Kitabı oku: «Travesía del manglar», sayfa 2
Cenas para fiesta. Comidas de negocios.
Bodas. Banquetes.
Compre local. Compre acamayas Ramsaran.
El más atónito y enojado de todos en Rivière au Sel fue ciertamente Loulou Lameaulnes, quien, al igual que sus padres y abuelos, jugaba al gran señor detrás de la reja arrogante de su Vivero, que en temporada estaba cubierto de flores color malva de la liana Julie y anaranjadas del hibisco trompeta. Él mismo había pensado en una publicidad televisada para sus flores y plantas. Luego se dijo que lo que era de los blancos había que dejárselo a los blancos. Y ahora llegaba este pequeño Carmélien, al que había visto nacer el mismo año que Kléber, su segundo niño, y le coronaba un peón.
A pesar de estas ligeras tensiones, rencillas y celos, los Ramsaran eran respetados; estaban siempre presentes en las ceremonias; nunca se rehusaban a soltar un billete grande para la fiesta anual ni para el desfile del carnaval. En fin, si algunos de ellos habían conservado la sangre pura y se habían ido a buscar pareja a la región de Grands Fonds, de donde eran originarios, muchos otros se habían casado con gente de familias negras o mulatas de por acá. Así se habían tejido los lazos de sangre.
Hacia las 9 de la noche, con la luna descansando detrás de una nube color tinta que muy pronto —se sentía— iba a explotar de agua, y mientras el señor Démocrite, el director de la escuela, daba permiso de ir por la lona que servía para cubrir el campo de futbol, el doctor Martin llegó desde Petit Bourg al volante de su lujoso BMW y se encerró un momento a solas con el muerto. Cuando salió, no se le leía nada en la cara. Fue a hablar por teléfono a casa de Dodose Pélagie, quien en vano se quedó detrás de la puerta para pescar la conversación. Según esto, a pesar de las apariencias, aunque el cuerpo no presentara ni sangre ni heridas, esa muerte no podía ser natural. Entonces, hacia las 10 pm, llegó una ambulancia que dispersó a los curiosos a claxonazos y, durante tres días y tres noches, el cuerpo de Francis Sancher permaneció sobre el mármol frío de una mesa de autopsia hasta que un médico al que llamaron por desesperación formalizó. No había que dejarse exaltar por lo que decían los pueblerinos amantes del ron agrícola. Buscarle tres pies al gato. Quebrarse el coco. Ruptura de aneurisma. Esos accidentes son frecuentes en los individuos sanguíneos que consumen cantidades excesivas de alcohol.
Y así, la tarde del cuarto día, Francis Sancher regresó a su casa; ya no montado en sus dos piernas ni dominando con su estatura a todos los hombres, incluso a los más altos, sino acostado en la cárcel de madera barniz claro de un ataúd con tapa de vidrio. De tal suerte que durante algunas horas pudo apreciarse todavía su bocaza cuadrangular. Colocaron el ataúd sobre la cama, cubierto de flores frescas traídas profusamente del Vivero, en la más grande de las dos habitaciones, bajo las tres vigas “Pan, Vino, Miseria” que, en vida, habían sido testigo de los fecundos retozos de Francis Sancher con sus sucesivas mujeres y a las que el plumero no molestaba jamás. Mientras que los hombres se quedaban sentados en los bancos, protegiéndose del agua que caía a cántaros del techo roto del cielo sobre la lona del señor Démocrite, riendo y contando chistes, las mujeres trajinaban, cociendo el caldo graso con la carne de res que los Ramsaran de Grands Fonds, ricos ganaderos, les habían traído a sus parientes en duelo, sirviendo rondas de ron agrícola, acomodándose en círculo piadoso en torno al lecho fúnebre para recitar las plegarias.
Hacia las 4 de la tarde apareció Mira; nadie la había visto desde que dio a luz, entregada a su belleza resplandeciente antes que a su vergüenza. Estaba enflaquecida, caminaba a pasos tímidos como si luchara contra su corazón y a duras penas lograra dominar sus sobresaltos. Cuando entró, hubo un gran movimiento de curiosidad. Todas las cabezas se levantaron, todos los ojos la apuntaron, todos los dedos olvidaron pasar las cuentas del rosario. ¿Cómo, cómo se iba a comportar delante de la que se había deslizado en la misma cama que ella? Sin embargo, todos aquéllos que esperaban un escándalo sacrílego en un momento así, quienes ya imaginaban en su mente una escena impactante para contar en el transcurso de las noches subsiguientes, vieron frustrada su avidez. Mira no volteó ni a diestra ni a siniestra; se contentó con fijar su mirada sin ira, con infinita compasión, en el rostro de aquél que se había burlado de ella; luego tomó su lugar en el círculo piadoso de las rezadoras.
Hay tiempo para todo, hay bajo el cielo un momento para cada cosa. Hay un tiempo para nacer y uno para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar lo que se plantó; un tiempo para matar y un tiempo para sanar; un tiempo para gemir y un tiempo para saltar de gozo. Hay un tiempo para lanzar piedras y un tiempo para recogerlas.
El cielo empezó a ennegrecerse.
Poco después que Mira, llegaron de Petit Bourg Lucien Évariste, a quien llamaban el Escritor aunque no hubiera escrito nada, y Émile Étienne, a quien llamaban el Historiador aunque no hubiera publicado más que un folleto que nadie había leído: Hablemos de Petit Bourg. El primero llegó en un camión llamado “Cristo, tú eres el Rey”, cuyo chofer se persignó a escondidas, hizo un rodeo y apagó el motor para detenerse despacio bajo la bóveda de los árboles; y el segundo, manejando su conocido Peugeot. Los dos habían sido grandes amigos de Francis Sancher, cosa que no sorprendía a nadie: en el caso de Lucien, un borrego que le había roto el corazón a su mamá, pero que sorprendía mucho en el caso de Émile, cuyo oficio debió haberlo incitado a cosas más serias.
¿En qué momento se percataron de la presencia de Xantippe, refundido en una esquina del porche, inmóvil, silencioso, con los ojos enrojecidos como brasas sobre una vasija? ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿A qué hora había llegado? Nadie sabría decirlo. Le gustaba deslizarse sin hacer ruido entre la gente. Era como cuando se había instalado en los alrededores de Rivière au Sel, poco después de la llegada de Francis Sancher, un mes de octubre en que la lluvia no había dado tregua. Un buen día, lo habían visto ponerles guías a los ñames con toda tranquilidad y se supo que vivía en Trois Chemins de Bois Sec, en una choza en la que, en otro tiempo, antes de que la empresa Butagaz golpeara de muerte su comercio, una pareja de carboneros, Justinien y Josyna, se albergaba una vez al mes para quemar palo de Campeche.
La choza de planchas remendadas era de techo bajo; la luz le entraba por una única abertura. ¿Cómo un ser vivo podía refugiarse ahí? La presencia de Xantippe siempre causaba un verdadero malestar. Inmediatamente, los ruidos se apagaron en un lago helado de silencio y algunos vislumbraron echarlo fuera. Pero la puerta de un velorio no se bloquea: se deja abierta de par en par para que todos se abalancen. Muy pronto, algunos retomaron sus bromas y risas. Otros, en silencio, se pusieron a pensar en Francis Sancher, chupeteando sus recuerdos como ancianos.
Afuera, amarrados a los ébanos, los dos dóbermans, que habían adorado a su amo y que nadie había pensado en alimentar, aullaban de hambre y desesperación.
Y la luna brillaba orgullosa detrás de la cortina mojada de la lluvia.
Nota
1 Culí malabar, éste no es tu país.
LA NOCHE
MOÏSE, EL CARTERO, LLAMADO “EL ZANCUDO”
“YO FUI EL PRIMERO EN CONOCER SU VERDADERO NOMbre”. Moïse se repetía estas palabras como si le confirieran algún derecho sobre el difunto, un derecho que no consentía compartir ni con las dos mujeres que lo habían amado, ni con los dos hijos que había sembrado en sus vientres: aquél que ya crecía tupido y sin padre bajo el sol; aquél que preparaba su entrada de huérfano al mundo, con los dos ojos como único bien para llorar.
También creía ser una de las pocas personas que sabían por qué Francis había escogido encerrarse en el calabazo de esta islita zarandeada por el océano malhumorado. Y no porque aquél le hubiera hecho la menor confidencia. No. Había creído adivinar la verdad entre la marea de palabras casi incomprensibles que le soltaba por las tardes, tras haber bebido hasta el hartazgo en el Bar de Christian, regando de ron el resto de la noche hasta que el sol saliente de entre las montañas les anunciara que se acercaba el antedía. Cuando estaba con Francis, Moïse no abría la boca. Primero, porque el otro no lo escuchaba. Segundo, porque todo lo que habría podido contar, incluso inventar, habría parecido insípido y sin sal comparado con las fantasías condimentadas que Francis, molino de palabras, le servía día tras día.
Antes de conocer a Francis, Moïse causaba pena, pues las mujeres le atrancaban la entrada de sus corazones y sus sábanas, y los hombres se burlaban de él. Con el paso de los años, sus sueños se habían secado como árbol en cuaresma.
Después de conocerlo, empezó a pensar que la vida estaba por tomar otro sabor, que las hojas iban a reverdecer en el árbol del mañana.
Hasta el día en que entendió que se había enmarañado la cabeza, que Francis era sólo una bestia que ladra y que había venido a enterrarse al fondo de un hoyo para morir. Moïse recordaba el mediodía luminoso en que lo había visto por primera vez. Acababa de cumplir el turno que cada mañana lo llevaba de la oficina de correos de Petit Bourg a Trou au Chien, luego a Mombin, Dillon, Petite Savane, Rousses, Bois l’Etang, y que terminaba en Rivière au Sel, donde tenía su hogar e incluso un garage con tablas para guardar la camioneta amarilla de correos. Un cartero es el hombre de todos.
A fuerza de beber secos en todas las casas donde se detenía a pagar los giros que mandaban los hijos de la metrópoli o a entregar catálogos de La Redoute à Roubaix o de Trois Suisses, ya estaba un poco ido, no realmente borracho, sólo lo suficiente para olvidar las viejas heridas y precipitarse por las calles cantando y tocando el claxon.
Fue entonces cuando vio a ese hombre corpulento, macizo, alto como una caoba, de pelo abundante, rizado y ya canoso, que discutía con la señora Mondésir, de pie en su pórtico. La cara de la señora Mondésir revelaba sus pensamientos. ¿De dónde había salido ese hombre? ¿Debe uno contestar a las preguntas de alguien que no conoce ni por Eva ni por Adán? Finalmente, la caoba se había puesto en movimiento, haciendo vibrar sobre el asfalto de la calle un baúl de hierro verde fijado sobre ruedillas. Moïse había pisado el acelerador y, al alcanzarlo, lanzó:
—Sa ou fè? Ola ou kaye kon sa?2
El desconocido le había dirigido una mirada de incomprensión, y Moïse, por lo menos seguro de algo —éste no era un guadalupeño, pues incluso los negropolitanos, que desde hace años se amarillan el pellejo con los inviernos sin sol de los suburbios parisinos, saben lo que significan esas frases—, contestó:
—¡Súbete! ¡El sol está caliente! ¿A dónde vas así?
—¿Conoces la propiedad Alexis?
¿La propiedad Alexis? Moïse creyó haber oído mal. Además, le pareció verdaderamente una buena señal que las primeras palabras de ese hombre formaran una pregunta poco ordinaria, brava y retadora. Abrió la puerta y repitió:
—¡Súbete!
Fue por los años cincuenta, tal vez un poco antes, justo después de la guerra, cuando el hijo Alexis, después de enterrar a sus papás, puso en venta todo el haber que les habían procurado sus dos preciosos sueldos de maestros de primer grado. No le costó trabajo encontrar comprador para la casa de altos y bajos de Petit Bourg, ubicada justo enfrente de la estación de bomberos, donde desde entonces se había instalado el joven doctor Tiburce, salido de los hospitales de Touluse. En cuanto a la casa para cambiar de aires que tenían en Rivière au Sel, rodeada incluso de un vergel de 3,000 m2 que el difunto había sembrado de naranjos y toronjas, y que daba lichis tan azucarados, no hubo nada que hacer. El letrero “Propiedad en venta” siguió tomando el sol y la lluvia años enteros, hasta que un buen día cayó, empolvado y en el olvido.
Al principio, la propiedad Alexis parecía un regalo del Buen Dios. En temporada, los niños que regresaban de la escuela se desviaban para apuntar y tirar pedradas a los mangos Julie o Amélie. Los necesitados iban a arrancar la fruta de pan para su migán o a recoger fig, plátano verde, para llenarse las tripas. En Navidad, amarraban ahí a los cerdos para engordarlos. Luego, bruscamente, todo se echó a perder.
Niños y adultos que se aventuraban a ir, salían por patas, tiritando, balbuceando, incapaces de explicar claramente lo que habían sentido. Habían tenido la impresión de que se les enroscaba el ojo maléfico de una bestia invisible o de un espíritu. Que una fuerza los había empujado por los hombros y mandado a parar al asfalto de la calle. Que una voz les había ululado en silencio injurias y amenazas a los oídos. Se empezó a evitar el lugar. Fue entonces cuando, quizás ignorando todos los rumores y temores que se arremolinaban en nubes negras, tres jornaleros haitianos que habían encontrado trabajo en el Vivero derribaron la puerta de entrada de la casa y extendieron sus petates sobre la duela del comedor. Después de tres días de no haberse presentado a trabajar, Loulou había mandado a un capataz para jalarles las orejas. Éste los había encontrado tiesos sobre sus petates, con las lenguas negras apuntándole entre los dientes. A duras penas se encontraron sepultureros para echarlos bajo tierra y un cura que recitara el De profundis.
Entonces Moïse creyó adivinar que esa caoba de hombre había encontrado y enfrentado otro tipo de espíritus inquietantes, distintos a los que acechaban la propiedad Alexis. El desconocido tomó la palabra, sazonándola con un fuerte acento extranjero; español, pensó Moïse, quien ya había oído hablar a cubanos en Miami:
—¿Tú eres el cartero, no? Entonces no vale la pena contarte mentiras. Me llamo Francisco Álvarez Sánchez. Si recibes cartas a ese nombre, son mías. Aparte de eso, para todo el mundo aquí, soy Francis Sancher. ¿Entendido?
Möise por poco le pega a una gallina tonta que corría con sus polluelos en mero en medio del camino, y se atrevió a exclamar:
—¿Francisco Álvarez Sánchez? ¿A qué país te fuiste a conseguir ese nombre?
—¡No preguntes nada! La verdad puede destrozarte las orejas.
Moïse ya no pio palabra.
Delante de la propiedad Alexis, Francisco, o más bien, Francis, sacó su osamenta del coche y se quedó parado cuan alto era, examinando su bien. Luego se volteó hacia Moïse con sorna:
—Le vendría bien un buen carpintero, ¿no?
A su vez, Moïse se bajó del coche y las palabras se le tambalearon en la boca:
—Es inútil, no vas a encontrar ninguno. Nadie aceptará trabajar aquí. Pero yo te voy a ayudar. Yo te voy a ayudar.
A la gente le gusta decir que la primera noche que Francis Sancher pasó en Rivière au Sel, el viento enfurecido bajó de la montaña, aullando, pisoteando los platanales y tirando las guías de los ñames jóvenes, para luego saltarle sobre la espalda al mar, que dormía apacible, y latiguearlo, dejándole incisiones de varios metros.
Pero la gente dice cualquier cosa.
Moïse podía afirmar que no había pasado nada. Esa noche ni siquiera sopló la brisa. La noche era tan clara como el gran día. La luna se contemplaba la cara regordeta en el espejo de charcos y ríos. Los sapos, con medio cuerpo hundido en el lodo, se empecinaban en exigir agua, siempre agua. Moïse chupaba su pipa en la hamaca. No eran las ganas de un cuerpo de mujer las que lo atormentaban, como cada noche. Eran esos sueños que echaban raíces. Hacia las nueve de la mañana, ya no pudo más. Saltó al suelo, empuñó una botella de ron Montebello y se dirigió hacia la propiedad Alexis.
Al pueblo empezó a parecerle extraña la amistad entre Moïse y ese tal Francis Sancher, salido quién sabe de dónde. La primera noche que los dos hombres entraron a tomar un trago de ron al Bar de Christian, a los asiduos les dieron ganas de correrlos. No obstante, como Francis tenía los hombros del ancho de una mesa de carpintero, se limitaron a murmurar disimuladamente a sus espaldas. Algunos decían que iban a darle una lección a Moïse, pero luego se acordaban de que en su familia siempre habían estado zafados. El padre, Sonson, había fingido partir a la Disidencia, como todos los muchachos de su generación, pero en realidad tomó la tangente, dejando correr días tranquilos en una isla de la que regresó, acabada la guerra, con Shawn —una mujer china que jamás había logrado dar adecuadamente los buenos días a sus vecinos—. Sus padres lo lloraban por muerto o desaparecido. El hermano mayor, Valère, se había ido a trabajar el petróleo a Venezuela y nunca más se había vuelto a oír de él. El propio Moïse había dejado la escuela donde trabajaba, ¿para convertirse en qué?, en boxeador. Tres veces a la semana bajaba a La Pointe para tomar clases con un tal Doudou Sugar Robinson, que se decía gringo de Washington D. C., pero todos sabían que era nativonatal del Moule. Después de un viaje a Miami con su manager, Moïse se había puesto a detener a todo mundo para retacarle la cabeza de historias sobre Estados Unidos, hermoso gran país donde los negros dictaban la ley sobre el ring. Todos creían que en cualquier momento saltaría a un avión para regresar a ese lugar, pero luego pasó su examen de manejo y consiguió trabajo en Correos.
Una vez ahí, en lugar de ponerse cómodo, se enredó en el sindicalismo. Lo veían marchar al ritmo de todas las manifestaciones, blandiendo pancartas: “La lucha sigue”. Hasta el día en que una advertencia de disciplina lo hizo quedarse quieto. Después de eso, se limitó a cuidar a su madre, ya que su hermana Adèle se había ido de la casa para casarse con un bueno para nada que lo único que tenía era la piel clara. Sin chistar, Moïse se había encargado de Shawn hasta su muerte.
Finalmente, la gente de Rivière au Sel alzó los hombros cuando vió a los dos nuevos inseparables trepar escaleras para colocar piezas en el techo, redondear bien que mal los codos de las canaletas, cimentar los mosaicos del porche, desyerbar la propiedad, plantar un huerto. Tomates. Quingombós. Cebollín. Chile. Porque Moïse había tenido razón. Francis había peinado en vano los pueblos aledaños mostrando el color de su dinero, y se había quedado ronco telefoneando a toda la isla: nunca encontró a nadie, ni siquiera a un haitiano clandestino que le ayudara a poner en orden su propiedad.
Al principio, cuando la casa era realmente inhabitable, cuando las ratas se cobijaban en los hoyos y los murciélagos chillaban en las cavidades del techo de lámina, Francis dormía en casa de Moïse y chupaba la pipa con él, después de haber compartido la comida que Adèle le cocinaba y mandaba dos veces al día, siguiendo los consejos de su difunta madre.
Cuando la casa estuvo en pie, aunque todavía no tuviera buena pinta, y Marval, el maestro de obra, se burlara abiertamente, Moïse comenzó a quedarse a dormir ahí y beber noches enteras. ¿Hay que decirlo? Los malvados se mofaban. Esa amistad olía mal. Los dos hombres eran unos makoumés. Homosexuales. Seguro.
Eran muchos los que en ese pueblo apenas devoto —pero tan perdido en el fondo de la selva que ignoraba los vicios comunes de las ciudades— nunca habían visto makoumés, además de Guarapo Quemado, que se vestía de mujer los días de carnaval en Petit Bourg. Examinaron a los compadres con incredulidad. Moïse, todavía pasa, pero, ¿Francis?, ¡él no tenía pinta! Sin embargo, la planta malvada de la maledicencia creció y floreció en el suelo del pueblo, y no se marchitó sino hasta que estalló la noticia del asunto con Mira. ¿Acaso un violador de mujeres puede ser también un makoumé? ¿Pueden gustarle a uno las mujeres y al mismo tiempo los hombres? El tema se sigue discutiendo en el Bar de Christian. Pero lo que disgustó a los habitantes de Rivière au Sel y los puso contra Francis, no fueron sus dudosas relaciones con Moïse. Ni siquiera fue el asunto de la violación, sino que Francis no hiciera nada con sus dos manitas. Tradicionalmente, los habitantes de Rivière au Sel trabajaban la madera. En otros tiempos, varios incluso se lanzaban contra los gigantes de la selva densa. Te tumbaban y te cortaban un acomat bucán, un palo de radá o un gomero blanco en un abrir y cerrar de ojos. Otros destacaban en la construcción y te levantaban una estructura de palo rojo karapat. Y los maestros ebanistas, que se murmuraban los secretos de boca de padre a oreja de hijo, te esculpían cómodas de caoba o de palo de rosa, camas de cubarí y gueridones de rosa laurel delicadamente incrustados con magnolia. Desgraciadamente, esos días se acabaron desde que la Guadalupe, madrastra, dejó de nutrir a sus hijos; desde que tantos de ellos se hielan los pies en región parisina. Sin embargo, estén donde estén, los hijos de Rivière au Sel conservan la religión del trabajo. En las tristes oficinas o en las cadenas de ensamblaje automotriz donde penan, recuerdan quiénes son.
Pero Francis, ¿qué hacía él?
Instaló una mesa de madera blanca en el porche, puso encima una máquina de escribir y se sentó frente a ella. Cuando la gente, sorprendida y carcomida por la curiosidad, detenía la camioneta de Moïse para preguntar qué hacía Francis ahí, oía responder que era escritor. ¿Escritor? ¿Qué es un escritor?
La única persona que recibía ese título era Lucien Évariste, y era en gran parte por burla. Porque desde que regresó de París no perdía la oportunidad de contar que estaba trabajando en una novela. ¿Entonces, un escritor es un holgazán, sentado a la sombra de su porche, que ve fijamente la cresta de las montañas durante horas, mientras los demás sudaban sus sudores bajo el caliente sol del Buen Dios? Al mismo tiempo, a Francis Sancher no parecía faltarle nada. Todos los días desfilaban camiones por Rivière au Sel para entregarle un refrigerador, una televisión, un estéreo. El colmo fue cuando un coche rugió por el pueblo en pleno día, llevando en caracteres rojos la inscripción “ chenil mazurel. animales de todo tipo”, y le entregó los dos dóbermans, en ese entonces apenas más grandes que un gatito; pero ya rapaces, ávidos de la sangre fresca de presas inocentes. Los vecinos tuvieron que encerrar a sus aves en la cárcel de sus corrales. ¿Eso es un escritor? ¡Mira nada más!
Empezaron a circular las historias más locas. En realidad, Francis Sancher había matado a un hombre en su país y se había embolsado su fortuna. Era un traficante de drogas duras, uno de esos a quienes la policía, ubicada en Marie Galante, buscaba en vano. Un traficante de armas que reavituallaba a las guerrillas latinoamericanas. Nadie daba la menor prueba de su acusación. Los ánimos se exaltaban. Lo único seguro era que los ingresos de Francis Sancher eran de dudosa procedencia.
Moïse no ponía atención a los horrores que la gente cuchicheaba ni tampoco se tomaba la molestia de repetírselos a Francis. Éste parecía ignorar en qué estima lo tenían y se empecinaba en repartir sonrisas y buenos días por aquí y por allá. Sólo aquél que ha vivido entre los cuatro muros de una comunidad tan chica conoce su crueldad y su temor a lo ajeno.
Cuando se remontaba a los albores de sus recuerdos y se veía de niño, cabalgando en círculos sobre sus piernas y persiguiendo mariposas, Moïse escuchaba a la gente que bordeaba la cerca de sandragones de sus padres; al verlo se detenían y dejaban caer al oído de Shawn:
—Desecho de matriz.
—Ta la lèd pa mechansté!3
En la escuela, la maestra lo olvidaba, medio chino, medio negro, tan perdido en sus sueños que, las raras veces que le dirigía la palabra, él se quedaba mudo, tratando de abrir los ojos como platos mientras los demás niños se burlaban. Cuando ya no pudo apaciguar los deseos de su cuerpo, se deslizó junto a Angélica, una dama gabriela, prostituta varada en Rivière au Sel después de quién sabe qué recorrido sinuoso. Pero ella lo rechazó:
—Si te tomo a ti, ¿qué van a decir los demás?
Había regresado a su casa con el corazón pesado de ira y arrepentimiento; desde entonces, vivió solo.
Ahora, ¡qué importaba! Tenía un amigo, más que un amigo, un hijo. Pues desde las primeras semanas de su vida en común, se había dado cuenta de que Francis Sancher no era para nada lo que imaginaba. El pié-bwa, el árbol a la sombra del cual germinar. Su espíritu no estaba tallado a la medida de su cuerpo. Francis Sancher era débil y quejumbroso, temeroso como un alumno nuevo en el pasillo alborotado de la escuela, un recién nacido entrando al mundo de los vivos. Sus sueños no eran viajes al paraíso, sino combates con seres invisibles que, a juzgar por sus gritos, le clavaban puntas enrojecidas por las brasas entre las comisuras del alma. Moïse no olvidaría fácil la primera noche que habían compartido techo.
Le había dejado el cuarto que daba al sur; es decir, el cuarto asoleado, donde su madre había soñado sueños de mujer solitaria antes de morir en silencio, como había vivido. Sonson, el padre, nunca se tomó la molestia de explicar por qué, encallados en Roseau, se había ido a Jamaica, abandonando sin decir adiós a sus impulsivos compañeros que iban a echarle una mano a de Gaulle contra los alemanes. ¿Le habría dado miedo? ¿Habría entendido en el último momento que iría para que le agujeraran la piel por cuentos de blancos? Tampoco se había tomado nunca la molestia de explicar dónde y cómo había conocido a esa china sin edad —que, para su desgracia, les había legado a sus tres hijos el cuerpo flacucho, la cara sin relieve y los ojos apenas hendidos—, a quien no volteaba a ver mucho más que a cualquier mueble de la casa, hasta que una mañana salió a trabajar y no regresó. Shawn lo esperó una semana, un poco más silenciosa. Luego, con los ojos secos, se fue a buscar trabajo a casa de los Lameaulnes. Y Moïse creció entre el olor de la ropa sucia que su madre lavaba a domicilio.
Fue después de medianoche. Como a la una o dos de la mañana. Los perros y las vacas ya habían dejado de interpelar al eco. El baile de los murciélagos todavía no acababa y aún no se decidían, agotados, a descansar bajo las láminas de los techos. De pronto, Moïse escuchó un bramido como para espesar la sangre en las venas, seguido de hipos y gemidos. Lo primero que pensó fue que un vecino había tenido la extraña idea de degollar a un puerco a mitad de la noche. Luego se dio cuenta de que ese escándalo hacía vibrar el muro detrás de su cabecera, y de que por lo tanto venía de la habitación vecina. Entonces se precipitó y encontró a Francis, con los ojos locos, aullando frases sin significado:
—¡No se le puede mentir a la sangre! ¡No se puede cambiar de bando! Intercambiar papeles. Romper la cadena de la galera. Yo traté y, ya ves, no pasó nada. Después de todo, sólo es justicia. Si el sol saliera del otro lado del mundo y fertilizara primero el Oeste y luego el Este, ¿cómo funcionaría el mundo? Quizá todo sería como en ese cuento en que las raíces de las flores crecen al aire, los cuerpos de los hombres se calientan antes de enfriarse de una vez por todas, y la palabra se le otorga al más sabio; es decir: al animal. ¿Tú crees que nacemos el día que nacemos, cuando aterrizamos, pegostiosos, con los ojos tapados, en las manos de una partera? Yo te digo que nacemos mucho antes de eso. Apenas tragamos el primer sorbo de aire, ya somos responsables de todos los pecados originales, de todos los pecados de acto y omisión, de todos los pecados veniales y mortales cometidos por hombres y mujeres que hace mucho se volvieron polvo, pero que dejaron sus crímenes intactos en nosotros. Creí que me podía escapar del castigo. ¡No pude!
Moïse tuvo que tomarlo en brazos como al hijo que jamás tendría, y cantarle una de esas canciones de cuna que, en otro tiempo, Shawn le cantaba a él:
La ro dan bwa
ti ni an jupa,
peson pa savé ki sa ki adanye.
Sé an zombi kalanda
ki ka manjé…4
En las primeras horas de la mañana, Francis terminó por dormirse, agitado, sudando como enfermo de dengue. A la hora tranquila del café, Moïse se atrevió:
—Si me contaras qué pesa con tanto peso en tu corazón… Para eso son los amigos: para compartirse las preocupaciones de esta pinche vida.
Francis Sancher no abrió la boca. Al día siguiente, sin desanimarse, Moïse empujó más el interrogatorio:
—¡Me has dicho que viajar, has viajado mucho! ¿Has ido a África? Dicen que allá, sobre la tierra de lámina ondulada, hombres y vacas se acuestan a morir de la misma sed. ¿A Estados Unidos? ¿Has ido a Estados Unidos? Cuando yo tenía 17 años, fui a Miami con mi entrenador, porque quería dedicarme al box. Ay, allá no es como aquí. A fuerza de pelearse a patadas y a mordiscos, los negros llegan muy alto. Ya sabes, cada quien tiene su coche que lo lleva, dócil como un perro…
Francis Sancher lo interrumpió brutalmente:
—No hables de lo que no sabes, man. Yo viví en Estados Unidos y te puedo decir qué pasa allá.
Herido como cuando los niños le gritaban kouni a manman-aw, ¡la vagina de tu madre!, en la escuela, Moïse ya no pronunció palabra.
Una tarde, cuando regresaba a casa de Francis Sancher, cuál fue su sorpresa al encontrarlo en compañía de Émile Étienne, a quien llamaban el Historiador. ¿Cuándo se habían conocido esos dos? La curiosidad devoró a Moïse, a quien le habría gustado meter su cuchara en la conversación. Pero los dos hombres lo ignoraron y éste tuvo que sumergirse en la lectura del France-Antilles de la semana anterior.
La gente dice que fue Mira, Mira Lameaulnes, como todo mundo la llamaba, aunque no tuviera ningún derecho a ese apellido: ella, dicen, fue quien sombró el disgusto entre Francis Sancher y Moïse. Según ellos, a Moïse le nacieron los celos después de haber olfateado el olor de la mujer en la ropa interior de su amigo. Así, se retiró a su casa, al otro lado del pueblo, detrás de la reja viva de su rencor, y terminó por unirse al bando de los enemigos de aquél a quien tanto había apreciado.