Kitabı oku: «Justine o los infortunios de la virtud», sayfa 4

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—¿Quién? Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de ningún modo necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general, tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crímenes completa ni suficiente para las leyes del equilibrio, las únicas que la gobiernan, exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero abandonemos por un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía, admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima. No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido del temor de unos y de la ignorancia de todos, no es mas que una simpleza escandalosa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas para siempre jamás. Así pues, no te inquietes, Thérèse, con la esperanza o el temor de un mundo futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre todo de considerarlos como frenos para nosotros. Débiles porciones de una materia vil y bruta, cuando muramos, es decir, en la reunión de los elementos que nos componen con los elementos de la masa general, aniquilados para siempre cualquiera que haya sido nuestro comportamiento, pasaremos durante un instante por el crisol de la naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso sin que haya más prerrogativas para el que ha incensado de manera insensata la virtud como para el que se ha entregado a los más vergonzosos excesos, porque no hay nada que ofenda a la naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos de su seno, que han actuado durante su vida a partir de sus impulsos, encontrarán después de su existencia el mismo final y la misma suerte.

Me disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando el rumor de un jinete se hizo oír cerca de nosotros. “¡A las armas!”, exclamó “Corazón-de-Hierro”, más deseoso de poner en práctica sus sistemas que de consolidar sus fundamentos.

Vuelan... y al cabo de un instante traen a un infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.

Interrogado acerca del motivo que le llevaba a viajar solo y tan de madrugada por un camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero respondió que se llamaba Saint-Florent, uno de los primeros negociantes de Lyon, que tenía treinta y seis años, y regresaba de Flandes por unos asuntos relacionados con su comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos pagarés. Añadió que su lacayo le había abandonado la víspera, y que, para evitar el calor, viajaba de noche con la intención de llegar aquel mismo día a París, donde tomaría un nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios; si, además, seguía un camino solitario, continuó, era porque, según creía, se había dormido sobre su caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la vida, ofreciendo a cambio todo lo que poseía. Examinaron su cartera y contaron su dinero: la presa no podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio millón pagable a su presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor de cien luises.

—Amigo —le dijo “Corazón-de-Hierro”, acercándole la punta de la pistola a las narices—, comprenderá que después de un robo semejante no podemos dejaros en vida.

—¡Oh, señor! —exclamé arrojándome a los pies de aquel malvado—, se lo imploro, no me hagas presenciar, el día de mi incorporación a la banda, el horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Déjele con vida, no me niegue el primer favor que le pido.

Y, recurriendo inmediatamente a una astucia bastante singular, a fin de legitimar el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí calurosamente:

—El apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer que es un deudo bastante próximo. No le asombre, señor —añadí dirigiéndome al viajero—, de encontrar una pariente en esta situación. Ya le lo explicaré más adelante. Por esta razón —seguí implorando de nuevo a nuestro jefe—, por esta razón, señor, concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor con la entrega mas absoluta a todo lo que pueda servir susintereses.

—Ya sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides, Thérèse —me contestó “Corazón-de-Hierro”—, ya sabes lo que exijo de ti...

—Bien, señor, lo haré todo —exclamé interponiéndome entre aquel desdichado y nuestro jefe, siempre dispuesto a degollarlo...—. Sí, lo haré todo, señor, lo haré todo, salvadle.

—Déjenlo con vida —dijo “Corazón-de Hierro”—, pero que se enrole con nosotros. Esta última cláusula es indispensable. No puedo hacer nada sin ella, mis camaradas se opondrían.

El sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo establecía, pero, al ver salvada la vida si aceptaba sus proposiciones, creyó que no debía titubear ni un instante. Le dejaron descansar y, como nuestra gente sólo quería abandonar aquel lugar de día, “Corazón-de-Hierro” me dijo:

—Thérèse, recojo tu promesa, pero como esta noche estoy agotado descansa tranquila al lado de la Dubois. Te llamaré cuando se haga de día, y si titubeas, la vida de este bellaco me vengará de tu artimaña.

—Duerma, señor, duerma —contesté—, y cree que ésta, a la que ha colmado de agradecimiento, no tiene más deseo que el de cumplir.

Nada más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido el fingimiento era exactamente en esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de una confianza excesiva, siguen bebiendo y se duermen, dejándome en plena libertad al lado de la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar igualmente los ojos.

Aprovechando entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los malvados que nos rodeaban, le dije al joven lionés: —Señor, la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío entre estos ladrones. Los detesto tanto como al instante fatal que me trajo a su banda. La verdad es que no tengo el honor de ser pariente suya. He utilizado esta treta para salvarle y escapar con usted, si le parece bien, de estos miserables. El momento es propicio —proseguí—, huyamos. Veo su cartera, recojámosla; renunciemos al dinero en metálico, está en sus bolsillos y no conseguiríamos recuperarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos. Ya ve lo que hago por usted, me entrego a suyas manos, tenga piedad de mi suerte. No sea, sobre todo, más cruel que esta gente. Dígnese a respetar mi honor, se lo confío, pues es mi único tesoro. Déjemelo, ellos no me lo han arrebatado.

Me costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de Saint-Florent. No sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la cartera, se la doy y, franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el caballo, por miedo a que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con diligencia, al sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de salir de él cuando amanecía, y sin que nadie nos siguiera. Llegamos antes de las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo pensamos en descansar.

Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante, nada de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le detuvo antes de entrar en la posada...

—Tranquilícese, señor —le dije al ver su apuro—, los ladrones que abandono no me han dejado sin dinero. Ahí tiene veinte luises, tomadlos, por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el mundo querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint-Florent, que fingía delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar en paz conmigo.

—Le debo la fortuna y la vida, Thérèse —añadió besándome las manos—. ¿Qué mejor puedo hacer que ofrecerle la una y la otra? Acéptelas, se lo ruego, y permita que el Dios del himeneo estreche los nudos de la amistad.

No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente qué podía hacer por mí.

—Señor —le dije—, si realmente mi actuación no carece de méritos a sus ojos, le pido por toda recompensa que me lleve con usted a Lyon, y que allí me coloque en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir.

—Es lo mejor que puede hacer —contestó Saint-Florent—, y nadie mas capacitado que yo para prestar ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad.

Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice con tanta confianza como ingenuidad.

—Bien, si sólo es eso —dijo el joven—, podré serle útil antes de llegar a Lyon. No tema nada, Thérèse, su caso estará olvidado. Ya nadie le buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a colocarle. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alrededores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de tenerle a su lado; mañana le la presento.

Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene. Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí.

—Hace buen tiempo —me dijo Saint-Florent—. Si le parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés hacia usted.

Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que abandonaba, lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almorzamos y comemos juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación separada de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.

Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint-Florent todavía no se había descubierto ni por un instante: siempre la misma honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la noche comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por senderos, y yo delante. Me vuelvo para preguntar a Saint-Florent si realmente hay que seguir esos caminos apartados, si por casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que falta mucho para llegar.

—Ya hemos llegado, puta —me contestó aquel malvado, arrojándome al suelo de un bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...

¡Oh, señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero el estado en que me encontré me obligó a saber hasta qué punto había sido su víctima. Cuando recuperé el sentido era totalmente de noche; estaba al pie de un árbol, al margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada... deshonrada, señora. Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por aquel desalmado; y, llevando la infamia al máximo, el malvado, después de haber hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber abusado de todas las maneras, hasta de aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi bolsa... aquel mismo dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había desgarrado mis ropas, la mayoría estaban hechas girones a mi lado, iba casi desnuda, y con varias partes de mi cuerpo amoratadas. ¿Puede imaginar mi situación: rodeada de tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta a todos los peligros? Quise terminar con mis días: si me hubieran ofrecido un arma, la habría empuñado y abreviado esta desdichada vida, que sólo me ofrecía calamidades.

“¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo”, me decía, “para merecer por su parte un trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel! ¡Oh, hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de los desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.”

Unos minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de dolor; mis ojos, anegados en lágrimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se lanzó a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y brillante... el silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos... aquella imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese Dios poderoso, negado por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.

—Ser santo y majestuoso —exclamé entre lágrimas—, tú que te dignas llenar en este momento terrible mi alma de una alegría celestial, que, sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y guía, aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: contempla mi miseria y mis tormentos, mi resignación y mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy inocente y débil, que he sido traicionada y maltratada; he querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin turbación, para adorarte lejos de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males, y cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el torrente de las lágrimas y en el abismo de los dolores?

La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte cuando ha cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bosquecillo para pasar la noche con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la satisfacción que acababa de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme reposar unas cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos se volvieron a abrir: el instante del despertar es espantoso para los infortunados; la imaginación, refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor rapidez y más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder unos instantes de un reposo engañoso.

“Bien”, me dije entonces examinándome, “¡es cierto, por tanto, que existen criaturas humanas a las que la naturaleza rebaja a la misma condición que las bestias feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como ellas de los hombres, ¿qué diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer para una suerte tan lastimera?...” Y mis lágrimas corrieron en abundancia mientras formulaba estas tristes reflexiones; acababa de terminarlas cuando oigo un ruido a mi alrededor; poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:

—Ven, querido amigo —dice uno de ellos—. Aquí estaremos a las mil maravillas. La cruel y fatal presencia de una tía que aborrezco no me impedirá saborear un momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.

Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases, ninguno de sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! —dijo Thérèse interrumpiéndose—, ¡cómo es posible que la suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan difícil a la virtud escuchar su relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones sociales, aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas veces, legitimada por “Corazón-de-Hierro”, propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella involuntariamente por el verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones impuras, todos los episodios espantosos, que puede introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se ofrecía, tenía veinticuatro años de edad, suficientemente bien vestido como para hacer pensar en la elevación de su rango, y el otro, más o menos de su misma edad, parecía uno de sus criados. El acto fue escandaloso y prolongado. Con las manos apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo me hallaba, el joven amo exponía desnudo a su compañero de libertinaje el impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante el espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más espantoso y mucho más gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada por el jefe de los bandidos de Bondy; pero el joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la excita, la cubre de besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola. Entusiasmado por sus criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece lamentar que no sea aún más imponente; desafía sus golpes, los previene, los rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se acariciarían con menos ardor... Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y los veo a los dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el complemento de sus pérfidos horrores. El homenaje se renueva, y, para encender de nuevo el incienso, todo es válido para el que lo exige; besos, manoseos, masturbaciones, refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para devolver las fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco veces consecutivas, pero sin que ninguno de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la posibilidad de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si bien visitó el otro altar semejante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en favor del otro ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo.

¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que me descubrieran. Finalmente, los criminales actores de esta indecente escena, ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos a su casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me traiciona... Lo ve...

—Jasmín —dice a su criado—, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace aquí.

Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo inmediatamente yo misma y, cayendo a sus pies, exclamé, extendiendo los brazos hacia ellos:

—Oh, señores, dígnese a compadeceros de una desdichada cuya suerte es más lamentable de lo que supone. Existen pocos reveses capaces de igualar los míos; que la situación en que me ha encontrado no le despierte ninguna sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dígnese a disminuirlos facilitándome los medios de escapar de las calamidades que me persiguen.

El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los sentimientos con los que quería conmoverla.

—Tórtola del bosque —me dijo el conde con dureza—, si buscas víctimas, has elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras, nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo que ha ocurrido entre el señor y yo?

—Les he visto charlar sobre la hierba —contesté—, nada más, señor, le lo aseguro.

—Por tu bien, quiero creerlo —dijo el joven conde—. Si imaginara que podías haber visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín, es pronto, tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después veremos lo que hay que hacer.

Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.

—Vamos, Jasmín —dice el señor de Bressac levantándose cuando hube terminado—, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a esta criatura, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente frustrados. Hagamos sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...

Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque, riéndose de mis llantos y de mis gritos.

—Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso cuadrado —dice Bressac, desnudándome.

Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas con las que me atan al instante como han previsto, esto es en la más cruel y más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que sufrí; me parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a cada instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me contemplaban y aplaudían.

—Ya basta —dijo finalmente Bressac—, permito que por una vez le baste con el miedo. Thérèse — prosiguió mientras me desataba y ordenaba que me vistiera—, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí, no tendrás ocasión de arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a creerme tu relato y presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si abusas de mis bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis propósitos, mira estos cuatro árboles, Thérèse, fíjate en el terreno que limitan, y que debía servirte de sepulcro. Recuerda que este funesto lugar sólo está a una legua del castillo donde te llevo y que, a la más ligera falta, volverás aquí al instante.

Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi alegría como a mi dolor, Bressac añade:

—Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.

Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.

La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable, pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho mas. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el señor de Bressac. Jamás habían podido convencerle a hacer algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no podía aceptar la sujección. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía que su sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.

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