Kitabı oku: «Playas en la costa caribeña colombiana: Visiones y mutaciones», sayfa 2

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Preámbulo a unas anotaciones sobre cuerpos y playas

Nací entre las montañas de un valle. Y me identifiqué hasta muy tarde en mi vida con los versos de un bardo nacido en la misma cuna: “No he visto el mar. Mis ojos/—Vigías horadantes, fantásticas luciérnagas;/ mis ojos avizores entre la noche;/ […] mis ojos vagabundos/ no han visto el mar”. Cuando pude ir a su encuentro, llevaba a cuestas ese poema, y otro regalo poético que había sido una forma de la complicidad con un amante literato: quien se ofreciera a acompañarme al mar debía ser capaz de describirlo magnamente previo a mi contemplación. Su trabajo probaría si era digno del amor. Cuando llegué a la ribera, acompañada de otro enamorado, mudo para la descripción, las anticipaciones literarias me parecieron más espléndidas y memorables de lo que esa gran sábana verde-azul me suscitó.

Solo ahora comprendo que esa vista y esas expectativas encajaban en un encuadre del mar y de la “costa” colombiana que mi generación, mi género y mi clase vivieron como su mar: el mar para el romance, el mar tranquilo y placentero, la sal y el perfume del calor salobre, un lugar sin ningún habitante en los alrededores, ningún vendedor de pescado, ni siquiera de pulseritas y ceviche. Solo el mar. O mejor: el mar solo. De cierto modo, los Paisas de mi grupo fuimos como el veedor que Mary Louise Pratt vio en los cronistas y exploradores coloniales: creímos, o fingimos, descubrir solos y por primera vez la inmensidad del mar que era para nosotros la corona de un territorio que considerábamos nuestro, algo allí arribita del croquis de una gallina donde nosotros vivíamos. Esa es mi primera versión del mar en su superficie. El primer encuentro.

El siguiente fue el mar por dentro. Varios años después, una madrugada de noviembre, en las mismas tranquilísimas aguas de El Rodadero, por la zona de las viviendas populares, me sumergí, cerquita a la playa: abajo, en la superficial arena entre un agua medio turbia, nada azul, había un gran mojón enroscado. Lo contemplé estupefacta un buen rato, flotando sobre él, preguntándome si era de humano, pero en ese caso, ¿cómo es que no se había deshecho entre corrientes antes de ir a parar casi a los pies de cualquier turista? Luego, en la casa donde nos alojábamos, me explicaron que aquello era lo que un cierto pez devolvía al mar. Lo creí a medias. Pero así entraron a mi retrato del mar los peces y otros animales, que hasta entonces tenía disociados de su hábitat: para mí los peces venían todos del río Magdalena, a su paso por Puerto Triunfo, donde vivía parte de la familia que los enviaba para Semana Santa.

Después vinieron elaboraciones muy sofisticadas, a la par teóricas y vivenciales: el eros de la lejanía, esa mirada fija en el horizonte sobre el mar que Lezama Lima conceptualiza amorosamente y que yo compartía porque temía el ahogo. Su periscopio letrado al fondo del mar de La Habana, con una danza de peces multicolores y un tiburón, y dos amantes alejados en el espacio que se tocan los dedos en una forma poética anticolonial, familiar de la hidromancia. La versión inglesa de esa misma mirada, anclada sobre la profundidad, de los poetas Brathwaite y Walcott, la unión submarina, la historia es el mar, que sumaron al asco del primer mojón el escalofrío de la muerte masiva de africanos, en especial, y que al hacerme bajar los ojos hacia mis pies en el agua me mostraron en las aguas de la bahía de Fort de France que las corrientes son múltiples, en varias direcciones, recorridas y pobladas por legiones, dispersas, y no una tranquila onda sucesiva y lineal. Así el mar, en un ángulo óptico distinto, empezó a develarse más bien como construcción ficcional, como vehículo histórico.

Por mi piel, que se resiente de la sal y del sol, viví la tercera materialización del mar, una línea dolorosa como la anterior, una forma encarnada de la historia en mi subjetividad Paisa, también esta vez. En el seno de una bahía chiquita, pública, colindante con un antiguo escenario de curación por aguas altamente exaltado, de nuevo, por Lezama Lima —Doctor’s Bay, en Montego Bay—, un 31 de diciembre, al ocaso, fui objeto, con horror, de la colonial, contradictoria fascinación por la piel blanca. En mi adolescencia, ir al charco o la piscina, o al pueblo de mis primos en San Carlos, o usar falda, me implicaba ser objeto de burlas por esa piel lechosa y enfermizamente delicada, que aun de noche me delataría si estuviera expuesta en algún trance desnudo. Esa piel que sin embargo era apreciada en lo seco de las reuniones sociales, en el brumoso futuro de un buen matrimonio. En aquellas aguas de Montego Bay, una niña de unos once años, delgadita, con dos enormes y acariciantes ojos, imitada por dos niños menores, casi difuminados con la noche que llegaba, me seguía, intentando aprisionar mis pies entre sus manos, un codo, algo mío, lentamente, entonando un mantra incrédulo: what a lovely complexion! Como si en reversa de las macabras historias del jabón blanqueador de pieles, esa superficie nacarada tuviera que rasparse o tocarse a fondo para constatar su realidad, su existencia, su propiedad preciada.

En otros momentos, en otras playas del Gran Caribe, presencié con pasmo la cuarta forma de materialización del mar: unas bellezas sonoras. En Barbados, un hombre corpulento, de piel oscura, cantaba un arrullo en las aguas y a ellas, mirando al horizonte, cuando la luna empezaba a mostrarse. Semi-sumergidas en una ensenada de Sint Maarten, dos mujeres gruesas, de impermeables y entrecanas trenzas, cantaban casi en susurro alguna melodía dulce al elemento que las rodeaba. De este mismo talante adorador fue la fiesta a Agwe Taroyó en una playa de Jacmel, en Haití, durante un julio jubiloso. Y el canto espontáneo que tres adolescentes le hacían, mientras sus cuerpos rodaban sobre las piedras de un mar picado, en Cabo Haitiano, y sus manos me jaloneaban intentando no dejarse llevar por el agua, entre juguetonas y asustadas.

Y así, de onda en onda, arribé a aquel momento en que, caminando con gente querida por las arenas de Pradomar, atravesé, huyendo de una playa con jaulas recubiertas de tul azul, un caño de aguas residuales que desembocaba en el mar. Iba irritada. Para apaciguarme, caminé la estrecha franja oscura de esa playa, por sobre grandes rocas, en dirección contraria a las casetas para turistas. Y regresando a donde estaba la compañía, viéndolos desde la distancia, imaginé la misma playa Paisa del inicio y hubo una oleada de preguntas: ¿cómo habíamos llegado a esta forma de hotel expuesto que es una playa para turistas?, ¿a sus platos servidos, y sus altos precios, a su limpieza para el visitante, a las techumbres de paja y a las sillas plásticas? ¿A los perros playeros? ¿A las gaviotas chillonas hambrientas de sobrados? ¿A los cuerpos presentables en bikini? ¿Al asedio de hombres de canillitas flacas sobre esos cuerpos interioranos? ¿A la idea contigua de que esos cuerpos de canillitas flacas eran también deseables? ¿Al bronceador? ¿A las playas blancas de arena fina y mares turquesas por sobre las de arena acerada y agua herrumbrosa?

Esas preguntas fueron hallando respuestas parciales, pero más que nada suscitaron un delta de cuestionamientos en los ires y venires entre los textos y las conversaciones… con Eliana Díaz en los oníricos, incendiados territorios de Sam Lord, en mis propias pisadas en el Pacífico y en otras partes del Gran Caribe, y en la imprevisible, nutricia y sorprendente experiencia de las riberas y las aguas con Dany: Negril, Maracas, Manzanilla Bay, el Canal de Panamá, el Amazonas, el Río de la Plata, el Paraná, Piangüita y Magüipi, Buenaventura. ¡Qué pocos cuerpos como el suyo pasean por las playas! ¡Y por qué es así! ¡Cómo su cuerpo se adormece en las lanchas y cómo avanza sobre las olas! ¡Qué pocos como él son capaces de percibir los ángulos en que los discursos intentan definirlos y delimitarlos!

Todo eso fue: el mar, el agua, traída y llevada, encorsetada, soñada; la playa, inventada y vendida como un enorme y mullido sofá. La arena, todo, menos silenciosa; más bien: inquieta, pegajosa, imantada, formidable bajo el microscopio. Efectivamente fértil y mil veces glosada.

Las páginas que siguen son mi exploración de algunas de las formas como el mar (y la playa) del Caribe se ha construido en Colombia, y de cómo esa construcción ha atravesado ideas sobre los cuerpos, el mío incluido. Como Paisa, como Caribeñista, como intelectual comprometida con sondear las narrativas que han otrificado lo Negro en el Gran Caribe (Colombia incluida), en este caso, pasándolo por agua, o expropiándole sus aguas, este capítulo busca contribuir a explicitar algo de ese encuadre. Porque no contemplamos el mar con inocencia ni nos hundimos inocentemente en él, sino que siempre lo estamos contemplando y nos estamos hundiendo en sus teorías.

***

Esta investigación se mueve entre documentos visuales, fotos y textos literarios, detallando varias formas de masculinidad que circularon y se posicionaron entre los años de 1950 a 1990 en Colombia.

El argumento que aquí desarrollo (heredero de los estudios de género) es que los espacios y los cuerpos se prestan sentidos mutuamente, de manera que analizando los cuerpos públicos/publicados de algunos hombres (en su sentido óptico biólogico) en algunas playas de Colombia, durante el período señalado, podemos apreciar qué significados se otorgó a los lugares que sirven de escenario a esos cuerpos. Los pilares de esta premisa son preguntas como estas: ¿Cómo se construyó el espacio que llamamos playa? ¿Qué significado se atribuyó a esos lugares (en particular, Punta Paraíso, Johnny Kay, Bahía Sardinas, en San Andrés, y Salgar, en Barranquilla, y de un modo impreciso algo llamado “la costa” por parte de otros narradores). ¿Qué relaciones se presumen o se declaran en documentos visuales y en textos literarios entre locales y foráneos? ¿Qué cuerpos de hombres se exhiben en esas playas?, ¿cómo se exhiben?, ¿para qué se exhiben o son exhibidos? ¿Cómo la presencia y exhibición de estos cuerpos modula el lugar y, a su vez, cómo el lugar modula las expectativas sobre esos cuerpos y sobre el género al que representan y que es interpelado por medio de su exhibición?

El supuesto de este trabajo es que las formas de la masculinidad son varias, que sus sentidos son múltiples y a menudo yuxtapuestos. Sin embargo, en el marco del lapso temporal del trabajo, que corresponde burdamente al período del Frente Nacional (y sus prolongaciones en los años 1980), hay algunas masculinidades fuertemente atadas al surgimiento y posicionamiento del turismo. Es la época de la transición del mundo andino al mundo costero, incluyendo la isla de San Andrés, uniformada bajo el criterio de “costa”, cuando el ordenamiento regional no había inventado aún la noción de insularidad. En este período fue precisamente cuando las islas y el litoral caribeño colombiano se conceptualizaron como “costa”, sinónimo de “playa” y de trópico, pues fue el inicio y potenciación del turismo del centro del país hacia estos destinos.

Me ocupo entonces de formas de masculinidad, que surgen o se articulan y conviven a lo largo de este período, pero se dejan precisar en tres momentos distintos, según una caracterización donde ideales de caribeñidad (para entonces más propiamente “antillanidad”) y costeñidad se entretejen, y a menudo chocan pero se entrelazan, sin embargo, con la ostensible borradura o invisibilización de masculinidades racializadas, global y localmente.

Divido este texto en dos apartados: Ver e Imaginar. En el primero, trato los procesos de montaje y posicionamiento de una masculinidad hegemónica centralista, Blanca, enfocada sobre las playas de San Andrés, a comienzos de los años 1950, y que explota en un desplazamiento de los interioranos como viajeros de paso en busca del mar, hacia los litorales del país hacia el mar Caribe en los años 1980, según se puede apreciar en las páginas del suplemento En la playa, de uno de los destinos turísticos más populares del momento: Cartagena. En el segundo apartado, Imaginar, reviso dos textos literarios (El cadáver de papá, del barranquillero Jaime Manrique y “Tumba de junio”, relato de la colección Bahía Sonora, de la también barranquillera Fanny Buitrago), cuya temporalidad narrativa es la de los años que convocan esta investigación, y donde se escenifican o bien masculinidades alternativas, ausentes de los documentos visuales, o bien masculinidades hegemónicas fracasadas.

Ver

La imagen es un mecanismo profundamente efectivo para la circulación y reproducción de valores culturales, en tanto cohesiona detalladamente rasgos varios y permite la convivencia de ambigüedades, condensa apretadamente múltiples expectativas (por ejemplo, de clase, raza y género); da cuerpo visible a imaginarios, afectos y supuestos de otro modo intangibles; imanta el deseo colectivo; nos interpela individualmente.

Con fotografías de tres momentos podemos trazar el arco de la construcción de la playa de la “costa” Caribe como lugar de recreo en Colombia. Un primer momento que denomino de “autorización”, un segundo de “dominación” y un tercer momento de “andinización” o de consolidación de las playas como destino turístico de gente del centro del país. Esas tres visiones de las playas se articulan sobre tres tipos de cuerpo masculino que son tres ideales que operan como ejes de promoción y validación de la figura del “turista del centro del país” en las playas de la “costa” y el archipiélago colombiano, mientras recortan lugares (en este caso, la playa) y asignan cierta función también a los lugareños. Estos ideales aunque corresponden a un tiempo y un lugar, a veces coexisten. Para fines de estos análisis, entenderé por “hombres”, cuerpos de aspecto biológico varonil (ataviados como el momento dictamina que deben vestir y con comportamientos hetero-normativos, según una norma social correspondiente), sobre los que recaen ciertas interpelaciones en torno al deseo y su objeto público, interpelaciones sobre su función social y su apariencia, que se pueden reunir bajo dos funciones perceptibles: la paternidad y la seducción, ambas fundadas sobre una disyuntiva heteronormativa donde el cuerpo en cuestión es la nota dominante.

Autorizar

Esta primera foto (figura 1) es deslumbrante por inédita. No son públicas imágenes similares de presidentes colombianos antes de esta ni poco después. En ella, el presidente Gustavo Rojas Pinilla —por lo demás militar—, está sentado a orillas del mar de San Andrés, con medio cuerpo dentro del agua, rodeado de otros catorce o quince hombres. La foto fue tomada desde el mar, un ángulo igualmente escaso en las fotografías de playa del momento, de modo que podemos apreciar las riberas, sembradas de palmeras, una rugosa vegetación baja entre ellas, algunos fardos ya bordeando el agua, alguien más que apenas llega y se apresta a unírseles, en vestido de baño.

Figura 1. El general Gustavo Rojas Pinilla y sus ministros: primera visita presidencial al Archipiélago, noviembre de 1953. Revista Credencial, edición 36, diciembre 1992. Recuperado de: http://www.banrepcultural.org/node/32418


La foto fue tomada durante la primera visita oficial del presidente a la isla y por señales de Archbold (1962), podemos ubicar la playa como la franja de arena de la casa de visitas presidencial en la isla:

Al oriente de la población de San Andrés, a una distancia aproximada de 1 km, está la casa presidencial de veraneo: el conjunto de edificaciones que componen esta hermosa residencia presidencial están localizadas en el lugar más bello de la isla, y lo indica todo su nombre: Punta Paraíso. (p. 16)

El hombre —Rojas Pinilla— y el lugar (su nombre: Punta Paraíso) son intercambiables en importancia. No en vano San Andrés, al igual que otros lugares insulares o playeros, será asociado hasta el día de hoy, dentro de la empresa turística, a eso precisamente: un paraíso.

Como en una pintura pastoral, con esa composición donde todo se aglutina en torno a un personaje central en un ambiente sin ninguna distracción, sumamente calmo, los ministros de Rojas Pinilla lo circundan. Son hombres maduros, blancos, en pantaloneta muy corta, alguno de ellos con lentes de sol. Lucen muy relajados, y más parecen en una coreografía orquestada, que en una aglomeración espontánea de hombres. Pese al orden, no dan la impresión de estar posando para una foto. Semi-sumergidos, sentados en el agua, acodados, algunos haciendo ondas con la mano sobre la superficie marina, estos hombres están en una actitud casi infantil y femenina: medio desnudos, en reposo, en amena conversación, evocan lo que pictórica e ideológicamente se ha reservado en Occidente para lo femenino.

Con esta foto, tomada en noviembre de 1953, se provoca un cambio que tiene plena relación con el nuevo estatuto que San Andrés adquirirá en el país (como Puerto Libre) a partir de esta visita presidencial y ministerial. Esta foto del presidente en la playa y en esta actitud tan desenfadada codifica estos dos mensajes: las playas de San Andrés son playas de Colombia y el mar produce un sujeto descansado, tranquilo, casi ajeno al poder. Este envío sutil acompaña a otro igual de poderoso: las playas sanandresanas son idóneas como terreno destinado para cierta actividad entendida como ocio.

Es oportuno acentuar la ausencia de lugareños en la foto, bien sea por no pertenecientes al grupo o por la exclusividad “presidencial” del lugar. Esto promueve una sensación de intimidad entre los cuerpos allí dispuestos y la playa que subraya la noción de que la playa pertenece al visitante (en este caso, al presidente y por extensión a los que sean como él), de que la playa como sitio de disfrute es para el turista, para el foráneo. Ahora bien, es preciso insistir en que esta playa con matorral y con palmeras es una playa de ese momento, pues con los años siguientes la playa ideal para el turismo andino, masivo, será mondada de vegetación, aplanada, dejada como una sábana de arena (preferiblemente blanca).

Dominar

Figura 2. Ministro de Hacienda, Carlos Sanz Santamaría en “el Cayo Johnny, en donde se le tomó la presente gráfica”, según el pie de foto del semanario The San Andrés Bilingüe, 21 de diciembre de 1963, p. 8. Foto de Ramírez, especial para el periódico.


Pasan diez años desde la visita de Rojas Pinilla y se registra de nuevo a un político andino en una playa de San Andrés. Se trata del ministro de Hacienda, Carlos Sanz de Santamaría, durante la presidencia de Guillermo León Valencia. El fotógrafo lo persigue en este viaje, que respondía a muy tensas y agitadas relaciones entre la isla, como Puerto Libre, y la Colombia continental, donde los gremios económicos llevaban una campaña intensa contra el Puerto Libre (Del Valle, 2019). El ministro iba a la isla, que se encontraba en el meollo de las acusaciones de entrada de contrabando, a calibrar los ánimos respecto al Puerto Libre, a revisar los mecanismos de la salida de mercancías hacia el país. Pero en las islas se sospechaba que Sanz de Santamaría pudiera venir a clausurar el Puerto Libre. Los titulares de primera página responden a ese temor: “He venido a estudiar los problemas de las islas, dijo Santamaría”, “Que no, pero que sí…”, “Los gremios no han pedido suprimir el Puerto Libre”.

En esta primera página del periódico local hay cuatro fotos en grande de la visita del ministro (en vuelo de Avianca, la misma aerolínea colombiana que promocionaba los vuelos turísticos entre Barranquilla y Miami o esta isla): en dos de ellas con la presencia de carteles de saludo y bienvenida o declaraciones sobre la pertenencia de las islas a Colombia, y una caricatura donde los personajes alegóricos de las islas ansían estabilidad en el año siguiente. En la misma página, en la esquina inferior izquierda, hay un aviso sobre el “censo de construcciones, vivienda, socio-economía, comercio e industrias, como parte primera y básica del Plan Regulador Urbano (Plan Piloto)”, anunciado para al año siguiente, medida no distante de toda la problemática del Puerto Libre, en tanto sus efectos sobre el poblamiento de la isla serán notables años después. En la página 8, donde se desarrolla la noticia, se ve al ministro en dos lugares: el aeropuerto (uno de los nódulos del problema económico, pues era el filtro de las mercancías y de los que llegaban a las islas en función de compradores o de habitantes) y la playa de Johnny Kay.

En esta segunda foto, el ministro aparece en una actitud más acorde con lo que se presume icónicamente masculino, tradicional: tiene una bebida y un cigarrillo en la mano, está de pie (no yacente), en traje de baño ya de otro momento, y rodeado de una composición más tradicionalmente paternal: mujeres y niños jugando. No se ven, del Cayo, sus palmeras, ni su extensión. Solo la arena y por sobre su hombro derecho, en la línea del horizonte, el mar. Esta vez, el ministro está en un lugar aún más equiparado a la isla: Johnny Kay, protagonista de folletines turísticos y de postales de la isla.

Es llamativa esta aparición, que hace eco a la de Rojas Pinilla en la Playa Paraíso de diez años atrás, pues no solo se escoge y se hace circular una vista de un personaje de jerarquía política en la playa, en traje de baño de nuevo, sino en especial porque se usa como trasfondo este Cayo, sinónimo de la isla en la publicidad turística. No hay noticias de la circulación de la foto de Rojas Pinilla, pero esta de Santamaría es noticia de semanario, uno que se autoproclama como buen medio para anunciantes comerciales debido a su circulación en Panamá, Centroamérica y finos lectores en el país.

Podemos adelantar algunas conclusiones de esta aparición si notamos la yuxtaposición entre las dos imágenes de Sanz de Santamaría (en el aeropuerto y en la playa) y el inserto promocional sobre lo ventajoso de San Andrés para la inversión comercial, un aviso que está en la misma página 8 y que ocupa un buen espacio allí, como columna de soporte de las fotos del ministro. En este aviso no se invita a la playa, sino que se ponderan las bondades de la isla para inversionistas colombianos1, pero si el objetivo era exclusivamente ese, bien se habrían podido evocar visualmente los almacenes de mercancía de la isla. En otras palabras, se traslapan dos mensajes en esta página: que San Andrés es un buen foco de inversión (algo lógico, dado el momento de la visita) y, simultáneamente aunque de modo tácito (solo mediante la foto de Sanz de Santamaría en esa playa), que la isla tiene playas donde hasta los ministros van (junto con niños y mujeres). Eso acentúa la deseabilidad de las playas para un público general, para una familia promedio colombiana del momento, y de San Andrés como destino a la vez de mercadeo y de turismo para los colombianos continentales.

Simultáneamente, por la cubertura dada a esta visita, es tácito un mensaje donde la playa local se ofrece como mercadería al visitante. En otras palabras, se promociona un lazo entre Colombia y San Andrés que en momento concreto es de importancia para la élita política y comerciante de la isla. Es una efectiva foto de doble vía: refuerza el dominio colombiano sobre la isla (en tanto el Ministro pisa sus playas) y “entrega” simbólicamente esas playas al país (en tanto la élite local se siente aliviada de los resultados que esta visita dará).

Estas dos fotos enmarcan un periodo durísimo para el Archipiélago. Nada más dos años después, todavía en medio del debate sobre la conveniencia (y el para quién de esta conveniencia) del Puerto Libre, el archivo intendencial se quemará totalmente cuando las bodegas del Puerto se incendien la noche del 21 de enero de 1965.

Estas dos fotos, entonces, condensan el empeño isleño y continental por volver turísticas las playas de la isla al calor de su función como Puerto Libre. El elemento más llamativo es que esta promoción se haga teniendo como eje las figuras gubernamentales, que son las que han impulsado la conformación del Puerto Libre y que esas figuras sean masculinas. Esto es notable porque no es el rasgo común: la playa tenía, y seguirá teniendo en los años siguientes, una marcada feminización: desnudez, reposo, pasividad, juego infantil, son las caracterizaciones que se le asocian. Pero estas dos fotos funcionan en un registro totalmente opuesto: hombres, políticos, semidesnudos, algunos de ellos en actitud blanda.

En el arco cubierto por estas dos fotos se cifra, a mi parecer, la propuesta de unas playas antillanas, paralelas a las que los turistas del interior del país estaban acostumbrados (o venían acostumbrándose), a las que se podía llegar por tierra. Se marcan estas playas como terrenos superiores en la medida en que son usadas por los políticos. Y de paso, para el país, se marca como un territorio confiable el archipiélago, puesto que los gobernantes están tan a gusto (hay que insistir en que una de las acusaciones que pesará sobre las islas será la del contrabando). Esta maniobra supone, naturalmente, delimitar del terreno de la isla, la selección de algunos lugares convertidos en ícono como marco de las fotos, en una San Andrés que en este caso todavía no ha inventado la promoción del mar como el mar de siete colores. Lo que se vende es todavía enfáticamente la playa misma, y la oportunidad de conseguir unas mercancías a bajo costo. La masculinidad que se refrenda en estas fotografías, repito, es la de unos hombres blancos, de clase media alta, andinos, y con poder. Estos atributos se traspasan, o al menos esa es la invitación, a la playa: de clase, digna, y perteneciente al país, algo tremendamente importante y sutilmente vehiculado aquí (no sobra insistir sobre la trascendencia de esta anexión por todos los medios de las islas al país, pues en medio de la geografía racializada (cfr. Múnera)) las tierras calientes estaban tachadas de malsanas y de incitantes a los deseos carnales. Construir una playa en contradicción con esos supuestos, requiere, sostengo, ubicar en ellas, en físico, figuras de poder andino, Blancas, deserotizadas, que las usufructúan con deleite.