Kitabı oku: «Amor del bueno», sayfa 2
¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR?
Una de las primeras confusiones afectivas entre dos personas se produce ante un «te quiero». Hablar el mismo idioma no implica de manera automática que se esté diciendo lo mismo. De hecho, estas dos palabras suponen la punta del iceberg de toda una montaña de ideas, experiencias y conductas que se encuentran bajo la superficie. Es necesario darse un tiempo para analizar, valorar y, finalmente, aceptar o rechazar lo que de verdad nos están queriendo decir.
Pero lo cierto es que oímos un «te quiero» y solemos interpretar que nos van a querer de la misma manera que lo haríamos nosotros. No se nos ocurre pensar que pueda significar algo distinto. Además, ¿que alguien sienta amor es equiparable a que sepa amar? Partiremos de una puntualización clara de los dos conceptos principales:
El amor es un sentimiento. Amar es una conducta.
Los sentimientos no pueden imponerse ni forzarse, aunque sí podemos facilitarlos y, en principio, todos tenemos la capacidad de sentir amor. En realidad, se trata de una emoción o una señal más de nuestro cerebro para que respondamos a nuestro entorno de forma eficaz. Lo que hacemos después de «sentir» es un repertorio de conductas aprendidas en algún momento de nuestra vida y que dependen en gran medida de los modelos que hayamos tenido. Si siguen presentes en la actualidad es, sin duda, porque las hemos practicado, y mucho, de manera consciente o inconsciente.
El amor como sentimiento: Te quiero con todo mi… cerebro
Cuando creemos estar enamorados, sentimos mariposillas en el estómago, andamos todo el día con una sonrisa boba o estamos en las nubes incapaces de poner el pie en el suelo. ¿Cómo surgen esas reacciones? La respuesta no está en el aire, ni en el estómago ni en el corazón, sino que la tiene nuestro cerebro.
Al enamorarnos, los circuitos de placer del cerebro empiezan a segregar dopamina a raudales y queremos más, mucho más de lo mismo. Tanto, que los posibles defectos del otro no existen. ¿Defectos? ¡Pero si es perfecto!
La sensación de placer es tan grande que la atención, como si fuera una lente de aumento, a veces se distorsiona y se focaliza tan sólo en lo que nos gusta para producirnos ese bienestar. No nos interesa nada más y por eso no somos capaces de verlo. ¿Para qué? ¡Si es genial! ¡Quiero más!
Llegamos a una primera y grata conclusión: en nuestra estructura biológica, el amor es una fuente de placer, no de sufrimiento. Este último suele ser producto de errores en el aprendizaje, que veremos más adelante.
Por si fuera poca la ceguera que produce la dopamina, nuestro cerebro adereza la situación con unas dosis de testosterona, que regula el impulso sexual y la atracción física. Con este cóctel, ya estamos listos para perder la cabeza. En nuestra mente tan sólo somos capaces de ver las maravillas del otro y, además, con fuegos artificiales.
Aún tenemos una tercera hormona en juego, la oxitocina, encargada de prolongar los vínculos afectivos. Está presente en las primeras fases del enamoramiento y en las parejas de larga duración. En ambos casos hay abundancia de caricias y, en general, mucho contacto piel con piel. Las parejas que con los años siguen tomándose de la mano, de la cintura, pasean juntos del brazo y se hacen caricias más allá de la intención únicamente sexual, están favoreciendo la satisfacción recíproca a la vez que aumenta la calidad de la relación.
Todo esto y mucho más es lo que ocurre en nuestro cerebro cuando sentimos que estamos enamorados. Esta cascada de hormonas es totalmente esencial para que podamos iniciar una relación afectiva y resulta imprescindible para llegar a conocerse mejor.
Así nos enamoramos
El amor no surge de la nada. Los factores que lo desencadenan son imprevisibles y, sobre todo, individuales y muy subjetivos. Pueden tener su origen en nuestra estructura fisiológica o bien en nuestros aprendizajes sobre el amor.
Respecto a lo que llevamos de serie por genes o por herencia influyen, entre otros:
Nuestra constitución innata
Algunas de las tendencias en nuestro carácter vienen codificadas en el ADN. Ser activos o tranquilos, introvertidos o extrovertidos, sin duda nos condicionará en nuestra elección, pero no siempre de la misma manera. Dependiendo de la combinación con otros factores, podemos preferir a alguien similar o, por el contrario, a alguien que nos complemente.
Los estados fisiológicos en un momento concreto
¿Hoy nos duele la cabeza? Difícilmente el sistema estará preparado para conquistar o ser conquistado. ¿Se está ovulando? Aumentan los niveles de testosterona y eso significa: «quiero enamorarme». ¿Tienes gripe? ¡A la cama!, pero para recuperarse.
El estado emocional
Sin que seamos muy conscientes de por qué, todos tenemos días mejores y días que no lo son tanto. Es algo normal, siempre que no sea ni muy intenso ni muy frecuente. Los días en que estamos bajos de ánimo, nos resultará difícil encontrar a alguien lo suficientemente guapo o bueno. Es más, incluso si alguien quisiera ligar con nosotros, no le tomaríamos en serio. Cuando estamos de buen humor, todo cambia. Nos sentimos llenos de energía, la vida es bella y somos más generosos. Entonces sí, nos queremos enamorar.
Además, nuestros pensamientos e ideas también pueden hacer saltar los mecanismos fisiológicos necesarios y el lío de hormonas ya descritos, y facilitar el inicio de una relación:
Lo aprendido en nuestra familia o con nuestros amigos
«Parece un buen chico o una buena chica; esta persona encaja con lo que aceptaría mi familia…»
Las creencias individuales
El maniático del orden se desencantará con quien deje el vaso tres centímetros alejado de su sitio; la persona desordenada puede enamorarse perdidamente de quien crea que traerá el orden a su vida.
Las necesidades personales
Nuestras emociones actúan como vasos comunicantes. Si, por ejemplo, acabamos de salir de una relación en la que la pareja era poco afectiva, en la siguiente se dará prioridad a quien tenga gestos de cariño o ternura; si estuvimos con alguien extremadamente controlador, se buscará a quien deje más espacio personal.
Así, con este combinado de lo que se desata en nuestro cerebro más una buena dosis de ideas y necesidades íntimas, a veces inconfesables, se produce ese no sé qué que qué sé yo, que yo qué séllamado enamoramiento que tanto placer nos da, al menos en esta primera fase.
El amor como conducta: lo que hemos aprendido y practicado
Desde muy pequeños, aprendemos a caminar, a sentarnos correctamente en la mesa y también a pensar de una manera determinada, a percibir el entorno y a generar determinados sentimientos según las circunstancias que nos rodeen. Desconfiar o sentir miedo ante desconocidos o sonreír sumisamente ante un comentario inapropiado, no es una cuestión de genes sino de aprendizaje.
Las conductas se aprenden y se enseñan en el entorno familiar, en el escolar, con el grupo de amigos, en el momento sociocultural en el que se vive, en el país, según las circunstancias personales… Como ya apuntamos somos hijos de nuestros padres pero también de nuestra generación, hábitos y contexto.
La conducta abarca no sólo actos sino también pensamientos y sentimientos. Si somos capaces de reconocer lo que hemos aprendido, seremos más conscientes de por qué hacemos lo que hacemos y decidir si queremos, o no, cambiarlo.A diario, cualquiera de nuestras conductas viene condicionada por las siguientes preguntas: ¿quiero?, ¿puedo?, ¿sé?
Cuando nos encontramos ante al reto de amar y deseamos hacerlo bien, hemos de plantearnos: ¿quiero amar?, que implica una actitud; ¿puedo amar?, que lleva implícita una posibilidad y ¿sé amar?, que pone en evidencia la práctica y la experiencia.
Quiero quererte: La actitud
Para que cualquier relación afectiva funcione, hay que sentir que se quiere a una persona y también tener la intención de querer amarla: querer cuidarla, querer que nos quiera, querer prestar atención a sus necesidades, querer saber lo que le hace feliz…
Algunos aprendizajes apuntan a que amar es una obligación y que, por lo tanto, se puede exigir. Sin embargo, nuestra pareja nos querrá si, y sólo si, nos quiere querer, al igual que nosotros a ella. Definitivamente, no está obligada a hacerlo, ni nosotros a reprocharlo y viceversa.
La conducta de quererpuede parecernos un poco más complicada que el sentimiento, porque requiere algo más de esfuerzo por nuestra parte. El sentimiento, en realidad, ocurre, pero la relación hay que trabajarla y cuidarla. Y se hará aprendiendo a conocerse y a aceptarse; a perder el miedo a equivocarse y a corregir; a rectificar y crecer juntos; a entender al otro y enseñarle a que nos comprenda. Aunque la idea de trabajar la relación y no descuidarla puede resultar poco romántica, más adelante veremos que el amor no es ciento por cien romanticismo y que suelen ser suficientes, e incluso más efectivas, pequeñas dosis bien administradas. Aunque, bien pensado, también resulta tremendamente romántico ver cómo nuestra pareja nos procura cada día algún momento de felicidad.
¿Y hay que hacer todo eso? La respuesta es sencilla: sí. Cuando se quiere la medalla, no queda más remedio que sudar la camiseta y aprender también a disfrutar con ello. Otra alternativa consiste en ver películas románticas de vez en cuando y dedicarse, simplemente, a soñar. Aunque no es exactamentelo mismo; sin duda es mucho más fácil. Depende de cada uno y del calado que queramos para nuestra afectividad.
Roberto, uno de esos sudorosos campeones, relataba a quienes se sorprendían de la larga duración y de la buena calidad de su relación, cómo cada mañana, al levantarse, se preguntaba si, ese día, deseaba querer a su mujer. Su respuesta había sido siempre afirmativa. A pesar de que pudiera haber enfados, dificultades o distanciamientos circunstanciales, deseaba seguir con ella y superar juntos lo que hiciera falta. Quería quererla y tuvo la fortuna de que ese sentimiento fuera recíproco. Lejos de demostrar fatiga o cansancio, su relación era un reto que les producía satisfacción, complicidad y plenitud a ambos.
¿Puedo quererte?: Cuando no podemos dar nuestro amor a alguien
¿Cuántas veces nos hemos enamorado de personas con las que, por alguna razón, no era posible desarrollar una relación afectiva? Desde los amores platónicos con actores, modelos o personajes públicos, a los sentimientos que surgen hacia personas más cercanas pero con las que, por algún motivo, hay poco que hacer. Y hemos sobrevivido a la experiencia.
Hay unos condicionantes muy obvios que nos impiden llevar a la práctica la posibilidad de amar a alguien: una distancia física significativa y permanente; una oposición familiar al más puro estilo Romeo y Julieta que todavía ocurre hoy en día; una inconveniencia o imprudencia laboral; tener ya un compromiso adquirido con otra persona y, la más importante: que el otro no nos quiera de la misma manera o, simplemente, de ninguna.
Cuando nos enamoramos, estamos en pleno estado de arrebato. Sentimos que la persona que ha descorchadotodos los circuitos hormonales de nuestro organismo ha de ser para nosotros. Nos convencemos de que somos los únicos capaces de hacerla feliz y creemos que con nadie nos sentiremos como con ella. En nuestro cerebro, la atención ya se ha convertido en una lente de aumento que habrá que continuar enfocando de manera adecuada.
También solemos tener la sensación de no poder evitar lo que sentimos. Ya hemos visto que las reacciones que el cerebro desencadena en nuestro cuerpo son tan inevitables como necesarias. Como también lo es el hecho de que hemos de ser capaces de dirigirlo y controlarlo haciendo que la razón y la emoción trabajen de forma conjunta y equilibrada.
Cuando no podemos dar nuestro amor a alguien, la razón ayudará a la emoción a dirigir su atención a otro objetivo más accesible y satisfactorio; a moderar la intensidad de los sentimientos y, finalmente, a aceptar que si no se puede, no se puede. Y no perder la vida y la felicidad en lo imposible.
En este momento, invertir la situación puede ser de gran ayuda. Podemos plantearnos lo siguiente: ¿qué hacemos cuando alguien, en estado arrebatado, se empeña en que seamos el amor de su vida y, sin embargo, nosotros no queremos saber nada? Por lo general, seremos considerados y esperaremos a que el objetivo de sus afectos cambie cuanto antes hacia alguien que esté disponible. Desearemos que esa persona sea capaz de modular lo que está sintiendo con la realidad objetiva que es que, por nuestra parte, no hay nada que hacer. Si no logra que su razón module su emoción, nos pondrá en una situación muy incómoda y sufrirá sin necesidad.
Conclusión:intentaremos no insistir demasiado cuando nos dicen que no y tendremos presente que a nosotros no nos gusta que nos abrumen con sentimientos cuando ya hemos dejado claro que no son recíprocos.
Según el entrenamiento que hayamos recibido en nuestra infancia en lo que llamamos tolerancia a la frustración, nos resultará más o menos fácil sobreponernos a un rechazo o a la imposibilidad de vivir la relación que nos gustaría. Bien pensado, ¿para qué mantener una relación con alguien que no nos quiere?, ¿por qué obsesionarnos con alguien que no tiene entre sus planes el hacernos felices?
Amar, lejos de ser un capricho personal que no atiende a las necesidades del otro, es una conducta que necesita cierto grado de madurez emocional para ser placentera. Y la madurez no tiene nada que ver con la edad.
Saber quererte: La práctica y la experiencia
Cuando se trata de amar y de hacerlo de la mejor manera posible, la buena intención no es suficiente. Para hacerlo bien hay que saber cómo y practicar mucho.
Querer ser campeón del mundo de fútbol es tan sólo un deseo. Para conseguirlo, hay que entrenar, lesionarse, quedarse en el banquillo y saber hacer equipo. Pero, sobre todo, disfrutar inmensamente de lo que se está haciendo. Así estaremos suficientemente motivados y esto nos ayudará a perseverar cuando lleguen los momentos difíciles.
Saber amar no consiste en decir «te quiero» y ya está. El aprendizaje de cualquier conducta implica que cuanto más se practique, mejor se hará. Practicar no significa que necesariamente tenga que ser con muchagente. Lo más importante es tener buenos maestros y, a veces, con uno basta.
La persona que sabe amar bien conoce lo que el otro necesita, puede dárselo y crea el entorno apropiado para que ambos sean capaces de sacar lo mejor de sí mismos.
He aquí un ejemplo sencillo. Aunque en principio parezca un poco cursi, si se lee hasta el final, se entenderá mejor el porqué del tono.
La historia de la hortensia y el cactus… que comieron perdices
Un día un cactus y una hortensia se conocieron y se enamoraron. Salían con frecuencia y juntos se divertían bastante. El cactus estaba feliz con las preciosas flores de la hortensia y ésta se sentía protegida por los recios pinchos del cactus. Les iba tan bien, que decidieron vivir juntos en la repisa de una aireada y soleada ventana. Se querían de verdad y estaban muy ilusionados ante la idea de que su proyecto fuera un éxito. Por eso no era raro ver cómo la hortensia cogía una preciosa regadera y se acercaba una y otra vez al cactus para regarlo amorosamente. El cactus, al principio, cedía divertido pero, como se conocía bien, pronto se dio cuenta de que, con todo el dolor de su corazón, le debería decir a su querida hortensia que lo de regar se iba a tener que acabar. No era tanto porque no agradeciera su gesto, sino porque él acabaría ahogándose debajo de tanta agua. A su vez, la hortensia tenía algo importante de lo que hablar con su querido cactus: últimamente sus flores estaban perdiendo gran parte de su belleza pues, en su afán por estar cerca de su enamorado, se estaba sobreexponiendo a los rayos solares que estaban achicharrando literalmente sus delicadas hojas.
Al verlos juntos, nadie se atrevería a cuestionar que se quisieran mucho, pero ¿se estaban queriendo bien? Era evidente que, a pesar de sus buenas intenciones, los dos, por distintas razones, iban camino de marchitarse sin remedio si no hacían cuanto antes algo al respecto.
«Querida hortensia, no sabes cómo me gusta verte con la regadera cuando vienes a cuidarme, pero creo que ha llegado el momento de que sepas que a mí el agua me sienta muy mal y que no voy a poder recibirla como me gustaría. Sé que lo estás haciendo con todo tu cariño, pero con una vez al mes es más que suficiente. Si te parece, haremos una fiesta cuando me toque…».
«¡Vaya!, le respondió la hortensia pensativa…, precisamente yo tenía que decirte que a mí el sol me está quemando… y quería proponerte que nos moviéramos a la esquina de la ventana pues he visto que hay una zona de sombra en ese lado. Así a ti podría seguir dándote el sol mientras yo me quedo resguardada de él».
El cactus y la hortensia se conocían bien a sí mismos, pero también necesitaron conocer bien a su pareja. Esta conversación les sirvió para aprender a darse cuenta no tanto de lo que uno creía que le iba bien al otro, sino de lo que, de verdad, cada uno necesitaba para crecer y sentirse feliz. La hortensia se regaba todos los días pero, en vez de ofenderse por no poder hacer lo mismo con su querido cactus, aprendió a hacer una fiesta del día en que tocaba echarle el agua en la maceta. El cactus no demandaba de la hortensia que estuviera todo el tiempo al sol. A veces él se ponía a su lado y procuraba, incluso, que su propio tamaño aumentara el espacio de sombra tan recomendable para ella.
Los dos crecieron sintiéndose queridos pues recibían lo que más les convenía. Nunca sintieron la necesidad de tener que buscar otra planta con la que compartir su ventana.
Aunque aparentemente pudiera parecer una pareja muy rara, la clave de su relación consistía en sentirse amados por el otro y esto era, a su vez, consecuencia, de saber amarse bien. Este punto nos lleva a incidir en el aspecto de la reciprocidad:
Para que las relaciones afectivas sean sanas, es importante que el cuidado y las atenciones se produzcan en ambos sentidos, es decir, que uno dé al otro lo que necesita y que, a su vez, reciba del otro lo que le conviene independientemente de que coincida o no.
Pero hay más gestos que pueden observarse en la gente que sabe amar bien:
No dejan pasar un día sin demostrar de forma explícita a su pareja que la quieren y que es especial. Se las ingenian de alguna manera para procurarle ese momento de diversión, de paz o de alegría.
Saben morderse la lengua a tiempo y no permiten que un momento de enfado signifique una palabra o un gesto que dañe al otro. Todo se puede decir. Lo que importa es el cómo, sobre todo cuando se está en pareja.
Tienen gestos amorosos tanto en público como en privado.
Escuchan y comprenden a su pareja. Si los motivos del otro no coinciden con los suyos, los respetan y los tienen en cuenta en caso de que fuera necesario llegar a un acuerdo o a una decisión conjunta.
No reprochan ni obligan ni exigenal otro que le quiera, sino que facilitan que eso ocurra.
Breve resumen de las ideas principales sobre amar y el amor
El amor es un sentimiento; amar es una conducta.
A amar se aprende y se enseña.
¿Queremos amar? ¿Podemos amar? ¿Sabemos amar?
En nuestra estructura biológica, el amor es una fuente de placer, no de sufrimiento.
El éxito en el amor consiste en una mezcla de suerte y práctica.
El amor no tiene nada que ver con la obsesión.
La dinámica de cualquier relación humana es saludable cuando se da y se recibe de forma recíproca y satisfactoria para ambos.
En pareja, tan importante es querercomo sentirse querido.
Querer y no sentirse querido es una experiencia triste y frustrante.
Sentirse querido y no querer genera un gran sentimiento de culpabilidad.
Esperar la pareja perfecta, cuando uno no lo es, es irracional.
Amar bien consiste en ser capaz de dar a la pareja no tanto lo que uno crea o quiera darle, sino lo que realmente necesita para ser feliz.
Ya estamos listos para reenfocar lo que se desenfocó o para reparar lo que en algún momento sufrió un daño. Y dejarlo incluso mejor que nuevo.