Kitabı oku: «El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque», sayfa 2

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INTRODUCCIÓN

Este estudio indaga sobre el campo de la danza como práctica viva en el cotidiano de los pueblos, como práctica escénica en los folclorismos danzarios y como práctica conformadora de sujetos. A través de una mirada interdisciplinar en que convergen las experiencias, reflexiones, vivencias y cuestionamientos surgidos en mi quehacer como bailarina del folclore, docente formadora de artistas danzarios y académica inquieta por la pertinencia social del ejercicio investigativo, centro esta reflexión sobre la danza en el análisis de los intercambios sensibles y las experiencias de sí mismo que en ella se generan. Las prácticas de bullerengue que se desarrollan en la cotidianidad de las comunidades costeras del norte de Colombia y en las tarimas de los festivales folclóricos de las poblaciones de Puerto Escondido, María la Baja y Necoclí constituyen la esfera de apreciación de este trabajo. Inicio enunciando los cuestionamientos y hallazgos realizados en mi devenir por el campo de la danza en Colombia como bailadora, psicóloga, docente y estudiosa de la danza en la formación de personas, que me conducen hoy a realizar un aporte a la valoración de la práctica danzaria como experiencia fundamental en la vida y en la formación de sujetos críticos, agentes de su propia configuración.

El campo de la danza tradicional en Colombia
LA CONDICIÓN CORPOREIZADA, CONTEXTUADA Y SITUADA DE LA DANZA

Danza y baile son prácticas constitutivas de primer orden de una cultura, son expresión de ella y agencian en las corporeidades formas emergentes que obedecen al espacio-tiempo que habitan, por lo que su estudio debe referirse siempre al contexto de su ejecución. Sin embargo, la Danza, al ser una práctica de condición contextuada, situada y corporeizada, se halla en tensión entre esta condición y los elementos contingentes que ganan sus prácticas en el transcurrir histórico. Usaremos aquí el término Danza para referirnos a la danza, entendida como fenómeno escénico, y al baile, nombre dado a la práctica danzaria propia de la cotidianidad de los pueblos. Intencionalmente nos referimos con ambos términos al continuo de la Danza, pese a las diferencias creadas e ideologizadas que las distancian en el régimen de lo sensible.

Dicho continuo nos permite hablar de cultura de la danza, cuya inserción implica ver más allá de su mera representación, pues esta obedece a la concepción global de Danza en la cultura que involucra atributos implícitos y explícitos que definen su razón de ser en el transcurso histórico y a la vez comprende aspectos que convergen en un mismo tiempo. Las variadas relaciones entre la danza y el orden social constantemente se están ajustando, modificando y rediseñando mutuamente. Tales transfiguraciones demuestran que la danza cuenta con dimensiones dinámicas que, al tiempo que ayudan a impulsar a la sociedad y a motivar sus cambios, la configuran también como consecuencia de ellos. En la tensión existente entre la danza como manifestación cultural de las gentes que constituyen los pueblos, de una parte, y la utilización que se hace de ella desde los proyectos normativos y educativos de nación, de otra, es desde donde se reproducen las dinámicas de las intersensibilidades biopolíticas.

En la Danza se expresan los lugares estéticos, éticos y políticos de enunciación de los danzarines, por lo que las manifestaciones sensibles e intersensibles de la corporeidad de las personas que danzan constituyen un ámbito privilegiado para el análisis de comportamientos, representaciones, relaciones, usos y producciones que caracterizan los grupos humanos y configuran subjetividades. La corporeidad de las personas constituidas y constituyentes de sociedades permite diferenciar colectivos a partir de los imaginarios que testifican su devenir conformando sistemas culturales de movimiento. La Danza como memoria tejida en el cuerpo es entonces testigo de construcciones que vienen del pasado y se reconfiguran en un diálogo permanente con los regímenes corporales del presente.

LA DANZA COMO PRÁCTICA VIVA Y POLÍTICA

Es fundamental estudiar de qué modo las representaciones sociales asignan al cuerpo danzante una posición determinada y cómo se organizan en las corporeidades y sus intercambios los sistemas de signos y códigos cinéticos vistos a la luz de las manifestaciones culturales denominadas baile o danza, que constituyen fenómenos particulares portadores de significados y cargados de sensaciones inherentes a nuestro cuerpo-mente-entorno. El cuerpo ideal como ideal de movimiento, los movimientos deseados, los gestos aceptados y, en suma, las formas corporales que definen una cultura al convertirse en movimiento son, en ocasiones, germen de inspiración y de expresión creativa danzaria que manifiestan sus profundas esencias en los diversos lugares de encuentro expresivo y de los escenarios.

En Colombia, como en la mayoría de las culturas, la danza ha sido parte fundamental de la construcción histórica y del devenir del pueblo. En ella confluyen culturas, saberes y subjetividades, donde la estesis cotidiana se teje generando sentidos y trenzando identidades: danza memoria, prosas del cuerpo, geoestéticas corporales, paisajes vivos constituidos por una práctica corporal colmada de símbolos que transportan los saberes y sentires de los pueblos que van mutando, adaptándose a las condiciones que posibilitan su permanencia. La danza, al igual que las otras artes, ha estado presente en el proyecto educativo del país para configurar una idea de lo que es propiamente colombiano, de lo que es patria, y allí también se han puesto en circulación y se reproducen modos de relación respecto de los roles de lo masculino y lo femenino; lo negro, lo blanco y lo indígena; las clases sociales; el arte y la artesanía.

Por otra parte, y paralelo a este hecho, se han generado otras estructuras complejas que han dado un nuevo lugar de significado y han tejido nuevos sentidos al danzar de nuestro pueblo. Se trata de las industrias culturales y el arte escénico, unidos por los intereses del capital propios de la industria mediática, que definen la circulación de los productos de la danza como epicentro de la labor profesional de los bailarines y del quehacer de los bailadores, cuyas formas, contenidos y lugares de significado se someten a transformaciones con el pretexto de la productividad económica, el reconocimiento o la fama.

En este marco, el problema epistemológico de las posibilidades de conocimiento y comprensión de la danza se agudiza, pues asistimos a una “ampliación y socialización del mercado de bienes ‘cultos’” (Islas 1995, 12) que complejiza el estudio de la danza en sus variados e intrincados ámbitos. En él la reflexión está abocada a develar el lugar de la danza como actividad artística y como práctica viva en un entorno social que valora e impone unas formas particulares a las que deben someterse quienes aspiran a ingresar a los circuitos de competencia y distinción, aun desconociendo su función en el encuentro colectivo.

Por otro lado, y a pesar del “aparente ataque a la desigualdad, que principalmente tiene como centro la distribución de la ‘alta cultura’” (Islas 1995, 12) —donde supuestamente, en países como el nuestro, se abren planteamientos sobre las diversas formas de cultura—, la danza popular se enfrenta en el espacio académico a otras formas dancísticas denominadas por su tradición escénica danza arte, sometiéndose y ajustándose a la dinámica propia de la formación profesional de artistas bailarines en Colombia. Se genera así un lugar de conflicto para la construcción pedagógica y la producción artística como lo es la relación tradición-contemporaneidad, tan en vigor en el ámbito latinoamericano, donde siguen vigentes los debates alrededor de la presencia hegemónica de la modernidad europea y los avatares modernizantes a los que se someten nuestros pueblos en búsqueda de reconocimiento y competitividad dentro de la lógica del capital y del consumo.

LA DANZA COMO PRÁCTICA DE LOS FOLCLORISMOS

Como resultado de esto encontramos hoy en el ámbito de la danza folclórica en Colombia un universo de acciones, gestos y símbolos —que refunden y contradicen su origen en aras de la creación y la circulación— realizados por un amplísimo gremio que se desgasta en añejos “rescatismos” (García Canclini 1999) o en eternos debates acerca de la supuesta verdad que sustenta el aporte identitario de su danza. Me refiero al accionar del gran grupo de cultores de la danza folclórica o tradicional que hoy constituyen la mayoría del campo de la danza en Colombia (Ospina 2012)1 y que reclaman claridad para su labor en medio de la compleja realidad que habitan en cada región o recóndito lugar donde hacer o enseñar danza es para algunos la única fuente de ingreso, o donde bailar se convierte en el lugar posible del encuentro para exorcizar la cotidianidad.

Asimismo, vemos cómo las prácticas rurales y urbanas de la danza folclórica fomentan destrezas escénicas que estereotipan la gestualidad y homogenizan los cuerpos sometiendo al intérprete a la emulación de otro, igualmente estereotipado. Tanto la creación como la posibilidad expresiva de la propia emotividad, condición sine qua non de la danza, se someten a la imitación mecánica de movimientos y dramaturgias con el argumento de conservar o rescatar lo-que-síes. Formas escindidas de su significado que, a través de aseveraciones a priori, detienen en el tiempo la danza del pueblo bajo el pretexto de “preservar lo que somos” como un ejercicio urgente de reivindicación y salvaguardia de identidad, sin verificar la magnitud de un fenómeno vivo y dinámico que da fe de saberes, representaciones, sentidos, resistencias, usos e invenciones que caracterizan y configuran las subjetividades de pueblos y culturas.

Hasta hace unas décadas, hablar de danza folclórica en Colombia era sinónimo de ruralidad, autenticidad y origen. Pocos dudaban de lo bonito de “rescatar la tradición vernácula de los pueblos, y se veía a los recopiladores como una especie de héroes cuya misión era impedir que las manifestaciones de los abuelos se perdieran en la neblina del pasado o se transformaran en las torpes garras de los escenificadores y comerciantes de la cultura” (García Canclini 1999, 196). Este proceso fue acompañado por la publicación de recopilaciones y clasificaciones de la danza y la música folclórica cartografiadas en el territorio colombiano y descritas a partir de la mirada de investigadores, folcloristas y musicólogos, quienes se encargaron de patentar verdades e institucionalizar variadas dinámicas de preservación de aquello que identificaba a la Nación como unidad y particularizaba las diferencias étnicas, culturales y sociales de los diversos grupos humanos que habitan nuestro territorio.

Con convicción, los puristas criticaban toda manifestación folclórica que no se enmarcara en estos parámetros. La puesta en escena de la mayoría de las danzas llenaba el requisito de la uniformidad, tanto en el vestido como en los movimientos, y sus contenidos se estandarizaban como garantía de legitimidad. Festivales y carnavales2 se debatían —y aún hoy se debaten— entre concursos y reinados, entre virtuosismo artístico y cánones universalistas de belleza. Los recursos estatales iniciaron su intervención definiendo el devenir estético y la vigencia de la danza a partir de becas y estímulos, a las que acceden cultores de todos los talantes que compiten por un apoyo temporal a su labor. Y el pueblo observa y reproduce lo que le es transmitido por los abuelos tanto como por las prácticas festivas y mediáticas, unas veces sin siquiera hacer consciente el sentido de lo que elabora y, otras, agenciando resistencias camufladas en estéticas hegemónicas.

LA DANZA FOLCLÓRICA COMO PRÁCTICA ARTÍSTICA

Hoy, de alguna manera, esta situación permanece complejizada por la presencia de otras modalidades de danza que, en su gran diversidad (clásica, moderna, contemporánea, urbana, integrada), ofrecen un ambiguo panorama evidenciable en la cotidiana representación de la fiesta popular. Técnicas y paradigmas importados irreflexivamente alteran las prácticas, estructuras y productos escénicos de la danza en Colombia de forma permanente. Paralelamente, empero, se ha dado inicio a una nueva era caracterizada por la presencia, dentro y fuera del país, de programas académicos que profesionalizan el oficio y de concursos, festividades, encuentros teóricos e intercambios prácticos estimulados por entidades estatales y dirigidos a la gran masa de cultores, estudiosos, investigadores y creadores del país.

El reclamo por la legitimidad de dichas manifestaciones, junto con el que hacen los cultores refinados de la tradición, evidencian un requerimiento hacia el análisis y sistematización del fenómeno actual de la danza, señalando claramente la complejidad de un campo cuyos protagonistas se ubican en distintos sectores, cada uno significativo en su existencia y fundamental en su particularidad: la danza hoy se encuentra en espacios rurales y urbanos, en la práctica empírica, en la academia y en la educación formal, en la fiesta popular, en los grandes escenarios y en las nuevas formas escénicas.

La actual puesta en escena de la tradición popular es —y ha sido a través de la historia— resultado de un complejo engranaje intercultural. La danza tradicional colombiana se trenza con diversas presencias culturales, no siempre dialogantes, cuyo entramado relega al olvido, rescata o sobrevalora contenidos con velocidad alucinante. En la gran diversidad que caracteriza nuestro país conviven elementos provenientes del pasado con aquellos de un presente futurista originado en diversos lugares del planeta. Así vistas, la pluralidad cultural y temporal conviven en la danza tradicional/folclórica generando múltiples respuestas y estrategias encaminadas a atender las situaciones derivadas de tal diversidad. Los cultores del folclore y de la tradición se adaptan a los requerimientos de mercados, escenarios y públicos y, a la vez, suscitan cuestionamientos que van desde la tarea de rescate y salvaguardia de lo vernáculo, hasta el ejercicio de puesta en escena de la tradición como obra de arte, pasando por metodologías contemporáneas de creación y sus respectivos requerimientos formativos.

La tensión entre artistas se complejiza dados los diferentes ingredientes que configuran su quehacer: 1) la danza como práctica viva y política, 2) la danza como práctica artística, 3) la danza como práctica de los folclorismos y 4) la danza como práctica de consumo desde las industrias culturales. Pareciera entonces que ya no es prudente establecer territorios excluyentes ni valores de verdad absolutos que definan quién tiene o no la razón frente a lo que es o no es folclore auténtico en la danza tradicional colombiana. No se trata tampoco de estimular en los hacedores de danza el copiar o experimentar mezclas azarosas para seguir vigentes en el mercado o en los concursos. Observar la complejidad de esta manifestación corpo-oral y establecer mecanismos incluyentes que fomenten la investigación, la formación y la creación se vuelven acciones fundamentales para propiciar la construcción de un sistema donde todos y cada uno de sus cultores se vean reflejados con dignidad, respeto y reconocimiento de su gremio y donde el ejercicio del cuerpo danzado adquiera un nuevo significado atendiendo al lugar fundamental que tiene en la expresión y formación de las sensibilidades de los sujetos culturales.

Experiencias personales y certezas ganadas en mi encuentro con la práctica danzaria
DANZA COMO PRÁCTICA CENTRAL EN LA RECUPERACIÓN PSICOLÓGICA Y SOCIAL

Mi práctica dancística y las vivencias que de ella surgieron me proporcionaron un lugar de experienciación que, junto con los permanentes cuestionamientos a las metodologías ortodoxas, condujeron mi manera de estar y deambular por búsquedas alternas que me llevaron por la práctica terapéutica antiinstitucional en una comunidad antipsiquiátrica instalada en la Bogotá de la década de 1980. En aquel lugar surgió mi exploración de la biodanza, mi cuestionamiento por otras formas de conocimiento como alternativa de realización personal desde el arte y, en suma, mi interés por la danza como práctica central en la recuperación psicológica y social, su lugar en los procesos de formación humana y el cuestionamiento por la profesionalización de su estudio y práctica. Ver la danza en su carácter artístico y terapéutico me permitió intervenir con nuevas herramientas en trabajos con indigentes callejeros, niños maltratados y adolescentes en formación. Mis indagaciones me llevaron a profundizar en el conocimiento de la danza como expresión del ser, como ámbito de experiencia y encuentro humano, como ritual sagrado y como acto creativo.

Desde tiempos primigenios, el ser humano ha intentado hacer corresponder dos clases de ritmo: el ritmo propio con el del universo, el del microcosmos con el del macrocosmos. De sus propios gestos y actitudes, la humanidad sacó los otros elementos con significado ético que componen la danza: amor, odio; afirmación, negación, etc. Estos forman parte esencial de danzas elementales de reverencia al ser supremo, siempre unidas a la música:

La danza es una de las manifestaciones de la vida humana que mejor refleja el sentimiento religioso, los perfiles de la vida social, las expresiones más tranquilas e inocentes y el desenfreno y relajación de costumbres públicas y privadas. Ha patentizado siempre los grupos de refinamiento social de un pueblo y ha sido una expresión eterna de la cultura y tendencia ética de cada una de las razas […] Al participar la danza de la vida de la humanidad desde sus orígenes, nace del hombre para el hombre, en él germina y en él progresa. (Medina, en Ospina 1987, 9)

Mirar con más detalle la práctica danzaria dentro del ámbito terapéutico y educativo me permitió valorarla no solo como expresión artística, sino también como una expresión humana con dimensiones y posibilidades complejas:

La danza puede definirse como la expresión espontánea de los músculos bajo la influencia de alguna emoción intensa, como la alegría social o la exaltación religiosa. También puede definirse como combinaciones de movimientos armoniosos realizados solo por el placer que ese ejercicio proporciona al danzante o a quien le contempla. Se trata de movimientos cuidadosamente ensayados que el danzante pretende representen las acciones y pasiones de otras personas. En su sentido más elevado, parece ser para el gesto prosa lo que el canto para la exclamación instintiva de los sentimientos. (Smith y Filson, en Leese y Packer, 1991, 15-16)

He observado que la práctica danzaria en general y la práctica de la danza folclórica en particular, bien sea en ámbitos cotidianos, terapéuticos o formativos, se puede poner al servicio de la transformación existencial, o cuando menos experiencial, de seres humanos violentados, abandonados o segregados de la dinámica social. Danzar con niños y jóvenes víctimas de la violencia y el abandono, indigentes callejeros y pacientes de entornos psicoterapéuticos ha afianzado en mí la inquietud por el potencial transformador de la experiencia danzaria a partir de la mutación perceptiva generada por entornos y prácticas mediadas.

LA TENSIÓN ENTRE LAS PRÁCTICAS ACADÉMICAS DEL ARTE DANZARIO Y LA PRÁCTICA VIVA DE LA DANZA

El folclore y la creación danzaria fueron la materia prima de mi quehacer como bailarina en salones de ensayo y escenarios. Ambos constituían el elemento formativo desde el cual se me interrogaba en mi tarea pedagógica, dado que en aquel momento se hacía relevante para muchos de los estudiantes de la danza folclórica dominar un número elevado de coreografías aprobadas por directores de grupos famosos y que dieran cuenta de la “verdadera” tradición de los pueblos que habitaban el país. Esta tradición se diferenciaba de las recreaciones folclóricas hechas para los modernos escenarios, que causaban resistencias entre los cultores de las formas ancestrales que portaban el sentido original. Busqué de muchas formas dar respuesta a estos requerimientos, lo que me condujo a diversos lugares de mi país. Poco a poco fui encontrando la gran multiplicidad de versiones, recreaciones y nuevas danzas que se generaban en medio de fiestas, carnavales, concursos y reinados que convivían con prácticas no coreografiadas y vivas en la cotidianidad de los pueblos. En este contexto, el debate por la-verdadera-danza-folclórica estaba a la orden del día: giraba en torno a los contenidos que debían enseñarse y a las experiencias que debían conducir al aprendizaje de los “verdaderos” movimientos y coreografías de la tradición danzaria de nuestros pueblos, bajo el supuesto de que había una sola forma-verdadera en ellos que portaba el sentido original de sus contenidos.

Me preguntaba entonces qué ocurría con las variaciones de “lo vivo” en la cultura y su movilidad en el tiempo y en el espacio, si los estudiantes deberían tan solo repetir coreografías o si acaso no les concernía también interrogarse acerca de la problemática de la práctica danzaria. Particularmente, inquiría por la diferencia entre la danza del folclore de los escenarios y la tradición danzada viva en la cotidianidad de nuestros pueblos o por la formación y entrenamiento para la interpretación de una danza tan variada en símbolos, contenidos, orígenes y devenires como es la de Colombia. Me resonaba el cuestionamiento por la diferencia que había entre los artistas bailarines y los bailadores de la tradición y entre la práctica viva de la danza, la práctica folclórica y las obras creadas como arte escénico. De igual manera, me asombraba que “la obra” o el concurso fuesen los únicos lugares de legitimación de los hacedores de danza tradicional y, con cada nueva visita a los festivales, me preguntaba si acaso el sentido existencial del performance de la tradición realmente se mantenía en la cuestionada competencia de los concursos.

El devenir por los caminos de formación de profesionales de la danza en las universidades portaba de suyo otros interrogantes que poco a poco condujeron a nuevas búsquedas.3 Frente a todo esto, me cuestionaba, en suma, dónde quedaba el “sentido original”, primigenio, del encuentro creativo y el compartir en comunidad que soportaba la transmisión de conocimientos ancestrales y daba forma identitaria a las personas e intercambios humanos, y cómo generar estas vivencias y estas formas corpo-orales en los procesos de aprendizaje de la tradición danzada en la academia.

En los muchos caminos emprendidos intentando dar solución a tal variedad de interrogantes, entendí que la experiencia danzaria de la academia obedecía a otras lógicas e intenciones formativas distintas de aquellas que se dan en la tradición viva de los pueblos y que cada una tiene su propia forma-sujeto moldeada en la grafía de su performance. Su práctica causa y moldea la percepción de sí mismo bajo premisas diferentes, e incluso puede empoderar a sus practicantes hasta convertirlos en agentes de su propia resistencia y transformación subjetiva.

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