Kitabı oku: «Ansiado rescate», sayfa 2

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3

Muy lejos de allí, y sin saber que estaba haciendo lo mismo que su padre, Clara estaba en la veranda de la terraza de su cuarto mirando hacia donde ella creía que debían estar las tierras oscuras, más allá del gran mar que tan valientemente había cruzado su padre para tratar de salvar la vida de su hermana Agnes.

¡Cuán equivocada había vivido, y qué poco había disfrutado de la familia maravillosa que supo tener de niña! Vivió hasta ese momento con un gran resentimiento hacia su padre por creer que las había abandonado y con enorme dolor en su alma por no haber llegado a ver con vida a su madre… hasta que todo había quedado claro ante sus ojos.

Luego de un tiempo supo entender y perdonar ese dolor a quienes, con buenas intenciones, habían simulado la muerte de Eloísa para poder llevarla sana y salva a Bellitania pudiendo así ocuparse de su recuperación.

Vivían en su interior una mezcla de sentimientos encontrados, de dolor por los años de felicidad perdidos y de esperanza por volver a reencontrarse con su padre y traerlo de regreso para unirlo a su madre Eloísa quien seguía perdida en sus recuerdos.

Clara la visitaba todos los días encontrándola siempre en el banco debajo de los grandes robles del bosque, con su cabellera perfectamente ordenada en un recogido alto del que escapaban algunos cabellos grises mecidos por el viento. Siempre sentada con sus manos entrelazadas sobre su regazo vestida con su túnica blanca inmaculada y los ojos perdidos en el horizonte, como esperando ver llegar a su amado en cualquier momento.

Los ojos de Eloísa se iluminaban por unos instantes todos los días mientras acariciaba su rostro llamándola “mi pequeña”, para luego perderse nuevamente en sus recuerdos donde solo ella podía estar. Esos pequeños momentos en los que observaba a su madre día tras día, le mostraban con total convicción que la decisión de quedarse en Bellitania había sido la correcta. Eran el motor que la mantenía con la esperanza de encontrar a su padre y traerlo de nuevo al lado de su familia, para que el sueño de recuperar la felicidad que había conocido de niña pudiese ser cumplido.

Estaba volviendo por el camino del bosque cuando encontró a Alfredo quien la había estado observando en silencio desde un lugar alejado para no interferir en un momento tan íntimo de su amada.

—¿Cómo estás mi bella señora?

—¡Ya te he dicho mil veces que no me llames así! – le respondió Clara simulando enojo.

—Eres preciosa cuando te enojas, aunque sea de mentira como ahora – dijo tomando su rostro entre sus manos para besarla suavemente en los labios.

—¡No tienes remedio Alfredo! – riendo ambos al unísono y tomados de la mano siguieron caminando por el bosque que circundaba el castillo de Agnes.

—Me duele mucho ver la tristeza con que observas a tu madre; es como si haberte enterado que está sana y salva no fuese suficiente para aminorar el dolor que sufriste cuando creías que la habías perdido.

—Es muy difícil de explicar Alfredo ya que tengo sensaciones encontradas. Por un lado, me siento inmensamente feliz por haberla recuperado, pero por otro…

—¿Por otro qué mi amor?

—Por otro, la felicidad de tenerla es tan fugaz que me duele el corazón toda vez que la veo sumirse en sus recuerdos nuevamente. Es como si no la hubiese recuperado realmente.

—Pero sabes que sí lo has hecho. Tu madre está aquí entre nosotros y está sana.

—¿Estás seguro Alfredo? ¿Está verdaderamente entre nosotros? ¿Acaso sabe quién soy?

—Por unos instantes sabes que sí, que te reconoce y te acaricia como lo hacía cuando eras una niña.

—Es verdad, pero… sus ojos, ¡por Dios sus ojos!

—Sus ojos ¿qué mi amor?

—Sus ojos muestran tanta tristeza y dolor que me cuesta mantener su mirada. Si bien es cierto que me reconoce por unos instantes, pensé que, con el paso de los días, el tiempo en que lo hace iría creciendo de a poco, pero en realidad siempre es lo mismo; me ve, me acaricia, pero mi presencia no es suficiente para desear mantenerse conmigo por más tiempo. Y eso me duele mucho.

—¿Por qué te duele tanto Clara?

—Es muy duro para una hija saber que no eres lo suficientemente importante en la vida de tu madre como para que quiera seguir viviendo.

—No seas tan dura contigo Clara.

—No lo soy Alfredo, solo soy realista. Recuerda que aún soy una científica y la evidencia muestra que mi presencia no alcanza para que mi madre tenga ganas de vivir. No lo fue antes mientras estábamos juntas y tampoco lo es ahora. Por eso debo hallar a mi padre si es que aún está con vida, y traerlo de nuevo a Bellitania, para que ella nuevamente vuelva a vivir.

—Pero… ¿y tú? ¿dónde quedas tú? ¿dónde quedan tus deseos y necesidades?

—Recuperar a mi padre, pedirle disculpas por haberlo odiado durante tanto tiempo de una manera tan injusta creyendo de él lo peor, lograr su perdón y devolverlo a su tierra, a mi madre y a toda su familia, es mi mayor deseo y mi mayor necesidad.

Notó que Alfredo se separaba de ella mirándola con ojos incrédulos mezclados con gran tristeza y decepción. Entonces, rápidamente y sin dudarlo agregó:

—Obviamente que esto no lo podré lograr si tú no estás a mi lado.

—¿Solo por eso?, ¿porque me necesitas en esta nueva empresa que implica una peligrosa aventura que tienta tus motivaciones más profundas?

—¡No solo por eso, tonto! Te necesito, no por esta empresa, sino simplemente porque ¡TE AMO! –dijo tomándolo de la mano.

—Y ni esto, ni nada que decida emprender de ahora en adelante, peligroso o no, tendrá sentido si tú no estás para siempre a mi lado.

Esas fueron las palabras que sosegaron el corazón de Alfredo; era lo que necesitaba escuchar para saber que estaba ante el único ser con el que quería compartir su vida y planear un futuro posible. La única elfa/mujer que había despertado en él la necesidad de proyectar un futuro en común para completar su vida y prepararse para lo que vendría.

—Como te dije el día que llegaste aquí y decidiste quedarte, te lo repito una vez más: ¡CUENTA CONMIGO PARA SIEMPRE!

4

Al promediar la tarde Cristina y Altamira regresaron a las caballerizas agotadas pero felices por tan agradable paseo. Durante el mismo, no pudo dejar de pensar en esos maravillosos ojos grises, casi transparentes como veía que era el alma de ese joven al que acababa de conocer.

No sabía bien por qué, pero sentía que lo conocía de toda la vida y que podía confiar plenamente en él. Ella era una joven que podía ser catalogada como rebelde para la época, debido a que no comulgaba con lo que se esperaba de una joven de la sociedad. Detestaba lo acartonado de su padre, así como a todas sus amistades aburriéndose tremendamente con las conversaciones vacías que escuchaba toda vez que había reuniones en su casa.

Lo único que se esperaba de las mujeres era lograr un prometedor matrimonio que no solo consolidase el poder familiar, sino que lo acrecentase con el paso del tiempo. No importaba el amor, eso era una tontería que no conducía a nada bueno. Por el contrario, el amor era considerado el enemigo de un buen matrimonio pues la mayoría de las veces nublaba el entendimiento y la razón.

Por ello, las jóvenes eran prometidas casi desde el momento de nacer o en su niñez temprana con muchachos provenientes de las familias más prominentes de la comarca, los cuales eran presentados en el momento de anunciar sus compromisos para evitar que lo que sus padres habían arreglado de antemano pudiese verse frustrado por algo tan poco racional como el amor.

Cristina detestaba esa situación. Su madre era la única que la entendía y apañaba ya que sabía muy bien el dolor que provocaba casarse con alguien sin amor, por haberlo vivido en carne propia. Por ello, cada vez que su padre arreglaba una reunión para presentarle un joven casadero, ella se confabulaba para disculparla diciendo que se encontraba indispuesta. Esto no satisfacía a su padre en absoluto, pero entre las dos armaban una escena propia de grandes actrices donde Cristina simulaba delirar de fiebre y su madre una gran preocupación. Todo con la ayuda de Gertrudis, su nana, quien desde pequeña secundaba a su madre en estas decisiones.

Las tres constituían un grupo sólidamente pertrechado contra las ideas retrógradas de su padre, con un accionar tan bien organizado, que había dado muy buenos resultados hasta aquella trágica noche.

Cristina llevaba varias horas acostada cuando los gritos de su padre la despertaron. Sentándose en la cama intentó escuchar a qué se debían, y pudo así darse cuenta que, una vez más sus padres discutían acaloradamente.

Ante su desesperación intentó salir al pasillo, pero fue retenida por Gertrudis quien dormía enfrente tal como lo hacía desde que Cristina había nacido.

—¡Mi niña, no salgas!

—¡Quiero estar con mi madre Gertrudis!

—No es conveniente que te entrometas cuando tu padre se pone de esta manera. No es lo que tu madre quisiera que presenciases.

—¡Pero es justamente por ella que quiero intervenir! ¿No escuchas acaso que le está gritando de una forma terrible?

—Confía en mí mi niña. Sé que tu madre no quisiera verte mezclada en algo tan desagradable.

—¿Acaso crees que alguien puede permanecer ajeno a esta discusión? le está gritando de una manera espantosa. Si él no quisiese que yo escuchase no gritaría de la forma que lo hace.

—Bien dices mi pequeña, ¡él!, pero tu madre no quiere que presencies una situación tan desagradable.

—¡Pero es que no puedo permitirle a mi padre que la trate de esta manera; mi madre no se lo merece Gertrudis! ¿Acaso no escuchas la forma en que le habla? Da miedo escucharlo.

—Ya pasará Cristina, te lo aseguro, tu madre querría…

Las palabras de Gertrudis fueron interrumpidas por un grito terrible de su madre que provocó que Cristina corriese hasta la puerta de su cuarto, siendo detenida por su nana.

—¡Espera aquí pequeña; yo iré!

—Pero…

—¡Prométeme que esperarás aquí! Iré a ver lo que pasa y vendré a contarte.

Cristina asintió con la cabeza y Gertrudis abandonó la habitación, pero un nuevo grito de su madre seguido de un ruido fuerte y seco, hizo que Cristina saliese corriendo de su habitación.

Al llegar al final del pasillo de los dormitorios donde comenzaba la balaustrada que daba al salón principal pudo ver a Gertrudis sollozando de rodillas. Más allá, su padre miraba perplejo hacia el salón. Gertrudis al verla intentó detenerla tomándola de las piernas, pero Cristina, de un rápido movimiento eludió los brazos de su nana y al llegar al lado de su padre pudo ver con horror el cuerpo de su madre yaciendo en el piso del gran salón.

Primero quedó paralizada, sin poder articular palabra ni mover alguno de sus músculos. Solo atinó a mirar inquisidoramente a su padre quien evitó cruzarse con sus ojos. En un momento comenzó a ver como una creciente mancha de sangre se esparcía más y más debajo de la cabeza de su madre.

Fue en ese momento en que se dio cuenta de la horrible verdad. Su madre, su querida madre había perdido la vida en esa espantosa noche, y de algo estaba segura, su padre había tenido mucho que ver.

—¡Madre! ¡Madre! – comenzó a gritar desesperada mientras corría escaleras abajo, al llegar e intentar arrodillarse a su lado fue retenida por su padre, quien, sosteniéndola por la cintura intentó evitar que se arrojase sobre su cuerpo.

—¡Cristina!, ¡déjala hija!, no podemos hacer nada.

—¡No! ¡Mamá! ¡Déjame! – gritaba intentando desprenderse infructuosamente de los fuertes brazos de su padre.

—¿Qué ha pasado padre?

—Tu madre… tu madre se ha quitado la vida.

—¿Qué estás diciendo?

—Sé que es muy doloroso hija mía, pero… tu madre ha tomado esta terrible decisión.

—Pero… ¿por qué? Esta mañana entró radiante a mi habitación cuando Gertrudis me trajo el desayuno, y estuvimos conversando animadamente de que la señora Brennan, en su tienda del pueblo había recibido hermosas telas e iríamos mañana para encargar algunos vestidos. ¡No mostró ninguna señal que permitiese aventurar semejante actitud!

—Hace tiempo que tu madre estaba muy deprimida hija.

—¡Eso no es cierto!

Su padre, Mac Eoinn, era un hombre muy fuerte y malhumorado al que no recordaba haber visto jamás sonreír, al menos en su presencia; como tampoco guardaba en su memoria ningún gesto galante con su madre. Si bien con su hija era un poco más amable, tampoco podía decirse que fuese un amante padre, ya que no recordaba haberla sentado en sus rodillas para contarle alguna historia, ni tomarla de la mano para caminar por los jardines que rodeaban la casa.

Sin embargo, esa sí era una actitud frecuente en su madre Elena a la que veía y escuchaba reír cuando estaban juntas, o cuando charlaba con Gertrudis quien también había sido su propia nana.

Elena amaba profundamente a Gertrudis encontrando en ella a la madre de cuyos brazos había sido arrancada cuando apenas tenía catorce años para casarse con su padre, ya que su abuelo O` Brien, había arreglado su matrimonio cuando ella apenas caminaba. Por suerte su abuela había logrado negociar con su abuelo que Gertrudis acompañase a Elena en su nueva vida.

Era terrible observar cómo se reproducía generación tras generación la opresión de las mujeres por parte de padres primero y esposos después.

Con ayuda de Elena, Cristina había escapado hasta entonces de tan cruel mandato, pero… ¿qué ocurriría ahora? Todo esto pasaba por su cabeza a una velocidad vertiginosa y solo entendía que, a partir de ese momento estaría sola para enfrentar los terribles designios pergeñados por su cruel padre.

Todo esto pensaba mientras intentaba deshacerse de los brazos de ese hombre hasta que logró zafar y arrodillarse al lado de su madre notando como su blanco camisón comenzaba a teñirse de rojo en la medida que la sangre de su madre fluía por la herida.

Lejos de impresionarse por ello, se recostó sobre su pecho permaneciendo así mientras aún podía sentir el calor materno que tanto la había reconfortado toda su vida. Nada existía a su alrededor; no dejó que nada se interpusiese entre su cuerpo y el de su madre, como tratando de grabar a fuego en su alma y su corazón ese binomio amoroso que habían construido y que juró vengar.

—¡Juro ante ti madre que descubriré lo que ha pasado y me vengaré del culpable! ¡Sea quien sea, aunque haya sido mi propio padre! – pensó en silencio.

Pedro despertó abruptamente por los ruidos que provenían de la casa. Se levantó de su cama armada en el ático de la propia caballeriza para estar cerca de donde descansaban los caballos.

Subido a un arcón para poder mirar por la ventana que se encontraba casi en el borde de la pared con el techo, pudo reconocer el carruaje del doctor Benton, el médico de la comarca, por lo que intuyó que algo grave estaba pasando.

Se vistió rápidamente y bajó por la escalera de madera que llevaba al piso de la caballeriza, y cuando estaba por abrir el portón fue detenido por Héctor.

—Pero, ¿qué haces muchacho? ¿Acaso estás loco?

—¡Algo debe haber pasado Héctor!

—Por supuesto que algo debe haber pasado, pero lo que haya sido no te incumbe en lo absoluto– ¿Quién te crees que eres?

En esos momentos Pedro se dio cuenta que no podía explicar sus actos sin demostrar sus sentimientos hacia Cristina, lo que no conduciría a ningún buen puerto. Por ello decidió no insistir, permaneciendo callado donde estaba intentando dar alguna explicación racional que disimulase sus actos.

—Es que tal vez el señor Mac Eoinn nos necesite.

—Acaso crees muchacho que si el amo nos necesitase ¿no nos lo habría hecho saber personalmente? Si no lo ha hecho, es porque no quiere. ¿Te queda claro?

—Sí Héctor, ¡me queda claro! – expresó Pedro de mala gana.

—Entonces vuelve a tu cama que debemos levantarnos antes del amanecer para cumplir con todo el trabajo necesario.

Así Pedro subió nuevamente a su lugar intentando ver por la ventana del ático algún movimiento en la casa que diese alguna idea de lo que estaba pasando; sin embargo, todo parecía tranquilo no pudiendo darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.

En lo más profundo de su alma sabía que Cristina lo estaba necesitando, pues percibía en carne propia la congoja que estaba oprimiendo el corazón de su amada. No podía explicarlo, pero se le dificultaba la respiración, sentía su pecho latir descompasadamente con una gran angustia que iba apoderándose de a poco de todo su ser. ¡Sabía que algo terrible había pasado! ¡Estaba seguro de ello!, y lo peor de todo era que él no podía hacer nada.

Quedó recostado en la cama sin mudar sus ropas para estar listo por si Cristina lo necesitaba, no pudiendo conciliar el sueño ya que su cerebro y su corazón estaban preocupados por lo que en aquella casa pudiese haber ocurrido.

5

Esa mañana llovía a cántaros en la Universidad; Ana llegó temprano como todos los días antes que tanto el director como el resto de los investigadores hiciesen su aparición. Por ser lunes solían llegar un poco más tarde de lo habitual, como respuesta a la modorra propia que sigue a un fin de semana largo ya que el viernes había sido feriado.

Pasó por su escritorio para dejar su bolso antes de dar la consabida vuelta por las oficinas revisando que todo estuviese correcto. Si bien María, la nueva ordenanza, llegaba media hora antes que ella para encender las luces y limpiar las partes comunes del Instituto, sentía que debía dar un vistazo previo a que llegasen los investigadores para revisar el correo, preparar los documentos que debía repartir a cada uno y porque sentía que debía estar antes que todos como corresponde a toda buena secretaria.

Habían pasado más de seis meses desde la tragedia en que el doctor Dumas había perdido la vida, junto a Clara…

Lamentó lo ocurrido al ex director, el doctor Dumas; si bien era bastante cascarrabias ella sabía que era solo una coraza, ya que debajo de esa actitud se escondía además de un gran investigador una gran persona. Recordó todo lo que había aprendido a su lado y lo orgullosa que estaba por pertenecer a un instituto científico tan prestigioso.

Recordó también que Dumas estaba siempre en la búsqueda de la excelencia y por ello exigía de todos en general el mayor espíritu de superación como grupo de investigación, sin olvidar requerir de cada uno en particular, por más pequeño espacio que ocupase en la organización, que se esforzase al máximo para hacer de su tarea el mejor trabajo.

Con él habían aprendido que no había trabajadores de primera y de segunda; si bien descansaba y mucho sobre los profesionales investigadores, también se ocupaba de hacer capacitar a todos los que allí trabajasen fuesen del área de la administración, de soporte técnico o bien de maestranza.

Dumas sostenía que los investigadores trabajaban mejor cuanto más eficiente fuese el personal auxiliar alivianándoles las tareas en las que no era necesario que perdiesen tiempo; por ello se ocupaba muy bien de que fuesen realizadas con calidad. Eso generaba en todo el grupo el espíritu de cuerpo necesario para que la excelencia alcanzada fuese resultado del esfuerzo de todos.

—¡Qué diferencia con el doctor Hopkins! – pensó.

El pobre se encontró de golpe, al ser el vicedirector del Instituto en el momento del accidente, con la obligación de hacerse cargo de algo de lo cual siempre había estado ajeno ya que su nombramiento había sido una formalidad; un requisito para cumplir con las estructuras, pero nunca había tenido necesidad de reemplazar a Dumas en ninguna de sus actividades ya que este se las arreglaba muy bien para no dejar nada fuera de su área de gobernabilidad.

Si bien Hopkins era una buena persona y muy buen profesional en su campo carecía totalmente del carisma de Dumas, así como de su capacidad de gestión para que la organización del Instituto siguiese como si nada hubiese ocurrido. Se notaba y mucho, su ausencia.

¡Ni que hablar de cuánto extrañaba a su amiga Clara!; si bien esta le llevaba unos años pues Ana recién acababa de cumplir veintisiete, esa diferencia no pesó a la hora de haberse convertido en excelentes amigas habiendo encontrado en ella la hermana mayor que nunca había tenido.

Recordó cuán devastada estaba al creer que la había perdido para siempre, pero también lo reconfortada que se sintió cuando aquella extraña pareja conformada por el doctor Fermín Thomas y su esposa Marta le entregaron la carta de Clara; ya que, al leerla, supo que no había corrido la misma suerte de Dumas sino que se encontraba sana y salva en… Bellitania.

Repasó en su memoria algunos párrafos de aquella carta…

Mi muy querida Ana:

“Sé que cuando leas esta carta creerás que se trata de una broma de muy mal gusto, pero te aseguro que no lo es. Soy Clara; Clara Frers, tu amiga, y lo primero que quiero decirte es que estoy bien y no me ha pasado nada. Lamentablemente no puedo decir lo mismo sobre el doctor Dumas, quien ya no se encuentra entre nosotros”.

Se alegró de ser la única persona que lo supiese porque en el fondo de su corazón estaba feliz por ella, y porque no tenía que dar explicaciones a nadie de lo sucedido; no sabría cómo hacerlo pues tampoco lo tenía claro. Estaba segura de que así era y eso le bastaba.

Recordó las noticias que habían llegado diciendo que tanto ella como el doctor Dumas, junto a los doctores O’Neill y Collins, habían caído al mar en un accidente de automóvil en los acantilados de Moher, aunque jamás habían sido encontrados.

Desde el día en que ellos le habían entregado la carta y… la cruz, no se separaba nunca de ella llevándola puesta todos los días debajo de la ropa para que nadie pudiese observarla, dado que, por su extraño diseño llamaría la atención de cualquiera que pudiese observarla.

Recordó entonces lo que la carta le revelaba sobre ella:

“Te envío una antigua cruz celta que me ha regalado mi hada protectora Heras. Sí Ana; las hadas existen, no estoy loca. Me ha salvado de difíciles situaciones; úsala todos los días ya que yo aquí, por suerte, no la necesitaré más.

Cuando tengas alguna duda sobre la clase de persona que tengas enfrente, solo voltéala y encontrarás escrita en ella dos palabras: “confía” o “cuídate”. Hazle caso; entrégate completamente si la cruz te dice que confíes, y ¡apártate! sin dudarlo si encuentras la palabra “cuídate”.

Pero… ¿qué haría en el verano cuando usase ropa menos cubierta? ¿cómo haría para evitar que cualquiera pudiese verla? Tendría que pensar en ello y rápido, ya que el invierno estaba por terminar dejando paso a la primavera, y con ella días soleados y cálidos que la obligarían a mostrarse menos abrigada con posibilidad de que pudiese ser vista por cualquiera.

Pasó por delante de la puerta de la oficina de Clara sintiendo la necesidad de entrar como forma de sentirla más cerca.

Buscó las llaves e ingresó. Levantó la persiana y pudo ver como la lluvia que no había aminorado de intensidad, golpeaba contra la ventana comenzando a mojarla rápidamente. Con la mirada fija en las gotas que se deslizaban por el vidrio se dejó llevar hasta los días que había compartido con su amiga, repasando los momentos de alegría vividos tanto dentro como fuera de la Universidad.

Sin embargo, recordó también aquellos turbios, sin explicación racional, que las habían hermanado aún más como mecanismo de defensa contra esas fuerzas desconocidas que las acechaban, uniéndolas más y más haciendo nacer una hermosa amistad que jamás hubiese sospechado.

Y así, mimetizándose con el tiempo exterior permitió a sus lágrimas correr por sus mejillas dejando tanto a la lluvia como a su alma amalgamarse en un abrazo por un lado triste y agobiante por haber perdido la oportunidad de compartir a diario con ella, pero por otro, feliz por saber que a pesar de todo lo ocurrido Clara estaba viva, protegiéndola con esa cruz que le había enviado.

Comenzó a sobreponerse de esos sentimientos enjugando sus lágrimas y luego de unos instantes salió de la oficina lista para comenzar un nuevo día de trabajo. Cuando llegó a su escritorio para revisar la correspondencia hizo su aparición Hopkins.

—Buenos días Ana.

—Buenos días doctor.

—¿Puedes venir a mi oficina?

—¡Enseguida!

—Revisó rápidamente los papeles en su escritorio como para seleccionar aquellos que debía llevarle al director aprovechando su llamado.

—Permiso doctor Hopkins. Aquí le traigo los papeles que necesitan su visado.

—Gracias Ana, pero…no te llamaba por eso, aunque te lo agradezco. Siéntate por favor.

Ana se sentó en uno de los sillones del otro lado del escritorio de Hopkins extrañada de hacerlo ya que jamás, ni siquiera en la época de Dumas, se había sentado en aquella oficina. Quedó callada, mirándolo, esperando lo que tenía para decirle, imaginando sería diferente a lo que estaba acostumbrada a escuchar.

El silencio era abrumador.

—¿Pasa algo doctor?

—No sé cómo comenzar esta conversación Ana.

—¿Acaso está disconforme con mi trabajo?

—¡No Ana! ¡Todo lo contrario!, lo que tengo para decirte si bien es laboral, sé que también es personal para ti, y no sé cómo decírtelo.

—¡Por Dios, me está asustando doctor! ¿Seguro no peligra mi trabajo?

—¡Para nada Ana! Por Dios no he querido asustarte. Tú eres muy importante para este Instituto y no tiene nada que ver con tu desempeño del cual todos estamos muy satisfechos. Es… otra cosa.

—¡Dígamelo doctor; por favor!

—Está por llegar la persona que reemplazará a la doctora Clara Frers.

Ana se sintió desfallecer; no había pasado por su mente ni por un instante que el Instituto pudiese pensar en reemplazarla; aunque ahora que lo estaba escuchando se daba cuenta que nadie seguía las investigaciones de Clara, las cuales eran muy importantes para la institución.

Si bien le partía el alma escuchar lo que Hopkins le estaba comunicando, era lógico pensar que el Instituto necesitase de una persona que retomase sus investigaciones. Ana permaneció callada sin saber qué decir, mientras lágrimas de profunda tristeza comenzaron a rodar por sus mejillas.

Hopkins no sabía qué hacer; reconocía que lo que le estaba comunicando la destrozaba por dentro, pero también sabía que Ana era la secretaria del grupo y como tal, debía estar al tanto del tema.

Le acercó un vaso de agua y esperó en silencio que se recobrase de semejante noticia sabiendo que era muy difícil para ella.

—Sé que Clara y tú se convirtieron en muy buenas amigas, y por lo tanto imagino lo difícil que debe ser esto para ti. Pero, por otro lado, la institución debe recobrar su normal funcionamiento y ocuparnos de recuperar el personal necesario para seguir adelante.

—Perdone mi insolencia doctor, pero creo que la palabra “recuperar” no es la más adecuada. Jamás recuperaremos a Clara ni al doctor Dumas.

—No me malinterpretes Ana. Lo que quise decir es que necesitamos profesionales que se ocupen de las actividades que llevaban a cabo. Sé muy bien que la silla del doctor Dumas me queda extremadamente grande, pero… debo hacerlo.

Ana se dio cuenta que con sus palabras había ofendido al nuevo director.

—No quise ofenderlo doctor. Sé que lo acontecido hace meses lo ha tomado a usted también por sorpresa y debió hacerse cargo del Instituto de un día para el otro. Han sido años al lado de ellos y a todos nos costará reemplazarlos tanto en el trabajo como en nuestros corazones. Sé que usted está haciendo los mayores esfuerzos para que sigamos adelante; cuente conmigo.

—Gracias Ana, no esperaba menos de ti.

—¿Qué debo hacer doctor?

—Me han dicho desde el rectorado que la nueva investigadora llegará la semana próxima, por lo que necesito te ocupes de preparar la oficina de la doctora Frers para cuando llegue.

—Y eso, ¿qué significa?

—Pues…tu sabes tan bien como yo que nadie ha ingresado allí en todo este tiempo.

—Se equivoca doctor; todos los días María ingresa y limpia la oficina de manera que esté presentable a pesar de… – Ana tragó saliva, – a pesar que Clara no haya vuelto, pero está todo en condiciones como cuando ella la dejó ese viernes previo a irse de viaje con el doctor Dumas.

—Justamente por eso te lo digo Ana.

—No lo entiendo doctor Hopkins.

—Tú misma lo estás diciendo. Está todo listo como para que Clara regrese tanto sus pertenencias laborales como también personales, aquellas que todos tenemos en nuestras oficinas cuando trabajamos muchas horas en un mismo lugar. Por algo dicen que nuestros lugares de trabajo son como una extensión de nuestras casas pues la mayoría de las veces pasamos más horas del día despiertos en nuestro trabajo que en nuestros domicilios particulares.

—Desde enceres para el arreglo personal, por si tenemos que prepararnos para alguna reunión no prevista, como también ropa por si tenemos alguna actividad que nos sorprende por salir de la rutina, amén de efectos personales como fotografías, etcétera etcétera. Al menos eso me ocurre a mí, y supongo que les ocurre a todos o casi todos. En ese caso, me parece que eres la persona indicada para ocuparte de que las cosas personales de Clara no sean manipuladas por alguien que ni siquiera la ha conocido como es el caso de María.

—Tú eres la persona indicada para esta tarea, por todo lo que ha significado Clara en tu vida y porque sé que ella estaría muy feliz de que así fuese. Además, no conocemos ningún familiar de Clara por lo que me parece que debes ser tú la depositaria de sus enceres personales. Eso…si estás de acuerdo, por supuesto– dijo Hopkins mirándola como solicitando su autorización.

Luego de unos instantes volvió a la carga – Estarás de acuerdo conmigo en que nadie mejor que tú para manipular sus cosas con el cariño y respeto que ella se merece. Si bien no es de mi incumbencia ¿sabes qué ha ocurrido con la casa de la doctora?

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