Kitabı oku: «Seguimos siendo culpables», sayfa 2

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Las culpas a liquidar

El texto legislativo se compone de un total de 89 artículos, más preámbulo y disposiciones finales, divididos en cuatro títulos. El primero de estos títulos recoge la declaración y causas para incurrir en responsabilidad política –las culpas a liquidar–, así como las sanciones con que estas se penan.

Las perversiones jurídicas comenzaban ya desde el primer artículo: la responsabilidad política se declaraba con retroactividad hasta el 1 de octubre de 1934. Se superaba así el Decreto 108, que hacía alusión a las elecciones de febrero de 1936. Retrotraer las culpas a octubre de 1934 no es baladí, sino que su elección está directamente relacionada con el carácter legitimador de esta ley: tiene un carácter simbólico como referente ideológico de la derecha reaccionaria.20

Además, este primer artículo contemplaba ya otros de los vicios posteriormente repetidos a la hora de señalar las causas de responsabilidad. No se entiende únicamente como culpables a aquellos que participan activamente, sino también a los que «contribuyen» o se oponen «con pasividad grave». A la ambigüedad del vocabulario se suma la ampliación del límite de qué era lo condenable, considerándose como tal las omisiones.

La responsabilidad superaba al individuo para extenderse también a personas jurídicas. En concreto, a un nutrido grupo de «partidos y agrupaciones políticas y sociales» que quedaban «fuera de la ley» y que sufrirían «la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la pérdida total de sus bienes». En un largo listado aparecían partidos, sindicatos y organizaciones que habían participado en la vida política, social y cultural durante la Segunda República y la Guerra Civil en retaguardia. A estos se añadían las «Logias masónicas» y se dejaba la puerta abierta a futuras incorporaciones. En este aspecto no se emprendía nada nuevo: en el mismo articulado se recoge explícitamente que se estaba ratificando lo declarado en el ya citado Decreto 108 y se confirmaban las incautaciones derivadas de este.21

Tras la declaración de la responsabilidad, el artículo cuarto recoge las diecisiete causas por las cuales las personas eran consideradas responsables políticas y, por tanto, sujetas a sanciones. La primera de ellas, recogida en el apartado a, implicaba una duplicidad judicial que conculcaba sistemáticamente el principio jurídico non bis in idem, consistente en la prohibición de que un mismo hecho resulte sancionado más de una vez:22

Haber sido o ser condenado por la jurisdicción militar por alguno de los delitos de rebelión, adhesión, auxilio, provocación, inducción o excitación a la misma, o por los de traición en virtud de causa criminal seguida con motivo del Glorioso Movimiento Nacional.

Así, una primera condena implicaba directamente una segunda por los mismos hechos en base al primer fallo, con otra gama de sentencias: una incriminación múltiple.23 De hecho, como se verá posteriormente, la apertura de un expediente en virtud de esta resolución condenatoria anterior implicaba una vía del procedimiento en la que no se investigaban los hechos ya condenados, sino que directamente se centraba en las diligencias necesarias para establecer la sanción económica.

Las restantes dieciséis causas se extienden desde el apartado b al p. Entre los responsables políticos se encuentran los dirigentes de partidos, agrupaciones y asociaciones. También convocantes, altos cargos, candidatos, apoderados, interventores o afiliados (en teoría no los afiliados a sindicatos) en las elecciones de 1936. O personas que hubieran desempeñado misiones «de calificada confianza» por nombramiento del Frente Popular, un gran protagonista en los supuestos de responsabilidad. Tampoco se olvida a la masonería. A todos estos responsables se sumaban otros tantos que habían permanecido en el extranjero durante la guerra, contemplándose circunstancias y/o plazos muy delimitados; que se habían «opuesto de manera activa al Movimiento Nacional»; que habían «realizado cualesquiera otros actos encaminados a fomentar con eficacia la situación anárquica en que se encontraba España» o que habían «excitado o inducido» por cualquier medio (también de palabra, véanse las posibilidades de denuncias en estos casos) los desdibujados hechos y cargos recogidos en otros supuestos.

Al final, se contempla un abanico tan amplio y difuso de supuestos que casi cualquiera podía verse encausado. Son supuestos caracterizados en su mayoría por la indeterminación, la ambigüedad y la vaguedad a la hora de encausar y, por el contrario, la precisión más absoluta a la hora de eximir. No se tiene en cuenta la voluntariedad o involuntariedad –huelga decir que tampoco las circunstancias excepcionales que genera un conflicto bélico– y se juzgan tanto actos concretos como omisiones o pasividad grave. Esta pretendida ambigüedad permitía que un gran número de personas cupiesen en el centro de la diana y dejaba mucho espacio a la valoración subjetiva. Este amplio espacio de interpretación ni era casual, ni un defecto jurídico, sino un efecto buscado que dejaba a la dictadura la capacidad de regular la intensidad de la represión atendiendo a criterios políticos.24 Por su parte, se dejaba mucho margen de maniobra a unos tribunales con un marcado perfil político.

Además, las culpas a liquidar se refieren a acciones anteriores al momento en el que se promulga la ley, continuándose la retroactividad contemplada en el artículo primero explícitamente. Se vulnera así otro principio jurídico según el cual para que una conducta sea calificada como delito debe estar establecida como tal con anterioridad a su realización. Es la máxima nullum crimen sine lege o nullum crimen, nulla poena sine praevia lege que, en cierto sentido, es un fundamento de irretroactividad. La Ley de Responsabilidades Políticas está en las antípodas de esta máxima jurídica. Aún más: lo que se condena conforma un «verdadero catálogo de pecados democráticos».25

Las causas de responsabilidad son un inventario de actitudes y actuaciones legales, legítimas y normalizadas en el momento en que se produjeron, tras lo cual subyace la búsqueda de legitimación. En palabras de Manuel Álvaro: «se creó un instrumento legal que permitía considerar delictivos hechos que en el momento de producirse estaban revestidos de la más absoluta legalidad e, insistimos de nuevo, legitimidad moral y política».26 Por ello, este autor define la ley como «un entramado seudojurídico que pretende legitimar lo que simple y llanamente es una dura depuración política e ideológica que buscaba eliminar de cuajo cualquier rastro de disidencia en la sociedad española».27

La amplitud de la diana continuaba en las circunstancias modificativas contempladas. Aunque siempre dejando margen a la interpretación, las circunstancias eximentes y atenuantes son descritas con mayor precisión y minuciosidad. La exención se limitaba a los menores de 14 años y a aquellos que acreditasen haber prestado «servicios extraordinarios al Movimiento Nacional». Esto es, una fidelidad/adhesión absoluta y demostrable con papeles, honores o marcas físicas. Únicamente se dejaba la puerta abierta –«al prudente arbitrio de los Tribunales»– en un caso: «el arrepentimiento público», anterior al golpe de estado y seguido de «adhesión y colaboración».28

Las circunstancias atenuantes continúan, en la misma línea, atendiendo a la edad y a los «servicios prestados», con especial atención a la participación en la contienda bélica. Por un lado, mitigaba la condena ser menor de 18 años. Por su parte, se contemplaba a aquellos adeptos cuyos «servicios» no hubiesen sido tan reseñables: «eficaces» en vez de «extraordinarios».29

Por el contrario, además de reservar un lugar especial a la masonería, la responsabilidad se agravaba siguiendo un criterio tan difícilmente mesurable como la supuesta relevancia de la persona en su entorno:

… se tendrá en cuenta para agravar la responsabilidad del inculpado su consideración social, cultural, administrativa o política cuando por ella pueda ser estimado como elemento director o prestigioso en la vida nacional, provincial o local, dentro de su respectiva actividad.30

Para determinadas figuras en los pueblos, esto podía implicar una condena. Aunque no se explicita claramente, ello quedaba «al prudente arbitrio de los Tribunales».

Las sanciones

Las sanciones podían ser de tres tipos, con gradaciones o variantes en cada caso. El primer grupo se refiere a las penas restrictivas de la actividad, con inhabilitación para ejercer cargos públicos o profesiones. Esta inhabilitación podía ser absoluta, para todo tipo de cargos, o especial, circunscrita a un cargo o profesión concretos. El segundo grupo atiende a las penas limitativas de la libertad de residencia, que en ningún caso implican privación de libertad –no imponía penas de reclusión o prisión–. La diferencia entre estas sanciones que limitaban la residencia está relacionada fundamentalmente con la distancia y el lugar donde se cumple.31

Cuando los responsables políticos hubiesen sido condenados por la justicia militar, únicamente se les podrían imponer las sanciones del tercer grupo: las económicas. Hacían referencia a la pérdida total de bienes, al pago de una cantidad fija o a la pérdida de determinados bienes.32 En realidad, las dos últimas podían implicar la primera cuando la voluntad represiva o ejemplarizante llevase a imponer multas situadas por encima de las posibilidades de los encausados.33 Además, para casos que «revistan caracteres de gravedad extraordinaria» –o, como señala el preámbulo, para «los que no merecen seguir siendo españoles»– se podía proponer la pérdida de la nacionalidad española.34

Estas sanciones previstas implicaban un alto grado de privación y restricción, desvirtuándose el supuesto carácter no penal de la ley.35 En caso de llegar a conjugarse las tres en alguno de sus grados, o incluso sin producirse este extremo, conllevaban una muerte civil para el encausado: la exclusión y marginación de la persona penada.36 Podía verse privada de todos o una parte de sus bienes, ser inhabilitada para ejercer su profesión y ser obligada a residir fuera de su localidad de origen o de vecindad. En este sentido, se le imponía aislarse, desvincularse de sus espacios de referencia, alejarse de posibles redes de ayuda familiares, vecinales o de amistad.

En consonancia con su objetivo económico, el texto legislativo no otorga la misma importancia a los tres grupos o tipos de sanciones, observándose diferencias esenciales entre las económicas y las no económicas. Primera: solo las sanciones económicas debían imponerse siempre. Por el contrario, a las penas relacionadas con la actividad y la residencia se les da un carácter complementario y se conciben en términos de seguridad:

… en aquellos casos en que se deba prevenir el peligro dimanante de posibles actuaciones futuras de los inculpados, [las sanciones económicas] podrán ir acompañadas de otras, que, en rigor, tienen el carácter de medidas de seguridad.37

Segunda: las penas no económicas variarían su dureza y se alargarían en función de la calificación de los hechos por parte del Tribunal Regional, dando la ley unos parámetros básicos. Sin embargo, para las penas económicas no había límite temporal: eran imprescriptibles. Y para fijarlas no se debía prestar únicamente atención a la «gravedad de los hechos apreciados», sino, esencialmente, a factores como «la posición económica y social del responsable y las cargas familiares que legalmente esté obligado a sostener».38 Tercera: las sanciones económicas eran transmisibles a los herederos, perdiendo su carácter personal y extendiendo la responsabilidad.39

Una jurisdicción ad hoc

La Ley de Responsabilidades Políticas creó todo un sistema judicial propio, una jurisdicción especial ad hoc para aplicar una ley especial y excepcional. El segundo título del texto legislativo está dedicado a esta jurisdicción especial encargada de aplicar en exclusiva la ley y a delimitar sus características, composición y competencias.

En el vértice se situaba el Tribunal Nacional,40 dependiente de Vicepresidencia de Gobierno –y no de Justicia–. Su personal titular estaba integrado por cuatro personas, un presidente y tres vocales «de libre nombramiento del Gobierno». Los vocales –y sus suplentes– serían un miembro del ejército, otro del partido y un tercero de la magistratura. El cuarto miembro titular era el presidente, figura sobre la que el texto legislativo no estipulaba condiciones o características para desempeñarla. No obstante, quienes desempeñaron este cargo sí parecen ajustarse a un determinado perfil político e ideológico y se mantenía el equilibrio entre las tres «familias».41

Sus atribuciones son acordes con su carácter de instancia superior: dirimir posibles conflictos de competencias o resolver dudas y dictar instrucciones para la unidad de criterios. En este sentido, debía también cumplir una función de control y de castigo: dirigir e inspeccionar la actuación del resto de organismos competentes y «corregir disciplinariamente». En tercer lugar, podía proponer la creación de nuevos tribunales regionales y/o juzgados instructores provinciales. Y, finalmente, cuando el fallo de las causas por los tribunales regionales no se hiciese por unanimidad o el inculpado –o herederos– interpusiese recurso de alzada, la resolución definitiva sería dictada por el Tribunal Nacional.42

La cúspide a nivel territorial eran los tribunales regionales.43 Se crearon en total dieciocho: uno por cada capital de provincia en que hubiese Audiencia Territorial, a los que se sumaban otros tres radicados en Bilbao, Ceuta y Melilla. Estaban compuestos, además de por los suplentes, por un presidente –militar– y dos vocales: un funcionario de la carrera judicial y un militante de FET JONS44 que fuese abogado. Todos ellos eran nombrados por la Vicepresidencia del Gobierno según las propuestas realizadas respectivamente por el Ministerio de Defensa, el Ministerio de Justicia y el Secretariado de FET JONS. Cada tribunal regional contaría también con un secretario y su suplente, nombrados nuevamente por la Vicepresidencia del Gobierno a propuesta del Ministerio de Justicia.

En los tribunales regionales comenzaban y se resolvían los procedimientos por responsabilidad política. Les competía ordenar la formación de expedientes, así como remitir los testimonios recibidos de la jurisdicción militar en el caso de las sentencias condenatorias por delitos de rebelión militar. Tras concluir la instrucción de las causas debían dictar «sentencia motivada», bien absolviendo o bien condenando; en este último caso, estipulando las correspondientes sanciones. Una vez emitido el fallo, debían velar por la ejecución de la sentencia. Como vértice a nivel territorial, atendían también las consultas y cumplían con funciones de vigilancia y control para la correcta y rápida aplicación de la ley.

Bajo la autoridad de los tribunales regionales se encontraban los juzgados instructores provinciales.45 Eran los encargados de instruir los expedientes. De entrada, debía haber uno por cada capital de provincia, más otros tres en Bilbao, Ceuta y Melilla. No obstante, pronto fueron un número insuficiente y, tras peticiones de varios tribunales regionales, se crearon nueve juzgados más que se sumaron a los 52 ya existentes.46 Cada uno estaba formado por un juez instructor y su secretario, ambos militares propuestos por el Ministerio de Defensa y nombrados por la Vicepresidencia del Gobierno. Los jueces debían ser militares con titulación de abogados, aunque posteriormente y de forma transitoria se rebajaron los requisitos ante la escasez de personal.47

La ley de febrero de 1939 creó otro tipo de órganos, distintos pero complementarios a los anteriores, que se ocupaban de todo lo relacionado con la ejecución y efectividad de las sanciones económicas. La conformación de un entramado encargado únicamente de la parte económica de la ley puede dar idea de la importancia conferida al expolio y la recaudación.

El órgano superior de esta vertiente es la Jefatura Superior Administrativa.48 El responsable era el mismo presidente del Tribunal Nacional y el resto del personal era designado por el Gobierno o por la Vicepresidencia del Gobierno. Se explicita que su elección se realizará «libremente» o no se indica que fuese propuesto por mediación de ningún otro ministerio o institución. En definitiva, el vértice administrativo –y de control de los beneficios– estaba bien atado desde el propio Gobierno y la Vicepresidencia. Sus funciones tienen que ver con el inventariado, ocupación, administración –enajenar, embargar, vender–, etc., de los bienes. Organizaba un Registro Central de Responsables Políticos y se ocupaba de la «cuenta especial», donde se ingresaban los diferentes réditos que se obtenían. Como órgano superior, se encargaba también de evacuar las consultas.

A cada uno de los tribunales regionales le correspondía un juzgado civil especial.49 Tras la orden del correspondiente tribunal regional se ocupaban de incoar la pieza separada para hacer efectivas las sanciones económicas que no se hubiesen pagado en plazo. Debían formar inventario, practicar las medidas precautorias y embargos necesarios, sustanciarlas y fallarlas, y realizar las ventas de los bienes que les ordenase enajenar la Jefatura Superior Administrativa. Finalmente, se crearon salas especiales en las audiencias territoriales.50 Les correspondía estudiar y valorar las apelaciones que se pudieran presentar en el proceso de resolución de las piezas separadas por parte de los juzgados civiles especiales.

Es evidente el marcado perfil excepcional y político de todo este entramado creado ex profeso. Por ejemplo, las nuevas instancias no dependían del Ministerio de Justicia, sino de Vicepresidencia del Gobierno. El resultado es previsible: una estructura controlada y dependiente cuyos miembros eran escogidos entre los más adictos y afines. Cualquier veleidad de independencia e imparcialidad en la práctica judicial encajan difícilmente con este modus operandi en las designaciones. A este respecto, Nacho Moreno indica que

Los nombramientos de dichas autoridades no fueron casuales, sino que en la mayor parte de ellas habían dado muestras de adhesión a la causa de los militares sublevados, pertenecían a las élites locales o provinciales, o a las redes de clientelismo consolidadas desde hacía años que ni siquiera la República había conseguido alterar. Junto a ellos, encontramos a militares, derechistas y algunos falangistas, a la vez que a hombres de la carrera judicial que tuvieron ocasión de labrarse un futuro político y profesional que de otra forma quizá hubiera sido imposible.51

Este autor ha estudiado los perfiles profesionales, políticos y socioeconómicos de quienes ocuparon las altas instancias de la represión económica en Aragón entre 1936 y 1942 –Incautación de Bienes y Responsabilidades Políticas–. Concluye que el desempeño de estos cargos puede verse como «una recompensa a los servicios prestados a favor del bando sublevado»: habían tomado partido y habían sido parte activa durante la Guerra Civil y por ello fueron recompensados. Además, estos puestos sirvieron de «palanca para el ascenso profesional», así como para tejer, si no existían previamente, relaciones de amistad y clientelismo entre ellos y/o con otras personas influyentes.52

Además, a estos tribunales nítidamente políticos les correspondía aplicar una ley que les dejaba un amplio arbitrio judicial a la hora, por ejemplo, de calificar los hechos y determinar las penas.53

Pero no todas las élites estuvieron igualmente representadas. Es cierto que se optó por una composición mixta de los tribunales en la que estuvieran representados los sectores o «familias» que, desde antes de la aprobación de la ley, pugnaban por el control de la jurisdicción –la composición de los tribunales fue un núcleo duro del debate previo–. Sin embargo, el peso que la ley atribuye a cada facción no es el mismo, ya que la preeminencia de los militares es evidente en la aplicación de esta.54 Como se incidirá en páginas posteriores, son los más representados proporcionalmente y ocupan los puestos clave del entramado represivo a nivel territorial. De esta forma, la Ley de Responsabilidades Políticas implicaba que los militares iban a juzgar y condenar comportamientos estrictamente políticos, que además eran legales cuando se produjeron.

Por su parte, la presencia de profesionales de la judicatura buscaba introducir, además del equilibrio entre los distintos sectores, un aura de normalidad dentro de los tribunales especiales.55 Igualmente, aunque hasta la entrada en vigor de la reforma la aplicación de la ley no recaía sobre la justicia ordinaria, la jurisdicción especial ya implicó detracción de personal. En números, suponía que un 9,5 % de la carrera judicial se vio apartado de la justicia ordinaria, la mayoría magistrados. De hecho, una quinta parte de esta categoría profesional, un 20 %, se dedicó a las responsabilidades políticas entre 1939 y 1942.56

Un baile de pasos cortos: el procedimiento

El tercer título de la ley, el más largo, condensa toda la parte procesal: los pasos desde la iniciativa hasta el fallo y su ejecución. La larga lista de encausados potenciales se conjugaba con las amplias posibilidades que ofrecía el texto legislativo a la hora de iniciar un procedimiento. Podía iniciarse por sentencia previa condenatoria de la justicia militar, por «denuncia escrita y firmada de cualquier persona natural o jurídica» y por «propia iniciativa» o por comunicación de «cualesquiera Autoridades Militares o Civiles, Agentes de Policía y Comandantes de Puesto de la Guardia Civil».57

El motivo de inicio marca el resto del encausamiento, lo que permite hablar de dos vías del procedimiento. Cuando hay condena previa por delitos de rebelión –es decir, cuando el encausado está ya incurso en el apartado a del artículo cuarto–, los trámites varían, se simplifican. De entrada, en estos casos, el Tribunal Regional únicamente cumple un papel de intermediario: recibe las copias de las sentencias militares y las remite a los juzgados instructores. Sin embargo, cuando el expediente era iniciado por los restantes motivos, sí debía valorarse la conveniencia o no de incoar, y, en consecuencia, ordenar la formación de expediente o el archivo de la causa.

Una vez recibido el testimonio de sentencia o la orden de proceder con la documentación aneja, llegaba el turno del juez instructor. Para instruir las causas, debía llevar a cabo básicamente tres diligencias en el plazo máximo de un mes.58 Primera: enviar a los boletines oficiales un anuncio de incoación de expediente. Segunda: recabar informes de las autoridades locales del lugar de residencia del encausado.59 Debían emitirse en un plazo de cinco días y contener dos tipos de informaciones: sus antecedentes políticos y sociales anteriores y posteriores al golpe de estado del 18 de julio de 1936, especialmente aquellos a los que hiciese referencia la denuncia, y sus bienes conocidos.

Tercera: citar al inculpado para que compareciese en el plazo de cinco días. Si no lo hacía, proseguía igualmente la tramitación del expediente «sin más citarle ni oírle». En esta comparecencia, el juez le leía los cargos y el encartado podía contestar y defenderse. Posteriormente, tenía también un plazo de cinco días para aportar pruebas a su favor: documentos, testigos o mediante un escrito.

Finalizada la declaración, el juez le hacía cinco prevenciones. Las dos primeras estaban relacionadas con la restricción de su libertad de movimientos. Las restantes abrían un nuevo plazo en estrecha connivencia con el objetivo económico de la ley: se disponía de ocho días para presentar una relación jurada de bienes y deudas, incluyéndose al cónyuge si lo había. La ausencia o el fallecimiento del encartado no eximía de la presentación de esta relación jurada de bienes. Entonces, recaía sobre los herederos.

Debe tenerse en cuenta que, desde la firma de las prevenciones, el encartado ya no podía «realizar actos de disposición de bienes». Quedaba todo intervenido. Por ello, la ley reservaba también espacio a las posibles actuaciones relacionadas con los bienes de los inculpados. Se les podía autorizar para «disponer mensualmente de una pensión alimenticia». Esto no venía estipulado por ley, sino que quedaban a merced de los organismos territoriales. Y bajo amenaza: por ejemplo, si solicitaban efectivo para hacer frente al pago de una contribución, pero no justificaban esta en cinco días, se les denegaba en los meses siguientes la pensión alimenticia hasta cubrir la cantidad de la que se había dispuesto. Por su parte, si disponían de un negocio, se nombraba un interventor que lo controlara, que podía cobrar como máximo diez pesetas diarias por ello a cuenta del negocio intervenido.

En definitiva, vivían literalmente embargados, sin poder disponer de sus propios medios de vida y expuestos a posibles corruptelas y apropiaciones. En caso de que se detectara que trataban de ocultar sus bienes, o simplemente si estos suponían una elevada cuantía y «se estimase conveniente», el juez «podía adoptar las medidas precautorias que considere precisas y urgentes». Además, informaba rápidamente al Tribunal Regional y este ordenaba la formación de una pieza separada de embargo sin esperar al fallo del expediente.60

Las actuaciones de los juzgados instructores también variaban cuando mediaba una condena previa de la jurisdicción militar, basándose en que el encartado ya incurría en responsabilidad política. Venían condenados de antemano y por ende el juez instructor «se abstendrá de investigar los hechos prejuzgados en la sentencia firme de la Jurisdicción Militar».61 Cuando los encartados provienen de la jurisdicción militar, las únicas tramitaciones que el juez realiza están encaminadas a rastrear y controlar la existencia de bienes. Por ejemplo, los informes de las autoridades deben incluir únicamente referencias relativas a sus bienes. Por el contrario, en los restantes casos debía –en teoría– recabar pruebas para comprobar los hechos atribuidos en la denuncia y en los informes de las autoridades. También debía comprobar las pruebas de descargo, salvo aquellas que directamente rechazase por considerarlas «inútiles o improcedentes».

Cuando concluía la instrucción de la causa, el juez debía elaborar un «resumen metódico» que incluyese todas las pruebas practicadas, así como su «parecer» sobre la responsabilidad y las posibles circunstancias modificativas del encartado. No tenía carácter de sentencia o decisión judicial oficial, ni era vinculante. Sin embargo, pudo ser la base de las sentencias.62 Este documento, junto al resto del expediente, se remitía al Tribunal Regional para que este resolviese. Desde ese momento, se iniciaba otro baile de fechas hasta el fallo de la causa, dándole tres días para que el encartado o sus herederos se informaran para presentar un escrito de defensa, contando con dos días más si deseaban hacerlo.

Tras la resolución del Tribunal Regional, dos circunstancias podían todavía frenar la ejecución de la sentencia: que la sentencia dictada no se hubiese acordado por unanimidad o que el encartado o sus herederos hubiesen interpuesto, en un plazo de cinco días tras la notificación, un recurso de alzada. En ambos casos, el expediente se elevaba al Tribunal Nacional para su resolución definitiva.

El recurso de alzada solo se podía fundar en dos supuestos: vicio de nulidad del procedimiento o por denegación de alguna diligencia de prueba que hubiese tenido como consecuencia una evidente indefensión o injusticia notoria en el fallo. Elevado al Tribunal Nacional, este debía dictar resolución definitiva en el plazo de veinte días. El propio texto legislativo disuadía de presentarlo, pues el Tribunal Nacional podía, si consideraba temerario el recurso, «imponer al que lo interpuso una multa hasta del diez por ciento del importe que represente la sanción económica».63

Una vez que la sentencia fuese firme, se debían llevar a cabo las actuaciones necesarias para ejecutarla. En caso de absolución, la resolución se publicaba en los boletines oficiales. Si el fallo era condenatorio, el baile de días y posibilidades continuaba, pero siempre enfocado a un mismo paso final: el pago de la multa impuesta. El capítulo de la ley relativo a la ejecución del fallo está dedicado casi en su totalidad al cumplimiento de la pena económica. Asimismo, los dos siguientes capítulos –los últimos de la ley– se refieren también a cuestiones en torno a esta sanción: la pieza separada, las reclamaciones de terceros y la retroacción del fallo.64

La notificación de la sentencia condenatoria se realizaba en el propio domicilio del inculpado. Si era desconocido, se colgaba en los estrados del Tribunal Regional. Pasados veinte días, podía dictar lo necesario para llevar a efecto las posibles sanciones relativas a la limitación de la libertad de residencia. También en apenas veinte días se debía abonar el montante, es decir, hacer efectiva la sanción. No obstante, la ley recogía la posibilidad de que los tribunales regionales concediesen el pago a plazos cuando pudiesen aportar garantías suficientes. Para ello, el encartado debía solicitarlo y entregar una cantidad en efectivo en los primeros tres meses. El resto se repartía en plazos, sin sobrepasar el límite de cuatro años.65

Cuando el condenado hacía efectiva la sanción impuesta, se publicaba un anuncio en los boletines oficiales haciendo constar que por haberla satisfecho había recuperado la plena disposición de sus bienes. Si pasados veinte días no había pagado la multa ni había solicitado el pago aplazado, otra nueva maquinaria se ponía en marcha –si no había comenzado ya–: el Tribunal Regional ordenaba al juez civil especial que procediese con todas las medidas y embargos necesarios para el cobro. Se iniciaba entonces la pieza separada para la efectividad de la sanción económica.66

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9788491348252
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