Kitabı oku: «El libro rojo de Raquel»

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EL LIBRO ROJO DE RAQUEL


EL LIBRO ROJO DE RAQUEL

© Mónica Martín

© De la imagen de portada, Helga Weber

Diseño de cubierta: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle

Iª edición

© Editorial La Calle, 2014.

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ISBN: 978-84-16164-17-2

Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.

MÓNICA MARTÍN


EL LIBRO ROJO DE RAQUEL


Editorial La Calle

ANTEQUERA 2014

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

Nota

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción

MEMORIAS DE UN FUGITIVO CONVERSO 10

LA INGENIERA DE SUEÑOS MENSAKA

HOPE THERE´S SOMEONE

9

HORTALEZA, 66

U.S.A.

8

PLAZA DE LOS CUBOS, 3

IF IT BE YOUR WILL

7

ANGIE

YELLOW SUBMARINE

6

FUENCARRAL, 116 (HOJAS SECAS)

YOU ARE MY SISTER

5

ACID HOUSE

POOL DANCE

4

UNA SIMPLE CARTA

ALL BECAUSE OF YOU

3

116, FUENCARRAL, 19:30 H

YOU DON’T OWN ME (BLOW MONKEYS)

2 PELOCHO

ARCHIE´S BAR

THE SHIRELLES - WILL YOU STILL LOVE ME TOMORROW?

1

AV. WONDERLAND S/N

0

CASSANDRA

Nota de la autora

Los personajes así como los hechos narrados son ficticios, cualquier coincidencia con la realidad es pura casualidad.

Quiero dedicarle este a libro a Daniella, el proyecto más bonito que he emprendido en mi vida y que ya viene en camino y a Raquel, mi fiel compañera de vida, sin la que estoy segura, no habría conseguido jamás acabar este libro. Ha sido su apoyo constante para que tomara las riendas de mi voz interior lo que ha declinado la balanza para que al final, tú, lector, tengas este libro en tus manos.

Gracias por todo lo que me das.

AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias a la Editorial LaCalle por presentarme su proyecto y darme la oportunidad de publicar un libro que sé que es complicado, en el fondo y en la forma.

Quiero dar las gracias a todas la personas que día tras día siguen mis locuras cibernautas, que se leen todo lo que escribo, difunden mis textos, comparten con sus amigos la experiencia y disfrutan cada una de mis paranoias literarias. Es una constante sorpresa ver que siguen todos mis proyectos y los apoyan incondicionalmente.

Y por último me gustaría darle las gracias a familiares, amigos y compañeros en el camino literario que siempre han tenido una palabra de fuerza para que este libro saliera adelante. Sin vosotros no vería la luz.

Aspiro. Las olas me separan de ti. Siento la sal mezclarse con la uñas sucias de mis pies. Quiero lavar las escamas que soltaría si fuera pez, pero no soy un pez. Soy un sucio humano que lucha por un poco de oxígeno. No me siento nada en especial. A mi alrededor miro, las familias que se asoman a esta playa del sur, donde la línea con el horizonte comienza y yo mismo, mi alma, se apaga. Todos van subiendo. Al fin llega mi barca. Todo es luz y claridad. Todo es el momento exacto en el que decidiste convertirte en algo distinto a lo que realmente eres.

MEMORIAS DE UN FUGITIVO CONVERSO
10


Es fácil pasar desapercibido entre la multitud, incluso aquí en una ciudad costera en la que todo el mundo, casi, se conoce. Entro en la farmacia. Pido ibuprofeno, vendas, alcohol y tiritas. Una crema para evitar las quemaduras solares. Pregunto por algo eficaz que termine con la diarrea y los vómitos de un solo plumazo. La farmacéutica me mira extrañada y me pregunta si abuso del ibuprofeno. Apunta a que tal vez el problema sería ese. Muy profesional, asegura que lo mejor sería que tomase un protector para el estómago. Es redonda. Como una hogaza de pan. Al minuto me creo con el derecho a juzgar su dieta. Estoy convencido de que en el fondo somos lo que comemos y en ella no puedo ver otra cosa que una cantidad ingente de harinas y grasas saturadas. Entonces, lo noto. Algo dentro de mí, como una palanca que se dispara y siento cómo las pupilas, las venas, los músculos se dilatan y estallan.

El psiquiatra me había advertido sobre ello. Juntos habíamos aprendido a detectar los síntomas previos al acto. La palanca, el suelo rojo. La lava socióloga subiéndome por la garganta. El crepitar de la rabia accionando actos impulsivos de los que luego podría arrepentirme o no, pero que podrían suceder. Pasan dos minutos. Quiero comerme la hogaza de pan. Me la como o me como el ibuprofeno mezclado con anti-revulsivos y Fortasec. Son dos opciones. Dos. Sé contar. Ella no quiere darme lo que necesito para esta noche. Me lo da o salto el mostrador. Que yo no le he pedido que cuestione mis hábitos farmacológicos, ni lo delgado que estoy, ni si la última vez que me lavé fue en la playa. Que no le he pedido que me tenga compasión, ni que haga de madre, ni que se fije en que tengo los ojos tristes y acuosos. Que no le he pedido una solución, que una solución ya la busqué yo y fui de médico en médico, y lo puse todo de mi parte y todos llegaron a la conclusión de que tenía que tomar esas putas pastillas que no me permitían enlazar dos palabras seguidas. Te volverán gilipollas, a base de darte tranquilizantes. Te quitarán la capacidad de volver a ser una persona. Rara, distinta, un poco especial, pero que seguro que alguien podrá querer. Sigue preguntándome, pero ya no distingo las preguntas. Que me duele la cabeza, maldita hogaza de pan barato.

Se acabó. Salto. Hay una duda profesional en sus ojos, pero al instante toma contacto con la realidad. Lo nota. El salto ha sido real. No es un sueño, está sucediendo lo que en realidad está sucediendo. Retrocede hacia los estantes que salvaguardan las tiras para no roncar por las noches y, por más turistas borrachos que ha visto y ha aprendido a manejar, no termina de encajar lo que está pasando. Esto es la costa, cuánta gente no habrá vomitado en su mostrador. Cuánta no habrá robado condones o tirado las cremas solares por el suelo. Cuántos yogures en manos de niños malcriados no habrán terminado estallados en el suelo. Todo perfectamente admisible, menos esa fiera rara, sobria y delgada, que salta por encima del cristal con el objeto de robarle o algo peor, puede que crucificarla. Ahora se imagina a Dios, allí arriba, y reza, o dice que reza, porque las hogazas de pan no saben rezar nada más allá de lo que les inculcaron siendo muy pequeñas. Teme algo en mí que en nadie más ha sospechado. Teme que le quite el alma. Teme que la mate.

Es una creencia extraña esa que tenemos los humanos. La de que nos van a robar el alma cuando van a matarnos. Como si todavía nos quedara de eso, como si todavía la necesitáramos para justificarnos.

El aire patina a nuestro alrededor como los compases de un vals. De pronto, me veo vestido de blanco con un bastón en la mano y saltando por encima del mostrador de cristal, dejando en el quicio de la mesa un rastro de la suela de mis zapatos. Gravilla y arena, rompiendo un poco el borde. Lanzando un chasquido al silencio pétreo que nos domina. Ven, cariño. Veo que hay en tus ojos un poco de pánico y también un poco de esperanza, parece que en realidad temes que vaya a encastillarme sin tomar antes un poco de protector. Será eso, o que tal vez mis manos ya se han apoderado de tu garganta.

Oigo el bullicio de la calle. El gorgojo de su saliva luchando por salir al paso en el denso aire malagueño. La empujo contra la estantería para cortar la salida, pero todavía dejo que respire. Cuando empujas a alguien que tienes sujeto por la garganta, termina por ceder ante ti. Es lo que necesito, que ceda. Nace el miedo en sus ojos, después de eso seguramente podría robarle el alma. Algunas cajas de medicinas y suvenires de farmacia para gordos e insomnes caen por encima de nosotros como si fueran confeti. Veo un estadio lleno de gente aplaudiéndonos, un presentador vestido con un esmoquin de color azul intenso, con las solapas de la chaqueta llenas de lentejuelas. Con su amplia sonrisa, le dice al público que nos hemos llevado el bote. Parece que acabamos de ganar un premio. El premio a la pareja del año. Un enorme foco nos ilumina y una canción de Queen rompe los bafles. La gente que ocupa el estadio se levanta emocionada y nos aplaude. Sin embargo, no se quiebra. Ella todavía no llora, se mantiene roja, casi violácea, luchando por zafarse de mis garras, pero inaccesible. Me araña la cara con sus uñas rojas como la sangre. Eso hace que me enfade. Siento que me he excitado, mi pequeño pene se ha puesto enorme tras recibir un bofetón de la hogaza de pan. El confeti y el estadio desaparecen. Ante mí, veo a una prostituta que suplica porque no la mate. Miro mis pies, se han convertido en unos zapatos de color negro. Llevo traje, capa, bombín y noto una humedad y un frío inusual para la época. Ella está sucia. Me sonrío. Sé que me ha arañado por si la mato. Para que me encuentren, para que encuentren en sus uñas un poco de mis células. Están enfermas, mis células. Encontrarán eso, eso y la tristeza de tener que llegar a esto para sentir placer, para sencillamente no tener que sentir rabia.

Me escupe involuntariamente y eso me noquea. Me da mucho asco la saliva ajena. Siempre que veo a alguien escupir en la calle tengo que salir corriendo para no asestarle un puñetazo en la cara. La gente es sucia, maleducada, vil y huele mal. No saben que pueden ducharse, cuidarse y ser un poco amables con las personas que se cruzan en su camino. No entienden de humanidad, solo de apariencias.

Al sentir su saliva en mi cara, vuelvo a la realidad y la suelto. Se rodea el cuello con las manos intentando encontrar una vía de oxígeno. Bloqueo su única ruta de huida. Quiero verlo. Estoy tan empalmado que una gota pre seminal moja mi ropa interior. He notado como salía caliente desde dentro de mí y ahora ha hecho que la piel de mi glande se quede pegada al calzoncillo de algodón blanco. Antes de salir hoy a la calle me he lavado a conciencia. El hecho de que mis propios fluidos se peguen a la ropa interior hace que me avergüence. La miro a los ojos. Unos pequeños y comunes, que no me dicen nada. Solo piden auxilio. Yo quiero pensar que esta mujer no me gusta, pero el hecho de estar excitado contraviene cualquier razonamiento lógico sobre lo que allí está pasando. No me temas. Yo quiero quererte. A ti o a cualquiera otra. Me gustaría llegar a ser mayor y valiente. Realmente me gustaría llegar tal vez a conocer de esta manera si el amor o cualquiera de sus variantes existen.

Suena la campanilla de la puerta. Un poco de aire fresco entra en el turbio ambiente que nos rodea. Un señor de avanzada edad acompañado de quien debe de ser su hija. Entran en la farmacia ajenos a nosotros y rompen nuestro flechazo. Le guiño un ojo a la farmacéutica y le lanzo un beso, solo con el objeto de provocar en ella un poco más de terror y lo consigo, porque pierde el equilibrio en las rodillas y se agarra al mostrador como si fuera una tabla salvavidas. Al darse cuenta de que va a salvar la vida, rompe a llorar, ante la atónita mirada de los nuevos clientes.

Salgo corriendo del establecimiento como si hubiera robado algo, pero no me he llevado nada. Caigo en la cuenta de que me sigue doliendo la cabeza y avanzo hacia la playa. Puede que tras caer la noche pueda bañarme totalmente desnudo y el simple sonido de un mar que parece estar en calma consiga dormirme.

Hay algo que ruge por debajo de mis piernas que no es un león, ni en realidad se parece a ningún otro animal salvaje. Es el tiempo que se desliza suave, pornográfico, aterido, dándole paso a una realidad triste. Veo mis botas de cuero rasgado pegarse al asfalto, esta noche igual que otras, solo quiero salir corriendo en sentido contrario y encontrarte. En la jungla que me separa de ti, voy caminando por las calles que tantas veces he visitado y que nunca me han hablado de lo que es el amor. Aprieto fuerte las manos hasta que se vuelven blancas. Siento cómo las lágrimas, el humo y esta cosa viscosa y roja está pegada a mi piel. Miro al cielo. Amanece nublado y plomizo. Parece que en cualquier momento va a empezar a llover.

LA INGENIERA DE SUEÑOS
MENSAKA


De todas las posibles formas con las que ella hubiera imaginado ganarse la vida, jamás habría barajado la opción de convertirse en mensajera. En el barrio le llamaban Mensaka. Estaba tan acostumbrada a oír su mote y volverse que, cuando llegaba a casa y su madre le decía: “Raquel”, nunca se volvía.

Su madre decía: “Raquel, cariño, trae de camino el pan” y Mensaka no se giraba. Luego procesaba la información e interiorizaba que su madre le estaba hablando, que podía oírla fuera del eco del casco que solía llevar puesto cuando se comunicaba con la gente y que solo le había pedido que no se olvidara de hacer lo que hacía todos los días. Comprar una barra de pan sin quitarse el casco en la panadería que hacía esquina. Tenían un chino justo debajo de su casa, pero no le gustaba comprarle el pan. Raquel, en general, no se sentía cómoda con la gente que no la entendía cuando llevaba el casco puesto.

Desde pequeña le habían encantado las motos, los motores, los camiones. No tanto como deporte, sino como forma de entender la vida. Era feliz cuando se montaba en su pequeña moto. Estaba destartalada, vieja, despertaba a medio barrio cada vez que la encendía y al frenar soltaba un pequeño chirrido, pero no conocía otra forma de moverse por la ciudad y era su medio de vida. Iba a visitar a cuatro o cinco amigos de su padre que tenían talleres de reparación en la periferia de la ciudad y ellos le mandaban recados. Generalmente, lo único que tenía que hacer era comprar esas piezas de tamaño medio que no tenían en el almacén y traerlas todo lo rápido que el tráfico se lo permitiera.

Después, le daban alguna propina, una lata de refresco y un bocadillo.

En algunas ocasiones, le regalaban herramientas o cosas útiles para su moto, como unas alforjas pequeñitas de cuero o una linterna. Raquel era feliz sabiendo que, mientras perdía un tiempo que debería estar empleando en estudiar, hacía felices a otros ejecutando algo con lo que se sentía plenamente libre. Conducir su moto.

Al anochecer, llegaba a casa. Veía a su madre preparando la cena para los tres y a su padre feliz. Gordo. Adusto. Concentrado en leer el Marca. Esperando pacientemente a que su madre pusiera la mesa. La miraba por encima de sus gafas, unas gafas que ya no valían para nada, puesto que sus carencias visuales no habían sido revisadas por un médico en años, y la sonreía. Siempre le preguntaba cómo había ido el día y siempre terminaban hablando de cómo este y aquel no habían podido con todo lo que tenían encima. Cuánto se puede tener encima en un barrio obrero en el que solo dependes de ti mismo y de lo honesto que seas para sobrevivir en un pequeño negocio, es algo difícil de explicar, puede tener que ver con el hecho de que seas capaz de ser feliz y de conformarte con las cosas. Así pasarán muchos días con sus noches y, con ellos, los años y al final podrás sentarte en la mesa de un cocina humilde, con tu mujer y tu hija, mientras serenamente lees el Marca o el As o cualquier otro periódico que no te hable de los de arriba y sonreirás. Sonreirás porque lo has conseguido, porque este era tu sueño.

Olerá a sopa de pollo en invierno y en verano a gazpacho. Olerá al cuero de unas pequeñas alforjas que tu hija se ha ganado honestamente. Olerá a la mirada crítica de tu mujer que no está muy convencida de que ella se pierda nada. Olerá a una adolescente equilibrada y feliz que no sabe nada acerca del dolor de la vida y para la que has traído, después de cuarenta años de pelea con el mundo y de esa barriga y de esos callos en las manos, esa estabilidad plausible en la que todos parecéis adormeceros.

En las grandes ciudades, el tráfico es el monstruo que consume la vida de los humanos. El tiempo vuela entre el humo de los coches y el ruido. Entras en un atasco sin darte cuenta, sin ser consciente de que allí vas a perder una o dos horas de tu vida metida en un coche sin hacer otra cosa que mover los pies automáticamente mientras el combustible, el tiempo, la sangre, el oxígeno, las ideas, los sueños y los rayos de sol se van perdiendo en las alcantarillas que desaguan las autopistas. Luego ves pasar una moto. Ves a ese jinete que va de negro de los pies a la cabeza, con su enorme casco y sus guantes y sus botas y sus quiebros y te gustaría, durante medio segundo, convertirte en él. Ir subida en un caballo de acero, sortear todas las dificultades de la vida. Ser como Mensaka.

Raquel nunca se planteó ser otra cosa. En parte porque su familia disponía de recursos limitados, en parte porque alguna divinidad en el pasado se había encargado personalmente de truncarle la vida, en parte porque, aunque hubiera sido de otra manera, le daba una pereza horrorosa tener que enfrentarse a una selectividad, hacer una carrera y meterse en esa bolsa de personas cualificadas que después pasaban la mayor parte de su vida frustrados, bien porque no encontraban un trabajo que cumpliera sus expectativas, bien porque habían elegido una profesión de la que su familia pudiera sentirse orgullosa, pero que no les hacía ni por asomo la mitad de felices de lo que era ella con su moto cruzando la ciudad a 60 kilómetros por hora.

Ella era plenamente consciente de lo infeliz que era la gente enlatada que se comía todos los días un atasco del tamaño de un campo de fútbol. Los veía metidos en sus coches, tocándose la frente, ajustándose el nudo de la corbata, acariciándose la entrepierna de forma automática. Buscando ese calorcito inesperado que sentimos los humanos cuando todavía estamos encamados al amanecer. Sentía sus miradas tristes clavándose con cierta envidia en su vieja SLX y, dentro de la pecera que la separaba del mundo, se sentía feliz de no estar entre ese millar o dos millares de personas que tenían un grandísimo vacío dentro que jamás sabrían cómo llenar. Porque puede que Raquel nunca consiguiese estar dentro de uno de esos coches que esa procesión de almas grises habían comprado a cambio de su tiempo, pero hay una cosa que tenía muy clara: dentro de su humilde forma de vida era raro el día en que sentía que hubiese perdido el tiempo. Luchaba contra la desolación y un futuro nada prometedor, contra la angustia y el miedo al futuro, contra la falta de apetito que le hacía parecer más andrógina de lo que en realidad le hubiera gustado y, a ratos, cuando nadie podía verla, contra la tristeza, un sentimiento que no estaba dispuesta a asumir.

Ella ya había pasado por el día más triste de su vida, el día que, teniendo tan solo quince años, su padre se mató en un accidente de tráfico, conduciendo uno de esos coches que algunas de esas almas vestidas de gris llevaban ahora mismo. Porque tenía prisa por abrir de nuevo el taller, porque estaba haciendo lo que ella hacía por otros padres de familia en ese momento, porque él tenía que traer sus propias piezas y cada minuto que su negocio tenía la puerta cerrada suponía que su familia igual ese día no tendría dinero para comprar una barra de pan, en la panadería de la esquina.

Ella se acordaba perfectamente de cuándo había sido la última vez que había visto a su padre, con sus manos negras por la grasa de los coches, su pancita de buda occidental, su buzo de color azul, sucio, lleno de polvo y grasa por más que su madre se empeñara en lavarlo. Fue la mañana en la que se estampó contra una furgoneta de reparto que tenía mucha más prisa que él por abandonar aquel atasco infernal. Salió del carril contrario a toda velocidad y se lo comió de frente.

Se acordaba muchas veces de su beso antes de marcharse, como siempre lleno de sudor. Plagado de ese olor característico a grasa industrial y a colonia de supermercado. Su última frase, su última caricia en el pelo, su mano dura y áspera en la cabeza de una niña de quince años que jugaba a ser la mensajera del barrio y que adoraba a su padre. Después, el repiqueteo del teléfono rompiendo la tranquilidad de un ama de casa sobre las once de la mañana y el desgarrador grito de su madre. La ira de una mujer que no era nadie en la escala de triunfos que quieren hacernos creer que es la vida, pero que en ese momento lo era todo para su marido y su hija.

Raquel no se enteró de nada hasta que alguien no vino a sacarla del instituto.

Con quince años, estás ese día, por casualidad, en el patio, hablando con tus amigas, especialmente con una que sabes que te gusta. Lo único de lo que tienes que preocuparte es de que al compartir tabaco de contrabando con ellas no te pille el profesor que está de guardia y de pronto ves movimiento. Cuatro profesores que hablan entre ellos y se llevan las manos a la cabeza y después os señalan y se acercan a vosotras. Tú, acojonada, ni te mueves. Mientras tanto, el resto de tus amigas huyen como ratas despavoridas. Todas, menos esa que te gusta, que te coge de la mano y tu cuerpo tiembla de felicidad. Te llevas la otra a la espalda para esconder la mercancía y, sin darte cuenta, aprietas tan fuerte el cigarro con el que estabais jugando que se hace una pelota de hierba seca y sudor. Hasta te llega el olor a tabaco húmedo y tienes la sobria sensación de que vas a ser pillada en falta y castigada de por vida. Es tal el tono de seriedad entre ellos que incluso llegas a temer un castigo ejemplar. Pálida, comienzas a temblar cuando ratificas que efectivamente vienen a por ti con gesto grave y la mente, esa mente tan sumamente dotada para los trabajos automáticos, te vuela a mil por hora inventando millones de excusas con las que justificarte. La miras, a esa chica que te gusta, y ves cómo traga saliva. Con su aspecto adolescente y despistado, está tremendamente atractiva y un escalofrío te recorre el cuerpo.

Cuando los tienes cerca, te rodean, tú aprietas más fuerte los puños. Dispuesta a no soltar prenda así te torturen, en parte porque no es más que un juego de chiquillas que quieren ser adultas, en parte porque no estás dispuesta a traicionar a nadie, en especial a la morena de ojos castaños por la que te dejarías meter bambú bajo las uñas.

Alguien posa sus manos en tus hombros. Estás desconcertada, donde debería haber ira tan solo hay compasión. La de religión llora entre hipidos mientras se aprieta un pañuelo contra la boca y te quedas sin respiración, al darte cuenta de que el motivo por el que te están rodeando para sacarte del patio no es lo que tú imaginabas. No sabes lo que pasa, pero comienzas a intuir que va a dolerte mucho cuando te separan de ella y ves su mirada de preocupación y te guían lentamente hacia la puerta. En los ojos de tus compañeros de patio, de travesuras, de intercambios, de chuletas en un instituto público de un barrio pobre, no ves otra cosa que la tristeza, la compasión y la pena y te dejas contagiar por ese destino fatal que está a punto de poseerte, porque aún sin saber todavía lo que pasa eres consciente plenamente de que algo demasiado doloroso, incluso para ti, está a punto de cambiar tu vida para siempre.

Tu padre ha muerto.

Te sujetan para que no te desmayes, pero resulta imposible no caerse al suelo cuando uno de los pilares de tu vida se ha roto para siempre.

Después de aquello, pasan unos cuantos meses de silencio en casa. Empieza a irte mal en el instituto. No mal como antes cuando apenas ibas a clase, sino tan mal que no tienes ganas de volver. El médico firma una crisis reactiva para ti y tu madre. Os manda unas pequeñas pastillas que deberéis tomar para dormir y dejar de llorar, pero tú no haces ni puto caso, quieres pasar el dolor despierta porque sientes la necesidad de abrir los ojos y ver que tu madre sí continúa viva.

Durante unas semanas, no quieres ver a nadie. Tan solo te dedicas a hacer puzles con las piezas de un mecano que cogiste de la basura. Primero un muro, después un pequeño coche sin motor, luego un helicóptero. Añade más piezas. Aquello no funciona. Madre sigue haciendo croquetas infumables. Al final construye un tanque y le pone una flor de plastilina en el cañón. Vaga por las calles como un fantasma. Su amiga va a verla. Tiene la mirada distinta. Le besa en la frente y siente que algo vuelve a estallar dentro de ella, pero se queda en nada cuando al minuto siguiente vuelve a estar vacía y triste. Sola. Construyendo un pequeño objeto de metal cada noche. Roba tornillos en la oscuridad del parque mientras intenta atacarle un yonqui con el que se pelea, a quien rompe la nariz tras una explosión de ira y, al fin, un día de verano, cuando ya el frío ha decidido marcharse durante unos meses, viene a casa un viejo amigo de su padre. Tras un intenso encuentro, en el que les ofrece ayuda económica, le propone volver a su pequeño trabajo de recadera, sin peligro. Solo tiene que ir con su moto, de nuevo, a por piezas que de vez en cuando le faltan y a cambio le dará un pequeño sueldo. Le pregunta a su madre si es lo correcto. No contesta nada, mira al mueble vacío, por su padre o, mejor dicho, por la ausencia de él. Ella lo sabe, aunque él no se lo dice. Mira la silla vacía, en la que él solía sentarse y acepta, porque ya ha comprendido que necesita volver a buscar esa serenidad plausible que él había traído a casa después de cuarenta años de pelea con el mundo.

Con dieciséis años, Raquel deja los estudios. Aprende a conducir entre el espantoso tráfico de Madrid, con la pericia de un rutero experimentado. Se deshace de su cuerpo de niña y en una lata de Coca-Cola empieza a meter el dinero que le sobra con un objetivo muy claro: comprarse una gran moto y volar para siempre de ese pequeño barrio en el que los recuerdos parecen gotas de una lluvia de plomo que agujerean los tejados de una edad demasiado temprana.

Raquel no tiene prisa. Si hay algo que le ha enseñado la vida es que los grandes libros que una quiere escribir casi siempre deberían empezar a escribirse en pequeños capítulos. Por eso, cuando después de cuatro años ha reunido el dinero suficiente, consigue que alguien le venda, sin estar segura de que podría conducirla, una gran y vieja moto con más de quince años, pero con un rugido y potencia que le gusta.

Cuando por fin la tiene entre sus manos, aparca la Vespino con la que hacía de recadera menor del reino y se compra el mejor casco que puede pagar. Amplía su pequeño negocio. Se marcha cuando amanece, vuelve al anochecer y siempre encuentra tiempo para conversar con su madre, comprar el pan, visitar a nuevos y viejos amigos. A fuerza de hablar con el casco puesto, terminan por apodarle Mensaka.

En sus viajes a través de una ciudad superpoblada y maldita, se afana en encontrar pequeñas piezas de mecano que están descatalogadas y con las que pretende encajar el gran puzle que constituye su vida. Pronto compra un dietario pequeñito de color rojo en el que pretende anotarlo todo, cada céntimo que necesitará para volar lejos de esa ciudad que la consume. Lo anota todo con la precisión de un reloj suizo. Ya ha comenzado la cuenta atrás. Solo tres mil euros para no volver. Mensaka no tiene prisa. Es muy buena en una cosa: trazar un plan y cumplirlo a rajatabla.