Kitabı oku: «La carpeta roja», sayfa 2

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4. Asier

Una noche más tuve el mismo sueño de antaño que ya casi no recordaba.

Con una claridad diáfana. Como si estuviera despierto, con los ojos bien abiertos. Sintiendo la respiración de los que me rodeaban, sintiendo que no oyendo. Solo, como si estuviera en un círculo imaginario y rodeado de mucha gente. Mucha. Algunos rostros los reconozco. Otros no. Pero todos me miran con una amplia sonrisa. Reconozco mi casa y los rostros de mis padres. Felices, radiantes. Me señalan un rincón de la entrada de mi casa.

Es el lugar más estrecho de la casa. En él descansan muchos paquetes muy bien envueltos con un lazo. Unos muy grandes, otros no tanto, creo adivinar en ellos… regalos. ¿Cuál era el motivo? Me giro y veo a mi madre con lágrimas en los ojos sin dejar de sonreír. Me indica que me acerque a los regalos. Sin oír nada siento que mi madre me dice que todo es para mí.

Con la mirada le pregunto qué significa todo esto, ¿qué hace tanta gente en casa y que a la mayoría no conozco? Creo que quiere contarme algo… pero hay tanta gente que no puedo oir lo que me dice. El silencio, en el sueño, es agobiante. Me obliga a tener muchísima atención en un estado que despierto no lo soportaría. Busco a mi padre con la mirada. Está hablando con alguien y ambos beben de su copa. No logro descifrar qué liquido llena esas copas.

* * *

Como en anteriores sueños, aunque no en la misma secuencia del mismo… me despierto sobresaltado. Miro el despertador. Son las 5 de la madrugada.

Tengo 34 años me repito en voz baja. Sigo soñando, aunque cada vez más de vez en cuando, el mismo sueño que me desvelaba cuando tenía 8, 10, 12…

20, 30 años. Nunca comenté este sueño a nadie, y mucho menos a mis padres. ¿Por qué no lo hice? ¿Por qué seguiré sin hacerlo? Algo me lo impide, pero la sensación de que algún significado tiene ha ido creciendo conmigo.

Últimamente cuando este sueño desvela a Asier, piensa en la teoría de la lógica cuyo creador fue Aristóteles, pero no logra descubrir y construir un silogismo sobre este enigmático, para él, sueño. Sí, para él este sueño se le antojaba un acontecimiento, un suceso que encerraba un misterio o formaba parte de él.

* * *

En la primera semana de libranza vacacional, Asier la aprovechó para ordenar lo que iba a llevarse con él. Dudaba. «Esto lo utilizaré… Esto no lo utilizaré… Estos libros me los llevo… Esto lo dejo aquí…».

El Asier más metódico y meticuloso utilizó una libreta para anotar todas sus cambiantes decisiones sobre sus pertenencias. Todo quedaba anotado. Aunque al principio los borrones predominaban a consecuencia de sus continuos cambios de parecer, poco a poco logró dominar la situación dando, la libreta, un aspecto más decente.

Hasta que no encontró su método, le pareció que no había preparado suficientemente aquel momento. No quiso en ningún momento la ayuda de su madre que se había ofrecido a ello. Pará él este proceso era de exclusividad. De exclusividad de su cuidada privacidad.

Finalmente, después de un largo y minucioso proceso logró reunir seis cajas repletas de tamaño respetable como resultado, a día que pasaba, de ser más proclive a llevarse todo lo que le parecía suyo… no sin antes hacer un ejercicio memorístico importante y consultar a su madre. No tuvo bastante con saquear finalmente su habitación. También quiso llevarse algún objeto producto de obsequios que fueron utilizados como decoración en el salón de estar. Su traslado originó un cambio estético en el ático, mientras duró su irremediable desorden que él mismo producía.

Solo recordaba, cuando tenía unos catorce años, una ocasión en que tuvieron patas arriba el ático por el deterioro producido por una fortísima tempestad de granizo que ante tamaña fuerza de impacto agrietó parte del techo. Nunca jamás, fuera de este hecho, su memoria recordaba algo semejante con su mudanza.

—Asier. No sé dónde pondrás todo lo que te llevas… —le confesó su madre sonriendo.

—No te preocupes mamá. Sabré darle cabida. Recuerda que a donde voy está amueblado y con mucho armario por llenar —contestó correspondiendo con una sonrisa de satisfacción.

Asier estaba convencido que su madre quería hablar más de su despedida. Bien era cierto que ni ella ni su padre habían efectuado muchos comentarios al respecto. Al fin y al cabo, era una decisión tomada por él al que nunca objetaron prácticamente nada desde su mayoría de edad. Le sabían un hombre muy responsable y que fue precoz en esta vertiente. Nunca jamás le dieron ninguna importancia al hecho de que siguiera residiendo en donde se crio. Nada, ninguna circunstancia, le obligaba a cambiar de escenario. No era, por tanto, motivo ni tan siquiera de ningún comentario entre ellos.

Comprendían que su carrera de profesor iba configurando un futuro más complejo como único precio a pagar por sus más que anunciadas nuevas funciones en la universidad. Les había llegado algún rumor de fuentes muy creíbles sobre los planes que tenía para él el rector. Sería, por tanto, muy necesario que tuviera su propio espacio y que fuera concordante a sus necesidades profesionales futuras. Le sorprendió a Asier que sus padres tuvieran constancia de dicho rumor que a él le hizo llegar un compañero muy veterano y de la máxima confianza del rector. Sin embargo, no quiso preguntarles nunca de dónde lo habían sacado. En un día tranquilo de fin de semana en la sobremesa le confiaron que había llegado alguna información a sus oídos al respecto y que, sabiendo como sabían, que él también y con mucho más motivo estaba al día y enterado de los comentarios que corrían por los pasillos de la universidad, les extrañó que no lo hubiera comentado nunca en casa.

—No comento rumores. —Fue lo único que comentó, ante la leve sonrisa de su madre y el característico rictus facial de su padre con el que era muy difícil saber qué pensaba, cómo se sentía…

* * *

—¿Cuándo pasarán a recoger todo esto, Asier? —preguntó su madre, esperando que de ahí surgiera alguna conversación pendiente .

—Mañana por la mañana. Son una empresa familiar, pequeña pero que me causaron muy buena impresión. Solo debo indicarles en qué paredes quiero que figuren mis diplomas y alguna foto que me llevo.

—¿Cenarás en casa hoy?

—Sí, claro. Me iré mañana, antes de que ellos lleguen a mi casa

Asier notó que le producía, aún, cierta extrañeza al pronunciar «mi».

Ese mi posesivo le provocaba una mezcla de nuevas ilusiones y cierto pesar por una despedida, que aun siendo irrelevante por tratarse de recorrer una distancia muy pequeña entre donde residió hasta aquel momento y su nuevo hogar, no dejaba de ser un hito… pero que se repetía a diario en multitud de hogares.

Su madre no hizo el menor gesto y contrariamente a lo que pensaba Asier, no hizo ningún intento de seguir una conversación. Lo poco que cabía ya, hablar entre ellos sobre su partida , se hablaría en la cena.

5

Todo tal cual tenía previsto. Por fin se había hecho realidad su definitivo traslado a su nueva morada. No era para él, en absoluto, una liberación. No. Jamás dejó de sentirse bien en casa de sus padres. Su caso no era un caso de huida. Era un traslado normal y lógico, más si cabe y, sobre todo, por la anunciada a voces nueva función en la universidad. Estaba a la espera de lo que decidiera el rector y que lo llamara previamente, pues era bien cierto que a pesar de todo lo que se hablaba, no había habido aún ningún encuentro privado entre ellos.

Tal como indicó al equipo de mudanza, les reservó las dos cajas donde había anotado encima de ellas, «cuadros, fotos, decoración» para que con sus indicaciones los colocaran debidamente en los lugares donde Asier había elegido. Diplomas, cuadros que había adquirido a un compañero que se dedicaba en las horas libres a pintar unos paisajes extraordinarios al óleo, incluso alguno que su madre le animó a llevarse. El ático estaba perfectamente equipado y no faltaba de nada… pero las paredes estaban vacías.

Fueron muy rápidos y solventes en su trabajo y les correspondió con un sobrepago a lo establecido en el presupuesto.

Una vez solo, se limitó a contemplar lo que ya había hecho en las distintas visitas que había realizado antes de decidirse por ese ático, y después en visitas posteriores. No podía ocultar su satisfacción. Había sido una sensacional elección.

Poco después debía llenar la despensa y para ello disponía, al lado de su casa, de un gran supermercado en donde encontraría de todo. Y lo hizo. En esta ocasión no había anotado previamente lo que necesitaba… ¿Para qué?, la despensa estaba vacía. Necesitaría de todo.

¿Cocinar? Haría lo que podría. En el último año su madre le animó pisar la cocina para practicar platos de fácil elaboración. « Lo importante, Asier, es que te habitúes a la cocina. Que le pierdas el miedo y forzar una cierta predisposición para entenderte con ella» recordó que le había comentado su madre en cierta ocasión.

Pero… también disponía, y cerca, de pizzerías y restaurantes. No era cuestión de hacerse a la cocina de forma inmediata. «Poco a poco, Asier» se decía. Sin ir más lejos aquella primera noche, sin haber almorzado al mediodía por el trasiego a su nueva vivienda, visitó una pizzería. «Mañana será otro día».

Ya en casa dudó entre ver la televisión o ir a dormir. Se decidió por esto último. Allí, en su habitación, esperaba su almohada que se llevó bajo el brazo. El resto del juego de cama ya lo había dispuesto cuarenta y ocho horas antes, cuando fue a recoger el juego de llaves y se presentó al conserje. Un hombre que desprendía bondad, experiencia y entrega. De unos cincuenta años y con una pronunciada calvicie, se presentó como Antonio, nacido en Madrid y a su entera disposición.

* * *

Al día siguiente y después de desayunar se sentó frente a las cuatro cajas que le estaban esperando. Interrogándolas: « ¿A quién abro primero? », se dispuso a sacar, y ordenar después, los innumerables libros de que disponía. En su mayoría trataban sobre Filosofía, algunos de los cuales fueron de gran utilidad durante sus años de carrera.

Los separó del resto y los ordenó en la estantería más próxima al lugar de lectura que había dispuesto, cerca de la chimenea que haría las delicias de sus noches frías acompañando sus horas de ocio en las que el libro, el que fuere, sería su mejor amigo… hasta nueva orden.

* * *

Repasó y acarició unas carpetas y dossiers en donde guardaba muchísimos trabajos realizados en su época de instituto. Los observaba descansando su espalda en el sillón de despacho con ruedas que le había acompañado durante tantas horas de estudio. Le tenía especial cariño porque seguía protegiendo su espalda mientras laboraba en posición genuinamente dañina para la misma. En ocasiones llegaba a decirse él mismo que era más cómodo sentarse ahí que en el sofá…

Se fijó que también había unas carpetas rebosantes de papeles de cuando era más joven, en primaria. Dibujos, algunos de los cuales estaban calificados por el profesor de la asignatura. Sacaba uno a uno y algunos dibujos no figuraban en su pie el curso al que correspondía.

Los iba mirando mientras se le escapaba una breve sonrisa. Se daba cuenta que estaba ante su infancia y adolescencia… y que eso significaba que hacía muchos años que no los había visto. Así como a libros de texto de distintos cursos mezclados entre las distintas etapas de su preparación en el colegio y el instituto.

Lo depositaba todo en la mesa que había dispuesto como despacho, frente a su habitación. Al lado, una gran pared con estanterías que llenaría, o casi, ocupándolas de libros muy actuales que necesitaba para preparar las clases.

Sacó su portátil y apartando algo lo que había dejado encima de la mesa, lo depositó en un lugar seguro. Ahí había muchísima información docente, un auténtico y enorme archivo en el que figuraban los informes y expedientes de sus distintos cursos como profesor universitario e información de sus alumnos en los tres cursos cubiertos hasta ahora.

Siguió con otras cajas en las que también había innumerables paquetes de papeles. «¿Por qué este vicio de guardarlo todo?» se decía. Sin embargo, recordaba de forma inmediata su temor que había sufrido siempre en deshacerse de papeles, trabajos… aun a sabiendas que en la gran mayoría de casos no volvería a necesitarlos y ni tan siquiera saber de su existencia. Este mismo vicio lo sabía de su padre, aunque él lo circunscribiera a su profesión y no a su etapa de alumno en la Facultad de Derecho. Recordaba los comentarios de su madre riéndose de él, «te comerán los papeles, Asier…». Pero su costumbre predominó siempre a los comentarios de su madre, la cual no tenía problemas de este tipo.

Todo lo dejaba en su consulta en el Hospital Gregorio Marañón, el hospital público más valorado de España como le gustaba recordar a ella. Se había impuesto no llevarse a casa ningún papel, ni dossier ni… nada de nada.

En su domicilio era muy fácil advertir qué profesión era la de Jesús y, en los últimos años, la de Asier. Abantza, a pesar de ser una profesional de mucho prestigio en el mundo de la medicina, en su casa, podría haber pasado perfectamente como una distinguida ama de casa. No había rastro de su función profesional.

Ahí en medio de tanto papeleo permanecía una carpeta roja. El color denotaba que había sido, en el pasado, más roja de lo que presumía ahora. A diferencia de las demás que eran de cartón, esta estaba conformada de un plástico con un grosor que daba una sensación de una cierta consistencia, aunque no lo suficiente como para no mostrar deterioro en las esquinas de la misma. Otra salvedad respecto a las otras es que no contenía gran cantidad de papeles… y si bien es cierto que no recordaba la existencia de las otras, sí que las reconoció al poco de volverlas a ver, máxime cuando lo que encerraban en su interior era fácil de recordar. Esta, sin embargo, no le sonaba en absoluto. Al abrirla se percató de inmediato que no contenía nada parecido a trabajos, expedientes o dibujos de ninguna de sus etapas de alumnado.

Y no contenía nada que hiciera referencia a su profesorado.

Sin fijarse en detalle, fue extrayendo unos documentos que no había visto jamás. «¿ Serán documentos de mi padre traspapelados o de mi madre…? ¿ Algo referente a la casa? » Sacó todos los documentos. Hizo más sitio en la mesa. Lo más abultado lo dejó en el suelo. Se quedó frente a esos documentos de la carpeta roja.

Empezó a escudriñarlos. No adivinaba de qué se trataban. Parecían documentos oficiales. « Esto estaba en mi habitación, de lo contrario no lo hubiera puesto ahí, en esa caja» se decía Asier. Su extrañeza iba en aumento porque, aunque no era un dechado del orden, no acostumbraba a guardar en su amplia habitación nada que no fuera de su ámbito personal. Aquello…

Sus ojos iban más rápidos que su razón. « Jesús Fernández González y Abantza Garmendia Moreno se comprometen por voluntad propia y sin coacciones y es por ello que aceptan las obligaciones que aquí se detallan».

Sus ojos seguían leyendo, pero su razón se había detenido. Se quedó ahí. Pero pronto se puso en movimiento y cruzó información con lo que visionaba. Razón y visión coincidían, aunque eran conscientes las dos que deberían procesar más datos, más letras, más frases. Faltaba mucho por leer. Letras de tamaño normal, números claros. Todo escrito a mano en un papel, de color beige muy claro, muy bien conservado a pesar de la fecha que figuraba escrita al pie, al igual que una firma ilegible pero cuyo propietario de la misma sí figuraba con claridad. Se trataba de un doctor. Al nombre y apellidos no le dedicó ni un segundo.

Una palabra escrita en negrilla le quedó grabada en su mente:

« ADOPCIÓN»

6

« ¿Qué hago?» se preguntaba Asier para sus adentros. Evidenciaba una parálisis en su centro de decisiones, normalmente ágil. Era la reacción menos virulenta que podía adoptar ante el descubrimiento de una nueva identidad. La suya. Pero… albergaba cierta esperanza, llegada de ninguna parte, de que se tratara de un error, de un lamentable error fruto de habérsele traspapelado a alguien aquellos documentos que le estaban desafiando de frente y a los que él no podía dejar de mirar sin ver. Sin querer proponérselo no tardó en darse cuenta de la estúpida respuesta que se autosugestionaba para volver a su estado natural, a segundos antes de abrir la carpeta roja. No funcionaría. Y no estaba funcionando. Aquellos documentos eran tal y como los sentía. No había ninguna duda. Los nombres y apellidos de sus… adoptantes eran los que él conocía.

Siguió su inspección ocular. Una solicitud de adopción, fotocopias de los DNI de Jesús y Abantza, unos papeles grapados que eran unas fotocopias de un libro de familia y otra copia sellada pero que no lograba identificar a qué organismo pertenecía. Era un certificado de empadronamiento. Dedujo, pues, que el sellado borroso correspondería al Ayuntamiento de Madrid… o no. Dudaba de todo, aunque en segundos volvía a la lógica que le obligaba acudir hacia lo que hasta ahora conocía como verdad y que no podía de ninguna forma huir de ella por carecer de más evidencias. No había llegado el momento de hacer deducciones, ni inventariar sospechas. Era el momento de asumir una nueva identidad, en medio de muchos interrogantes que encerraban unas respuestas que llevaban a la verdad. A una nueva verdad. A la verdad, en definitiva, a la que se le había sustraído. Estaba, sin él imaginarlo, acabando un proceso y se iniciaba otro…

Otro documento estaba esperando ser rescatado de la carpeta roja. Se trataba de un certificado de idoneidad, sellado por el Instituto Madrileño del Menor y la Familia. Este certificado estaba firmado por otra persona. No era un doctor ni doctora. Se trataba de la Directora general del organismo que expedía la idoneidad. Le seguían documentos judiciales que no se molestó en escudriñar. Una resolución, entre ellos, en forma de auto judicial que otorgaba la adopción. Y por primera vez leyó su nombre y apellidos: Asier Fernández Garmendia en un documento del Registro Civil… por si le quedaba alguna duda de que se trataba de él. Con una fecha, la que dedujo sin base alguna, era la de su nacimiento. Y no era así. O ¿era la fecha del registro?

Todo, en perfecto orden, lo tenía en frente. Le chocaba el buen estado en que estaban todos los documentos, fechados algunos de ellos antes de que Asier naciera «¿Seguro?», se preguntaba. Documentos con una antigüedad de más de treinta y cuatro años. Pero no podía ser más preciso.

* * *

Con una gran fuerza de voluntad, continuó vaciando todas las cajas pendientes de abrir, y fingiendo que nada «había ocurrido» siguió depositando cada cosa en su lugar predeterminado. La carpeta roja, con todo su contenido, seguía descansando encima de la mesa. Merecía un trato especial… pero no quiso que le impidiera seguir con lo que estaba haciendo.

Sin embargo, aquello que debería ser motivo de ilusión, alegría… se estaba convirtiendo en algo inacabable. La fuerza de atracción que desprendía la carpeta roja, en ocasiones, parecía que le impedirían seguir con su labor. Pero lo logró. No estaba en absoluto seguro de haber dispuesto con todos los enseres de forma correcta. Pero eso no le producía inquietud alguna. Más tarde, quizás, no le debería extrañar que lo que él pensaba que estaba ordenando, en realidad lo que estaba haciendo era todo lo contrario. Pero ¿qué importancia tenía esto ahora? Se duchó, se arregló para salir y cuando estaba a punto de abrir la puerta, retrocedió y cogiendo la carpeta roja la guardó en el cajón de su mesita de noche. Se dispuso a seguir su camino. Almorzaría fuera de casa. Le convenía, lo necesitaba, que le tocara el aire. Después… después volvería a casa y pensaría. Algo le decía que antes de interrogar a sus…, y ahí empezaban sus dudas. Dudas de cómo debía denominarlos y que eran, al fin y al cabo, las menos importantes de las que le invadían y presionaban con fuerza su cabeza. Era consciente de que solo había hecho que empezar el que su nuevo reloj del tiempo se pusiera en marcha. Un «a partir de ahora» tremendamente inquietante.

Ya nada sería lo mismo para él. Estuviera pasando lo que estuviera pasando. Hubiera pasado lo que hubiere pasado en un pasado indeterminado. Lo ignoraba. Y el futuro, su futuro, estaba «dibujado».

Tardaría en averiguarlo. No podía ser consciente aún hasta qué punto su «ayer» era del todo inexacto…

* * *

Ya en casa se sirvió una copa. Su mirada se dirigía hacia su habitación.

«No. No la volveré a coger. De momento ya me ha contado lo suficiente. Ahora me toca mover ficha a mí». Se levantó y se dirigió hacia la mesa que hasta aquel momento había albergado desorden y que ya dispuso para lo que él la quería. Su mesa de trabajo, su despacho. Frente a su habitación. De pie, se encontraba de nuevo, muy cerca de aquella carpeta que le había cambiado, supuestamente, su identidad. Cogió una libreta y un bolígrafo. Inseparables compañeros cuando se trataba de recoger ideas o simples anotaciones. Volvió hacia el sillón de lectura y cogió nuevamente, de la mesa redonda y pequeña, su copa.

Entre sorbo y sorbo… escribía:

« No tengo ninguna duda que esta dichosa carpeta estaba en mi habitación junto con el resto de mis pertenencias. No toqué nada más que no estuviera en mi amplia habitación a excepción de algunas fotografías que estaban en el salón. No recuerdo haberla visto nunca ¿Quién la depositó en mi habitación y por qué? ¿Mis padres? ¿La colocaron ahí en cuanto supieron que mi intención era mudarme? ¿No se atrevían a contarme que era adoptado y preferían que me enterara así? ¿Por qué?»

Asier se interrogaba. Pensaba, pensaba y anotaba: « Con toda seguridad, si ellos colocaron esa carpeta roja en mi habitación ya habrán deducido que la he encontrado. Se imaginarán en qué estado estoy. Esperarán que les llame y les abrume a preguntas. Todas las que me hago yo. ¿Y si no les llamo? ¿Y si actúo con ellos como si nada hubiera encontrado? Entonces serán ellos los que no entenderán nada. No debo precipitarme. No debo tomar ninguna decisión ahora. Que duden un poco. Quizás si no me muevo serán ellos los que lo hagan. Pero… si han estado 34 años guardando el secreto quizás...

Pero no. Ahora saben que yo lo sé. Nadie más que ellos han podido colocar, sin que yo me diera cuenta claro está, toda esta documentación que cambia de un plumazo mi identidad. Qué difícil es entender que no dijeran nada nunca. Mi padre siempre tan abierto y elocuente. Un hombre de leyes que conocía que a mi mayoría de edad debía contarme la verdad. Hombre que nada temía, de ideas muy claras y constantes. La imagen que siempre tuve de él era la de un hombre sin ningún complejo. Pero quizás, se me escaparon detalles. Mi madre. Mi madre siempre encontraba tiempo para la familia a pesar de su responsabilidad profesional en el hospital de más prestigio de Madrid. Nunca daba señales de cansancio tras horas y horas de trabajo, de guardias que a él se le antojaban interminables en las ocasiones que de forma intermitente necesitaba de su presencia. Siempre me demostraron confianza. Pero… está claro que no los he llegado a conocer del todo. O nada. No. No puede ser».

Cansado de anotar y reflexionar, decidió darse un descanso, pero ganaba en su mente la decisión de no hacer nada de momento. Con su silencio, se preguntaba qué pensarán ellos. Le sorprendió, al hacerse esa pregunta, que él mismo se respondiera; que le daba igual. Ahora, y utilizando su forma de hacer las cosas, de las más banales a las más complicadas, desde que se sintió mayor y que no le había ido nada mal sobre todo en su etapa universitaria, sería él y solo él quien llevaría la iniciativa. « Me deben una explicación, muchas explicaciones» se decía.

De repente surgió en su pensamiento una duda no menos trascendente: « ¿Quiénes son mis padres biológicos, o quiénes fueron?»

Calaba en su interior que toda su vida anterior, la más lejana y la más reciente, incluso la actual, pasaban a un segundo plano. En milésimas de segundo recibió un mensaje en su cansada mente que recogió al instante: «Paralízalo todo hasta encontrar todas las respuestas. Todas».

Significaba que comprendía que su vida académica sería incompatible con su ignorada nueva situación . Por alguna razón le era muy fácil deducir que nada sería coser y cantar. Sin saber qué sabía el cómo, y ese pasaba porque el tiempo correría más que él. No se equivocaba en absoluto.

Se abandonó en el sillón, terminó su copa y se dispuso a tomar otra.

Quería aprovechar una rara sensación de tranquilidad y de paz.

Sensación muy distinta a la que tuvo cuando tropezó con el contenido de… la carpeta roja. A partir de ahora la llamaría la ventana, concepto que repetía a sus alumnos cuando les animaba a ver más allá de lo conocido.

«Mirad por la ventana. Por la ventana de vuestra alma. Haced como los grandes sabios de la gran sabiduría griega. Mirad hacia fuera para encontrar respuestas y guardadlas en vuestro interior».

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