Kitabı oku: «Campo Cerrado», sayfa 2

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Ya hemos visto que la pregunta existencial que se hace Serrador en su examen es «¿Con quién estoy?»,11 por la que se plantea la cuestión de su existencia dentro del espacio social, en su relación con los demás humanos. La pregunta responde a la necesidad imperativa de comunicación, que es sin duda la primera del impulso a la trascendencia, y que se encarna en diversas manifestaciones idealmente óptimas, como la amistad y el amor. Estas fuerzan al individuo a superarse y salir de sí mismo en un afán de identificación con la persona admirada o amada. Pero resulta evidente en la conducta de los personajes que esta situación privilegiada, salvo en momentos excepcionales, no se logra realizar satisfactoriamente, y que, a veces, los personajes aparecen más entregados a la producción de sus monólogos, aprovechando los resquicios que las palabras ajenas les dejan para proseguir con ellos, como si parecieran sordos a lo que los otros dialogantes manifiestan. Paradójicamente, los momentos de fraternidad y de verdadera comunión suelen producirse cuando las palabras están silenciadas o reducidas a las expresiones más espontáneas –interjecciones, voces de ánimo o de mando– porque las situaciones de peligro, agresión o pasión que afectan a los participantes hacen que estos se sientan profundamente unidos. Y que el sentimiento de la amistad auténtica, el gozo de la unión amorosa, la exaltación de la fraternidad humana, se forma en una comunidad de silencios, provocados por una comunidad de sensaciones, sentimientos y pasiones.

Por el contrario, los personajes parecen más desamparados y perdidos cuanto más solitarios e insolidarios se sienten, como vemos en el caso del personaje central – Serrador– o de otros personajes secundarios como la delatora o el agente doble a quien los falangistas dan muerte en vísperas de la rebelión. Y su única salida en situaciones de soledad es echarse a la calle en busca de calor humano o iniciar un diálogo ante el espejo. Aub ha hablado también del «espejo blanco» que constituye el papel para quien busca dialogar consigo mismo a través de la escritura.

Y el sentimiento de la amistad humana resultante de la convivencia y las experiencias comunes acaba pesando más en la conciencia de los personajes –como en la de su creador– que las exigencias y consignas derivadas de la ideología, incluso en tiempo de crisis como es la guerra civil. Y así, del mismo modo que Serrador mira hacia otro lado cuando ve salir del Hotel Colón a su amigo falangista, Salomar, quien intenta huir confundiéndose con la multitud de los vencedores, Max Aub hubo de protagonizar intervenciones en favor de amigos suyos implicados en la rebelión y por los que tuvo que responder ante los correligionarios que le exigieron cuentas. Sin rebozo manifiesta sus preferencias en su carta a Roy Temple House: «Creo, además, en la amistad. Me repugnan esas personas para quienes lo político priva lo personal. Mientras los seres respeten las leyes humanas, mi deseo, tal vez incumplido, es poder seguir diciendo: mi amigo Malraux, mi amigo Ehrenburg, mi amigo Hemingway, mi amigo Medina, mi amigo Regler, mi amigo Marinello. La revolución al precio de abandonar lo humano, no vale la pena».12

En otras palabras, Aub considera compatibles los sentimientos comunes con la diversidad de las opiniones. Y sus personajes son a menudo así: para ellos la amistad implica comprensión y generosidad. Unidos en el ámbito sentimental, sin razón ni justificación mayor que la de ser así las cosas. Por eso los personajes no confunden a los colegas y a los correligionarios con los amigos. Cuando Serrador se siente integrado con los obreros de Barcelona en la mañana del 19 de julio, siente que ha abandonado definitivamente su soledad («estar de acuerdo conmigo mismo es estar solo») por la fraternidad, la solidaridad. Estas nacen con una comunidad de acción. Pero los amigos siguen siendo otra cosa, y de ahí su actitud ante la huida de Salomar, vencido.

Esta percepción de que la vida individual se potencia y se justifica en la vida colectiva y en las actividades para las que los individuos se agrupan, estimulándose mutuamente hacia unos objetivos comunes, le viene a Aub indudablemente de su captación de la doctrina unanimista, que había conocido muy tempranamente, a través de la lectura de la novela de Jules Romains, Mort de quelqu’un, que le causaría una fuerte impresión.13 La doctrina unanimista está sucintamente resumida en un texto teórico de Romains, aparecido poco después.14 En ella se afirma la creencia de que la realidad psíquica no es un archipiélago de soledades, idea cardinal del unanimismo, y esa idea es la que subyace en esos sentimientos de grupo, tal como empiezan a manifestarse en poemas aubianos, o, por contraste, en la derrota de personajes empecinados en sus soledades como el héroe de su Luis Álvarez Petreña (1934). Pero es en El cojo (1938) y luego en Campo cerrado donde –tras las experiencias de la República y de la guerra civil– empieza a manifestarse abiertamente, y funciona como antídoto para los personajes del Laberinto en las horas de pesimismo y de caída en el aislamiento o la soledad. Como afirma Romains: «Les individus [...] sont saisis dans une condensation d’unanime qui a ses limites et ses pouvoirs propres, dans une ébauche d’individualité plus extensive que la leur, qui est celle du groupe. Et tout leur psychisme en subira, plus ou moins obscurément, sa loi» (168). Dentro de este contexto, adquieren mayor transparencia las opiniones que muchos de los personajes expresan sobre ideas y principios como libertad, justicia, igualdad, o sus valoraciones sobre los problemas –o dilemas– que plantea la pareja de opuestos veracidad/mendacidad.

Así veremos cómo se desarrollan a lo largo del Laberinto las disensiones entre los anarquistas y los comunistas, ya desde Campo cerrado. Véase, por ejemplo, el diálogo entre Serrador y el comunista Espinosa, en parte II, capítulo 2. Y frente a ambos, la opinión del falangista Salomar, al final del mismo capítulo, para quien resulta imposible gobernar el mundo sentimentalmente, y que opone a la igualdad la jerarquía, y a la libertad, la disciplina, con un manifiesto desprecio de la fraternidad, sobre la que no cree que nadie se haya hecho nunca ilusiones.

Y contrástense estas opiniones de los personajes con las de su autor en 1949: «No es difícil discernir lo que preferiríamos: una vida donde se pudieran conjugar la libertad y la igualdad. Mas la historia reciente nos ha demostrado que, a lo que parece, son incompatibles por ahora».15

Por lo que respecta a las cuestiones en torno al problema de la verdad, ya planteadas por el personaje en crisis de Luis Álvarez Petreña en 1934, y la conculcación de esta en nombre de la eficacia, particularmente en la política, el personaje de Serrador se lo plantea en su encrucijada meditativa, por medio de un largo diálogo consigo mismo. Le preocupa especialmente la relación de ese dilema con lo que a él más le importa: la realización de la justicia, el acceso a un mundo justo. Por otra parte, ya se verá cómo las formas prácticas de la mentira, como la delación, que ya ocupa secuencias importantes en Campo cerrado, van a acentuar progresivamente su presencia en las novelas siguientes hasta dominar, en torno a la traición, todo el espacio novelesco de Campo del moro. Pero ya en Campo cerrado se lee esta afirmación del comunista Espinosa, que considera inútil el crimen de Serrador, asesinando a la delatora que ha causado la muerte de un compañero anarquista: «Siempre se es traidor de alguien. No iba a quedar nadie, a fuerza de emparejar». El hecho, bastante claro, de la creciente motivación de Aub como víctima personal de la delación y la traición, hace todavía más clarividente su postura no sectaria, que le distancia de las afirmaciones de Jean-Paul Sartre: «Cualquiera que sean las circunstancias, y en el lugar que sea, un hombre es siempre libre de escoger si será o no un traidor».16

El debate entre los derechos del individuo y los de la comunidad, entre la libertad y la justicia, entre la ética y la estética, se polariza en posiciones extremas que protagonizan en esta y otras novelas de Aub muchos de sus personajes. Por parte de su creador, es evidente que su formación particularmente rigurosa y su larga experiencia como hombre de partido hacen de él un hombre situado en la encrucijada de la ética y la estética. Mientras el Aub pensador en sus ensayos –y particularmente en «El falso dilema», que, en su propia opinión, es la síntesis de todos los demás– propone una solución que concilie en la praxis lo aparentemente inconciliable,17 en su obra literaria sus personajes se debaten sin alcanzar en ningún momento esa claridad de opción.

Otro de los problemas que a lo largo del Laberinto se van a plantear repetidas veces sus protagonistas intelectuales es el de su actitud frente a la realidad sociopolítica de su tiempo, y especialmente en los momentos de enfrentamiento bélico. Dentro del mundo en conflicto en el que los personajes del Laberinto se encuentran situados, el apoliticismo y la inhibición se nos ofrecen como absurdos, pero no por ello menos reales. Ya en Campo cerrado aparece, con el personaje de Lledó, el primero18 de una serie de intelectuales que, ante la tragedia, se inhiben, numantinamente instalados en una defensa de su visión, según la cual, para ellos no hay más política que la literaria. Es evidente que esta fue una de las preocupaciones dominantes entre los intelectuales durante la guerra, como lo demuestra la abundante presencia de personajes de este tipo en la literatura comprometida de estos años, en ambos bandos del conflicto.19 Pero los personajes aubianos no se limitan solo al estamento intelectual: las reacciones del pequeño burgués, del obrero, del rentista, frente a las cuestiones que para ellos plantea la política son objeto de enfrentadas manifestaciones en sus conversaciones. A lo largo de la segunda parte de la novela, este es uno de los motivos dominantes. Lo que parece evidente a todos ellos, como a su propio creador, es que en sus tiempos la política no tiene a la ética como fundamento de su praxis. Ahí se vuelve, de nuevo, al tema de la veracidad y la sinceridad. Y en cuanto a la efectividad en política, salvo los pacifistas, que son el objeto de las burlas en ambos bandos, todos parecen concordes en que en los tiempos que viven, lo que cuenta es la fuerza. El dilema entre la acción y la inactividad está resuelto apenas se plantea: no hay más camino hacia el poder que la acción. Y como dice el personaje anarquista González Cantos, compañero de Durruti: «Lo que importa en la lucha es ganar, como sea». El propio Serrador acaba esperándolo todo de un mundo de acciones heroicas, en el que se truecan los valores de los tiempos de paz, al extremo de escoger la violencia en lugar del trabajo como el camino hacia un mundo mejor, como predica el Anacoreta, uno de los personajes de esta novela.20

Otra cuestión dilemática, aparejada a la concepción del hombre como homo ludens, que se exalta al «jugársela», es la opción entre el fair play o el juego sucio en el combate, de la que ya en Campo cerrado tenemos ejemplos, aunque el más notable sea el que cierra la última parte, y que tiene como protagonista a un gigantón innominado a quien le parece juego sucio querer obtener información de un prisionero al que, de todas maneras, se va a ejecutar, y que opta por resolver el dilema expeditivamente.

En fin, sobre el papel de la revolución en la guerra, que tanto se plantearía en el bando republicano durante los años 36-38, ya hay alguna reflexión en Campo cerrado, y particularmente en la atinada observación de Walter, el suizo: «La revolución la deciden los jefes, la hace el pueblo, la consolida la burocracia». El personaje se refiere, por supuesto, a la nueva burocracia por ellos creada: «Sin eso, la burocracia acaba siempre merendando a los revolucionarios». A la luz de este fin de siglo, Walter parece optimista: a su aserto hoy nos parece que le sobra el «sin eso».

El lado sucio de la guerra se irá desarrollando en las sucesivas novelas del Laberinto. Aquí apenas se apuntan lo que serán blancos obsesivos del ciclo: la represión policial, la delación y la traición, las torturas físicas y morales, los padecimientos de la retaguardia inerme. Lo que no implica que, insistimos, el pacifismo sea visto, desde ambos lados, como «el más cruel de los engaños».21

Podría compararse la posición política del escritor, en su estrategia de motivaciones para la obra, con la que Kenneth Burke atribuía a Mannheim definiéndola como «documentary perspective on the subject of motives».22 En esa perspectiva, acepta no solo el desenmascaramiento –debunking– de los motivos burgueses, sino el contra-desenmascaramiento de ciertos motivos proletarios por parte de los burgueses, y que constituyen lo que la imaginación popular ha personificado en «el tío Paco con la rebaja». Hay que añadir que Aub transparenta una evidente simpatía por los motivos proletarios, aportando a ellos, de sus orígenes burgueses, el ideal de la libertad. Es este tercer frente socialista de alianza entre justicia y libertad el que representa Aub, y que caracteriza los aspectos políticos e históricos de su obra.

Queda una duda sobre la oportunidad de conceder tanto lugar a las cuestiones políticas en la obra literaria. Max Aub, consciente de esa objeción, que no es de ayer ni de hoy, ha querido salirle al paso con algunas observaciones pertinentes: «La política es poesía... el destino social de los hombres es materia tan trágica como la que más».23 Y en su carta ya citada a R. T. House explica: «Mientras el hombre ha podido creer que la libertad y la igualdad eran compatibles, ha escrito novelas. Cuando se ha convencido de la incompatibilidad se ha acogido al ensayo, que es, al fin y al cabo, una de las maneras de la propaganda. A nosotros, novelistas... solo nos queda dar cuenta de la hora en crónicas más o menos verídicas».24

3. Campo cerrado, ¿novela histórica?

Manuel Tuñón de Lara, en un breve trabajo publicado en 1972, enjuicia, desde su punto de vista de historiador, el conjunto de El laberinto mágico, y a esta obra aplica Tuñón, parafraseándolas, las palabras que anteriormente había dicho Aub de Pérez Galdós:

Si un día, por cataclismo o artes diabólicas, desapareciesen archivos, hemerotecas, documentos de lo que fue la tragedia española del 36 al 39, bastaría con el Laberinto mágico para que el recuerdo de aquello siga vivo. Y, al contrario, todos los archivos y hemerotecas, todos los pobres esfuerzos de quienes pretendemos consagrarnos a la historia, serán siempre insuficientes sin la aportación humana y multitudinaria aglutinada en obras como la de Max Aub.25

Esta afirmación puede parecer, a primera vista, discutible, puesto que, como vemos en Campo cerrado, y se seguirá viendo en las demás novelas y relatos que componen el vasto conjunto del Laberinto, aparecen personajes históricos, cierto, pero mezclados con una multitud de personajes imaginarios. Ahora bien, la realidad es que, por una parte, muchos de esos personajes no tienen de imaginario más que el nombre, y, por otra, los que son totalmente imaginarios cumplen funciones complementarias al designio global de la obra, que no es otro, como afirma el propio Aub, que dejar un fiel testimonio de la tragedia histórica vivida por los españoles de su tiempo, desde la perspectiva y los puntos de vista de los vencidos. En una de sus cartas, nos decía Aub en 1964 que «siempre procuré atenerme, para el background de los Campos, a la verdad de los hechos».26 Y nos parece que tiene absolutamente razón el historiador Tuñón cuando considera que, además de las obras que constituyen El laberinto mágico propiamente dicho, novelas como La calle de Valverde o Las buenas intenciones son otras tantas contribuciones indispensables para entender ese vasto e imperecedero fresco histórico logrado por Aub.

No vamos a entrar sino brevemente en la retórica discusión sobre atribuir o negar carácter de novela histórica a una obra como la de Aub, partiendo del criterio de que no se enfrenta, como solía ser exclusivo de la novela histórica del siglo XIX, a personajes y episodios de tiempos lejanos, sino a eventos y figuras de las cuales el propio autor es contemporáneo y, en ciertos casos, testigo. Parece evidente que no es la datación de los hechos un criterio distintivo, sino la voluntad del escritor de hibridar la Novela y la Historia no solo sin permitirse libertades con respecto a esta, sino con manifiesta intención testimonial, cronística. A ningún historiador, por cierto, se le ha negado el carácter histórico de su obra por dedicarla a hechos contemporáneos suyos. Y, por el contrario, no se puede acordar con la misma facilidad el carácter de históricas a las novelas en las que la invención del narrador es la nota dominante y la documentación subyacente, mínima. No hará falta señalar con el dedo alguna de las numerosas producciones que hoy se publican con notable éxito y que no por tratar de personajes históricos como el rey Boabdil o la reina Cleopatra podrían considerarse fuentes documentales para la historia de tales personajes, ni lo han pretendido, por cierto, sus autores. Quizás haya que recurrir a aclaraciones sanchopancescas, estilo «baciyelmo», para acordar los pareceres discordantes, y considerar una gama de textos que van de la historia apenas novelada a la novela apenas teñida de historia, pasando por todas las combinaciones intermedias.

En otros lugares hemos entrado en la discusión sobre la incompatibilidad entre novela –cuyo fundamento básico sería la ficcionalidad– e historiografía, que aspira a dar cuenta de la verdad histórica, a ser un correlato de «realidad objetiva verificable».27 Y llegábamos a la conclusión de que, al menos hasta el presente, todos los intentos de hacer Historia en forma de discurso narrativo, a la rigurosa luz de la epistemología, no resisten el examen de la supuesta cientificidad de su discurso. La distancia, pues, entre el discurso historiográfico, que no puede aspirar más que a presentar esbozos de explicación, y la novela histórica, cuya pretensión puede no pasar de lo estrictamente testimonial, aunque siempre apunten los intentos explicativos, se reduce a un mínimo que anula la supuesta incompatibilidad entre uno y otro discurso.28 Por la misma ocasión hemos intentado incluso una tipología de la novela histórica, partiendo de la teoría de los modelos de mundo, y proponiendo cuatro tipos de novela histórica. De los cuatro, la obra de Aub se acercaría más al segundo, es decir, un tipo de obra narrativa en el que la referencialidad apunta predominantemente a un modelo de mundo real y verificable, y, como apoyatura, a un modelo de mundo imaginario pero construido únicamente con efectos de realidad o, dicho más tradicionalmente, de manera que suscite en el lector una incondicionada impresión de verosimilitud, y que se produzca de tal manera que, en la lectura del texto, no se puedan apreciar las soldaduras entre los elementos –personas y hechos– que un historiador admitiría como de acuerdo con la verdad, y aquellos otros en que la imaginación del autor ha intervenido, y que solo el historiador profesional sería capaz de detectar como no histórico. La posibilidad de que la soldadura entre lo estrictamente verificable y lo parcialmente o enteramente imaginado fuese percibida por el lector se la planteó el propio Max Aub, como queda constancia en las llamadas páginas azules de Campo de los almendros. Y apostó, razonablemente, por que esas soldaduras, evidentes no solo para los historiadores sino para sus compañeros de generación y sus contemporáneos, se fueran difuminando con el tiempo, como ha venido sucediendo en las sucesivas generaciones de lectores de novelas históricas como La guerra y la paz de Tolstoi.

En suma, de que sea legítimo considerar Campo cerrado como novela histórica, no nos cabe la menor duda. Hasta el extremo –que hemos señalado en una de nuestras notas al texto– de que alguna secuencia de la obra ha sido utilizada por el propio Tuñón de Lara en una obra de carácter estrictamente histórico.29

Pero tampoco nos engañemos, El laberinto mágico no es una vasta obra en clave, en la que cada personaje correspondería a una persona real, de la que sería vivo reflejo o pintado retrato. Algún estudioso de Aub ha intentado, sin éxito, localizar en el pueblo de Viver de las Aguas a todos y cada uno de los personajes y personajillos que por el primer capítulo aparecen, como se verá en las anotaciones al texto. Los lugares resultan estar reproducidos con fidelidad, como las instituciones, los usos y costumbres. En cambio, pocos de los personajes han resultado tener un modelo en la realidad local de aquellos años. Los supervivientes con recuerdos de la época han podido dar pistas sobre el tipo del tartanero –el padre de Serrador– y poco más. Y sin mucho fundamento, podría pensarse que la vida de uno de los muy numerosos hijos de este tartanero de Viver dio pie a la creación del propio Serrador. Cabe, evidentemente, tener en cuenta el fenómeno de la desmemoria, que acaba por borrar a toda una multitud de gentes sin historia del recuerdo de los supervivientes. Y en ese sentido podríamos lícitamente interpretar su presencia en la novela como una variante del homenaje «al soldado desconocido». Pero sin duda este personaje sin importancia que protagoniza la entrada en ese Laberinto mágico, y que dejará su vida en el primer tranco, es, como Jean Valjean, el personaje de Los miserables de Victor Hugo, esa novela en la que Aub afirmaba haber aprendido a leer, una víctima inconsciente del determinismo social, que se despierta poco a poco a la condición humana, pero que acaba por asumirla únicamente en su hora trágicamente final.

En fin, no cabe dudar tampoco de la modestia con que el autor contemplaba la utilidad de su labor, que comparaba con «la de ciertos clérigos o amanuenses en los albores de las nacionalidades: dar cuenta de los sucesos y recoger cantares de gesta».30

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