Kitabı oku: «Justine o los infortunios de la virtud», sayfa 2

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—¡Ay!, señor —le contesté confusísima—, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro su conmiseración, tenga piedad de mí, se lo ruego.

Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.

—No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor —le contesté—, si hubiera querido dejar de serlo.

—¿A título de qué —me replicó a eso el señor Dubourg— pretendes que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada? —¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? —contesté—. No pido otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.

—Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa —me contestó Dubourg—. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de tu sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?

—¡Oh, señor! —contesté con el corazón henchido de suspiros—. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?

—Muy pocas —replicó Dubourg—. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los placeres que puede ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy fútiles de aliviarla de manera desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.

—¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado perezca!

—Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?

—Pero ¿cree que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?

—¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?

—¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!

—Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo remediarla?

—¡A qué precio, santo cielo!

—Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás —prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta—, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...

Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y créame, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo:

—¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de compartir mi dolor.

—Miserable criatura —me dijo encolerizada—, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchaxfchitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.

—Señora, tenga piedad...

—Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre! —Pero ¿qué quiere que haga?

—Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor.

Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por vida.

Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.

—Agradece a la Desroches —me dice duramente— que quiera en su favor concederte por un instante mis bondades. Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.

—¡Oh, señor! —digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre bárbaro—, cambie de idea, se lo suplico. Muéstrese generoso para ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que se ofrecería mi vida antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obligue, se lo suplico. ¿Puede concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Se atreve a esperar el placer donde sólo verá repugnancias? Así que haya consumado su crimen el espectáculo de mi desesperación le colmará de remordimientos...

Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar. ¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones? ¡Crees, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga... me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circunstancia de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me amenazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia de sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.

Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle. Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a la tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo de administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.

La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me recibirían con placer, siempre que me portara bien.

—¡Gracias a Dios, señora! —le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos—. Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figúrese si la acepto con gusto!

El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta años, a la que llamaba su esposa, y que era no menos malvada que él.

—Thérèse —me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para ocultar el mío)—, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad. Si alguna vez te llevas de aquí la décima parte de un denario, te haré ahorcar, ya ves, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y yo, es el fruto de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta sobriedad... ¿Comes mucho, pequeña?

—Unas cuantas onzas de pan al día, señor —le contesté—, agua y un poco de sopa, cuando soy tan afortunada de poder tomarla.

—¡Sopa, diantre, sopa! Oye esto, amiga mía —dijo el usurero a su mujer—, asómbrate ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.

Podrá imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender, sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer resistencia, y me instalé aquella misma noche.

Si mi cruel situación me permitiera divertirle un instante, señora, cuando sólo debo pensar en enterneceros, me atrevería a contarle alguno de los rasgos de avaricia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en unos detalles divertidos antes de relatarle mis infortunios.

Sabrá, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el apartamento del señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior: almacenaban la que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos cosidos encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada de sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se bebía vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida natural del hombre, la más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan colocaban una cesta debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que caían: les añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los días festivos. Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor, así como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el día de su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me obligaban a hacer una vez por semana: había en el apartamento un gabinete bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un fino tamiz: el resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que yo cubría cada mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora. ¡Pero, ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las que se entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar los bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.

En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas alhajas bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación.

Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una especie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.

—¡Oh, señor! —exclamé estremeciéndome ante su proposición—. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra usted las armas que pone en mis manos, y qué pudiera objetarme si un día le hiciera víctima de sus propios métodos?

Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la intención de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que había cometido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice —lo cual es peligroso—, o en su enemigo —que todavía lo es más—. Con algo más de experiencia, yo habría abandonado la casa a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios!

El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.

—Cumplan con su deber, señor —dijo al hombre de la justicia—. Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontrarán en su aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.

—¿Robarle yo, señor? —dije, saltando turbadísima de mi cama—. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que usted sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que usted de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido?

Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas, siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante fui prendida, azotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer escuchar una sola palabra en mi favor.

El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda entonces demostrada.(1)

Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el diamante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia del deseo que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis protestas de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui trasladada a la Conciergerie, donde me vi en la situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preservara del abismo donde iba a arrojarla la inepcia de los jueces.

Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza como por la variedad y cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba, al igual que la desdichada Thèrése, en vísperas de su ejecución: sólo el método preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de todos los crímenes imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio nuevo, o a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo había inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin duda, ya que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme en su prosélita.

Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardara lo más cerca posible de las puertas de la prisión.

—Entre las siete y las ocho —prosiguió— el fuego se prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda, muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse —se atrevió a decirme la malvada—. La suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán con nosotras, y yo respondo de tu libertad.

Ya le he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.

—Ya estás libre, Thérèse —me dijo entonces la Dubois—, ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves, jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.

—¡Oh, señora! —le dije a mi bienhechora—, le debo grandes favores, y nada mas lejos que querer olvidarlos. Me has salvado la vida, y es espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Créame que si hubiera tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.

—Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía —replicó la Dubois enarcando las cejas—. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en absoluto sus voluntades. Conócela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.

Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.

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