Kitabı oku: «Nuestro grupo podría ser tu vida», sayfa 6
Black Flag se estaba convirtiendo en el show de Greg y Henry.
—Henry mostraba cada vez menos ganas de estar en el grupo —ex-plica Ginn—. Pensaba: «Greg, tú te ocupas del grupo y yo de cantar y de ejercer de líder, y haremos que la gente acepte esa forma de funcionar».
Así pues, cuando Roessler —una mujer inteligente, segura y buena música— intentó reivindicarse, Rollins (y Martínez) se puso hecho una furia, provocando que la tensión aumentara. Roessler había empezado un máster en UCLA, y Ginn cree que a Rollins podría haberle molestado que el grupo tuviera que adaptarse al horario académico de Roessler. Asimismo, el grupo se había metido en la cabeza que quizá resultara provocador que Roessler abandonara su camiseta y tejanos de marimacho para adoptar un aspecto punk rock coqueto al estilo de Madonna; algunos aseguran que aquello aumentó las tensiones sexuales en el grupo hasta un nivel incómodo.
Por el motivo que fuera, a mediados de agosto, en Vancouver, las cosas habían llegado al límite: Rollins escribió en su diario que Roessler «tiene dificultades para afrontar la realidad» y que «debe tener algún problema en su débil, pequeña y sucia mente». Él y Ginn decidieron secretamente sustituirla una vez volvieran a casa. «No quiero volver a ver a esa mentirosa, rancia y falsa», escribió Rollins.
Y sin embargo, según la propia valoración de Rollins, el grupo estaba tocando mejor que nunca, y la prueba es el disco en directo Who’s Got the 101/2?, grabado en el club Starry Night de Portland, el 23 de agosto de 1985. Aunque la voz de Rollins se aprecia muy rota, el grupo ataca las canciones como perros guardianes adiestrados.
Los Ángeles era la última parada de la gira, pero, a pesar de que la entrada era gratis, solo se presentaron seiscientas personas. Fue la última aparición de Roessler con Black Flag. Rollins aprovechó la oportunidad para insultarla con ensañamiento durante la canción de cierre, «Louie, Louie», haciendo comentarios sobre «deshacerse del cáncer y de la puta rancia esa».
Habían grabado el disco In My Head aquella primavera.
—Henry cada vez se mostraba más intransigente respecto a lo que estaba dispuesto a hacer —recuerda Ginn, cosa que quizá pueda explicar la monotonía atrofiante del tono del disco. Cabreado por el protagonismo creciente de Rollins, Ginn contraatacaba poniendo la voz de Rollins tan lejos en la mezcla que prácticamente resulta inaudible. Además de eso, la producción está mucho más adaptada a la radio que cualquier otra cosa que habían hecho antes. Aunque el grupo suena más compenetrado y mejor que nunca —Rollins incluso consigue algo parecido al modo tradicional de cantar— el material es a todas luces poco memorable, e incluso canciones de cuatro minutos parecen interminables.
En la gira final del grupo, la sección rítmica la formaban Martínez a la batería y C’el (pronunciado «sel») Revuelta al bajo. Según Rollins, tocaron el mismo repertorio durante nueve meses. Ginn empezó la gira diciéndole a Rollins a la cara que no le caía bien. A partir de ahí, las cosas siguieron en caída libre. Era evidente que Ginn ponía todo su entusiasmo en los teloneros de la gira, Gone, su proyecto arty e instrumental. Mientras tanto, Rollins cojeaba sobre su rodilla derecha, la misma que le habían operado en 1982, y se volvió a romper la muñeca cuando, una vez más, golpeó a un miembro del público en la cabeza.
El público generalmente era escaso y, cuando no lo era, era porque tocaban en locales pequeños, normalmente bares abarrotados de paletos, situados al lado de franjas anónimas de autopistas. La policía disolvió varios conciertos, como en los viejos tiempos, y Rollins y los miembros del grupo se metieron en algunas peleas horribles con los beligerantes autóctonos. Y seguían durmiendo en el suelo de las casas donde les alojaban.
Incluso los técnicos estaban un poco chalados. Después de que él y el roadie Joe Cole condujeran más de cien kilómetros en dirección equivocada, Ratman, el jefe de los roadies, tuvo que ceder a Cole el volante porque estaba demasiado cabreado para conducir. «Entonces, se pintó la cara de blanco con spray, esparció toda la basura en el suelo de la cabina y le prendió fuego», escribió Cole en su diario de gira, posteriormente publicado con el título de Planet Joe. «Condujimos por la autopista con el fuego en el suelo de la cabina y, cuando se hizo demasiado grande para poder controlarlo, abrió la puerta y lo sacó de una patada. Gritó y babeó durante setenta kilómetros.»
Rollins cada vez se mostraba más huraño con el resto del grupo y gran parte de los técnicos. «Cada vez tiene mayor importancia que me muestre reservado cuando estoy con los demás», escribió en su diario. «Soy un gilipollas cuando me meto en sus conversaciones.»
En Louisville, Cole detuvo a un punk con cresta que había escupido a Rollins. Tras el concierto, Rollins escoltó al punk hasta llevarlo entre bastidores, estampó su cabeza contra la pared, le dio un puñetazo en el pecho y le abofeteó, antes de preguntarle por qué le había escupido. «El punk respondió que pensaba que a Rollins le gustaba que le escupieran, de modo que Rollins le escupió a la cara tan fuerte como pudo hasta que ese tipo se echó a llorar», escribió Cole en su diario. «Lloraba y pedía disculpas, y Rollins le dijo que se fuera antes de que se cabreara de verdad. El punk salió llorando de la sala, y todo el mundo se quedó mirando y haciendo que no con la cabeza.»
Una vez más, Ginn tampoco contribuía a que las cosas mejoraran. Durante años, el grupo no había fumado hierba, en parte para que la policía no tuviera nada de qué acusarles. Pero en 1985, Ginn había «vuelto con ganas», dice Rollins. «En 1986 era “No puedo separar a este hombre de su baúl con un enorme alijo de hierba”.» Rollins cuenta que Ginn empezó a llevar un baúl en las giras que contenía habitualmente más de doscientos gramos de hierba. «Entonces fue cuando perdió la cabeza y ya no podías hablar con él», explicó Rollins.
También había fuerzas externas que perjudicaban al grupo. En 1986 la escena underground había cambiado sobremanera, principalmente debido a R.E.M. y U2, que se habían iniciado en el underground post-punk y ahora conquistaban la radio comercial. Como músico de giras y director de un sello, Ginn tenía una posición privilegiada para ver el efecto que eso tuvo en muchos grupos underground.
—Al principio la ambición era: «Si pudiéramos ser un grupo de directo e ir por todos lados, sería genial» —explica Ginn—. Y luego salió R.E.M. y fue en plan «Vaya, podemos ganarnos la vida con esto». Fue un cambio brusco.
Muchos grupos, presintiendo que el éxito podía llegarles con el próximo disco, suavizaron su sonido e hicieron álbumes que gustaran a la radio y a la prensa. Había empezado la transición del underground a la música «alternativa».
Y Ginn se dio cuenta de que aquella mentalidad estaba a punto de infectar a Black Flag. Aunque el grupo se había enorgullecido de ir uno o dos pasos por delante de sus colegas, Rollins empezaba a tener dudas sobre ese planteamiento. Según Ginn, un día Rollins le soltó: «¿Por qué no hacemos un disco como el último para que la gente no siempre deba adaptarse a lo que hacemos?».
—Jamás había dicho algo así —afirma Ginn—. Siempre había confiado en mí para que eligiera los planteamientos musicales, incluso si al principio no los entendía, porque luego, a la larga, parecían tener sentido. Pero comprendió que, desde un punto de vista comercial, iban a contracorriente.
A decir verdad, el dinero les podría haber venido bien —todavía debían una fortuna, cerca de doscientos mil dólares a su abogado por el fiasco con Unicorn, y todavía vivían en esa miseria comunitaria—. Pero Ginn no estaba dispuesto a venderse, no después de diez años de luchar por hacer las cosas a su manera.
La alternativa era simple: echar a Rollins y contratar a un nuevo cantante, pero Ginn la descartó por dos motivos. El primero era que desde hacía tiempo Rollins era sinónimo de Black Flag y se había acabado convirtiendo en una estrella underground que se codeaba con figuras como Michael Stipe, Lydia Lunch y Nick Cave; se había carteado con Charles Manson; había escrito artículos para revistas y había publicado libros de poemas; y, claro está, había generado gran parte de la prensa del grupo. Además, Ginn, después de ver cómo Rollins podía amargarle la vida a la gente que no le gustaba, temía las inevitables represalias si echaba a Rollins.
Tras regresar de la gira de 1986, Ginn estudió la situación. Y decidió acabar con Black Flag.
—No fue producto de un cabreo ni nada por el estilo; no estaba enfadado por nada —cuenta Ginn—. Solo necesité un par de meses para meditarlo, y llegué a la conclusión de que ya no iba a ser lo mismo.
—Yo estaba en Washington D. C. —recuerda Rollins—, y Greg me llamó y me dijo: «Dejo Black Flag». De modo que dije: «OK, OK…», y como hacia el final yo y Greg éramos Black Flag, eso fue el fin. De lo único que me arrepiento —explica Rollins— es de no haberme sumado al grupo antes, de modo que hubiera podido hacerlo más años. Lo pasé genial y fue un honor tocar con alguien como Greg Ginn. Ya no se hace música como esa.
Pocas semanas después, Rollins estaba en el estudio con un nuevo grupo en el que también estaban Andrew Weiss y Sim Cain, de Gone, el proyecto alternativo de Ginn.
Ginn asegura que se alegra de haber cerrado el chiringuito cuando lo hizo.
—Estaba realmente orgulloso de lo que había hecho Black Flag desde el principio hasta el fin —cuenta—. Y pensé: «He sido muy afortunado por no haber tocado jamás ni una nota de música que no quisiera tocar», y no pensaba cambiar aquello. Las canciones son la auténtica esencia del grupo, más que los disturbios, la policía y las actitudes de tipo duro de tal cantante. Son la letra y la emoción de la música… Eso es lo principal. En segundo término, está la actitud del «hazlo tú mismo», ese tipo de cosas, de no ser una estrella del rock distante ni tener capas de gestores, sellos discográficos y todo eso; en su lugar, contratábamos nuestros conciertos y, si era necesario, nos hacíamos la publicidad. No todo tiene que ser tan autodidacta, pero sí que hay que tener cierta voluntad para hacer lo que sea necesario y no considerar que a uno eso le queda muy lejos, hay que hablar con el tipo de la distribuidora y respetar a la gente por el trabajo que hace, sin pensar que deberían ajustarse a un aspecto determinado de ese trabajo. Creo —concluye Ginn— que Black Flag promovió la idea de que tan solo había que saltar al vacío y hacerlo.
CAPÍTULO 2 THE MINUTEMEN
I AM THE TIDE, THE RISE AND THE FALL,
THE REALITY SOLDIER, THE LAUGH CHILD, THE
ONE OF THE MANY, THE FLAME CHILD21.
THE MINUTEMEN, «THE GLORY OF MAN»
The Minutemen —de San Pedro, California— eran un ejemplo de la idea subversiva de que no tenías que ser una estrella para tener éxito. Su trabajo duro e incansable, su búsqueda inflexible de una visión artística única ha inspirado a incontables grupos.
—No queríamos ser solo un grupo de rock —explica el cantante y bajista Mike Watt—. Queríamos ser nosotros, nuestro grupo.
En el proceso, D. Boon, George Hurley y Watt demostraron que gente normal podía hacer un arte elevado, un concepto que ha influido en el indie rock desde entonces. También ayudaron a crear la idea de que un grupo de punk rock podía ser digno de respeto.
En su música, The Minutemen contaban historias, postulaban teorías, mantenían debates, aireaban quejas y celebraban victorias, y lo hacían de un modo directo e íntimo que halagaba tanto la inteligencia como el alma. El periodista musical Chris Nelson escribió una vez: «Su amistad formó el núcleo vivo de The Minutemen, mientras que la lealtad entre los miembros del grupo y a San Pedro delataba el tema privilegiado de la fraternidad que impregna la discografía del grupo».
Aunque ciertamente eran capaces de realizar riffs bizantinos y recorridos vertiginosos a través del mástil, la brillantez de The Minutemen no reside en su forma de escribir las canciones o en su técnica, sino en la radical aproximación a su medio. Idearon un concepto que incluía el yin de grupos populares/populistas como Creedence Clearwater Revival y Van Halen, y el yang del ala intelectual de la explosión del punk rock inglés. Incorporando valientemente géneros como el funk y el jazz, The Minutemen dieron una lección de originalidad, una cualidad permanentemente en peligro en el punk rock.
Sus canciones eran sacudidas discordantes que apenas superaban la barrera del minuto, pero las ideas y las emociones que esas canciones transmitían eran cualquier cosa menos fugaces. A menudo eran profundas.
Si eres de clase obrera, no formas un grupo para ir trampeando; formas un grupo para hacerte rico. Así pues, los grupos con vocación artística, con sus expectativas comerciales intrínsecamente limitadas, eran, básicamente, el coto privado de las clases pudientes, lo que confiere a The Minutemen una valentía aún mayor —no tenían ninguna esperanza de éxito comercial y, a pesar de ello, consiguieron grabar doce discos en cinco años y, solo en 1984, un sorprendente total de setenta y cinco canciones—.
Abiertamente de clase obrera, demostraron que la conciencia política era una necesidad social e introdujeron un elemento cerebral en la incipiente escena hardcore del sur de California. Eran el grupo que era bueno para ti, como la fibra en la alimentación. El problema era que, en vez de eso, la gente quería una hamburguesa con queso. «Creo que uno de nuestros problemas con la radio es que no escribimos canciones, escribimos ríos», dijo Watts en una ocasión.
San Pedro, California, es una ramificación de clase obrera de Los Ángeles situada a cuarenta y cinco kilómetros de Tinseltown. Anunciándose como «¡Una puerta abierta al mundo!», San Pedro albergó en el pasado una gran base militar y ahora es el principal puerto de cruceros del país y uno de los mayores puertos del Pacífico. Su población de clase obrera y étnica está establecida en pisos situados en la parte baja de la ciudad, debajo de la exótica opulencia de las laberínticas casas de las colinas. A un lado de San Pedro, los acantilados situados en el extremo de la Península de Palos Verdes ofrecen vistas impresionantes del océano, sugiriendo posibilidades infinitas; desde el otro extremo de la ciudad, la vista completa de las altísimas grúas y muelles de descarga de la ciudad, por no hablar de la famosa prisión federal de Terminal Island, revela realidades asfixiantes.
Mike Watt y su familia se mudaron a San Pedro desde Newport News, Virginia, en 1967, cuando él tenía diez años. Su padre era un hombre que había hecho carrera en la marina y había conseguido que le transfirieran a la estación naval de San Pedro. Se trasladaron a una vivienda de la marina, en un pequeño barrio de casas unifamiliares situado delante del cementerio del Green Hills Memorial Park.
Un día, cuando tenía catorce años, Watt fue a buscar a algunos chavales para ir al cercano Peck Park, un oasis arbolado y espacioso que era un destino popular al que acudir después de la escuela. Watt se paseaba por el parque cuando, de la nada, un chico regordete saltó de un árbol y aterrizó con un fuerte estruendo frente a él. El chico lo miró sorprendido y dijo: «No eres esquimal». «No, no soy esquimal», replicó Watt, algo perplejo. Pero ambos se cayeron bien y se pusieron a charlar mientras recorrían el parque.
El chico regordete se presentó como Dennes Boon y pronto empezó a soltar largos monólogos que asombraron a Watt por su ingenio e inteligencia.
—Repetía las mismas frases una y otra vez —dijo Watt—. Tal y como las construía, incluso tenían coletilla. Era increíble. Yo estaba hecho un idiota de los cojones. No supe que eran frases del humorista George Carlin hasta que llegamos a su casa y me puso un disco suyo.
Boon no tenía prácticamente discos de rock & roll —«El padre de D. Boon», explica Watt, «le crió escuchando country»— y jamás había oído hablar de The Who ni de Cream. Watt estaba alucinado. Sin embargo, Boon sí que tenía algunos álbumes de Creedence Clearwater Revival, y ese grupo ejercería una poderosa influencia tanto en Boon como en Watt.
El padre de Boon, un veterano de la marina, trabajaba instalando radios en Buicks. Los Boon vivían en antiguas barracas de la marina de la Segunda Guerra Mundial reconvertidas en viviendas protegidas para, tal y como decía Watt, «gente econo». Las pistolas todavía no formaban parte del paisaje, pero seguía siendo un barrio duro y la madre de Boon no quería que los chicos merodearan por la calle al acabar las clases. Fue ella quien, pocas semanas después de su encuentro, les animó a crear un grupo de rock. Watt no estaba seguro de que pudiera tocar ningún instrumento, pero estaba dispuesto a intentarlo por el bien de su amigo.
No sabían que los bajos eran diferentes de las guitarras, de modo que Watt puso cuatro cuerdas en una guitarra; ni siquiera sabía que había que afinarlo más bajo. De hecho, no tenían la menor idea de cómo afinar.
—Pensábamos que la tensión de las cuerdas era algo meramente personal, en plan: «A mí me gustan las cuerdas flojas» —afirma Watt—. No sabíamos que de ello dependía el tono. Supongo que debía encogérsele el culo a todo aquel que estuviera a menos de dos kilómetros de distancia.
Al final, consiguieron dominar las cuestiones elementales de la técnica musical y empezaron como grupo de versiones de iconos del hard rock como Alice Cooper, Blue Öyster Cult y Black Sabbath.
La música no era su única salida. Boon empezó a pintar cuando era un adolescente y firmaba su obra como «D. Boon», en parte para jugar con el nombre de Daniel Boone, en parte porque «D» era la palabra que utilizaba para referirse a la hierba, pero sobre todo porque sonaba como «E. Bloom», el cantante y guitarrista de Blue Öyster Cult. Pero a pesar de la música y el arte, Boon y Watt eran realmente unos nerds. Boon era un fanático de la historia y ambos eran grandes aficionados de juegos de mesa geopolíticos como el Risk. Watt se graduó prácticamente como el primero de la clase. Boon era bastante corpulento; Watt se parecía a Jerry Lewis y su madre estaba tan preocupada por su falta de coordinación que le daba arcilla para que la amasara con las manos.
Ambos se interesaron por la política cuando eran muy jóvenes. Aunque los intereses de Watt estaban más próximos a la ficción, seguía las exploraciones históricas de Boon.
—D. Boon se ponía a departir sobre la Guerra Civil inglesa o de cualquier tema similar —dijo Watt—, de modo que empecé a leer sobre Cromwell, solo para saber de qué coño me estaba hablando.
Muy pronto, empezaron a comparar hechos del pasado con el presente, especialmente de la manera como los veían sus padres, ambos de clase obrera.
El primer concierto rock al que asistió Watt, de los legendarios T. Rex en el Long Beach Auditorium en 1971, fue muy desalentador.
—Eran etéreos —recuerda Watt—. Eran un tipo de gente diferente de algún modo, como marcianos.
Los músicos rock parecían inabordables, de otro mundo; como Marc Bolan, de T. Rex, a menudo eran hombrecitos británicos mágicos que llevaban atuendos con lentejuelas y hacían cabriolas sobre los escenarios de estadios cavernosos. La lección estaba clara:
—Ser famoso es para otros —explica Watt—. Pensaba que era algo como la marina. Es algo con lo que naces: lo tienen todo preparado para ti, te dicen dónde tienes que vivir, dónde comer…
En San Pedro todo el mundo tocaba en grupos de versiones, sin tan siquiera plantearse escribir sus propias canciones o firmar por algún sello porque, lógicamente, eso eran cosas que hacían los demás. El mejor grupo era el que podía tocar «Black Dog» como el original, y ese era el súmmum de su ambición —cuando lo único que sabes es pintar siguiendo los cánones, no piensas en entrar en el Museo de Arte Moderno—. Así pues, Watt y Boon tocaban alegremente «American Woman» una y otra vez, sin pensar jamás que podrían escribir sus propias canciones o editar sus propios álbumes.
—No pensábamos que pudieras fichar por alguien; no pensábamos que pudieras escribir tu propia canción —dijo Watt, negando con la cabeza—. No lo pensábamos. Simplemente no lo pensábamos.
Boon y Watt tuvieron la mala suerte —o quizá buena— de llegar a la mayoría de edad durante uno de los periodos más abyectos del rock.
—La música de los 70, Journey, Boston, Foreigner, era patética —opina Watt—. Si no fuera por ese tipo de grupos, jamás nos habríamos atrevido a formar un grupo. Pero supongo que necesitas cosas malas para hacer cosas buenas. Es como con la agricultura: si quieres tener una buena cosecha, necesitas mucho estiércol.
Y ambos jóvenes se morían de ganas de descubrir el mundo que había más allá de San Pedro. Aunque técnicamente forma parte de Los Ángeles, San Pedro era muy provinciano; Watt conocía a mucha gente que jamás había salido del estado y a muchos que ni siquiera habían salido de la ciudad. Boon y Watt tampoco eran chicos de mucho mundo. En un arrebato, Watt respondió a un anuncio clasificado en el que se buscaba a un bajista y condujo hasta el Santa Monica Boulevard de Los Ángeles, por aquel entonces una zona popular de ligue entre los homosexuales.
—Allí hay centenares de tipos haciendo autoestop —explica Watt—. Y yo pensé: «¿Adónde van todos esos tipos?». Y todos eran unas locas, ya ves. ¡No lo sabía! Pensé: «¿Por qué no pilláis un autobús? Parece que todos van al mismo sitio». Así de desconectado estaba en San Pedro. Simplemente, no lo sabía.
Pero Boon y Watt empezaron a descubrir un atisbo del mundo exterior gracias a revistas pioneras de rock como Creem y Crawdaddy.
—Los periodistas ejercieron un gran efecto en nosotros —cuenta Watts—. Era todo un mundo de ideas.
Gracias a las revistas musicales descubrieron la oleada original de grupos punk rock, como los Ramones y The Clash.
—Vimos fotos de esos tipos durante meses, incluso antes de oír sus discos —recuerda Watt—. Llevaban esos peinados modernos y todo eso. Y flipamos cuando finalmente escuchamos la música. Pensábamos que habría sintetizadores y mierda moderna. Pero no era moderno. ¡Resultó ser música de guitarras como The Who! Eso es lo que nos dejó alucinados. Cuando oímos eso, dijimos: «¡Podemos hacerlo!».
Animados por la explosión punk, escribieron su primera canción: «Storming Tarragona». Bautizada con el nombre de la zona deprimida en la que vivía Boon, la canción hablaba de derrocar las viviendas de protección oficial y de construir casas de verdad para que la gente viviera en ellas. Resultó que Boon y Watt tenían una vena populista poderosa.
—D. Boon pensaba que nuestros padres no habían recibido un trato justo —explica Watts—, y creo que, desde entonces, estuvo siempre despotricando sobre eso.
Boon y Watt empezaron a frecuentar los clubs punks de Hollywood en el invierno de 1977-1978, cuando tenían diecinueve años. Al principio, Boon pensó que los grupos eran «patéticos», pues rompían las cuerdas y desafinaban.
—Sí, eran patéticos —admite Watt—, pero eso no fue lo más importante que vi; vi que, eh, esos tipos realmente daban conciertos. ¡Y algunos de ellos grababan discos! ¡En San Pedro la gente no hacía esas cosas!
A diferencia del arena rock en el que se habían criado, el punk no concedía ninguna importancia a los valores de la técnica o la producción. Boon y Watt encajaron bien con los parias que estaban formando grupos de punk rock.
—Ya ves, yo y D. Boon éramos tipos que se suponía que no debían estar en grupos —explica Watt—. Parecíamos tarados, de modo que si teníamos que ser tarados, que así fuera. Y entonces ir a Hollywood y ver a otros tipos así te hacía sentir menos solo.
El padre de George Hurley trabajaba en los muelles de San Pedro como maquinista. Boon y Watt conocían a Hurley del instituto, pero solo de vista.
—Era un tipo guay —recuerda Watt. Hurley había sido surfista e incluso había estado en Hawái—. Vivía en la playa y se alimentaba de cocos.
Entonces, tras casi ahogarse en las olas gigantescas de Hawái, Hurley, de diecinueve años, volvió a San Pedro y cambió las tablas de surf por la batería. También tenía un local para ensayar —un cobertizo situado en la parte posterior de su casa—, algo que Boon y Watt no pudieron obviar. El cobertizo era el lugar de muchas fiestas bañadas en alcohol; Watt recuerda que la hierba que había fuera se volvió inusitadamente verde porque muchos tipos meaban en ella. Era un lugar perfecto para ensayar; la madre de Hurley pocas veces estaba en casa, porque se había vuelto a casar con un hombre de la ciudad vecina y se pasaba gran parte del tiempo allí. La casa había caído en semejante anarquía que había una pegatina en la puerta que decía: «Equipo Olímpico de Cachimba de Estados Unidos».
Armándose de valor, Boon y Watt pidieron a Hurley que se uniera a su grupo de rock, The Reactionaries.
—Georgie no tenía miedo. De hecho, le gustaba todo eso del punk —cuenta Watt—. Para un chico de San Pedro, eso era una oportunidad en un millón. Y que a Georgie, un tipo popular, le gustara el punk era increíble. Todo el mundo sabía que yo y D. Boon éramos dos freaks; cuando llegó el punk, era lógico que un par de capullos como nosotros se interesasen por él. Pero Georgie se tragó unas cuantas hostias.
Aunque esas hostias solo eran verbales («insultos como maricones y comemierdas», afirma Watt), ya que el talento pugilístico de Hurley era legendario.
Boon, Watt y Martin Tamburovich, cantante de The Reactionaires, habían asistido a un concierto de punk local cuando conocieron a un tipo alto, de mirada intensa, que repartía flyers de un bolo en San Pedro de su grupo, Black Flag. Era Greg Ginn, que invitó a The Reactionaries a tocar en el concierto. El concierto —el primero de The Reactionaries y el segundo de Black Flag— casi terminó en un altercado cuando los chicos empezaron a destrozar el centro juvenil donde se celebraba.
The Reactionaries solo duraron siete meses —Boon y Watt decidieron que tener un líder tradicional era demasiado «propio de un grupo de rock & roll y demasiado burgués», y a principios de 1980 crearon un nuevo grupo llamado The Minutemen. Boon escogió «The Minutemen» entre una larga lista de nombres que Watt había escrito. El nombre gustó a Boon no solo por la legendaria milicia de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, sino porque también lo había utilizado un grupo reaccionario de derechas de los 60.
—Enviaron notas a [la activista de izquierdas] Angela Davis en las que la amenazaban con ponerle una bomba, aunque nunca lo hicieron —explica Watt—. Una cita de Mao decía que todos los reaccionarios son tigres de papel, unos impostores. Y él pensaba que The Minutemen (los de los 60) eran unos grandes impostores.
Contrariamente a lo que cuenta la leyenda, el grupo no adoptó ese nombre por la brevedad de sus canciones.
Empezaron a escribir canciones a principios de los 80 en el diminuto apartamento que Boon tenía en San Pedro. Resultó que Joe Baiza, que posteriormente sería miembro de Saccharine Trust, otro grupo de SST, vivía justo en el piso de abajo.
—Él y su compañero de piso vivían como hámsters gigantes —explica Watt—. Cogían un montón de periódicos y los extendían en el suelo. Su apartamento era una gigantesca jaula para hámsters, tío.
Baiza estaba alucinado con lo que hacían allí arriba —les oía tocar y zapatear, aunque jamás duraba más de treinta o cuarenta segundos—.
—No sabía qué coño tramábamos allí arriba —comenta Watt, riendo.
La enorme brevedad de sus nuevas canciones procedía de Wire, un grupo de art punk británico cuyo álbum de debut, el clásico Pink Flag, contenía veintiuna canciones en tan solo treinta y cinco minutos. Ese planteamiento también compensaba las carencias musicales de The Minutemen.
—Con los ritmos cortos, podías tocar más rápido; no tenías que constuir ritmos complejos. —explica Watt—. Intentábamos encontrar nuestro sonido. No estábamos cómodos diciendo: aquí está nuestro groove. Así que nos limitamos a decir, hagámoslo al revés y dejémoslo ahí, en el punto más álgido.
El otro ingrediente básico del sonido de The Minutemen era The Pop Group. Las guitarras cáusticas del grupo post-punk inglés y los ritmos de baile elementales eran la base de explícitas arengas sobre los prejuicios raciales, la represión y la codicia de las grandes empresas —uno de los álbumes se titulaba For How Much Longer Do We Tolerate Mass Murder? [¿Cuánto tiempo más vamos a tolerar el asesinato en masa?]—. La iconoclasia de Wire y de The Pop Group dio a Watt y Boon una lección poderosa:
Una serie de retratos tomados en 1980 frente a las oficinas de SST en Torrance, California, después de un ensayo. De izquierda a derecha: D. Boon, Mike Watt y George Hurley. Foto: Martin Lyon.
—No necesitabas estribillos, no necesitabas solos de guitarra, no necesitabas nada —afirma Watt.
Las letras, básicamente, eran denuncias de Watt y Boon y que ellos llamaban spiels. «Solo decimos lo que decimos», explicó D. Boon en una ocasión en Flipside. Empezaron a introducir más jerga propia en su vocabulario. Boozh era la abreviatura de burgués —un tabú—. Mersh significaba comercial. Econo quería decir económico, eficiente; para The Minutemen se convirtió en un estilo de vida.
Desgraciadamente, Hurley se había unido a otro grupo tras la disolución de The Reactionaries, de modo que ficharon a Frank Tonche, un soldador local, y dieron su primer concierto en marzo de 1980, como teloneros de Black Flag en Los Ángeles. En su segundo concierto, en mayo, Greg Ginn preguntó si les gustaría grabar para su nuevo sello, SST. Pero entonces, Tonche, en palabras de Watt, «se asustó con el punk rock» —en realidad, se largó del escenario en el segundo concierto del grupo después de que los punks le escupieran—. Hurley pronto estaba de nuevo con Boon y Watt.