Kitabı oku: «La carpeta roja», sayfa 3
7
Asier dejó pasar una semana como si nada hubiera ocurrido. Estaba convencido que esta actitud por su parte dejaría descolocados a sus padres que, con toda seguridad, se estarían preguntando si de veras era posible que su hijo no hubiera encontrado aquella carpeta. Sabían lo ordenado que era y se les haría imposible aceptar que aún no hubiera dado cuenta de las cajas con sus pertenencias. Daría lo que fuera para ver a través de una rendija las caras de Jesús y Abantza en estos momentos. Su madre se preguntaría, «¿ cómo es posible que ni tan siquiera haya llamado para decirnos que estaba bien?» Más difícil era imaginarse lo que estaría pensando su padre, más frio y calculador que ella. Deberían, lógicamente, estar preparados desde hacía tiempo para responder todas y cada una de las preguntas que, seguro, él les haría una vez descubiertos todos aquellos papeles que confirmaban el proceso de una adopción normal en el que él, era el adoptado.
Transcurrida esa semana ya no se planteaba otra opción. Era absurdo buscar otra explicación que le conviniese más. Debía aceptar lo que parecía más evidente. Cualquier circunstancia que justificara aquella situación, de existir tal circunstancia, conseguiría saberla. Y entonces ya vería qué reacción tendría.
Mientras se imaginaba la situación en casa, no dejaba de sonreír estuviera donde estuviera. En la compra, cocinando, paseando o en una pizzería. Sin embargo y a pesar de todo, no dejaba de sorprenderse a sí mismo. Jamás se hubiera imaginado esa frialdad en él. Era consciente, eso sí, que tarde o temprano debería dar algún paso , de lo contrario Jesús y Abantza podrían sospechar cualquier cosa que en nada le beneficiaría, aunque a ellos se los imaginara impertérritos y siempre preparados a su llamada o visita.
Aquella noche de sábado sonó su móvil. Quien fuera que le llamara no le tenía en su agenda. Solo aparecía un número. Dudó durante unos segundos, pero finalmente contestó.
—Sí. Dígame. ¿Quién es?
—¡Asier!, cariño… ¿no me reconoces?» —Una voz de mujer demostraba una alegría casi contagiosa en su voz. No, no la reconocía. Y le sabía mal, porque parecía muy sincera en su expresión alegre, como de quien se reencuentra con un ser querido después de mucho tiempo sin verse y no saber nada de él.
—Lo siento de veras. No la reconozco. —En segundos pensó en la universidad, en sus compañeras de clase. Incluso pasó como un rayo, por su cabeza, la imagen de alguna chica en su etapa del instituto.
Pero… ¿cómo sabía su número de teléfono?, aunque ¿y por qué no?
—Me lo imaginaba. Han pasado muchos años, aunque en su día nos veíamos cada día en tu casa.
Le dejó esa pista . Aquella voz, « nos veíamos cada día», «en mi casa». ¡Claro!
—¡Josefina! —gritó Asier.
Era Josefina. Sí. Estaba seguro. La chica que en su día acogieron en su casa Jesús y Abantza, muy poco antes de que él naciera. Eso le habían contado sus padres y ella misma. Contratada a través de una agencia, no tardaron mucho en acomodarle una habitación para ella, que hasta aquel momento residía en un piso de alquiler. Era una más de la familia. Se ocupaba de todo lo concerniente a la vivienda y estaba al cuidado de él. Era una pieza fundamental. Sí. Cuidó de él durante años, liberando a Abantza de unas horas que se le hacían muy difícil de conciliar con sus obligaciones en el hospital. Jesús… Bueno, Jesús había jurado que en cuanto Asier se hiciera mayor se ocuparía de él muchas más horas. Así que… ¿cómo olvidarse de Josefina?
—¡Qué alegría Josefina! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? —De repente se dio cuenta que estaba ametrallando a preguntas sin dar ningún resquicio a respuesta alguna.
—Bien, Asier. Estoy bien, gracias a Dios. Soy madre de una preciosa pareja de gemelos. —Josefina no podía disimular su alegría.
Josefina se fue para empezar una nueva vida con su pareja Raúl. A Raúl lo recordaba muy vagamente. En alguna ocasión fue invitado a almorzar o cenar en casa. Era taxista y lo recordaba como una muy buena persona. Quería a Josefina. Incluso a los jóvenes ojos de Asier esa evidencia era innegable.
Cuando él tenía dieciocho años, Josefina ya había cumplido los cuarenta. Y aunque recordaba que le entristeció mucho su marcha, comprendía que algún día ella encontraría a un alma que la quisiera igual. En cualquier caso su marcha no significó jamás romper ningún tipo de lazo. Recordaba que llamaba a casa con frecuencia, e incluso era Abantza quien en ocasiones lo hacía.
—He llamado a tu casa y tu madre me ha contado dónde vivías desde hace unos días. Le he pedido el número de tu teléfono y no he tardado en llamarte, ya ves…
—Me haces muy dichoso, Josefina. ¿Por qué no venís a mi casa algún día? Tú, Raúl y por supuesto vuestra parejita . ¿Qué edad tienen? —se interesó.
—A punto de cumplir los 16. ¡Cómo pasa el tiempo Asier! Él se llama como su padre, Raúl. Ella María. Gracias a Dios nacieron sanos y así siguen. Son muy buena gente. Él trabajará pronto de mozo de almacén de una gran superficie. El estudio no se le daba muy bien, y su padre me convenció que no había que forzar la situación. Así que… buscó trabajo y tuvo la suerte de encontrarlo. Ella, María, quiere seguir estudiando. Si todo va bien quiere hacer Farmacia. Veremos cómo le va —afirmó orgullosa.
—Pues ¿cómo le va a ir? Bien Josefina, bien. Seguro que sí… —se dio un respiro. Josefina se dio cuenta de ello.
—Aún estás recuperándote de la sorpresa… —le ayudó Josefina.
—Sí, verás. Puede parecerte que soy oportunista. Pero te prometo que he pensado mucho en ti, en vosotros. Reconozco que no recuerdo haber sabido nada del nacimiento de tus hijos. Y estoy seguro que en casa, después de que tú les dieras la noticia me lo contaron, pero… —reconoció Asier.
Pero, en ese momento, sintió por primera vez que no todo su tiempo transcurrido le era reconocible. Esta sensación que duró unos segundos fue, sin saberlo aún, su «nuevo principio» su «nuevo reloj» puesto en marcha… Aquella extraña sensación ya no lo dejaría libre nunca.
—No te preocupes, cariño. Sí, les llamé en cuanto supe que estaba embarazada. Han seguido todo el proceso. Incluso vinieron a vernos a la clínica. Tú has estado muy ocupado con tus cosas. No te preocupes —repitió Josefina—, no te sientas mal. Tu madre siempre me decía que solo tenías la cabeza para tus estudios. Incluso me confesó que no sabía si debía preocuparle tanta obsesión —Josefina evidenciaba conocer muy bien la realidad de Asier.
—Sí. Supongo que no supe separar las cosas . —Quiso justificarse, sin que nadie se lo pidiera en ningún momento.
—Sé que te va muy bien en la universidad. Señor profesor — enfatizó Josefina con una sonrisa.
—Sí. Todo muy bien, y ahora empiezo una nueva vida. Solo. Veremos hasta cuándo. —Bromeó Asier. No sabía qué decir…
—No te faltarán pretendientas… y seguro que nunca te han faltado. —
Josefina ahí dejó un espacio para el silencio al que Asier no le dio importancia—. Ahora que ya estás suficientemente estabilizado profesionalmente en aquello que tanto habías soñado, según me contaba tu madre, seguro que sin querer llegará el momento de formar una familia. —El vaticinio de Josefina le puso incomprensiblemente nervioso. Josefina. Su llamada le parecía providencial en aquello que ahora ocupaba todo su tiempo. Josefina… ¿sabría algo?
—Josefina. Guardaré en mi agenda del móvil tu número de teléfono. Te llamaré muy pronto. Quiero invitaros a comer. No te preocupes, no cocinaré yo. Me ocuparé de que no nos falte una buena cena. Mejor una cena, ¿no?
—Como quieras. Sí. Un sábado iría bien. Raúl, durante la semana, llega a casa muy cansado. Libra los domingos. Yo, bueno yo… me dedico a lo que he hecho toda la vida. Soy asistenta de hogar en varios domicilios. —A Asier le pareció que a Josefina le avergonzaba no haber trabajado de otra cosa.
—Los dos trabajáis. ¿Sabéis qué significa eso hoy en día? Tu hijo trabajará pronto y María estudiará una gran carrera. —Pero a Asier le convenía llevar la conversación a otro terreno. Tenía que aprovecharlo.
—Josefina. Si no te importa me gustaría verte a solas antes de encontrarnos aquí en casa con toda tu familia si es de tu agrado. —Ella le interrumpió.
—No Asier. Raúl y María no vendrán a cenar. Les he hablado mucho de ti y estarán encantados de conocerte otro día, pero no son de ir con papá y mamá. Ya sabes.
—Vale, vale. Como queráis. Pero lo que te decía ahora es que me gustaría verte antes, a solas, por un asunto muy delicado que quizás tu conozcas. He de confesar que tu llamada me ha llenado de alegría por ser quien eres. Pero disculpa mi sinceridad que seguro entenderás, tu llamada parece haber sido una bendición… también por otro motivo.
—No sabes hasta qué punto me lo imagino.
8
Para Aristóteles, todo aquello que se mueve es movido a su vez por una causa, y así sucesivamente. Por tanto, ha de existir algún tipo de motor en el inicio, algo que no sea movido por nadie y que sea lo que desencadene el proceso. Este primer «motor inmóvil» es lo que él relaciona con algún tipo de ser divino, responsable, además, de la unidad del mundo y del orden y las reglas que lo rigen.
La última frase de Josefina a la cual no replicó ni supo preguntarle qué significaba, era consecuencia de una evidencia clara y transparente que parecía se le olvidaba. Pero se hizo a la idea rápidamente y entendió, muy probablemente, lo que encerraba el colofón de Josefina. Ella llegó a su casa antes de que él naciera. Esa premisa no debería desaparecer nunca de sus análisis sobre lo que le ocupaba día y noche desde que se marchó de casa de los que creía, hasta ahora, eran sus padres biológicos. Una adopción puede ocultarse al propio implicado cuando la misma se realiza en el momento que el niño o niña no puede tener capacidad para recordar nada. Si todo se realiza desde la más estricta y absoluta normalidad, la adopción no solo no tiene porqué ser escondida, sino que es motivo de una alegría inmensa en la familia adoptante y se hace saber a bombo y platillo, y no solo a la familia.
Compañeros de trabajo, amigos, conocidos… todos serían notificados convenientemente. Según la documentación que encontró, su caso parecía muy normal y dentro de la más absoluta limpieza y transparencia. Por tanto, Josefina, como miembro de la familia de la que era considerada, debió saberlo todo. Al menos lo más notorio. Ni más ni menos que el resto de la familia. Pero también era muy evidente que sobrevolaba una prohibición a comentar nada a Asier. Porque nadie nunca lo hizo en treinta y cuatro años. Tiempo suficiente hubo para comunicarle un hecho tan trascendente. Pero no había sucedido así, ni aún ahora que se había mudado a otra vivienda. ¿Por qué? ¿Su adopción no había sido tan normal como todo parecía indicar? ¿Cómo era posible que estos documentos aparecieran entre sus pertenencias cuando nunca los había visto? Y si no fue una adopción limpia y transparente… ¿por qué estos documentos no fueron eliminados? O… ¿eran documentos falsos?
Desistió hacerse más preguntas. Estaba a la espera de que algún día de esa semana Josefina le llamara para verse y hablar largo y tendido sobre este asunto que se le antojaba lo suficientemente complejo y, por el cual, no dudaría en pedir la excedencia en la universidad si fuera preciso. Opción más que probable e imprescindible porque cuanto más lo pensaba, y tal como se mostraba el enigma o enigmas, debería dedicar todo su tiempo en ello. Probablemente era prematuro pensar así y hubiera preferido no tener aún motivos para pensar negativamente, pero tenía muy claro que su verdadera identidad sería su prioridad pasara el tiempo que pasara hasta dar con ella. Todo lo demás quedaría en segundo lugar. Todo quedaría supeditado al tiempo que debiera dedicar para alcanzar saber qué ocurrió cuando nació. Si todo lo que había en aquella carpeta roja era cierto, significaba que no sabía quién era en realidad. No sabía quiénes eran sus padres biológicos. No sabía nada de su auténtico origen. Su vida, de repente, se le aparecía como una representación en la que él era el principal protagonista. Pero no sabía quiénes eran el director y el guionista de un film de muy mal ver según todas sus sospechas. Sin duda, si todo hubiera transcurrido por los cauces normales y habituales no sería en absoluto justificable este secretismo del que había sido objeto.
Secretismo roto por una ¿casualidad? No. Aunque no sabía dónde apuntar, la carpeta roja estaba ahí porque alguien quería que él descubriera la verdad o introducirlo en la mentira definitivamente. Y desde ahí, quizás, recorrer caminos que le llevarían a más novedades y realidades insospechadas. Josefina. Josefina, sospechaba Asier, era imprescindible. Aún resonaba en sus oídos: « No sabes hasta qué punto me lo imagino».
* * *
Josefina estaría a punto de llegar. Asier había encargado una cena al gusto de su invitada después de que ella le diera pistas sobre sus preferencias gastronómicas. Lo tenía todo a punto. Era sábado y cerca de que las agujas del reloj del salón comedor marcaran las ocho, hora convenida. Y Josefina fue puntual.
9. Asier
Josefina fue muy concisa en sus explicaciones. «Las reservamos para el final de la cena». La cena debía transcurrir y transcurrió con tranquilidad explicándonos nuestras vidas más recientes. Reímos, nos escuchamos atentamente. Tranquilidad. Como final, ambos tomamos un café muy cargado y le serví una copa. La mía no iba a faltar.
Resumo su disertación mezclada con alguna de mi cosecha como resultado de esa conversación con Josefina que me devolvió ciertos hechos a mi memoria, y que, juntándolo todo, se me antojó la revelación de que yo, queriendo o sin querer, había vivido una realidad paralela. Peor aún… una vida paralela. Mi sensación era difícil de describir. Era la segunda vez, en poco tiempo, que algo extraño se había despertado en mí. ¿Mi nuevo reloj? Empezaba a darme miedo pensarlo. Quizás todo era fruto de un extraño e inexplicable suceso que incluso para un filósofo se le hacía muy difícil analizar. Quién sabe. Quién sabrá. He de saber.
Cuando Josefina se fue de casa, mis padres contrataron a Catalina, a través de la misma agencia que a ella. Casi se me había olvidado. Mujer casada, era una empleada de hogar con la que yo no tuve apenas contacto alguno. Recuerdo que trabajaba en casa, en horario en que yo estaba en la universidad. Solía dejar preparado o bien el almuerzo o la cena en función de lo que le indicaba mi madre. Por lo demás no oí jamás ninguna queja sobre su trabajo. Aunque yo no sirva de referencia fiable, creo recordar que todo lo dejaba limpio y en perfecto estado y orden. Desde hace algunos años el puesto de Catalina lo ocupa Olga. Y, también, a través de la misma agencia que en los casos anteriores. Muy simpática, pero, aún, mucho más discreta. Discreción que en realidad esconde, creo, un carácter muy introvertido. Eso sí, muy eficaz. Ni ella, ahora, ni antes Catalina han pernoctado nunca en casa. Sus casos nada tienen que ver con la particularidad de Josefina.
Eso lo recordaba a poco que me esforzara. Olga, y así se lo comenté a Josefina, mantenía cierto distanciamiento hacia mis padres y hacia mí, aunque nunca le falta la corrección. Es una mujer que habla poco, cumple… y hasta mañana.
Josefina había sido testigo de fuertes discusiones entre Jesús y Abantza antes de que yo llegara a esa casa. Recuerda que le incomodaba oírlos porque era consciente de que sabían que los podía escuchar. Pero eso no les importaba en absoluto. Eran discusiones muy fuertes. Pero nunca adivinó de qué se trataba. Pronunciaban palabras poco conocidas por ella. En alguna ocasión oyó a Abantza llorar. Eso sucedía estando ella allí. Pero, ¿qué sucedía cuando ella iba a la compra? Siempre pensó, que fuera lo que fuera el motivo o motivos de tantas discusiones, el matrimonio se mantenía en pie gracias a que sus respectivos trabajos los mantenían alejados durante gran parte de los días. Los fines de semana, en algunos más que en otros, no había tregua. Algunas veces creía oír «México», pero jamás hizo mayores esfuerzos para alcanzar saber más del porqué de tanta ira de uno y de otra.
Le pareció muy curioso que en cierta ocasión Abantza le comunicara que en quince días vendrían a casa a almorzar, concretamente un domingo, toda la familia. Le dio las instrucciones debidas para tal efecto. Lo curioso para Josefina era que se trataba de una reunión familiar que no tenía precedentes. No recordaba haberlos visto juntos nunca. Aunque las visitas de la familia no eran en absoluto continuas.
Cuando estas se producían nunca coincidían todos. Lo más sorprendente, si cabe, fue que Abantza le comunicó que quería que ella, Josefina, almorzara con ellos. Era de la familia, le decía. Hubiera preferido que para aquella ocasión la eximiera de tanto honor.
En tal evento asistieron, la hermana de Abantza que vino de Rentería.
Soltera y sin compañía conocida. Los padres de Jesús. Los de Abantza habían muerto cuando ella era joven. Nunca se había comentado el motivo de su muerte, pero Josefina intuía, por alguna razón que ahora no venía a cuento, que fue cosa de un atentado de ETA. También estuvieron el hermano de Jesús y su esposa, que residen en Pamplona.
Ambos trabajan en la Seguridad Social. Josefina recuerda muy bien la impresión que les causó tenerlos a todos frente a frente: no se soportaban. No comprendía, al principio, como Abantza, con el consentimiento de Jesús, había organizado aquella extraña reunión.
Era evidente que solo la hipocresía hacía posible tal acontecimiento.
Estaba claro, según la percepción de Josefina, que la distancia era una bendición para aquella familia.
«Cuando estábamos —continuaba Josefina— en plena sobremesa, Jesús se levantó y con una leve sonrisa les pidió a todos que estuvieran atentos porque en su nombre y en el de Abantza querían comunicar algo muy importante y de gran alegría para ellos dos. Jesús dio por sentado de que todos sabían de la dificultad de engendrar un hijo que tenía Abantza. Yo, que es quien estaba más cerca a diario de ellos nada sabía al respecto.
Pero, me resultaba normal que Abantza no me contara esas intimidades, a pesar de que yo y ella teníamos cierta relación, muy parecida a una amistad incipiente. Las caras de cada uno de los invitados mostraron una indisimulable indiferencia. Un “no sabíamos nada”, que se escuchó y que no recuerdo —Josefina lo contaba como si estuviera aún en aquella mesa— de quién provino. Lo pudo decir cualquiera, porque sus caras eran de un “no sabía nada, pero no nos importa en absoluto”.
Sin tiempo para que nadie les interrumpiera, cosa que se me hacía imposible imaginar, Jesús sentenció: “Estamos a punto de adoptar un niño. Porque es un niño…”.
El niño aún no había nacido, continuó Jesús, mientras Abantza se mantenía en silencio con una sonrisa grabada en su cara. La madre biológica no podía hacerse cargo de él, y ya tramitó darlo en adopción meses antes de nacer la criatura. Bajo ningún concepto, se suponía, la madre pensó en abortar… y si lo pensó en alguna ocasión alguien, algo, o simplemente ella misma le hizo desistir.
Ni así se logró ninguna muestra de afectuosidad hacia Jesús y Abantza, aunque tampoco parecía que a ellos dos les hiciera alguna falta. Sí. Algún “enhorabuena” se oyó. Sintieran lo que sintieran, eso no fue impedimento para que me pidieran que descorchara otra botella de champagne francés.
Todo fuera por el niño que venía. Me sorprendió —señaló— , y mucho, la noticia. Nada se me había insinuado, ni tenían porqué hacerlo. No ya Jesús que casi no me dirigía la palabra, sino tampoco Abantza a pesar de su complicidad conmigo en otras cuestiones. Pero lo que más me sorprendió es que mientras a mí me causó una enorme felicidad la comunicación de Jesús a su familia, como si de un solo miembro se tratara, reaccionaron al unísono con más indiferencia de lo normal. Ahí —lo recalcó con vehemencia— y sin saber por qué, lo relacioné con las continuas broncas entre Jesús y Abantza. Mi mente reaccionó relacionándolo. Para entonces, sin embargo, me pareció absurda mi interpretación. No le di mayor importancia… yo también había bebido más de la cuenta y de lo que estaba acostumbrada. —Apuntó con una sonrisa.
Josefina continuó contándome que cuando brindaron, fue Abantza quien pidió/exigió hablar: «Nadie debe saber que es un niño adoptado.
Nadie salvo los que estamos aquí. Y por supuesto, al niño ya habrá tiempo de decirle lo que haya que decirle y esa tarea solo la haremos cuando lo decidamos Jesús y yo misma. ¿Lo entendéis, ¿verdad?»
Josefina lo entendió y le pareció muy correcto. Lo que pensarían los demás presentes, atendiendo a su impertérrito posado sería algo así como: «¿No os dais cuenta de que nos importa muy poco todo lo que nos contáis al respecto?»
Voy notando cierto cansancio en Josefina. Le pido que descanse. Le ofrezco una nueva copa que rechaza. Prefiere agua fresca. Me levanto, voy a la cocina y compruebo que sí, que tengo agua bien fría. Me dice que quiere continuar…
«El ambiente enrarecido en todo el almuerzo seguramente le hace pensar a Josefina más de lo que hubiera reflexionado en un ambiente normal y festivo. No sabría explicar qué sensaciones se respiraba en aquel salón y en aquellos instantes. Algo chirriaba, me decía. Se le acumulaban preguntas sin respuesta. No entendía aquel secretismo que había exigido Abantza. No entendía que se hubieran decidido a adoptar un niño, cuando sus discusiones eran casi habituales y su matrimonio no parecía ser el más idóneo para acoger un niño. Incluso, aunque no quiso asegurarlo porque entendía que era muy delicado… no descartaba malos tratos de Jesús sobre Abantza. Se refería a malos tratos físicos, porque psicológicos se los repartirían a partes iguales según deducía al escucharlos. En eso no fueron nada esquivos. Les importaba un pimiento que los escuchara. Jamás le prohibieron que nada saliera de allí. Eso, para Josefina, contrastaba mucho con la exigencia de no contar la verdad sobre el niño que estaba a punto de llegar. Se preguntaba si algo tendrían que ver aquellas fuertes discusiones con la adopción. Pero reconozco que pronto desistí en mi empeño de ver relación alguna». —Señaló con cierta dejadez.
Cuando, finalmente, llegué a casa no hubo aglomeraciones familiares para verme. Nada extraño, pensó ella. Al menos eran coherentes. Su papel, el de la familia, el día del anuncio coincidió bastante con sus modestas y precarias visitas posteriores. Eso sí, me colmaban con un montón de regalos, muchos de ellos deberían esperar a que creciera.
Los aniversarios se sucedían… y ahí Abantza siempre organizaba fiestas para que la familia, quizás maldiciéndola, se acercara. A medida que fui creciendo, aumentaba la cantidad de invitados por mi cumpleaños. Se añadían mis amigos y amigas del cole. Hasta que crecí lo suficiente para que las fiestas dejaran de organizarse.
Quizás esa era la explicación de aquel sueño… secuencialmente repetitivo, curiosamente siempre exacto, misterioso, jugueteando con alguna explicación racional, tan caprichoso que se presentaba sin avisar y sin ningún motivo aparente. Una vez más, y con Josefina ahí, ese sueño me visita un instante.
Una noche más tuve el mismo sueño de antaño que ya casi no recordaba. Con una claridad diáfana. Como si estuviera despierto, con los ojos bien abiertos. Sintiendo la respiración de los que me rodeaban, sintiendo que no oía. Solo, como si estuviera en un círculo imaginario y rodeado de mucha gente. Mucha. Algunos rostros los reconozco. Otros no. Pero todos me miran con una amplia sonrisa.
Reconozco mi casa y los rostros de mis padres. Felices, radiantes. Me señalan un rincón de la entrada de mi casa. Es el lugar más estrecho de la casa. En él descansan muchos paquetes muy bien envueltos con un lazo. Unos muy grandes, otros no tanto. Creo adivinar en ellos regalos. ¿Cuál era el motivo? Me giro y veo a mi madre con lágrimas en los ojos sin dejar de sonreír. Me indica que me acerque a ellos. Sin oír nada siento que mi madre me dice que todo es para mí. Con la mirada le pregunto qué significa todo eso, ¿qué hace tanta gente en casa y que no conozco? Creo que quiere decirme algo… pero hay tanta gente, que no puedo oír lo que me dice. El silencio en el sueño es agobiante. Me obliga a tener muchísima atención en un estado que despierto no lo soportaría. Busco a mi padre con la vista. Está hablando con alguien y ambos beben de sus respectivas copas. No logro descifrar qué líquido llena esas copas. Sueño del que despierto siempre muy sobresaltado.
Josefina me lo explicaba con todo lujo de detalles. Pero al igual que ella, me preguntaba: «¿Había algún sentido en todo ello? ¿Tanta capacidad de hipocresía cabía en aquella familia? ¿Qué pretendía Abantza? ¿Qué papel jugaba Jesús en eso? Debía estar de acuerdo en esos encuentros anuales con la familia (¿?), porque de lo contrario ella, Josefina, estaba segura, lo sabría. Y estaba claro que allí poco se hacía sin el consentimiento del padre». Y mientras oía eso de boca de Josefina me pregunté: «¿Tendría alguna relación mi sueño con esa familia?» Josefina proseguía:
« Me había preguntado muchas veces si todo aquel montaje era motivo de alguna razón que ella ignoraba y que ignoraría siempre. Se preguntaba si aquel evidente distanciamiento intrafamiliar tenía una base sólida.
Llegó a la conclusión de que sí. No podía ser comprensible que no hubiera alguna razón o justificación. Pero también era evidente que algo muy poderoso se le escapaba. Demasiada contradicción… ¿Qué les obligaba a seguir con aquella hipocresía? Finalmente zanjó sus dudas con una certeza: Seguro que no sabes de la misa la mitad y eso no es asunto tuyo.
Con tu llegada sus discusiones menguaron, al menos mientras yo estaba en casa. Y me ausentaba poco. Aunque una vez que conocí a quien hoy es mi marido, los domingos libraba con bastante facilidad y no descarté nunca que sus discusiones las reservaran para ese día de la semana». —
Josefina no podía reprimir una amplia sonrisa al recordar aquel detalle .
* * *
«En cierta ocasión —prosiguió— muchos años después, cuando tenías 13 o 14 años de edad, y a consecuencia de un fuerte temporal de granizo que ni los más viejos del lugar recordaban tan violento, se produjeron serios desperfectos en ventanas y parte del tejado del ático».
Recuerdo aquel día y Josefina aún mucho más por el trabajo que le supuso poner a salvo todo lo que pudo de la suite matrimonial, la más afectada del ático.
Las imprescindibles obras obligaron a una evacuación exhaustiva de objetos, libros, documentación indescifrable a primera vista y un largo etcétera. Josefina carga con todo este trabajo. Los dueños debían acudir al trabajo y el jovencito al cole. Lo amontona todo en el salón comedor de la mejor forma que se le ocurre. Las obras tardarán unos días en acabar, y debía dejar el salón habitable. Los operarios le piden que, por favor, también retire parte de los libros que están en el salón situados en la parte más cercana a la suite matrimonial. Josefina lo hace con más cuidado si cabe. A aquella biblioteca, Jesús, le tenía un cariño muy especial. Retira tantos libros como los operarios le indican y después cubren debidamente con sábanas la parte del mueble en el que se encuentra la biblioteca más preciada de la casa según, siempre, don Jesús.
Jesús le reclama a Josefina, una noche, después de regresar del trabajo y cuando Abantza no había llegado aún, que le entregue todos los papeles que estaban en su habitación. Así lo hace. Cuando Jesús observa que los libros objeto de la última evacuación están en el mismo lugar que todos los objetos y demás enseres, le ordena que no quiere aquellos libros mezclados con todo lo demás y que, por favor, …sí dijo «por favor», los habilitara en otro lugar. Solo se le ocurrió llevárselos a su habitación para no molestar mi espacio y mucho menos el de los señores. Este detalle será importante recordarlo más adelante.
Una vez hecha la operación del momentáneo traslado, cansada de tanto trajín y cuando acaba de preparar la cena, ella pide permiso para acostarse a lo que Jesús y Abantza, le contestan que por qué no cena.
«Estoy muy cansada. No tengo hambre. Prefiero dormir». Abantza le da las buenas noches y Jesús, aunque no lo juraría, una vez más parece no haberla oído. El abogado era un hombre muy variable, muy suyo, con gestos y actitudes que eran muy difíciles de prever.
Le pedí a Josefina que descansara. Que al hacerlo ella, yo también lo haría. Como era mi costumbre había tomado nota de todo lo que me había contado hasta aquel momento. Lo que seguía… merece un capítulo aparte.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.