Kitabı oku: «Punto de no retorno», sayfa 2
Si el tiempo de mi padre se detuvo el día en que murió, también se detuvo en mí, al menos en lo que se refiere a mi yo relacionado con él. Así quedó formulado en la conclusión de la primera sesión de evaluación. Hay un tiempo común a todo el mundo, un tiempo convencional que todos acatamos para facilitar el funcionamiento de la vida entre los seres humanos, pero también hay un tiempo propio a cada uno de nosotros, o más bien varios tiempos propios, individuales. En mi caso existen por lo menos dos: en uno me estanqué en la edad que tenía cuando murió mi padre y en el otro sigo avanzando con el resto de la gente que me rodea. Los meses inmediatos a su muerte seguí progresando en la edad, esperándolo, hasta que entendí que él se había quedado atrás y entonces dejé de avanzar y me instalé en esa edad. Esos meses totalizan dos años aproximadamente. Calculo que tendría ocho años cuando empecé a relacionarme con él desde su ausencia. Estaba y no estaba. Yo tenía un papá, aunque nadie sabía que seguía teniéndolo, puesto que él había desaparecido físicamente. Lo tenía en la cabeza. Él dejó de cumplir años y yo paré de crecer. Él no envejeció y yo no soy adulto con él. Todos estos años he sido con él el niño que fue su hijo. Los años han transcurrido fuera de nuestro trato cotidiano, pero no en mi relación con él. Él sigue siendo médico y comunista porque no tuvo la ocasión de jubilar ni de retirarse del partido. Y yo sigo teniendo ocho años cuando me encuentro con él, cuando hablo con él y cuando sueño con él, cuando me comprende y cuando necesito su orientación.
Ahí estaba, cuando sacaba una mala nota a los siete años, a los ocho, sermoneándome, porque si bien no recuerdo ningún castigo, me han contado que era estricto. Y ahí está cada vez que miento, porque también es estricto en la honestidad, impecable en lo ético.
Muy difícil tener un padre intachable, que no tuvo tiempo para desviarse y cuya muerte borró sus faltas. Mi padre fue cada día más perfecto después de su muerte. Los amigos lo fueron perfeccionando con los años. Pasó de ser un simple pescador de domingo a «uno de los mejores pescadores con mosca del hemisferio sur». Con el tiempo crecieron las truchas y los salmones que capturó en los lagos del sur y en los ríos cordilleranos. Su latigazo era inigualable, y por supuesto devolvía sistemáticamente la presa, cumpliendo con las normativas legales de devolución de los peces.
Cuando fui adolescente, me interesé en la política, influenciado por las historias de compromiso con el pueblo de mi padre. Felizmente, su influencia no fue total. No ingresé al Partido Comunista sino a otro, de izquierda revolucionaria, un calificativo con el que nos diferenciábamos de los reformistas. Ni hoy ni en esa época de mi adolescencia recuerdo sus explicaciones sobre la sociedad y la injusticia social. Sin embargo, según parientes y amigos, incluida mi madre, en la mesa a menudo disertaba sobre burgueses y proletarios, explotadores y explotados, capitalismo opresor y socialismo liberador, con el ejemplo de la Unión Soviética, territorio liberado de clases dominantes y trabajadores sojuzgados.
No recuerdo banderas rojas con la hoz y el martillo en la casa, ni panfletos o pancartas, pero sí muchos libros de los grandes pensadores marxistas, excepto Trotsky, por supuesto, porque mi papá jamás permitió que el mal entrase en nuestra casa. Había que protegernos, en especial a mi hermana que, además de ser la mayor, era la única lectora.
Mi padre era de esas personas que no quisieran hacerle daño a nadie, pero que entienden que hay enemigos del pueblo que deben ser neutralizados, como los virus o los microbios cuyo efecto nocivo en los seres más frágiles él conocía bien por sus estudios de medicina. El médico es como el cuadro del partido: su función es salvar al pueblo desprotegido ante las múltiples amenazas que no percibe. Por eso leía textos de anatomía y de marxismo. Era un defensor de la salud pública y de la lucha de clases. Había que acabar con los parásitos, los que se multiplican en el vientre de los niños malnutridos y los que se enriquecen explotando a los obreros. En eso era categórico, como en la devolución de los peces en aquellos ríos donde estaba estipulado que los pescadores con mosca no podían quedarse con más de tres salmones, cualquiera sea su peso. Mi padre no hacía trampa en la vida.
Poco después de la muerte de mi padre, el papá de Verónica también se marchó de su casa. Nunca supimos dónde se había marchado, pero ya no estaba en casa de Verónica. Ella decía que no estaba muerto como el mío, porque lo veía de tiempo en tiempo, pero que su mamá lloraba como la mía. De pronto su papá dejó de estar en la mañana cuando el bus escolar la pasaba a recoger y en la noche cuando su mamá se sentaba al borde de su cama para desearle una noche de sueños bonitos. Ella dice que antes de su desaparición, su papá le contaba cuentos para ayudarla a dormir. El mío no. No puedo decir que echaba de menos sus lecturas en voz alta, porque los libros de marxismo y de anatomía los leía en voz baja y la lectura no estaba dirigida a mí ni se desarrollaba en mi cama.
A veces me tomaba la temperatura. Eso sí le gustaba. Esta temperatura es más fácil de medir que la temperatura política del país, decía riendo, este niño tiene fiebre de patines. Me hacía cosquillas, vamos a tener que aplicarle un masaje en las axilas. Era un juego más entretenido que los cuentos del papá de Verónica. Esa es de las pocas escenas que vislumbro en la bruma de esa etapa de mi vida y de la suya, que se nos acabó a los dos al mismo tiempo. Ambos nos detuvimos bruscamente en la edad que teníamos en ese momento dramático, como si a los actores les hubiesen cortado la luz del teatro en medio de una representación.
Si yo hubiese sabido que se iba a morir y no íbamos a poder hacer todas las cosas que está previsto que un padre y su hijo hagan juntos, no habría vivido esos seis primeros años de mi vida de la misma manera. Estoy seguro de que él tampoco. A diferencia del país, que no hubiese cambiado su rumbo. Nada de lo que sucedió hubiese sido diferente, excepto quizás algunos detalles en el servicio de medicina general del hospital J.J. Aguirre, donde trabajaba mi padre. Quiero creer que hubiese preferido pasar más tiempo con nosotros y menos con los pacientes, aunque quizás hubiese sido al revés. Tal vez se hubiese dedicado a militar en el partido con más fervor, con más sacrificio por la salvación de la clase subyugada.
La mamá de Verónica también se preocupaba por los pobres, pero desde otra perspectiva porque ella era católica y en esa época la iglesia católica y todos sus militantes se ocupaban de los pobres. Les llevaban la palabra del Señor, pero no el de la Unión Soviética, sino la de un señor muerto mucho antes que los muertos de mi papá y de mi mamá. Era otro discurso, que se parecía en algunos segmentos, pero que, según los amigos de mi papá, él no les encontraba ninguna similitud. No me atrevería a afirmar que la mamá de Verónica fumaba opio, pero parece que lo que los católicos le llevaban a los pobres no era la palabra del Señor muerto, sino puro opio.
Supe después que mi padre consagró varios fines de semana de ese año 1963 a la campaña presidencial, sacrificando incluso varias excursiones a pescar. Mi madre también se preparaba para esas elecciones con ilusión. Hasta que sobrevino el choque, mi padre se desvaneció y a ella dejaron de preocuparle los avatares de la política nacional. Allende dejó de ser motivo de esperanza. La tristeza no la dejaba dormir. Yo dormía profundamente, así que nunca la escuché deambular por la casa durante la noche, pero Fresia me contaba que se desvelaba y fumaba en el escritorio. En esa época los médicos no sabían que el cigarrillo era dañino para la salud. No sé si mi papá fumaba. Mi mamá estoy seguro que sí, puesto que a ella la seguí viendo en la época de la que guardo recuerdos ordenados.
Considero ordenados aquellos recuerdos en que logro distinguir los que presencié de los que me contaron. De mi mamá tengo la visión de ella sentada en la sala fumando, también en el patio debajo del cerezo.
El cerezo jugó un papel importante en mi vida. Con él aprendí a distinguir las cuatro estaciones, gracias a las explicaciones de mi padre que acompañaban la caída de las hojas y la aparición de los primeros frutos. A todos nos gustaba comer cerezas. Eran cerezas corazón de paloma, la variedad más carnosa y más grande. Yo era el recolector principal. Me encaramaba en el tronco, sostenido por mi padre para el primer impulso, al menos eso me cuenta mi mamá, luego me enroscaba entre las ramas, siguiendo las instrucciones de mi hermana que me guiaba hacia las extremidades más cargadas. Las moradas eran las más dulces. Había que actuar en el momento preciso, antes de que los pájaros las picaran.
No sé cuántos años viven los cerezos. De aquellas legendarias encaramadas para recolectar sus frutos han pasado más de cincuenta años, y hace más de cuarenta que nos mudamos de esa casa y que no he vuelto a ese patio de hermosos recuerdos. No debería hablar de hermosos recuerdos, ya que fue en ese escenario en que mi madre derramó sus lágrimas más amargas, pero la vida es así. Como la muerte, que no deja el sabor que corresponde a lo que es. Si uno muerde una cereza corazón de paloma, el sabor que nos deja en la boca es el que esperamos de una cereza de esas características: dulce, suave y rojo. De la cereza queda en el paladar sabor a cereza. No así de la muerte de alguien, que suscita reacciones que generan malentendidos. Por ejemplo, mi abuela presumía que yo no sufría la muerte de mi padre, porque me escuchaba gritando en las pichangas con los amigos de la cuadra. De mi comportamiento animado deducía que yo no lo quería. La profesora nos explicó la significación del verbo deducir con las matemáticas: si dos más dos son cuatro, se deduce que cuatro menos dos son dos. Si yo seguía pendiente de los juegos con los vecinos, ella deducía que no me dolía la ausencia irreversible de mi padre.
Eso pudo haber sido verdad al principio, cuando creía que él volvería, como nos tenía acostumbrados cada vez que se ausentaba a sus jornadas de pesca o al ejercicio de la actividad revolucionaria. Con él aprendí esa otra acepción de la palabra ejercicio. Para mí, la palabra ejercicio estaba relacionada únicamente con movimientos corporales, pero él la usaba también para referirse al ejercicio de la política, que no se traducía en contorsiones de ningún tipo, puesto que siempre lo hacía sentado en la sala de la casa o en el comedor durante las comidas con los amigos, los parientes y a veces los camaradas, quienes eran los que más ejercicios políticos hacían.
Quizás porque en ese patio del cerezo están almacenadas algunas de las pocas imágenes que conservo de mi padre es que tengo un recuerdo tan radiante de ese rincón de paz. Quizás también porque ahí fui un niño feliz, sin nadie que me exigiera ser adulto. En ese tiempo-espacio, ni mi madre ni mi hermana me obligaban aún a asumir la vida como un ser responsable y maduro. Nadie me repetía que las cosas de la vida no son juegos infantiles, ni la universidad, ni el trabajo, ni la pertenencia a un partido político.
Es muy extraño el efecto que produce la muerte en los allegados del fallecido. Su arbitrariedad acarrea una sensación de injusticia. Al no dejar pistas de las razones de su intromisión, la muerte siembra las conjeturas más diversas entre los que se quedan. Por qué él, es la interrogante más generalizada al momento de propagarse la noticia. Por la edad que yo tenía cuando murió mi padre, esa pregunta no me la formulé. El porqué de las cosas, que a esa edad uno usa mucho para introducir los temas de conversación con los adultos y que tanta hilaridad causa en ellos, no es un misterio que interesa a los niños. No recuerdo haberme preguntado la razón de que fuese mi padre el elegido y tampoco haber sentido rencor por lo injusto de la selección.
La muerte se presenta de improviso en el lugar menos indicado y se marcha remolonamente, dejando su reguero de dolor. Alguien pronunció esa frase solemne en aquella época de susurros y caras lánguidas y me quedó grabada (se la repetí al doctor, atribuyéndome su autoría. Me encanta desconcertarlos). El dolor era otra palabra cuyo significado para mí estaba restringido al cuerpo, como el ejercicio. Cuando escuché la frase, me representé a la muerte entrando a patadas en medio de una reunión familiar, golpeando y pisoteando a los presentes, para luego retirarse entre los cuerpos adoloridos de sus víctimas desparramadas sobre la alfombra ensangrentada. No manejaba todavía el concepto del dolor espiritual. Mi padre diría de la mente, porque no le gustaba eso de espiritual. Parece que a ningún comunista le gusta el término espiritual. Ellos creen en lo material, como yo en mi definición del dolor. En fin, la muerte me había dejado un sabor amargo en esa parte de mí que sabía que era irreversible. Uno de la junta evaluativa dijo que mi aparente desprendimiento era un mecanismo de defensa contra un dolor que crecía en lo más profundo del miedo a que mi papá no volviera.
Yo no decidí suspender deliberadamente mi tiempo en un limbo que detuvo su avance a mis ocho años y cuya lógica no me deja ser adulto con mi padre. A veces he intentado concebirlo anciano siendo yo adulto, pero no me siento a gusto con él en el territorio de la ficción. La única realidad posible es la que representamos él a los cuarenta y yo a los ocho, edad que tenía cuando terminé de aceptar que nunca más lo vería, como esos niños que de pronto entienden que Santa Claus no existe, ni los renos ni el trineo, y que son los padres quienes compran y disponen los regalos en el pino de la sala. Yo adulto y él anciano es una fantasía imposible.
No me parece una conducta sana entretenerme en imaginar que estamos sentados uno frente al otro con una copa de jerez departiendo sobre la guerra en Medio Oriente, si él ni sabe que la Unión Soviética se desmoronó. No sería sano ni para mi espíritu, que hoy sí diferencio del cuerpo, aunque todavía no sé de qué se trata, ni para él que ya ni materia posee, menos pensamiento y palabras propias.
Esa situación de ambos conversando en sendos sillones ni siquiera existió en nuestra corta vida común. Él sí estuvo infinidad de veces sentado en los sillones de la sala conversando, pero nunca conmigo. Yo también me encontré muchas veces en esa posición varios años después, pero no con él enfrente. Tampoco recuerdo haber presenciado una conversación entre él y mi hermana en la sala de la casa, aunque esa escena es verosímil. Además de ser mayor, mi hermana era capaz de desarrollar una idea y, por lo tanto, conversar. Mi hermana acaparaba la atención de mi papá. Mi papá era un señor serio, más dado a conversar que a dar brincos detrás de una pelota o a encaramarse en unos patines. Le gustaba leer, pero prefería conversar. Eso mi hermana lo entendió desde un principio. Yo trataba de atraer su atención con mis proezas en la cancha del barrio, que según mi madre él atendía con sumo interés, pero me temo que la técnica de mi hermana era más eficaz. Sacaba datos de la enciclopedia y hacía preguntas inteligentes.
No era un problema de madurez. Si hubiese tenido catorce años cuando murió, o doce, tampoco hubiese presentado el mismo atractivo para él que mi hermana. Los sentimientos requieren de un soporte para desarrollarse, como las orquídeas que necesitan de los árboles para vivir. Los sentimientos se diluyen y se pierden si no están sujetos a actos humanos, la palabra, el sexo, entre otras más sutiles, como las miradas o la genética.
Mi madre insiste en que mi papá nos quería a los dos por igual. No obstante, el puente que mi hermana fijaba para vehicular ese amor era más sólido. Mis hazañas no constituían un buen conductor para el amor. La agilidad, la fuerza, la destreza y la temeridad que demostraba para alcanzar las cerezas más grandes y maduras no eran agentes conductores de esa sorpresa admirativa que tanto favorece al amor paterno.
Me pregunto hasta dónde los niños, con el fin de seducir a los padres, adoptan actitudes que luego se transforman en los pilares de su vida adulta. Lo digo por mi hermana, que después de la muerte de nuestro padre siguió comportándose como a mi padre le gustaba que fuese la gente.
Como ya lo confesé, todo lo que sé sobre mi padre es el fruto de las historias mil veces reproducidas por las personas que compartieron vida con él. Un hijo de uno de los compañeros de pesca, actualmente fallecido, se apropió de las historias de su padre y actúa como comisionado de su legado. A veces se posesiona de tal manera del rol que jugó su padre en una escena de ese pasado glorioso y añorado, que al escucharlo uno se figura que él también estaba a orillas del lago Peñuelas la tarde en que perdieron los remos y tuvieron que remar con los platos de baquelita. Se llamaba Arturo, le decían Arturito, porque el papá también se llamaba Arturo, y tenía mi edad. Es mentira, por lo tanto, que le permitían subir al bote. No puede haber estado en el bote esa tarde inolvidable cuya rememoración nunca falla cuando se trata de espantar la tristeza, que a menudo agua la fiesta de los recuerdos.
Han pasado cincuenta años y todavía la tristeza se inmiscuye cuando se reúnen los viejitos y recuerdan «aquellos tiempos». En presencia de mi madre, de mi hermana o de mí, no pueden usar el proverbio que designa el tiempo pasado como siempre mejor. Probablemente lo es para la mayoría de ellos, pero no pueden proclamarlo frente a personas que guardan de esos años los recuerdos más amargos. Para ellos son remembranzas de una época en que eran jóvenes rebosantes de salud, felizmente casados todos ellos, con hijos también todos ellos, con profesiones prometedoras y hogares bien situados en un país de paz y libertad. Ninguno pertenecía a una clase social desfavorecida ni era víctima de las injusticias de un sistema que ellos mismos denunciaban como responsable de todos los males del pueblo. No eran todos comunistas, pero en esa época no lucía bien entre la clase media pensante sostener discursos apologéticos de un modelo económico que suscitaba tanta pobreza.
Una minoría no le echaba la culpa al modelo económico y explicaba esos fenómenos por la zanganería y el atraso cultural de unos tipos que se gastaban el sueldo en alcohol, pero la mayoría convenía en que el responsable era el sistema y sus mecanismos de opresión al servicio de los ricos, que mantenían a los pobres en el oscurantismo para explotarlos más fácilmente. Palabras más palabras menos, eso era lo que se decía en la sala antes de pasar a la mesa o en la mesa durante la comida o de nuevo en la sala después del postre. No sé si más tarde, cuando a los pequeños nos mandaban a la cama, se decían otras cosas más complejas o secretas. Mientras estábamos a la escucha, ese era el mensaje. Alessandri, Frei, Allende eran los nombres que más sonaban, además de Lenin y Carlos Marx. No recuerdo que se nombrara a Fidel Castro ni de un lado ni del otro, ni como solución ni como calamidad. Más adelante fue el convidado de piedra de todas las discusiones políticas, pero para ese entonces la revolución se había alejado momentáneamente de mi casa, espantada por la tristeza que se apoderó de sus cinco habitantes, ya que, además de Fresia, se vino mi abuela a vivir con nosotros.
Los comensales habituales de la calle Santa Julia acusaban a mi abuela de anticomunista primaria. Lo decían en broma, pero lo decían a cada rato. Hasta su hijo se reía de su aversión por los comunistas. También se burlaban de su catolicismo primitivo, pero eso con más respeto. La religión siempre se ha tratado con más respeto que la política. Dios daba más miedo que Stalin. En la historia de la humanidad siempre ha sido así. Ningún jefe político o militar ha causado entre los hombres más miedo que Dios. Eso es lo bueno de ser ateo, decía mi padre, no le tenemos miedo a Dios, puesto que no existe. Un miedo menos. Yo no estaba muy convencido de si existía o no, pero le tenía más miedo a sus represalias que a lo que pudiese hacerme el Presidente de la República. Nunca se me ocurrió que el Presidente pudiese hacerme algo por mentir. Dios sí. Afortunadamente, nunca estuvo pendiente de mí.
Mi abuela generalmente no participaba en las discusiones políticas ni estaba tan a menudo en la casa como después del fallecimiento de mi padre, cuando se instaló y con ella algunas cruces que parecían adornos en la pared, pero que estaban ahí para que no perdiéramos el rumbo. No nos ponía a rezar por respeto a la memoria atea de su hijo, pero Dios aparecía en sus parlamentos en los momentos más insólitos. De repente, en medio de una tarea de geometría, entre la hipotenusa y un ángulo obtuso, Dios salía en ayuda del triángulo que, de lo contrario, jamás lograría que los catetos y los vértices encontrasen la ubicación adecuada.
Nunca le exigió a mi mamá que nos bautizase ni nos confirmase ni nos comunionase ni tampoco que nos confesásemos, como sí lo tenía que hacer Arturito y también Verónica y varios de los amigos de la cuadra. Yo lo único que hice fue pedirle a mi mamá que me matriculase en clase de catecismo por si Verónica necesitaba ayuda. Ella me ayudaba en otras materias. La clase en sí no era ni más ni menos aburrida ni difícil que las otras. Las fechas de las batallas de la Independencia y el nombre de sus cabecillas eran igual de difíciles de retener que los nombres de los apóstoles y las fechas demasiado vagas de los episodios cardinales.
Fueron años en que el presente estaba inscrito en una miscelánea de eventos pasados, las anécdotas de mi padre, aquellas de los santos y mártires del catecismo y las gestas heroicas de los próceres de la patria. El presente lucía trivial en comparación con tantos eventos trascendentales del pasado. Mi amor por mi papá lucía minúsculo y mezquino al lado del amor de Jesús por el suyo o el de José Miguel Carrera por la patria.
No me atrevería a usar la palabra amor para referirme al sentimiento que dominaba mis pensamientos hacia Verónica, pero su imagen invadía gran parte de la raíz de esos pensamientos, es decir, mi cerebro. Tampoco quiero insinuar que sus miradas coquetas y sus sugerentes palabras eran el único nutriente de esa raíz, puesto que estaban las pichangas de la cuadra, pero debo reconocer que eran de los pocos sustentos alegres que en esa época irrigaban mi vapuleado cerebro. La maestra que al principio se hizo la indiferente, se volvió gentil, pero era profesora y yo era mal alumno, lo que obstaculiza el flujo de amor entre esas dos categorías humanas. Fresia tuvo que adjudicarse algunas funciones que mi madre no podía asumir por el abandono del hogar que le imponía su extendido horario de trabajo, y esa división de las prerrogativas la transformó en una autoridad, lo que tampoco ayudaba al buen desarrollo del amor con el gobernado indisciplinado que era yo. Mi abuela, más aferrada que nunca a su rosario, mi madre a sus lágrimas y mi hermana a su ostracismo no ayudaban tampoco a fomentar ese clima de amor y alegría que solo Verónica mantenía a flote.
Sé que estoy siendo injusto con los primos, Arturito y otros niños que rondaban en mi vida, pero tengo que decir que actuaban demasiado influidos por las recomendaciones de sus padres. Se notaba que sus actitudes hacia nosotros no eran naturales. Si te dejan ganar en todos los juegos, aun en aquellos que sabes que ellos son mejores, es porque algo no anda de manera espontánea. Es fácil imaginar las indicaciones que recibían de los adultos antes de depositarlos en nuestra casa: Acuérdense que a esos niños se les acaba de morir el papá y están tristes. Si el papá de ustedes se muriera, ¿les gustaría que vinieran los primos y les hicieran pasar un mal rato? De esa manera, los hijos de los tíos empezaron de pronto a darnos la razón en todo. Es agradable, pero si uno gana sistemáticamente en las competencias, el juego pierde interés.
Me pregunto qué tan diferente hubiese sido mi vida si no hubiese muerto mi papá. Las tropas del Pacto de Varsovia hubiesen entrado de todos modos en Praga en la primavera del 68, generando en los comunistas del mundo un proceso de reflexión individual, pero no colectivo, del que no hubiese escapado mi padre y que tal vez hubiese compartido con sus hijos, que ya tendríamos edad de empezar a interesarnos en algo más que el colegio y el barrio. También hubiese sido elegido Salvador Allende presidente de Chile en 1970, generando otra convulsión, mayor que la de Checoslovaquia para nosotros, puesto que en Chile lo que sucedía en Europa parecía lejano y exótico.
Creo que sería diferente a lo que soy, más seguro de mí mismo. A una edad demasiado temprana me tocó integrar la tristeza a ese abanico de sentimientos que conforman nuestro complejo universo interior, y esa irrupción violenta hizo de mí un ser temeroso. De no haber muerto él esa tarde, sospecho que no viviría siempre con miedo.
Cuántas veces he disertado sobre la importancia de no rehuir la tristeza, de entenderla como uno de los ingredientes que constituyen la felicidad. Hoy me pregunto si su integración a los seis años es tan sana como me gusta alegar. La tristeza está emparejada con el amor. Si no hay amor, no hay tristeza. No hay verdadero amor sin tristeza, suelo repetir en las conversaciones con los amigos. A ellos no se les murió el padre cuando eran niños y sin embargo tenemos un porcentaje equivalente de tristeza en el corazón. ¿Significa entonces que la muerte de mi padre fue anodina en lo que se refiere a mi capacidad para ser feliz? Si mi hermana sentía una tristeza mayor, ¿su amor era más verdadero?
En el transcurrir de los años, su ausencia determinó mis pasos. Todo hubiese sido distinto si él hubiese estado físicamente cerca de mí. Los acontecimientos políticos probablemente hubiesen repercutido en nosotros de manera similar, pero no igual. Ni hablar de las decisiones que tomamos; que tomó mi mamá, porque yo no tomé ninguna. Yo no decidía ni qué juego jugábamos en la cuadra, porque Lucho era más grande y él decía si nos tocaba los patines, las bolitas, la pelota o unos juegos estúpidos que él inventaba para ganar.
Lucho era el más tonto de todos nosotros, pero el más fuerte. En los juegos en que la inteligencia intervenía, él perdía. Solamente ganaba en la lucha libre y las carreras. Hasta en los patines hay que pensar para no perder el equilibrio y en las bolitas existe una estrategia. Se la traté de explicar a mi papá un domingo que no fue a pescar, pero no entendió. Por supuesto, no entendió por razones diferentes a las limitaciones de Lucho. Seguramente no entendió porque no me escuchó con la suficiente atención. A menudo se volvía distraído cuando yo le hablaba. Tengo en la memoria la imagen de él leyendo de reojo la prensa mientras yo le hablaba. No sabría decir si esa imagen corresponde a la explicación de la estrategia de las bolitas, pero si no fue en esa ocasión fue en otra similar.
No me extrañaría descubrir escondido en el fondo de mi subconsciente que el motivo de que nunca le haya hablado de Verónica a mi padre fue para no hacerla pasar por la humillación de su indiferencia. Misterios de la psicología que de niño no pude desentrañar, porque en esa época los comunistas despreciaban las masturbaciones-intelectuales-pequeñoburguesas. En mi casa los libros de Freud eran tan execrados como los de Trotsky, no por judíos, sino por enemigos del proletariado. Hoy pienso que su indiferencia no era displicencia, sino descuido, pero en esa época tampoco entendía de eufemismos.
Creo que Verónica no conoció mi casa en la calle Santa Julia. No la veo en el patio debajo del cerezo ni en la sala, ni siquiera en la vereda frente a la casa. Mejor, porque Lucho era seductor y al ser más grande tenía capacidad para conquistarla. Ella no tendría compasión por mí si le llegaba a gustar Lucho, aunque mi padre había muerto recientemente. La ley que rige en el amor es la misma de la jungla. Nadie espera que la leona tenga piedad por el venado porque es cojo. Verónica es inteligente, pero el amor encandila. Se hubiese dado cuenta demasiado tarde que Lucho era tonto. A veces uno se deja llevar por la apariencia física y no se detiene a observar el resto. La gente dice que es una característica de los hombres, pero yo creo que también las mujeres son a menudo víctimas de ese descuido. Afortunadamente, Verónica no conoció a Lucho y no hubo extravío. Tampoco conoció a Arturito, a quien no lo favorecía el físico, pero tenía el don de la palabra, otro atractivo engañoso.
Arturito y Lucho sí se conocieron, pero no congeniaron. A Arturito no le gustaban los juegos físicos, menos aún los bruscos, y Lucho detestaba los intelectuales. No sé si el calificativo “intelectual” puede aplicarse a un niño de ocho años. Lo usábamos en el colegio para describir a alguien que no servía para nada. Lucho no era del colegio, pero había visto innumerables películas gringas en que los tipos que pasan mucho tiempo leyendo y pensando son sospechosos. Los buenos disparan, pelean, besan mujeres bellas y son deportistas. Una división del trabajo que colocaba inexorablemente a Arturito en el campo de los malvados o los inútiles. Ni de arquero servía, porque según Lucho los intelectuales son distraídos y cobardes. Cuando Arturito nos visitaba con su mamá, nos quedábamos conversando en la casa y no salíamos a jugar.
Mi hermana tampoco permitió que Arturito entrara en su mundo por embustero. Una vez lo escuchó atribuirse un papel en una anécdota de mi papá en que a ella le constaba que no había tomado parte y desde entonces no le hablaba. Así era mi hermana, tajante. Cuando llegaba Arturito, mi hermana explicaba que tenía muchas tareas para entregar el lunes y se encerraba en el cuarto. Si no era invierno ni estaba lloviendo, Arturito y yo conversábamos en el patio, de lo contrario nos replegábamos a la habitación y hablábamos en clave para que ella no entendiera. En esa época nuestros secretos no eran vitales, como sí lo fueron algunos años después cuando nos reuníamos en la clandestinidad para reagrupar a los compañeros del FER dispersos por la represión de las primeras semanas que siguieron al golpe de Estado. Durante el año 1973 nuestras conversaciones en la casa de Ñuñoa, a veces en la misma habitación de mi hermana, también eran en clave, pero en ese caso justificadamente, a pesar de que mi hermana nos cedía el cuarto para no escuchar lo que era preferible ignorar. Mucho después supe que ella también tenía reuniones clandestinas con amigas de la universidad con quienes supuestamente preparaba exámenes.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.