raras supersticiones que se tocan eran predominantes entre los niños y esclavos en el oeste en el momento histórico en que se relata esta obra, quiero decir, hace como 30 o 40 años.

Aunque mi libro tiene la intención de entretener a niños y niñas, espero que no sea rechazado por hombres y mujeres, pues parte de mi plan es tratar de recordarles de manera placentera a los adultos lo que una vez fueron y cómo se llegaron a sentir, cómo pensaban y a hablaban y qué clase de increíbles aventuras vivieron.

El autor

Hartford, 1876

I

—¡Tom!

Silencio.

—¡Tom!

—¡Dónde andará metido ese chico!... ¡Tom!

La anciana se bajó los anteojos y miró, por encima, alrededor del cuarto; después se los subió a la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca observaba a través de los cristales a cosa de tan poca importancia como un chiquillo; aquéllos eran los lentes de ceremonia, su mayor orgullo, construidos por ornato antes que para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de mantas. Se quedó un instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:

—Bueno, pues te aseguro que si te echo mano, te voy a...

No terminó la frase, porque antes se agachó dando estocadas con la escoba por debajo de la cama; así es que necesitaba todo su aliento para puntuar los escobazos con resoplidos. Lo único que consiguió desenterrar fue al gato.

—¡No se ha visto cosa igual que ese muchacho!

Fue hasta la puerta y se detuvo allí, recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hierbas silvestres que constituían el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, pues, la voz a un ángulo de puntería calculado para larga distancia y gritó:

—¡Tú! ¡Toooom!

Oyó tras de ella un ligero ruido y se volteó a punto para atrapar a un muchacho por el borde de la chaqueta y detener su vuelo.

—¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!... ¿Qué estabas haciendo ahí?

—Nada.

—¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca... ¿Qué es eso pegajoso?

—No lo sé, tía.

—Bueno, pues yo sí lo sé. Es dulce, eso es. Mil veces te he dicho que como no dejes en paz ese dulce te voy a despellejar vivo. Dame esa vara.

La vara se cernió en el aire. Aquello tomaba mala pinta. —¡Dios mío! ¡Mire lo que tiene detrás, tía!

La anciana giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro, y en el mismo instante escapó el chico, se encaramó por la alta valla de tablas y desapareció tras ella. Su tía Polly se quedó un momento sorprendida y después se echó a reír bondadosamente.

—¡Diablo de chico! ¡Cuándo acabaré de aprender sus mañas! ¡Cuántas jugarretas como ésta no me habrá hecho, y aún le hago caso! Pero las viejas bobas somos más bobas que nadie. Perro viejo no aprende gracias nuevas, como suele decirse. Pero, ¡Señor!, si no me la juega del mismo modo dos días seguidos, ¿cómo va una a saber por dónde irá a salir? Parece que adivina hasta dónde puede atormentarme antes de que llegue a montar en cólera, y sabe, el muy pillo, que si logra desconcertarme o hacerme reír, ya todo se ha acabado y no soy capaz de pegarle. No, la verdad es que no cumplo mi deber con este chico; ésa es la pura verdad. Tiene el diablo en el cuerpo, pero, ¡qué le voy a hacer! Es el hijo de mi pobre hermana difunta, y no tengo entrañas para golpearlo. Cada vez que lo dejo sin castigo me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego se me parte el corazón. ¡Todo sea por Dios! Pocos son los días del hombre nacido de mujer y llenos de tribulación, como dice la Escritura, y así lo creo. Esta tarde se escapará del colegio y no tendré más remedio que hacerlo trabajar mañana como castigo. Cosa dura es obligarlo a trabajar los sábados, cuando todos los chicos tienen asueto. Aborrece el trabajo más que ninguna otra cosa, pero, o soy un poco rígida con él, o me convertiré en la perdición de ese niño.

Tom se fugó, en efecto, y la pasó en grande. Volvió a casa con el tiempo justo para ayudar a Jim, el negrito, a aserrar la leña para el día siguiente y hacer astillas antes de la cena, pero, al menos, llegó a tiempo para contar sus aventuras a Jim, mientras éste hacía tres cuartas partes de la tarea. Sid, el hermano menor de Tom, o mejor dicho, hermanastro, ya había dado fin a la suya de recoger astillas, pues era un muchacho tranquilo, poco dado a aventuras y travesuras.

Mientras Tom cenaba y escamoteaba terrones de azúcar cuando la ocasión se le ofrecía, su tía le hacía preguntas llenas de malicia y trastienda, con el intento de hacerlo picar el anzuelo y sonsacarle reveladoras confesiones. Como otras muchas personas, igualmente sencillas y candorosas, se envanecía de poseer un talento especial para la diplomacia tortuosa y sutil, y se complacía en mirar sus más obvios y transparentes artificios como maravillas de artera astucia.

Así, le dijo:

—Hacía bastante calor en la escuela, Tom, ¿no es cierto? —Sí, señora.

—Muchísimo calor, ¿verdad?

—Sí, señora.

—¿Y no te entraron ganas de irte a nadar?

Tom sintió una vaga escama, un atisbo de alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía Polly, pero nada sacó en limpio. Así que contestó:

—No, tía... no muchas.

La anciana alargó la mano y le palpó la camisa.

—Pero ahora parece que no tienes demasiado calor.

Y se quedó tan satisfecha por haber descubierto que la camisa estaba seca sin dejar traslucir qué era aquello que tenía en la mente. Pero bien sabía ya Tom de dónde soplaba el viento, así que se apresuró a parar el próximo golpe.

—Algunos chicos nos estuvimos echando agua por la cabeza. Aún la tengo húmeda. ¿Ve usted?

La tía Polly se quedó mohína, pensando que no había advertido aquel detalle acusador, además le había fallado un tiro. Pero tuvo una nueva inspiración.

—Dime, Tom, para mojarte la cabeza ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí? ¡Desabróchate la chaqueta!

Toda sombra de alarma desapareció de la faz de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello estaba cosido, y bien cosido.

—¡Diablo de chico! Estaba segura de que habías faltado a clase y de que te habías ido a nadar. Me parece, Tom, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y mejor de lo que pareces. Al menos por esta vez.

Le dolía un poco que su sagacidad le hubiera fallado, pero se complacía de que Tom hubiera tropezado y caído en la obediencia por una vez. Pero Sid dijo:

—Pues mire usted, yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.

—¡Cierto que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!

Pero Tom no esperó el final. Al escapar gritó desde la puerta:

—Siddy, buena golpiza te va a costar.

Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo negro, y en la otra blanco.

“Si no es por Sid, no lo descubre. Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decidirá de una vez por uno o por otro! Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid, me las ha de pagar”.

No era el niño modelo del lugar. Al niño modelo lo conocía de sobra, y lo detestaba con toda su alma.

Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente interés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pensamiento, del mismo modo como las desgracias de los mayores se olvidan en el anhelo y la excitación de nuevas empresas. Este nuevo interés era cierta inapreciable novedad en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarlo un negro, y que ansiaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas variaciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gorjeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía. Probablemente el lector recuerda cómo se hace, si es que ha sido muchacho alguna vez. La aplicación y la perseverancia pronto lo hicieron dar en el quid y echó a andar calle adelante con la boca rebosando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estrella. No hay duda de que, en cuanto a lo intenso, hondo y acendrado del placer, la ventaja estaba del lado del muchacho, no del astrónomo.

Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto, Tom suspendió el silbido: un forastero estaba ante él, un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo.

El chico, además, estaba bien trajeado, y eso en un día no festivo. Esto resultaba simplemente asombroso. El sombrero era coquetón; la chaqueta, de paño azul, nueva, bien cortada y elegante; y a igual altura estaban los pantalones. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que viernes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplendorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas, y más rota y desastrada le iba pareciendo su propia vestimenta. Ninguno de los dos hablaba. Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, haciendo rueda. Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Tom dijo:

—Yo podría contigo

—Pues anda y haz la prueba.

—Pues sí que podría.

—¡A que no!

—¡A que sí!

—¡A que no!

Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom: —Y tú, ¿cómo te llamas?

—¿Y a ti qué te importa?

—Pues si me da la gana vas a ver que sí me importa. —¿Pues por qué no te atreves?

—Como hables mucho lo vas a ver.

—¡Mucho, mucho, mucho!

—Tú te crees muy gracioso, pero con una mano atada te podría dar una tunda si quisiera.

—Si tanto dices que puedes, ¿por qué no me la das? —¡Lo haré si sigues retándome!

—Pues atrévete.

—Lo que eres tú es un mentiroso.

—Eso lo serás tú.

—Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza.

—¡A que no!

—Lo que tú tienes es miedo.

—Más tienes tú.

Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor.

Después empezaron a empujarse hombro con hombro. —Vete de aquí —dijo Tom.

—Vete tú —contestó el otro.

—No quiero.

—Pues yo tampoco.

Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados, los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:

—Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.

—¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo uno mayor que el tuyo y que si lo agarra lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios.)

—Eso es mentira.

—¡Porque tú lo digas no se hace mentira!

Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:

—Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas parar. El que se atreva se la gana.

El recién llegado traspasó enseguida la raya y dijo:

Ya está: a ver si haces lo que dices.

—No me vengas con esas cosas; deberías tener cuidado. —Bueno, pues ¡a que no lo haces!

—¡A que sí! Por dos centavos lo haría.

El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente. Tom los tiró contra el suelo.

En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcándose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla, apareció Tom sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.

—¡Date por vencido!

El forastero no hacía sino luchar para liberarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.

—¡Date por vencido! —y siguió el machacamiento.

Al fin el forastero balbuceó un “me doy”, y Tom lo dejó levantarse y dijo:

—Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.

El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer “la primera vez que lo sorprendiera”. A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgullo. Pero tan pronto volvió la espalda, su contrario levantó una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y enseguida se volteó y corrió como un antílope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y así supo dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto, pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero y llamó a Tom malo, bribón y ordinario, ordenándole que se largara de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las pagaría.

Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada preparada por su tía, la cual, al ver el estado en que traía la ropa, se afirmó en la resolución de convertir el asueto del sábado en cautividad y trabajos forzados.

II

Llegó la mañana del sábado y el mundo apareció luminoso, fresco y rebosante de vida. En cada corazón resonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.

El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prometida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo para blanquear y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu. ¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto, y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto, repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre una caja, desanimado. Jim salió a la puerta, saltando, con un balde de cinc, y cantando "Las muchachas de Búffalo". Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible, pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando su turno; y entretanto, holgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban.Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos de una hora; y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:

—Oye, Jim, yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo. Jim sacudió la cabeza y contestó:

—No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalara, y que lo que tenía que hacer yo era andar listo y no ocuparme más que de lo mío... que ella se ocuparía del encalado.

—No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde, y no tardo ni un minuto.

Ya verás cómo no se entera.

—No me atrevo, amo Tom... El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!

—¿Ella?... Nunca le pega a nadie. Da coscorrones con el dedal, pero eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.

Jim empezó a vacilar.

—Una blanca, Jim, y es de primera.

—¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande del ama vieja.

Pero Jim era de débil carne mortal. La tentación resultaba demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y tomó la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos que tenían asueto pasarían retozando, camino de tentadoras excursiones, y se reirían de él porque debía trabajar; y esta idea le encendía la sangre como un fuego. Sacó todas sus mundanales riquezas y les pasó revista: pedazos de juguetes, tabas y desperdicios heterogéneos; lo bastante, quizá, para lograr un cambio de tareas, pero no lo suficiente para poderlo trocar por media hora de libertad completa. Se volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos y abandonó la idea de intentar el soborno de los muchachos. En aquel tenebroso y desesperado momento sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia y magnífica inspiración. Agarró la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció a la vista en aquel instante, de entre todos los chicos, era de aquél precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y volteretas, señal evidente de que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes esperanzas de divertirse. Estaba comiéndose una manzana, y de cuando en cuando lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un bronco y profundo “tilín, tilín, tilón; tilín, talon”, porque venía imitando a un vapor del Misisipi. Al acercarse acortó la marcha, enfiló hacia el medio de la calle, se inclinó hacia estribor y tomó la vuelta de la esquina pesadamente y con gran aparato y solemnidad, porque estaba representando al Gran Misuri y se consideraba a sí mismo con nueve pies de calado. Era buque, capitán y campana de las máquinas, todo en una pieza; y así es que tenía que imaginarse de pie en su propio puente, dando órdenes y ejecutándolas.

—¡Para! ¡Tilín, tilín, tilín! (La arrancada iba disminuyendo y el barco se acercaba lentamente a la acera.) ¡Máquina atrás! ¡Tilínlinlin! (Con los brazos rígidos, pegados a los costados.) ¡Atrás la de estribor! ¡Tilínlinlin! ¡Chuchuchu! (Entretanto el brazo derecho describía grandes círculos porque representaba una rueda de cuarenta pies de diametro.)

¡Atrás la de babor! ¡Tilín tilín, tilín! (El brazo izquierdo empezó a voltear.) ¡Avante la de babor! ¡Alto la de estribor! ¡Despacio a babor! ¡Listo con la amarra! ¡Alto! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chistsss!... (Imitando las llaves de escape.)

Tom siguió encalando, sin hacer caso del vapor. Ben se le quedó mirando un momento y dijo:

—¡Je, Je! Las estás pagando, ¿eh?

Se quedó sin respuesta. Tom examinó su último toque con mirada de artista, después dio otro ligero brochazo y examinó, como antes, el resultado. Ben atracó a su costado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana, pero no cejó en su trabajo.

—¡Hola, compadre! —le dijo Ben—. Te hacen trabajar, ¿eh?

—¡Ah!, ¿eres tú, Ben? No te había visto.

—Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero, claro, te gustará más trabajar. Claro que te gustará. Tom se le quedó mirando un instante y dijo: —¿A qué le llamas tú trabajo?

—¡Qué! ¿No es eso trabajo?

Tom reanudó su blanqueo y le contestó, distraídamente:

—Bueno, puede ser que lo sea y puede que no. Lo único que sé es que le gusta a Tom Sawyer.

—¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que a ti te gusta?

La brocha continuó moviéndose.

—¿Gustar? No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico blanquear una cerca todos los días? Aquello puso la cosa bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom movió la brocha, coquetonamente, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto, añadió un toque allí y otro allá, juzgó otra vez el resultado.Y en tanto Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado y absorto. Al fin dijo:

—Oye, Tom, déjame encalar un poco.

Tom reflexionó. Estaba a punto de acceder, pero cambió de propósito:

—No, no, eso no podría ser, Ben.Ya ves..., mi tía Polly es muy exigente para esta porque está aquí, a mitad de la calle, ¿sabes? Pero si fuera la cerca trasera no me importaría, ni a ella tampoco. No sabes tú lo que le preocupa esta cerca, hay que hacerlo con la mar de cuidado; puede ser que no haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil, que pueda encalarla de la manera que hay que hacerlo.

—¿Lo dices de verdad? Vamos, déjame que pruebe un poco, nada más un pedazo. Si tú fueras yo, te dejaría, Tom.

—De verdad que quisiera dejarte, Ben, pero la tía Polly... Mira, Jim también quiso, pero ella no lo dejó. Sid también quiso, pero no lo consintió. ¿Ves por qué no puedo dejarte? ¡Si tú fueras a encargarte de esta cerca y ocurriera algo!...

—Anda... yo lo haré con cuidado. Déjame probar. Mira, te doy el corazón de la manzana.

—No puede ser. No, Ben, no me lo pidas; tengo miedo... —¡Te la doy toda!

Tom le entregó la brocha, con desgano en el semblante y con entusiasmo en el corazón.Y mientras el antiguo vapor Gran Misuri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí, cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó el degüello de los más inocentes. No escaseó el material, a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar.

Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un bramante para hacerla girar. Así siguió y siguió hora tras hora.Y cuando avanzó la tarde, Tom, quien por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas que he mencionado, doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada. Había, entretanto, pasado una tarde deliciosa, en la holganza, con abundante y grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de cal! De no habérsele agotado la existencia de lechada habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del lugar.

Tom se decía que, después de todo, el mundo no era un páramo. Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir. Si hubiera sido un eximio y agudo filósofo, como el autor de este libro, hubiera comprendido entonces que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, sea lo que sea, y que el juego consiste en aquello a lo que no se nos obliga.Y esto le ayudaría a entender por qué confeccionar flores artificiales o andar en la rueda es trabajo, mientras que jugar a los bolos o escalar el MontBlanc no es más que divertimiento. Hay en Inglaterra caballeros opulentos que durante el verano guían las diligencias de cuatro caballos y hacen el servicio diario de veinte o treinta millas porque hacerlo les cuesta mucho dinero, pero si se les ofreciera un salario por su tarea, eso la convertiría en trabajo, y entonces dimitirían.