Kitabı oku: «El señor presidente», sayfa 3

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V · ¡Ese animal!

El secretario del Presidente oía al doctor Barreño.

—Yo le diré, señor secretario, que tengo diez años de ir diariamente a un cuartel como cirujano militar. Yo le diré que he sido víctima de un atropello incalificable, que he sido arrestado, arresto que se debió a..., yo le diré, lo siguiente: en el Hospital Militar se presentó una enfermedad extraña; día a día morían diez y doce individuos por la mañana, diez y doce individuos por la tarde, diez y doce individuos por la noche.Yo le diré que el Jefe de Sanidad Militar me comisionó para que en compañía de otros colegas pasáramos a estudiar el caso e informáramos a qué se debía la muerte de individuos que la víspera entraban al hospital buenos o casi buenos.Yo le diré que después de cinco autopsias logré establecer que esos infelices morían de una perforación en el estómago del tamaño de un real, producida por un agente extraño que yo desconocía y que resultó ser el sulfato de soda que les daban de purgante, sulfato de soda comprado en las fábricas de agua gaseosa y de mala calidad, por consiguiente. Yo le diré que mis colegas médicos no opinaron como yo y que, sin duda por eso, no fueron arrestados; para ellos se trataba de una enfermedad nueva que había que estudiar.Yo le diré que han muerto ciento cuarenta soldados y que aún quedan dos barriles de sulfato.Yo le diré que por robarse algunos pesos, el Jefe de Sanidad Militar sacrificó ciento cuarenta hombres, y los que seguirán...Yo le diré...

—¡Doctor Luis Barreño! —gritó a la puerta de la secretaría, un ayudante presidencial.

—...yo le diré, señor secretario, lo que él me diga.

El secretario acompañó al doctor Barreño unos pasos. A fuer de humanitaria interesaba la jerigonza de su crónica escalonada, monótona, gris, de acuerdo con su cabeza canosa y su cara de bistec seco de hombre de ciencia.

El Presidente de la República le recibió en pie, la cabeza levantada, un brazo suelto naturalmente y el otro a la espalda, y, sin darle tiempo a que lo saludara, le cantó:

—Yo le diré, donde Luis, ¡y eso sí!, que no estoy dispuesto a que por chismes de mediquetes se menoscabe el crédito de mi gobierno en lo más mínimo. ¡Deberían saberlo mis enemigos para no descuidarse, porque a la primera, les boto la cabeza! ¡Retírese! ¡Salga!..., y ¡llame a ese animal!

De espaldas a la puerta, el sombrero en la mano y una arruga trágica en la frente, pálido como el día en que lo han de enterrar, salió el doctor Barreño.

—¡Perdido, señor secretario, estoy perdido!...Todo lo que oí fue: “¡Retírese, salga, llame a ese animal!...”.

—¡Yo soy ese animal!

De una mesa esquinada se levantó un escribiente, dijo así, y pasó a la sala presidencial por la puerta que acababa de cerrar el doctor Barreño.

—¡Creía que me pegaba!... ¡Viera visto..., viera visto!... —hilvanó el médico enjugándose el sudor que le corría por la cara—. ¡Viera visto! Pero le estoy quitando su tiempo, señor secretario, y usted está muy ocupado. Me voy, ¿oye? Y muchas gracias...

—Adiós, doctorcito. De nada. Que le vaya bien.

El secretario concluía el despacho que el Señor Presidente firmaría dentro de unos momentos. La ciudad apuraba la naranjada del crepúsculo vestida de lindos celajes de tarlatana con estrellas en la cabeza como ángel de loa. De los campanarios luminosos caía en las calles el salvavidas del Ave María.

Barreño entró en su casa que pedazos se hacía. ¡Quién quita una puñalada trapera! Cerró la puerta mirando a los tejados, por donde una mano criminal podía bajar a estrangularlo, y se refugió en su cuarto detrás de un ropero.

Los levitones pendían solemnes, como ahorcados que se conservan en naftalina, y bajo su signo de muerte recordó Barreño el asesinato de su padre, acaecido de noche en un camino, solo, hace muchos años. Su familia tuvo que conformarse con una investigación judicial sin resultado; la farsa coronaba la infamia y una carta anónima que decía más o menos:“Veníamos con mi cuñado por el camino que va de Vuelta Grande a La Canoa a eso de las once de la noche, cuando a lo lejos sonó una detonación; otra, otra, otra..., pudimos contar hasta cinco. Nos refugiamos en un bosquecito cercano. Oímos que a nuestro encuentro venían caballerías a galope tendido. Jinetes y caballos pasaron casi rozándonos, y continuamos la marcha al cabo de un rato, cundo todo quedó en silencio. Pero nuestras bestias no tardaron en armarse. Mientras reculaban resoplando, nos apeamos pistola en mano a ver qué había de por medio y encontramos tendido el cadáver de un hombre boca abajo y a unos pasos una mula herida que mi cuñado despenó. Sin vacilar regresamos a dar parte aVuelta Grande.En la Comandancia encontramos al coronel José Parrales Sonriente,‘el hombre de la mulita’, acompañado de un grupo de amigos, sentados alrededor de una mesa llena de copas. Le llamamos aparte y en voz baja le contamos lo que habíamos visto. Primero lo de los tiros, luego... En oyéndonos se encogió de hombros torció los ojos hacia la llama de la candela manchada y repuso pausadamente: ‘¡Váyanse derechito a su casa, yo sé lo que les digo, y no vuelvan a hablar de esto!...’.”

—¡Luis!... ¡Luis!...

Del ropero se descolgó un levitón como ave de rapiña. —¡Luis!

Barreño saltó y se puso a hojear un libro a dos pasos de su

biblioteca. ¡El susto que se habría llevado su mujer si lo encuentra en el ropero!...

—¡Ya ni gracia tienes! ¡Te vas a matar estudiando o te vas a volver loco! ¡Acuérdate que siempre te lo digo! No quieres entender que para ser algo en esta vida se necesita más labia que saber. ¿Qué ganas con estudiar? ¿Qué ganas con estudiar? ¡Nada! ¡Dijera yo un par de calcetines, pero qué...! ¡No faltaba más! ¡No faltaba más!...

La luz y la voz de su esposa le devolvieron la tranquilidad.

—¡No faltaba más! Estudiar..., estudiar... ¿Para qué?... Para que después de muerto te digan que eras sabio, como se lo dicen a todo el mundo... ¡Bah!... Que estudien los empíricos; tú no tienes necesidad, que para eso sirve el título, para saber sin estudiar... ¡Y... no me hagas caras! En lugar de biblioteca deberías tener clientela. Si por cada librote inútil de ésos tuvieras un enfermo, estaríamos mejor de salud nosotros aquí en la casa.Yo, por mí, quisiera ver tu clínica llena, oír sonar el teléfono a todas horas, verte en consultas... En fin, que llegaras a ser algo...

—Tú le llamas ser algo a...

—Pues entonces... algo efectivo... y para eso no me digas que se necesita botar las pestañas sobre los libros, como tú lo haces.Ya quisieran saber los otros médicos la mitad de lo que tú sabes. Basta con hacerse buenas cuñas y de nombre. El médico del Señor Presidente por aquí... El médico del Señor Presidente por allá...Y eso sí, ya ves; eso sí ya es ser algo...

—Puesss... —y Barreño detuvo el pues entre los labios salvando una pequeña fuga de memoria— ... esss, hija, pierde las esperanzas; te caerías de espaldas si te contara que vengo de ver al Presidente. Sí, de ver al Presidente.

—¡Ah, caramba!, ¿y qué te dijo, cómo te recibió?

—Mal. Botar la cabeza fue todo lo que le oí decir. Tuve miedo y lo peor es que no encontraba la puerta para salir.

—¿Un regaño? ¡Bueno, no es al primero ni al último que regaña; a otros les pega! —y tras una prolongada pausa, agregó—:A ti lo que siempre te ha perdido es el miedo...

—Pero, mujer, dame uno que sea valiente con una fiera.

—No, hombre, si no me refiero a eso; hablo de la cirugía, ya que no puedes llegar a ser médico del Presidente. Para eso lo que urge es que pierdas el miedo. Pero para ser cirujano lo que se necesita es valor. Créemelo.Valor y decisión para meter el cuchillo. Una costurera que no echa a perder tela no llegará a cortar bien un vestido nunca.Y un vestido, bueno, un vestido vale algo. Los médicos, en cambio, pueden ensayar en el hospital con los indios.Y lo del Presidente, no hagas caso. ¡Ven a comer! El hombre debe estar para que lo chamarreen con ese asesinato horrible del Portal del Señor.

—¡Mira, calla!, no suceda aquí lo que no ha sucedido nunca; que yo te dé una bofetada. ¡No es un asesinato ni nada de horrible tiene el que hayan acabado con ese verdugo odioso, el que le quitó la vida a mi padre, en un camino solo, a un anciano solo...!

—¡Según un anónimo! Pero, no pareces hombre; ¿quién se lleva de anónimos?

—Si yo me llevara de anónimos...

—No pareces hombre...

—Pero ¡déjame hablar! Si yo me llevara de anónimos no estarías aquí en mi casa —Barreño se registraba los bolsillos con la mano febril y el gesto en suspenso—; no estarías aquí en mi casa.Toma: lee...

Pálida, sin más rojo que el químico bermellón de los labios, tomó ella el papel que le tendía su marido y en un segundo le pasó los ojos:

Doctor: aganos el fabor de consolar a su mujer, ahora que “el hombre de la mulita” pasó a mejor bida. Consejo de unos amigos y amigas que le quieren.

Con una carcajada dolorosa, astillas de risa que llenaban las probetas y retortas del pequeño laboratorio de Barreño, como un veneno a estudiar, ella devolvió el papel a su marido. Una sirvienta acababa de decir a la puerta:

—¡Ya está servida la comida!

* * *

En Palacio, el Presidente firmaba el despacho asistido por el viejecito que entró al salir el doctor Barreño y oír que llamaban a ese animal.

Ese animal era un hombre pobremente vestido, con la piel rosada como ratón tierno, el cabello de oro de mala calidad, y los ojos azules y turbios perdidos en anteojos color de yema de huevo.

El Presidente puso la última firma y el viejecito, por secar de prisa, derramó el tintero sobre el pliego firmado.

—¡Animal!

—¡Se ...ñor!

—¡Animal!

Un timbrazo..., otro..., otro... Pasos y un ayudante en la puerta.

—¡General, que le den doscientos palos a éste, ya ya! —rugió el Presidente; y pasó en seguida a la Casa Presidencial. La comida estaba puesta.

A ese animal se le llenaron los ojos de lágrimas. No habló porque no pudo y porque sabía que era inútil implorar perdón: el Señor Presidente estaba como endemoniado con el asesinato de Parrales Sonriente.A sus ojos nublados asomaron a implorar por él su mujer y sus hijos: una vieja trabajada y una media docena de chicuelos flacos. Con la mano hecha un garabato se buscaba la bolsa de la chaqueta para sacar el pañuelo y llorar amargamente —¡y no poder gritar para aliviarse!—, pensando, no como el resto de los mortales, que aquel castigo era inicuo; por el contrario, que bueno estaba que le pegaran para enseñarle a no ser torpe —¡y no poder gritar para aliviarse!—, para enseñarle a hacer bien las cosas, y no derramar la tinta sobre las notas —¡y no poder gritar para aliviarse!...

Entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta, contribuyendo con sus carrillos fláccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa acongojándole de un modo extraño.

¡Nunca había sudado tanto!... ¡Y no poder gritar para aliviarse! Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar...

El ayudante le sacó del brazo como dundo, embutido en una torpeza macabra: los ojos fijos, los oídos con una terrible sensación de vacío, la piel pesada, pesadísima, doblándose por los riñones, flojo, cada vez más flojo.

Minutos después, en el comedor:

—¿Da su permiso, Señor Presidente?

—Pase, general.

—Señor, vengo a darle parte de ese animal que no aguantó los doscientos palos.

La sirvienta que sostenía el plato del que tomaba el Presidente, en ese momento, una papa frita, se puso a temblar... —Y usted, ¿por qué tiembla? —la increpó el amo.Y volviéndose al general que, cuadrado, con el quepis en la mano,

esperaba sin pestañear—: ¡Está bien, retírese!

Sin dejar el plato, la sirvienta corrió a alcanzar al ayudante y le preguntó por qué no había aguantado los doscientos palos. —¿Cómo por qué? ¡Porque se murió!

Y siempre con el plato, volvió al comedor.

—¡Señor —dijo casi llorando al Presidente, que comía tranquilo—, dice que no aguantó porque se murió! —¿Y qué? ¡Traiga lo que sigue!

VI · La cabeza de un general

Miguel Cara de Ángel, el hombre de toda la confianza del Presidente, entró de sobremesa.

—¡Mil excusas, Señor Presidente! —dijo al asomar a la puerta del comedor. (Era bello y malo como Satán.)—. ¡Mil excusas, Señor Presidente, si vengo-ooo... pero tuve que ayudar a un leñatero con un herido que recogió de la basura y no me fue posible venir antes! ¡Informo al Señor Presidente que no se trataba de persona conocida, sino de uno así como cualquiera!

El Presidente vestía, como siempre, de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados.

—¿Y se lo llevó adonde corresponde?... —interrogó desarrugando el ceño...

—Señor...

—¡Qué cuento es ése! ¡Alguien que se precia de ser amigo del Presidente de la República no abandona en la calle a un infeliz herido víctima de oculta mano!

Un leve movimiento en la puerta del comedor le hizo volver la cabeza.

—Pase, general...

—Con el permiso del Señor Presidente... —¿Ya están listos, general?

—Sí, Señor Presidente...

—Vaya usted mismo, general; presente a la viuda mis condolencias y hágale entrega de esos trescientos pesos que le manda el Presidente de la República para que se ayude en los gastos del entierro.

El general, que permanecía cuadrado, con el quepis en la diestra, sin parpadear, sin respirar casi, se inclinó, recogió el dinero de la mesa, giró sobre los talones y, minutos después, salió en automóvil con el féretro que encerraba el cuerpo de ese animal.

Cara de Ángel se apresuró a explicar:

—Pensé seguir con el herido hasta el hospital, pero luego me dije: “Con una orden del Señor Presidente lo atenderán mejor”.Y como venía para acá a su llamado y a manifestarle una vez más que no me pasa la muerte que villanos dieron por la espalda a nuestro Parrales Sonriente...

—Ya daré la orden...

—No otra cosí podía esperarse del que dicen que no debía gobernar este país...

El Presidente saltó como picado.

—¿Quiénes?

—¡Yo, el primero, Señor Presidente, entre los muchos que profesamos la creencia de que un hombre como usted debería gobernar un pueblo como Francia, o la libre Suiza, o la industriosa Bélgica o la maravillosa Dinamarca!... Pero Francia..., Francia sobre todo... ¡Usted sería el hombre ideal para guiar los destinos del gran pueblo de Gambetta yVíctor Hugo!

Una sonrisa casi imperceptible se dibujó bajo el bigote del Presidente, el cual, limpiando sus anteojos con un pañuelo de seda blanca, sin dejar de mirar a Cara de Ángel, tras una breve pausa encaminó la conversación por otro lado.

—Te llamé, Miguel, para algo que me interesa que se arregle esta misma noche. Las autoridades competentes han ordenado la captura de ese pícaro de Eusebio Canales, el general que tú conoces, y lo prenderán en su casa mañana a primera hora. Por razones particulares, aunque es uno de los que asesinaron a Parrales Sonriente, no conviene al Gobierno que vaya a la cárcel y necesito su fuga inmediata. Corre a buscarlo, cuéntale lo que sabes y aconséjale, como cosa tuya, que se escape esta misma noche. Puedes prestarle ayuda para que lo haga, pues, como todo militar de escuela, cree en el honor, se va a querer pasar de vivo y si lo agarran mañana le quito la cabeza. Ni él debe saber esta conversación; solamente tú y yo...Y tú ten cuidado que la policía no se entere que andas por ahí; mira cómo te las arreglas para no dar el cuerpo y que este pícaro se largue. Puedes retirarte.

El favorito salió con media cara cubierta en la bufanda negra. (Era bello y malo como Satán.) Los oficiales que guardaban el comedor del amo le saludaron militarmente. Presentimiento; o acaso habían oído que llevaba en las manos la cabeza de un general. Sesenta desesperados bostezaban en la sala de audiencia, esperando que el Señor Presidente se desocupara. Las calles cercanas a Palacio y a la Casa Presidencial se veían alfombradas de flores. Grupos de soldados, al mando del Comandante de Armas, adornaban el frente de los cuarteles vecinos con faroles, banderitas y cadenas de papel de China azul y blanco.

Cara de Ángel no se dio cuenta de aquellos preparativos de fiesta. Había que ver al general, concertar un plan y proporcionarle la fuga.Todo le pareció fácil antes que ladraran los perros en el bosque monstruoso que separaba al Señor Presidente de sus enemigos, bosque de árboles de orejas que al menor eco se revolvían como agitadas por el huracán. Ni una brizna de ruido quedaba leguas a la redonda con el hambre de aquellos millones de cartílagos. Los perros seguían ladrando. Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos.

Si fuera posible hacer pacto con el diablo, venderle el alma con tal de burlar la vigilancia de la policía y permitir la fuga al general... Pero el diablo no se presta para actos caritativos; bien que hasta dónde no dejaría raja aquel lance singular... La cabeza del general y algo más... Pronunció las palabras como si de verdad llevara en las manos la cabeza del general y algo más.

Había llegado a la casa de Canales, situada en el barrio de la Merced. Era un caserón de esquina, casi centenario, con cierta soberanía de moneda antigua en los ocho balcones que caían a la calle principal y el portón para carruajes que daba a la otra calle. El favorito pensó detenerse aquí y, caso de oír gente dentro, llamar para que le abrieran. Le hizo desistir la presencia de los gendarmes, que rondaban en la acera de enfrente.Apuró el paso y fue echando los ojos por las ventanas a ver si dentro había a quién hacerle señas. No vio a nadie. Imposible detenerse en la acera sin hacerse sospechoso. Pero en la esquina opuesta a la casa se abría un fondín de mala muerte, y para poder permanecer cerca de allí lo que faltaba era entrar y tomar algo. Una cerveza. Hizo decir algunas palabras a la que despachaba y con el vaso de cerveza en la mano volvió la cara para ver quién ocupaba una banquita acuñada a la pared, bulto de hombre que al entrar alcanzó a ver con el rabo de ojo. Sombrero de la coronilla a la frente, casi sobre los ojos, toalla alrededor del pescuezo, el cuello de la chaqueta levantado, pantalones campanudos, botines abotonados sin abotonar, talón alto, tapa de hule, cuero amarillo, género café. Distraídamente levantó los ojos el favorito y fue viendo las botellas alineadas en los tramos de la estantería, la ese luminosa de la bombita de la luz eléctrica, un anuncio de vinos españoles, Baco cabalgando un barril entre frailes barrigones y mujeres desnudas, y un retrato del Señor Presidente, echado a perder de joven, con ferrocarriles en los hombros, como charreteras, y un angelito dejándole caer en la cabeza una corona de laurel. Retrato de mucho gusto. De vez en vez volvía la mirada a la casa del general. Sería grave que el de la banquita y la fondera fueran más que amigos y estuviera haciendo malobra. Se desabrochó la chaqueta al tiempo de cruzar una pierna sobre la otra y recostarse de codos en el mostrador con el aire de la persona que no se va a marchar pronto. ¿Y si pidiera otra cerveza? La pidió y para ganar tiempo pagó con un billete de cien pesos.Tal vez la fondera no tenía vuelto. Esta abrió el cajón de la venta con disgusto, hurgó entre los billetes mugrientos y lo cerró de golpe. No tenía vuelto. Siempre la misma historia de salir a buscar cambio. Se echó el delantal sobre los brazos desnudos y agarró la calle, no sin volver a mirar al de la banquita para recomendarle que estuviera ojo al Cristo con el cliente: un que sí voy a tener cuidado, un que no se vaya a robar algo. Precaución inútil, porque en ese momento salió una señorita de la casa del general, como llovida del cielo, y Cara de Ángel no esperó más.

—Señorita —le dijo andando a la par de ella—, prevenga al dueño de la casa de donde acaba de salir usted, que tengo algo muy urgente que comunicarle.

—¿Mi papá?

—¿Hija del general Canales?

—Sí, señor...

—Pues... no se detenga; no, no... Ande..., andemos, andemos... Aquí tiene usted mi tarjeta. Dígale, por favor, que le espero en mi casa lo más pronto posible; que de aquí me voy para allá, que allá le espero, que su vida está en peligro... Sí, sí, en mi casa, lo más pronto posible...

El viento le arrebató el sombrero y tuvo que volver corriendo a darle alcance. Dos y tres veces se le fue de las manos. Por fin le dio caza. Los aspavientos del que persigue un ave de corral.

Volvió al fondín, con el pretexto del vuelto, a ver la impresión que su salida repentina había hecho al de la banquita y lo encontró luchando con la fondera; la tenía acuñada contra la pared y con la boca ansiosa le buscaba la boca para darle un beso.

—¡Policía desgraciado, no es de balde que te llamás Bascas! —dijo la fondera cuando del susto, al oír los pasos de Cara de Ángel, el de la banquita la soltó.

Cara de Ángel intervino amistosamente para favorecer sus planes; desarmó a la fondera, que se había armado de una botella, y volvió a mirar al de la banquita con ojos complacientes.

—¡Cálmese, cálmese, señora! ¿Qué son esas cosas? ¡Quédese con el vuelto y arréglense por las buenas! Nada logrará con hacer escándalo y puede venir la policía, más si el amigo...

—Lucio Vásquez, pa servir a usté...

—¿LucioVásquez? ¡Sucio Bascas! ¡Y la policía..., para todo van saliendo con la policía! ¡Que preben! ¡Que preben a entrar aquí! No le tengo miedo a nadie ni soy india, ¿oye, señor?, ¡para que éste me asuste con la Casa Nueva!

—¡A una casa-mala te meto si yo quiero! —murmuró Vásquez, escupiendo en seguida algo que se jaló de las narices.

—¡Será metedera! ¡Cómo no, Chón!

—¡Pero, hombre, hagan las paces, ya está!

—¡Sí, señor, si yo ya no estoy diciendo nada!

La voz de Vásquez era desagradable; hablaba como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa. Enamorado hasta los huesos de la fondera, luchaba con ella día y noche para que le diera un beso con su gusto, no le pedía más. Pero la fondera no se dejaba por aquello de que la que da el beso da el queso. Súplicas, amenazas, regalitos, llantos fingidos y verdaderos, serenatas, tustes, todo se estrellaba en la negativa cerril de la fondera, la cual no cedió nunca ni jamás se dio por las buenas.“El que me quiera —decía—, ya sabe que conmigo el amor es lucha a brazo partido.”

—Ahora que se callaron —continuó Cara de Ángel, hablaba como para él, frotando el índice en una monedita de níquel clavada en el mostrador—, les contaré lo que pasa con la señorita de allí enfrente.

E iba a contar que un amigo le había encargado que le preguntara si le recibía una carta, pero la fondera se interpuso...

—¡Dichosote, si ya vimos que es usté el que le está rascando el ala!

El favorito sintió que le llovía luz en los ojos... Rascar el ala... Contar que se opone la familia... Fingir un rapto... Rapto y parto tienen las mismas letras...

Sobre la monedita de níquel clavada en el mostrador seguía frotando el dedo, sólo que ahora más de prisa.

—Es verdad —contestó Cara de Ángel—, pero estoy fregado porque su papá no quiere que nos casemos...

—¡Cállese con ese viejo! —intervino Vásquez—. ¡Ahí las carotas de herrero mal pagado que le hace a uno, como si uno tuviera la culpa de la orden que hay de seguirlo por todas partes!

—¡Así son los ricos! —agregó la fondera de mal modo.

—Y por eso —explicó Cara de Angel— he pensado sacármela de su casa. Ella está de acuerdo. Cabalmente acabamos de hablar y lo vamos a hacer esta noche.

La fondera yVásquez sonrieron.

—¡Servite un trago! —le dijo Vásquez—, que esto se está poniendo bueno. Luego se volvió a ofrecer a Cara de Ángel un cigarrillo—. ¿Fuma, caballero?

—No, gracias... Pero..., por no hacerle el desprecio...

La fondera sirvió tres tragos mientras aquéllos encendían los cigarrillos.

Un momento después dijo Cara de Ángel, ya cuando les había acabado de pasar el ardor del trago.

—¿Desde luego cuento con ustedes? ¡Valga lo que valga, lo que necesito es que me ayuden! ¡Ah, pero eso sí, debe ser hoy mismo!

—Después de las once de la noche yo no puedo, tengo servicio —observó Vásquez—, pero ésta...

—¡Ésta será tu cara, mirá cómo hablás!

—¡Ella, que diga, la Masacuata —y volvió a mirar a la fondera—, hará mis veces! Vale por dos, salvo que quiera que le mande un suple; tengo un amigo con quien quedé de juntarme por onde los chinos.

—¡Vos para todo vas saliendo con ese Genaro Rodas, guacal de horchata, mi compañero!

—¿Qué es eso de guacal de horchata? —indagó Cara de Ángel.

—Eso es que parece muerto, que es descoli..., ya no sé ni hablar..., des-colo-rido, ¡vaya...!

—¿Y qué tiene que ver?

—Que yo vea no hay inconveniente...

—...Pues, sí hay, y perdone, señor, que le corte la palabra;

yo no se lo quería decir: la mujer de ese Genaro Rodas, una tal llamada Fedina, anda contando que la hija del general va a ser madrina de su hijo; quiere decir que ese Genaro Rodas, tu amigo, para lo que el señor lo quiere no es mestrual.

—¡Qué trompeta!

—¡Para vos todo es trompeta!

Cara de Ángel agradeció a Vásquez su buena voluntad,

dándole a entender que era mejor que no contaran con guacal de horchata, porque, como decía la fondera, efectivamente no era neutral.

—Es una lástima, amigo Vásquez, que usted no pueda ayudarme en la cosa ésta...

—Yo también siento no poderle hacer campaña, usté; de haberlo sabido, me arreglo para pedir permiso.

—Si se pudiera arreglar con dinero...

—¡No, usté, de ninguna manera, yo no suelo ser así; es porque ya sabe que no se puede arreglar! —y se llevó la mano a la oreja.

—¡Qué se ha de hacer, lo que no se puede no se puede! Volveré de madrugada, dos menos cuarto o una y media, que el amor se llama luego y fuego.

Acabó de despedirse en la puerta, se llevó el reloj de pulsera al oído para saber si estaba andando —¡qué cosquillita fatal la de aquella pulsación isócrona!—, y partió a toda prisa con la bufanda negra sobre la cara pálida. Llevaba en las manos la cabeza del general y algo más.

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