Kitabı oku: «Apocalipsis», sayfa 12
Filadelfia era una iglesia hermosa, y preanunciaba una era hermosa en la experiencia permanente de la iglesia. (Vamos a referirnos a la “puerta abierta” en nuestra siguiente sección.)
Después de que John Wesley sintió que su corazón “se reconfortaba extrañamente”, algo extraordinario ocurrió en su ministerio, y grandes multitudes se sintieron atraídas por sus mensajes. En su mayoría, pero no en su totalidad, se trataba de la gente menos afortunada de esos días aciagos: los rudos, los ignorantes, los alcohólicos, acerca de los cuales hablábamos en la página 127. Los pastores que disponían de templos lo suficientemente grandes como para albergar a esas multitudes, sin embargo las despreciaban, de manera que Wesley se fue a predicarles al aire libre. Les predicaba en los días de semana a la salida del sol, antes de que la gente se fuera a trabajar. Animaba a sus oyentes y a sus familiares a que concurrieran a las reuniones regulares de la Iglesia de Inglaterra, pero al mismo tiempo los organizó en sociedades, como los grupos de oración de los pietistas.
George Whitefield, un íntimo amigo de John Wesley, también atraía la profunda atención de vastos auditorios con sus mensajes. Y el hermano de John, Charles Wesley, escribió cientos de himnos. “Cariñoso Salvador” y “se oye un canto en alta esfera” son dos de los más famosos de ellos.
En Inglaterra, como resultado de esta obra se produjo un cambio tan profundo, que ha recibido el nombre de “el despertar evangélico”. Se concretó en la formación de la Iglesia Metodista, que cuenta actualmente con varios millones de miembros en todo el mundo. La predicación de George Whitefield contribuyó en gran medida al gran despertar producido en Nueva Inglaterra (1740), que contribuyó a reavivar espiritualmente a las iglesias congregacionalistas y presbiterianas, y condujo a la formación de la Iglesia Bautista, que, como los metodistas, cuenta con una vasta feligresía mundial.
Mientras el despertar evangélico proseguía en Inglaterra, otro despertar se produjo un poco más tarde, en ese siglo, en los Estados Unidos, y otro aún mayor a comienzos del siglo XIX. En efecto, esa época fue prodigiosa para la evangelización de las ciudades, los pueblos y los bosques de esa nueva nación. Un resurgimiento de la piedad se produjo en la católica Francia, ya que los cristianos de allí reaccionaron en contra del ateísmo generado en la Revolución Francesa.
La era de los reavivamientos religiosos produjo un magnífico despertar de las empresas misioneras cristianas. Los cristianos de Inglaterra, por ejemplo, decidieron sacar el mayor provecho posible de la expansión del naciente Imperio Británico, para enseñar la salvación en Cristo donde los cañones británicos hablaban de imperialismo.
Se cuenta que en 1785 había solo veinte misiones protestantes en el mundo, la mitad de las cuales estaba a cargo del pequeño grupo de los moravos. Entonces William Carey, zapatero y pastor laico bautista, escuchó el llamado de Dios. Antes de salir de Inglaterra rumbo a la India en 1793, Carey colaboró en la organización de la Sociedad Misionera Bautista, que procedió a conseguir dinero y a seleccionar a otras personas para enviarlas también como misioneros. Tres años más tarde, se organizó la Sociedad Misionera Interiglesias de Londres, y al cabo de dos años se estableció otra sociedad similar en Holanda; después otra en Berlín, y en 1810 se fundó en los Estados Unidos la Junta Norteamericana de Comisionados para las Misiones al Extranjero. Y así sucesivamente, hasta que llegó a haber docenas de sociedades misioneras protestantes. En 1804, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera surgió a la existencia para ayudar a proporcionar ejemplares y porciones de las Escrituras a bajo costo, en los nuevos idiomas en que los misioneros las necesitaban. Después se fundaron otras sociedades similares tanto en Europa como en las Américas.
Las misiones ubicadas en los países de ultramar de ninguna manera agotaron las energías producidas por el despertar de “Filadelfia”. “La religión es un elemento que mientras más lo exportamos más nos queda en casa”, decía un cristiano en los Estados Unidos a comienzos del siglo XIX.64
Comenzó también un nuevo interés en los niños. Robert Raikes comenzó en Inglaterra con una actividad denominada “escuela dominical”, que benefició a millones de niños en Europa y en los Estados Unidos. George Müller fundó un orfanato en 1832, que se desarrolló hasta albergar a dos mil huérfanos; y era uno de tantos. William Wilferforce logró que la esclavitud fuera declarada ilegal en el Imperio Británico en 1833; otros cristianos lucharon por su abolición en los Estados Unidos. Surgieron cientos de escuelas y colegios vinculados con distintas iglesias. Aparecieron muchísimas sociedades y asociaciones cristianas con la mira de lograr que la gente fuera más feliz. La mayor parte de esos grandes proyectos estaban sostenidos por diferentes iglesias, su personal era mayormente laico, y estos apoyaban con entusiasmo esas empresas.
Fue una era de colaboración por parte de todas las iglesias, y de notable entusiasmo y abnegación. Todo esto estaba vinculado con una creencia devocional en Cristo como Salvador personal de cada cual. Es perfectamente correcto que demos a este período el nombre de Filadelfia.
Y todavía no hemos dicho nada del tremendo nuevo interés en las profecías de las Escrituras que se manifestó en muchas iglesias durante esta época extraordinaria. Dios había prometido a Daniel que en el “tiempo del fin”, cuando terminaron los 1.260 días-años, su libro sería abierto. (Véase Daniel 12:4.) Reservaremos el estudio de este asunto cuando comentemos los capítulos 11 y 14 del Apocalipsis.
7. Laodicea, 1844-.
Pero ahora enfrentamos una desilusión. Después de la etapa de Filadelfia viene Laodicea. La belleza del amor fraternal queda desplazada por la tibieza y el engreimiento. Durante el período de Filadelfia, Jesús declaró: “Pronto vendré” (Apoc. 3:11). Jesús viene pronto; pero a pesar de su promesa, su iglesia se aparta de él.
Nada se dice aquí ni directa ni indirectamente acerca de las doctrinas de Laodicea. El problema que Cristo decide enfocar es más fundamental: es una actitud profundamente arraigada. La iglesia de Laodicea es apática; y está contenta de serlo. Realiza sus buenas obras a medias, y se contenta con una experiencia religiosa que parece espiritual, pero que virtualmente está vacía de Cristo.
Ya hemos visto que en cualquier época algunos cristianos –y a veces congregaciones enteras– pueden manifestar algunas de las características de las siete iglesias. Como símbolos proféticos, las siete iglesias representan solamente los rasgos predominantes de la iglesia de Cristo en esa época.
Mucho después de mediados del siglo XIX (cuando terminó el período de Filadelfia), la cristiandad en su conjunto parecía vigorosa y llena de vida, e incluso en algunos aspectos parecía que estaba progresando. La actividad misionera se expandió. Surgieron nuevas iglesias llenas de celo. Cantidades inmensas de dinero se donaban con fines caritativos. En realidad, sin embargo, comenzaron a producirse profundos cambios, que vamos a comprender mejor cuando estudiemos los capítulos 12 al 14 del Apocalipsis.
Baste llamar la atención a cosas tales como la profunda fisura que dividió a los metodistas y a los bautistas de los Estados Unidos en 1844, la mitad de cada uno de los cuales se dividió tenazmente para preservar la esclavitud, como si se tratara de una bendita institución divina. Más sutil y más permanentemente penetrante fue la rapidez con que los protestantes se apresuraron a adaptarse a la teoría darwiniana de la Evolución. Nuevas ideas acerca de la inevitabilidad del progreso humano, basadas en la Teoría de la Evolución, y combinadas con extrañas nuevas ideas acerca de la segunda venida de Cristo, comenzaron a apartar la atención de millones de cristianos de su necesidad de Jesús como Salvador personal. Junto con estas nuevas ideas, surgió sorprendentemente una gran hostilidad hacia el sábado como día de reposo.
Y, por supuesto, el materialismo que se fue infiltrando debilitó los valores cristianos.
Cuando alguien tiene un seguro de vida, un yate, tres autos y dos casas, es fácil que suponga que no necesita una relación personal con Dios. Jesús dijo: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mat. 6:24). Pero la mayoría de nosotros trata de servir a ambos, y terminamos siendo algo amorfo: ni buenos mundanos ni buenos cristianos.
Hace algunos años, Christianity Today [La cristiandad hoy], el principal vocero de los cristianos evangélicos de los Estados Unidos, publicó los resultados de una encuesta que ponía de manifiesto que el 94% de los estadounidenses cree en Dios, el 79% afirma que ha experimentado la conversión, y el 45% cree que la salvación se obtiene por fe en Cristo. La revista llegó a esta conclusión: “Es evidente que el pulso religioso del país es fuerte”.
Trágicamente, Christianity Today también señalaba que un tercio de los católicos encuestados jamás había leído las Escrituras; que solo un 24% de los protestantes asistía a los cultos de la iglesia cada semana; y que aun el 42% de los evangélicos no era capaz de mencionar más de cuatro de los Diez Mandamientos.
De manera que el 94% de los estadounidenses pretende creer en Dios, pero dedica seis veces más dinero a algunas actividades que les gustan personalmente que a las misiones cristianas en los países extranjeros. (Véase la página 45.)
Quince millones de niños de menos de cinco años de edad mueren por año en los países del tercer mundo. Las Naciones Unidas nos dicen que el 90% de ellos, es decir, más de trece millones de niños y niñas por año, se salvarían si sus familiares solamente tuvieran acceso a agua potable. El costo de la purificación de las fuentes de agua de los países del tercer mundo se ha calculado entre tres y cuatro mil millones de dólares por año por diez años. Ese precio parece elevado, y lo es. Pero es apenas una fracción de lo que se gasta en los Estados Unidos, nación casi cristiana, en bebidas alcohólicas.
“Es evidente que el pulso religioso del país es fuerte”, decía la revista mencionada. Puede ser; pero podría serlo mucho más.
Pero si los Estados Unidos están lejos de alcanzar el ideal de Cristo, la condición de la iglesia en Europa y en otras naciones occidentales es aún menos favorable.
Que la iglesia de los últimos días sería débil y tibia estaba preanunciado no solo en las siete cartas sino también en la pregunta llena de angustia que hizo Cristo: “Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Luc. 18:8). En su parábola de las diez doncellas que se durmieron, Jesús dice que cinco de ellas, insensatamente, no hicieron suficiente provisión de aceite para sus lámparas. (Véanse las páginas 37 a 39.) Como grupo, la mitad de las doncellas eran como Laodicea. En esta misma línea de pensamiento, Pablo se refiere a los cristianos de “los últimos días” y dice que “tendrán la apariencia de piedad, pero desmentirán su eficacia” (2 Tim. 3:1, 5).
Nuestro examen de la historia de la iglesia ha justificado nuestra anticipación. Al considerarlas como símbolos proféticos, las siete iglesias corresponden a siete grandes etapas. ¡Qué paciente ha sido Jesús todos estos años! ¡Cuánto cuidado ha desplegado el divino Limpiador de candeleros con sus iglesias humeantes y sus torpes cristianos!
¡Y qué sobrecogedor es pensar que a pesar de que la segunda venida de Cristo se acerca cada vez más, seguimos viviendo en los días de Laodicea!
Gracias a Dios que Jesús se presenta a sí mismo de pie allá, afuera, llamando a nuestra puerta.
IV. Dos puertas abiertas
Jesús dijo a la iglesia de Filadelfia: “He abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar” (Apoc. 3:8).
A los laodicenses, les dice: “Estoy a la puerta y llamo; si alguno [...] abre la puerta, entraré en su casa” (Apoc. 3:20).
Dos puertas: una está en el cielo y ya está abierta; y otra está en la tierra, y hay que abrirla.
La primera es una puerta que nadie puede cerrar; la segunda es una puerta que únicamente nosotros podemos abrir.
La primera es una puerta que Cristo ha abierto para que podamos pasar por ella; la segunda es una puerta que nosotros tenemos que abrir para que Cristo pueda entrar.
La puerta abierta de Cristo. Puesto que Pablo a menudo se refirió a las oportunidades para predicar el evangelio como puertas abiertas (1 Cor. 16:9; 2 Cor. 2:12), algunos comentaristas han supuesto que la puerta abierta que se menciona en la carta a Filadelfia también es una puerta de oportunidad que se abre para predicar el evangelio. Pero estas puertas de oportunidad, desgraciadamente, pueden ser cerradas por toda clase de gente, mientras que la puerta de Apocalipsis 3:8 “nadie puede cerrar”.
Para identificar esta puerta abierta es mejor, entonces, que examinemos el Apocalipsis. Y el primer versículo de Apocalipsis 4 nos dice: “Una puerta estaba abierta en el cielo”.
En el Sermón del Monte, Jesús dijo: “Pedid y se os dará [...] llamad y se os abrirá” (Mat. 7:7). Cuando nos invita en este pasaje a “golpear”, nos está animando a orar, y su consejo tiene vigencia hoy también. Pero en Apocalipsis nos dice que la puerta que conduce al cielo ya está abierta. Todo lo que tenemos que hacer es entrar por ella por fe.
No necesitamos conseguir una audiencia; no hay que hacer cola. Y no hay recepcionista que diga: “Lo siento, pero el jefe está demasiado ocupado”.
No hay intermediario entre Dios y los hombres, excepto el Hombre Jesucristo (véase 1 Tim. 2:5); y Jesús dice: “He abierto ante ti una puerta”.
Cuando el rey Enrique IV trató de pedir disculpas al papa Gregorio VII en enero de 1077, en las alturas de los Alpes italianos, el pontífice, que pretendía ser el representante de Cristo, dejó que el monarca esperara durante tres días en medio de la nieve. Por fin le permitió entrar pero, de acuerdo con la información proporcionada por la misma correspondencia del papa, con mucha reticencia.65 Mediante actitudes como esta, el tamid de Cristo, su “continuo” ministerio en el Santuario celestial, resultó empañado.
En muchas puertas de edificios públicos encontramos esta indicación: “Cierre la puerta”. Jesús dice que la puerta de su Santuario celestial está abierta: “Entre, por favor”.
“Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios– [...] Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (Heb. 4:14-16).
Todos tenemos problemas, tanto los niños como los adultos. Jesús anhela que cada uno de nosotros, cuando nos sobrevengan pruebas y tentaciones, nos acostumbremos a pensar que entre nosotros y nuestro Padre celestial no hay cosa alguna, excepto una grande y amplia puerta abierta, tan ancha como el cielo.
No quiere decir que cuando entramos corriendo por esa puerta para verlo nos va a dar siempre lo que le pedimos; es demasiado sabio y amante para hacerlo. Lo que quiere decir es que realmente nos ama, y que lo que va a hacer por nosotros es mejor aun que lo que le pedimos. Como acabamos de leer, ciertamente nos va a dar “misericordia” y “gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno”.
¿Está abierta nuestra puerta? La puerta del cielo está abierta de par en par. Pero ¿qué podemos decir de la nuestra? “Mira que estoy a la puerta y llamo”, dice Jesús; “si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3:20).
En persona, por supuesto, Jesús está con el Padre en el Santuario celestial. Lo acabamos de leer en Hebreos 4:14 al 16. Pero en la Tierra, el Espíritu Santo es tan real y plenamente representante de Cristo, que cuando Jesús se refiere a él habla como si se tratara de él mismo. (Véase, por ejemplo, Juan 14:16 al 18.) Por eso también nosotros hablamos, como la Escritura, de que Jesús está junto a la puerta: nuestra puerta.
Jesús tiene “la llave de David” (Apoc. 3:7). Tiene facultades para abrir cualquier puerta. ¿Por qué, entonces, no abre nuestra puerta y entra, ya que tiene toda autoridad? Porque no quiere obligarnos. Respeta nuestra libertad de decisión. En efecto, vino a darnos libertad. “Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” (Juan 8:36). Su vida, su muerte y su permanente ministerio en nuestro favor en el cielo (véase Hebreos 7:25) nos muestran cuán profundamente respeta nuestra libertad.
Porque desea que seamos libres: libres del pecado y libres para elegir nuestra propia manera de vivir, sencillamente, ni siquiera pensaría en invadir por la fuerza nuestra vida privada. Por lo tanto, miremos por la ventana y veámoslo de pie allí, junto a la puerta.
Ha viajado mucho.
Jaime y Elena de White, dos jóvenes que colaboraron en la fundación de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, se preocuparon mucho cierta vez por la condición espiritual de algunos de sus amigos que vivían a unos 240 kilómetros de ellos. Su único medio de transporte, a comienzos del invierno de 1856, era un trineo abierto. La densidad de la nieve y la fuerza de los vientos redujo su velocidad a cuarenta kilómetros por día.
El Mississipi –no había puente para cruzarlo en ese lugar– constituía una amenaza. No estaba todavía completamente helado; pero lo suficiente como para impedir el cruce de una balsa. Cuando los cascos de los caballos chapotearon en medio de los trozos flotantes de hielo, y las aguas del Misisipí invadieron el piso de madera del trineo, Jaime y Elena de White vieron a los agricultores de la región reunidos a la orilla del río para ver cómo se iban a ahogar.
Estos jóvenes realmente querían visitar a sus amigos para persuadirlos de que volvieran a abrir sus corazones a Cristo. Me alegro de poder informarles que su intrépido esfuerzo y su largo viaje no fueron en vano. Esa gente volvió a abrir sus corazones a Jesús.
El Señor ha viajado desde mucho más lejos, y con más dificultades, para alcanzar nuestros corazones. Vino por el camino de la Cruz. Y ha llamado con amor a cada puerta a lo largo del camino.
Usted lo puede ver allí afuera, ahora. Trae obsequios preciosos: vestiduras blancas, colirio y oro. Y aunque está interesado por la salvación de todo el mundo, tiene suficiente tiempo para cada uno de nosotros, así como nosotros lo tenemos para él. “Si alguno [...] abre [...] entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.
A tu puerta Cristo está.
Ábrele.
Si le abres entrará.
Ábrele.
Tu pecado quitará,
luz y paz derramará,
su perdón te otorgará.
Ábrele.
No le hagas esperar.
Ábrele.
No le obligues a marchar.
Ábrele.
¡Qué dolor después tendrás,
cuando en vano clamarás
y perdido te hallarás!
Ábrele.66
Reyes y reinas con él. El propósito final de la llamada de Jesús a nuestras puertas no es solamente visitarnos por un rato aquí y ahora, sino, como lo revela el versículo siguiente, ayudarnos a “vencer” para que podamos reinar con él para siempre. La vida cristiana es una vida feliz, pero también es una batalla contra la tentación y el pecado. “Al vencedor”, dice Jesús, es decir, al que derrote el pecado y salga vencedor sobre él. “le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Apoc. 3:21).
El propósito de todas las promesas que encontramos en las siete cartas a las iglesias consiste en animarnos a ser vencedores en la batalla de la vida contra la tentación y el pecado. En la Carta a los Efesios, se promete el árbol de la vida “al vencedor”, es decir, se promete a la persona que vence la tentación a ser espiritualmente fría y, en cambio, vuelve a su primer amor. Se promete al “vencedor”, en Esmirna, que no pasará por la muerte segunda, es decir, a la persona que venza valerosamente toda tentación a dudar o a la amargura, y que mantenga una gozosa fe cristiana aun en medio de la persecución. El cetro de hierro y la estrella matutina se prometen en Tiatira “al vencedor”, es decir, a la persona que resista constantemente las sensuales tentaciones de Jezabel. Y así sucesivamente.
Cristo venció. “Como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono”. Ahora viene para ayudarnos a vencer.
“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” escribió Pablo triunfalmente desde su prisión (Fil. 4:13). Y en otra ocasión añadió: “Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor. 5:17).
“Cristo entre (“en”, RVR) vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27).
Vencedores (Apoc. 2 y 3). Nueva creación (2 Cor. 5). Una novia “sin mancha ni arruga” (Efe. 5). El “pueblo de los santos del Altísimo” (Dan. 7). Todas son diferentes descripciones del glorioso objetivo de Cristo, a saber, una vasta asamblea de verdaderos cristianos, hombres y mujeres, niños y niñas, preparados para vivir juntos por la eternidad, con toda felicidad, en su maravillosa Tierra Nueva. Gente que en esta vida y en este mundo conoce por experiencia en qué consiste el poder de “Cristo en vosotros”; poder que ni el mundo, ni la muerte ni el infierno pueden vencer. Por eso quiere que entremos. Por eso quiere que le abramos la puerta.
Muchos cristianos se conforman con la mediocridad. Son cristianos, y se alegran de serlo. Y cuando descubren que no son demasiado diferentes de los demás, piensan muy poco en ello. Pero Jesús quiere que seamos más que mediocres.
A veces, trato de que los jóvenes cristianos se imaginen a Cristo de pie junto a las puertas de diferentes habitaciones dentro de sus corazones. Han invitado a Cristo a la “casa” de sus vidas. Desean ser cristianos; pero demasiado a menudo dejan solo a Jesús en la sala, mientras ellos se deslizan a sus pecaminosas habitaciones interiores, allá, en lo profundo de sus mentes.
Cuando somos jóvenes, algunos de nosotros tenemos, por así decirlo, una pieza verde. Las paredes, los muebles y la alfombra son verdes. Allí nos quedamos, por ejemplo, para acariciar la “muñeca verde” de nuestros celos. “¿Por qué Fulana se cree tan buena?”, rezongamos. “Si sus padres no tuvieran dinero, nadie se fijaría en ella. Yo soy mucho más capaz que ella”. O lo que sea.
De repente nos sorprende una llamada. Jesús está a la puerta de nuestra pieza verde, y pide que lo dejemos entrar.
O tenemos una pieza roja donde ensayamos todos los discursos airados que vamos a espetar a la gente que ha sido poco amable con nosotros; discursos que, por supuesto, nunca vamos a decir.
Tenemos, también, habitaciones grises adonde nos vamos para tenernos lástima (¡me siento tan bien al sentirme mal!) Y habitaciones para las ambiciones, las diversiones, las amistades, la música, el sexo, y más aún. Parece que algunos cristianos de más edad también las tienen.
Cristo quiere entrar en todas esas habitaciones interiores. Él es el gran Redecorador de interiores. Quiere ayudarnos a elegir colores diferentes. Anhela sugerirnos pensamientos diferentes. Ansia mostrarnos cómo vencer la amargura y el egoísmo que se alojan muy profundamente en los recovecos de nuestra mente. Quiere ayudarnos a convertir en íntimos amigos a nuestros enemigos, dirigir nuestras ambiciones hacia la búsqueda de la felicidad de los demás; y a que, como reyes y reinas de su Reino, dominemos sobre nuestros malos hábitos.
Cuando mi esposa y yo salimos al patio en primavera, los mirlos que anidan en nuestro jardín rezongan y se enojan. Se alimentan de la comida que les damos, pero parece que no se dan cuenta de la relación que existe entre nuestra generosidad y nuestra presencia. Temen que si nos acercamos mucho vamos a hacer daño a ellos y a sus polluelos. “Las aves no tienen fe”, dijo Lutero cierta vez. “Salen volando cuando entro en el jardín, aunque no tengo la menor intención de hacerles daño. Del mismo modo nosotros tampoco tenemos fe en Dios”.67
¿Tenemos miedo, tal vez, de que Jesús entre profundamente en nuestras vidas, aunque sabemos que es nuestro Amigo? ¿O anhelamos confiar en él y entregarle todo?
¿Con cuánta seriedad deseamos pertenecerle plenamente, junto con los miembros de nuestras familias?
Los cristianos de Éfeso manifestaron suficiente seriedad por un tiempo, pero perdieron su primer entusiasmo. Los cristianos de Pérgamo toleraron la herejía de los nicolaítas, insistiendo en que no importaba qué hicieran, mientras tuvieran “fe en Jesús”. En Tiatira, muchos cristianos querían serlo, mientras al mismo tiempo flirteaban abiertamente con Jezabel. Interín, permitieron que su sacerdocio humano se interpusiera entre ellos y su Sumo Sacerdote celestial. Decidieron creer que sus propios esfuerzos y sus obras de caridad los podían ayudar a adquirir la vida eterna. Voluntariamente descuidaron el estudio de las Escrituras. Pasaron por alto el sábado, el día de reposo del Señor. Entretejieron la filosofía pagana de los griegos y la opresión del Imperio Romano en su estilo de vida cotidiano. Y cuando se produjo la Reforma, muchos de ellos continuaron considerando que las tradiciones corrientes eran superiores a las verdades de las Escrituras, recientemente redescubiertas. Los cristianos de Sardis parecían vivos, pero estaban casi muertos. Pretendían ser reformados, pero no habían consagrado su corazón. A los cristianos de Laodicea todo esto los dejaba indiferentes.
¿Hasta qué punto nos interesamos nosotros? “Conságralos en la verdad: tu Palabra es verdad” (Juan 17:17). ¿Anhelamos realmente una relación inteligente, personal y victoriosa con el amante Dios de las Escrituras? ¿Queremos por sobre todas las cosas que la verdad contenida en las Escrituras de Dios transforme nuestras vidas y les brinde energía?
El indomable hombre de las nieves. Parece que eso era precisamente lo que quería Kim Bin Lim. De acuerdo con lo publicado en un boletín de la Sociedad Bíblica, Kim Bin Lim y su familia, que vivían en Corea a unos ochenta kilómetros de Seúl, eran cristianos que no tenían las Escrituras para conservar su fe. La iglesia más cercana estaba en una aldea al otro lado de la montaña.
Cierto día, llegaron noticias de que un representante de la Sociedad Bíblica iba a visitar la iglesia de la aldea que estaba al otro lado de la montaña. Puesto que los agricultores de la zona disponían de muy poco dinero en efectivo, la Sociedad Bíblica estaba dispuesta a venderles las Escrituras a cambio de productos agrícolas: un ejemplar de las Escrituras por tanto trigo, un Nuevo Testamento por un pollo, una porción de los Evangelios por un huevo o dos, y así sucesivamente.
El día señalado, la iglesita de la aldea estaba llena de gente. Las gallinas, los frijoles (porotos) y los cereales competían con la gente para ocupar el poco espacio que había. Afuera, una terrible tormenta azotaba las montañas.
Pronto, los cereales y los frijoles, las gallinas y los huevos fueron cambiados por la Palabra de Dios, y los felices propietarios comenzaron a leer en voz baja.
De repente la puerta se abrió de par en par. Se oyó un tremendo ruido, al que siguió un afanoso “hombrecito de las nieves”. Por un momento reinó el silencio. Lo sustituyó una multitud de voces, luego. Alguien cerró la puerta, mientras otros sacudían la nieve de la ropa de ese extraño personaje.
Debajo de la nieve encontraron a un niño de doce años. Llevaba al hombro dos voluminosas bolsas de frijoles. Su rostro, aunque frío como el hielo, resplandecía de entusiasmo.
El muchachito caminó aterido hacia el frente. El representante de la Sociedad Bíblica le preguntó cómo se llamaba.
–Soy Kim Bin Lim –respondió el chico–. Vivo al otro lado de las montañas, a 18 kilómetros de aquí. Vine a comprar un ejemplar de las Escrituras, porque oí que ustedes las estaban cambiando por trigo o frijoles. ¿Me puede dar una?
Llevó un poco de tiempo hasta que su historia pudo penetrar en las conciencias de sus oyentes. Una caminata de 18 kilómetros a través de un paso en medio de las montañas, a lo largo de un sendero cubierto de nieve y en medio de una tormenta infernal. ¡Y solo tenía doce años!
–¡Bienvenido, Kim Bin Lim! –replicó el distribuidor–. Pero ¿por qué no vino tu papá?
–No pudo dejar la granja. Tiene unos cuantos animales que tiene que cuidar especialmente con este tiempo; y mamá no está bien.
–Pero ¿cómo encontraste el camino?
–Me perdí varias veces, y casi me caí en un precipicio, porque el sendero es estrecho y estaba muy resbaladizo. Temía llegar tarde, de manera que vine corriendo todo el tiempo. ¿Me puede dar un ejemplar de las Escrituras?
–¡Por supuesto que sí!
Le dieron una, y lo retuvieron allí hasta que pasó la tormenta. Recién entonces se fue, contento, a casa, llevándose el Libro por cuya adquisición había arriesgado tanto.68
Creo que Kim Bin Lim anhelaba que Jesús entrara en su corazón. Yo creo que su “puerta” estaba abierta.
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