Kitabı oku: «El libro rojo de Raquel», sayfa 5
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El columpio ascendía y descendía hacia el cielo levantando una brisa a su paso que peinaba el cabello ondulante de Toni. El azul, un azul inusualmente intenso para ser primavera, copaba los espacios entre las ramas de los árboles. A unos metros de sus piernas colgantes, Marta apoyaba su espalda contra la hierba mientras miraba la capa celeste embelesada.
—Uno, dos, tres… —decía en voz baja, contando lentamente las oscilaciones del columpio.
—¿Has encontrado ya tu diente de león, Marta? —preguntó Toni mientras escupía el sudor de sus labios con su aliento prepúber. Se sonrió. Se llevó la mano al bolsillo. Los restos de aquella flor marchita aguardaban a escapar del elevado calor corporal que desprendía su pierna.
Marta no dijo nada. Pensativa y seria, inspiró profundamente el aire del ocaso, en ese momento de su vida era lo que tenían que hacer. Tumbarse en la hierba, jugar en el columpio, contar las hojas que salían de un diente de león. Mirar a Toni, que había sido el único de toda su clase que le dirigía la palabra desde que se incorporó al nuevo centro. Siempre mirar a Toni.
Había oído desde que era una niña que los chicos evolucionaban más lento que las chicas. A Marta le gustaba Toni, eso no era ningún secreto entre ellos. El problema era que a él no le gustaba ella, es decir, no le gustaba como debía de gustarle: por dentro. Solo le gustaba lo de fuera. Porque tenía una melena castaña lacia que le caía por los hombros y que siempre olía bien. Porque sus piernas y sus brazos eran firmes, pero no demasiado fuertes. Porque con sus ojos color avellana siempre se excitaba. Allí estaba, todo tenso, cuando ella estaba cerca, la piel, los músculos, el vello que lo rodeaba todo, estaba tenso. Primero era esa piel brillante y su olor y después los puñetazos que daba su pulso en el cuerpo… Bum, bum, bum. Cuánto más cerca estaba de ella, más ganas tenía de salir corriendo. Le pasaba siempre. Le gustaba escuchar su voz, pero, a veces, deseaba que se callara, como aquella tarde de primavera, y que contara nubes, ovejas o lo que fuera que estuviera contando.
Por las noches, Toni miraba los tesoros que le había arrebatado durante el día. Hebras de pelo, semillas de flores marchitas, botones que caían de hilos ajados de su ropa, olores adolescentes que apestaban a hormona. Latidos convulsos en su pene que no iban a ninguna parte. Se empeñaba en mirarla solo como un amigo, como la había visto desde el principio, pero, de pronto, un día se quedó mirando sus ojos y se dio cuenta de que entre ellos las cosas habían cambiado para siempre. Empezó a ver el mundo de otra manera, empezó a ver a Marta de otra manera, tal vez fuera su altura, su peso, el espeso calor de una primavera que parecía verano, el caso era que aquello siempre estaba entre ellos. Instalado entre los dos, como una estación en la que la gente casi no se detiene, pero que permanece allí, esperando a que alguien se apee y pase el billete por el torno.
Todo el mundo decía que los chicos eran más lentos en el desarrollo que las chicas, pero Toni sabía que en su caso era mentira. Él sentía como un adulto, como un adulto que no encuentra su camino en la vida, pero al final como un adulto. Tenía necesidades, como los adultos y también tenía esos pequeños huecos dentro de él de los que a menudo no solía hablar con nadie. Había una cosa, cercana a la soledad que se batía en duelo con sus ganas de caer en los demás. Creía que si hubiera un mundo que estuviese lleno de brazos abiertos en los que caer de vez en cuando, tal vez la vida le resultaría más fácil. En ocasiones, pensaba que le hubiera gustado ser una chica, como Marta, con la melena y los ojos oscuros. Sí, tener esos ojos con los que pudiera llorar tranquilamente sin que nadie le reprendiera por ello.
La amistad con Marta era un billete de ida, sin vuelta, viajando en un tren que va demasiado rápido y que pasa por unos andenes en los que ya casi nadie se detiene y en los que, por suerte o desgracia, te gustaría bajarte.
No se la quitaba de la cabeza, vivir sin ella o con ella era lo mismo. Todos los días ir al parque, tumbarse. Hacer que leía al lado de los columpios, esperar a que ella apareciera. Cansada, hambrienta y un poco contenta por volver a verle solo. Leyendo. Pensativo. O balanceándose en el columpio, yendo cada vez más alto. Dejándose crecer la barba, en ese gesto tierno que demuestra querer hacerse mayor demasiado rápido, pero no tener el suficiente tiempo acumulado para conseguirlo.
Toni la miró de soslayo. Sobre la fresca hierba le parecía un pastel apetecible. Algo que podía comer, masticar y después escupir. Un cuerpo redondo y terso que estaba a punto de romperse en mitad de ese calor primaveral. El sudor perlaba su piel morena, sus ojos morenos de color de roble, sus manos henchidas por el calor. Toni saltó del columpio, que bailó en el aire. Sintió el impulso de un animal salvaje; la sangre le hervía por las venas y sus sienes habían comenzado a latir de forma molesta.
—Uno, dos, tres… —siguió contando Marta en voz baja. Cerró los ojos al tomar conciencia de que Toni se dirigía hacia ella.
Se tumbó a su lado. Metió la mano en el bolsillo mientras ella permanecía atenta los sonidos que despertaban sus movimientos en el suelo. Marta sintió como un fuego le subía desde los pies, notaba el calor de un cuerpo demasiado cercano al suyo. Él era bastante corpulento para su edad, había practicado desde siempre distintos deportes. Se había convertido en un pequeño atleta que disfrutaba humillando a los demás. Un minúsculo adonis que expulsaba la rabia por las piernas. Salía, corría, volvía bañado en sudor, pero con una sensación de tranquilidad que conseguía adormecerlo cada noche. Al cerrar los ojos, pensaba en ella. Cuando toda la casa se había quedado en silencio y la oscuridad lo envolvía, pensaba en ella. En el envase, en cómo le gustaría desenvolverlo. Sin piedad, sin pausa, sin ternura. Quería arrancarle la ropa a jirones, subirla en su cintura y saciarse de su carne, pero, después, miraba sus ojos, en sueños, y veía a la niña que había dentro y se volvía pequeño, se volvía pequeño y miserable.
Sacó la flor aplastada y sudada del bolsillo. Tomó conciencia de lo ridículo que resultaba devolvérsela, ahora que había pasado tanto tiempo desde que se la robó, aprovechando su estratégica altura. “¿Tenía sentido hacerlo?”, se preguntaba. Conocía pocas formas de acercarse a ella. Antes, hablar durante horas era sencillo, pero, desde que todo había cambiado, pasaban más tiempo mirándose y escuchando el silencio que les rodeaba que hablando. En ocasiones echaba en falta a la antigua Marta y al antiguo Toni. Se preguntó si eso era lo que sentían los adultos cuando iba pasando el tiempo, que ya no necesitaban hablar dentro de las relaciones, que las palabras en realidad lo confundían todo.
Depositó la flor en su vientre. Marta apretó con fuerza los parpados al notar su mano en la piel. Podía escuchar su respiración agitada. Sentía el pecho como si un millar de pirañas saltaran encima de ella. Abrió los ojos y se encontró con los de él. Tenían una expresión de preocupación en la cara de manera permanente, como si algo muy pesado planease de forma constante sobre su cabeza. Un águila despiadada que quería darle caza en cuanto notase que era vulnerable. Entonces, escuchó la voz de su madre, la que siempre le decía que no se fiara de los chicos, que no podía tener amigos, que la amistad entre un hombre y una mujer era imposible, y se enfadó con ella por haberle prohibido ir con él, por sermonearla, por depositar en su cabeza esos prejuicios de otras generaciones. Inspiró profundamente. Con cierto temor, llevó la mano al encuentro de lo poco que quedaba de esa flor marchita. Encontró sus dedos, grandes, suaves, ágiles que la apretaron suavemente. Hacía mucho tiempo que Toni no la cogía de la mano. Con sus labios entreabiertos, respiraba como un pez que quisiera escapar del agua. Se lo imaginó saltando sobre sí mismo, sin aire. Sabía que muchas veces él no podía respirar y eso le hacía sentirse intranquila. Toni era el chico de los pequeños secretos. No daba la impresión de atesorar dentro de él una gran verdad que fuera incómoda y pesara demasiado, pero sí de albergar muchas pequeñas cosas que hacían resquebrajar su rostro cuando la miraba. Podía leer en sus ojos, podía verlo todo, incluso aunque no le dijese ni una palabra.
Bum, bum, bum.
Se puso sobre ella. Pesaba mucho. La sujetó por las muñecas mientras Marta respiraba dificultosamente. El sudor iba escurriéndose por su rizado flequillo y caía en los oscuros y huidizos ojos de Marta. Sintió que iba a partirse. Sintió que iba a partirla. Sintió que el césped bajo sus rodillas y sus pies crecía. En los ojos de Marta leyó el miedo, el mismo que sienten los animales que son apresados y descuartizados, y eso lo llenó de rabia, porque él quería que esa llama que ardía en sus ojos fuese igual que la suya. No quería ver el temor, ni la inseguridad, ni la duda en ella. Quería ver el deseo, un deseo resplandeciente y terso como su propio órgano sexual. Marta se revolvió debajo de él, tensa. Muchas veces había deseado tener su cuerpo cerca, abrirse a ese fulminante sentimiento que no la dejaba estar tranquila. Lo quería, sí, pero no de esta manera. No con la violencia con la que la sujetaba.
—Suéltame —farfulló muy seria mientras le miraba a los ojos.
Toni se desplomó encima de ella, con la rodilla forzó que abriera las piernas. Pecho contra pecho, dejó que el suave calor de ella le invadiera. Una ropa interior de algodón empapada en sudor y en excitación recibió su pierna. Al contacto con el muslo de Toni, Marta gimió de placer. Sin querer. Llevada por una emoción nueva que anticipaba algunas sensaciones desconocidas para ella hasta el momento. No había nada entre ellos, solo ropa. La nuca de Toni, la espalda de Toni. Sus hombros, fuertes, fibrosos, evidentes como el rugido de un león, le hacían dudar de si quería que se quitara de encima o si por el contrario le apetecía que siguiera. El contacto con su cuerpo, piel con piel, su olor, un olor que sabía a desconocido y a íntimo, había desestabilizado todas sus barreras interiores. Movió sus brazos, ahora libres, en un gesto que iniciaba un abrazo, quería apretarlo contra su pecho. Dejarse llevar por la emoción de tenerlo cerca, pero él había escuchado lo que momentos antes le había pedido. Se hizo a un lado, como un amante que desierta en mitad de un acto sexual. Estaba avergonzado. La excitación y la culpa le abrieron los ojos ante el flagrante hecho de que ya no podían seguir viéndose, porque nunca se mirarían igual. Se giró, tumbándose bocabajo con la esperanza de que Marta no se diera cuenta. Le dolía. Sabía que tardaría un rato en deshacerse de aquella pulsión incómoda. Fijó los ojos en el columpio que seguía cortando el aire por encima de ellos, muy cerca. Siempre le habían dado miedo los columpios. Cuando era un crío, había visto una película con un payaso que secuestraba niños en un parque infantil. Recordó la sensación de vértigo que le producía recordar que había pasado demasiadas horas solo en el parque, esperando a que alguien viniera a recogerle y temiendo que ese desalmado fantasma con pelo encrespado y violento viniera a por él.
Uno, dos, tres. Niños que desaparecen cuando los adultos miran hacia otro lado. Payasos vestidos de paisano. Degenerados que buscan pequeños hombres que permanecen solitarios y frágiles, esperando a que alguien les recoja en un parque mientras cazan hormigas y se las llevan a la boca. Toni cerró los ojos con fuerza. Vio la sombra de un extraño acercarse hacía él en aquella fría tarde de invierno, en la que él montaba en la oxidada herradura que era aquel tiovivo. Solo pero feliz. Deseando que llegarán las ocho y media de la tarde. Momento en el que subiría por su propio pie a casa a cenar. Instante en el que su madre aparecería por la puerta y le daría un abrazo, el abrazo seguro de las personas que te quieren. El que no titubea, ni se prolonga, ni busca otra cosa que estrecharte fuerte y romper todos los miedos que te aprisionan. Pero aquella tarde, aquella tarde el pequeño Toni estaba jugando a mojarse en el parque, estaba huyendo mentalmente del payaso que comía niños y sintió cómo un pie, un enorme pie, le empujaba de su montura con una brutal sacudida y le tiraba al suelo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sintió que la respiración se paraba en su pecho durante unos segundos para volver a él espontáneamente. Al girarse bocarriba, vio el rostro desfigurado de un desconocido. Los oídos se habían ensordecido por la conmoción del golpe. Bum, bum, bum… Entre sordos latidos que amenazaban con romper lo poco que quedaba de él, escuchó como vociferaba, casi no podía oír lo que decía. Lo cogió por la cazadora y lo izó en el aire.
Marta ventilaba más despacio. Se llevó la mano a la cara y con el dorso se limpió el sudor que le nacía de la barbilla.
PLAZA DE LOS CUBOS, 3

Les mandé a la mierda. Sí, unos días después de que Eve se marchara arrastré mi culo hasta el trabajo y, tras la primera llamada, el primer grito del día, solté los cascos encima de la mesa. Cogí mis cosas y me marché por la puerta sin dar explicaciones sobre nada. La gente cree que el hecho de que paguen un servicio les da derecho a gritarte. Se piensan que estás en la obligación de aguantar sus frustraciones. Nada más lejos de la realidad, de lo único que tenemos obligación los unos con los otros es de respetarnos.
Volví a sentarme encima de mi moto. Fue lo primero que hice al llegar a casa. Arrancarla, sentarme encima, dejar que su rugido me invadiese. Necesitaba de nuevo esa libertad entre mis piernas, aceleré con el puño y me deje llevar por las calles madrileñas. Volví a sentirme libre y decidí que no volvería a encerrarme en una oficina atestada de personas que están atadas a una vida que no les hace felices. Puedo ser mediocre también en el mundo exterior y, si me apuras, puedo incluso ser feliz siéndolo. El tema es no dejarse llevar a un lugar en el que te griten sin darte siquiera los buenos días.
Pronto recuperé mis contactos nocturnos y me dediqué a llevar algunas cosas de aquí para allá y de acá para allá y no me preguntaba, ni me planteaba, que llevaban esas cajas en su interior. Esto ya no consistía en repartir piezas de motores o aires acondicionados. No consistía ni mucho menos en ser alguien útil para el mundo del motor, no. Esto eran favores que se pagaban en negro, a los amigos de Angie, y que posiblemente no fueran del todo legales. Nunca he estado muy a favor de rozar la ilegalidad, pero la verdad es que tampoco me parece del todo lícito atarte a una silla treinta años porque un día firmaste el papel equivocado. Así volvimos a vernos. Yo a ella y ella a mí y a todas las cajas que yo transportaba haciéndole un favor inmenso al mismo tiempo que recuperaba una libertad que me era indispensable y casi siempre insuficiente.
Llevo todo el día corriendo de un lado para otro. Habitualmente, a menos que tenga mil encargos, no suelo correr con la moto, pero en días como estos, en los que hay huelgas generales, atentados, colas interminables de voluntarios que te piden un minuto de tu tiempo, de tu atención, y los veinte dígitos de tu cuenta corriente; lo último que me apetecía era mezclarme con la masa informe de gente que va camino de alguna parte, porque siempre hay alguna parte a la que ir, eso es así.
Lamentablemente, elegí un mal día para conducir por Madrid. Hay un atasco en cada esquina. ¿Quieres una prueba fehaciente de que la gente, la mayoría de la gente en su conjunto, está loca? Coge un medio de transporte privado cuando está lloviendo en hora punta. Ahora me acuerdo, aquí viven siete millones de personas, en este sitio tan gris en el que las carreteras se convierten en pistas de mantequilla que te perdonan la vida cuando caen cuatro gotas. ¿Crees que alguien se va a parar, siquiera, a ver si tras el último bote de su Lexus importado te ha escupido un río de barro y humo líquido? No tenía esperanza de que sucediera. Hace tiempo que dejé de creer en una sociedad que se vista por los pies y que tenga, cualquiera de las personas que nos rodean, un mínimo de sentido común, de educación o empatía hacia el prójimo.
Efectivamente, la moto y yo estamos llenas de grasa de la carretera y de barro. Entregué todo a tiempo, menos mal. Cada loco con sus dosis, pero ahora tengo esa sustancia asquerosa que huele a gasolinera de medio pelo hasta en la cara.
Recuerdo las tardes que venía de trabajar pringada de aceite, humo y sudor hasta la médula y Eve estaba sentada en el sofá de casa con las piernas cruzadas, mirando su portátil. La mayoría de las veces me miraba por encima de las gafas, emitía un gemido de disconformidad, como si hubiera venido a romperle su paz interior, y me lanzaba una sonrisa de condescendencia. Me gustaba ese gesto que hacía cuando levantaba la mirada por encima de las gafas de metal. Hacía que sintiera que alguien infinitamente más maduro que las dos juntas se había sentado entre nosotras. Eve tenía la costumbre de no saludarme físicamente. Decía que era una costumbre muy alemana, que los españoles nos tocamos en exceso. Solía decir que le damos demasiada importancia al contacto físico para todo. Detestaba saludar a mis amigas con dos besos. Detestaba que la gente la abrazara. Detestaba sentirse querida en un país extraño. Para ella, no éramos más que un reducto geográfico que se había quedado en el segundo mundo. La culpa era de la pasión y la emocionalidad que le dábamos a todo cuanto nos rodeaba. Solía decirme que era una dramática.
No puedo evitarlo, necesito el contacto con la gente, sentir que me quieren, que me necesitan, que están y permanecen a mi lado, aunque después sea incapaz de corresponder a un acto tan sencillo como un beso en la mejilla, un abrazo o un simple regalo.
Necesito limpiarme de toda esta grasa y este recuerdo sucio que tengo pegado a mi interior cada vez que entro por la puerta de casa y miro hacia el sofá y, sin querer, en mi recuerdo, la veo. Necesito una ducha, quiero esa ducha. Mi pelo gotea la mediana viscosidad del motero experto que transporta cosas ilegales. Llevo la ropa tan pegada al cuerpo por mis fluidos que necesitaré ponerme a remojo por completo.
No paro de sudar y ahogarme desde que se fue.
No tengo hambre. Ni sed. Ni nada.
Solo tengo ganas de verla en ese sofá con las piernas cruzadas y ver cómo se levanta y viene corriendo a abrazarme pese a haber dejado ese miserable trabajo en el que la gente no paraba de gritarme. Hubiera sido bonito vivir ese sueño.
Recuerdo lo que solía decirme Eve cuando entraba por la puerta en esas condiciones, que era como un peluche de una guardería pública después del recreo. Satinada, maltratada y con ese mohín en la barbilla que requería con máxima urgencia una limpieza completa. Era un objeto que venía sucio y que debería ser procesado. Yo abría los ojos como platos, sorprendida, porque a pesar de venir rota y desarmada de un mundo exterior que me había vapuleado, tenía la esperanza de que diera el paso que tanto necesitaba hacia mí.
Entraba en la ducha con la misma fantasía que nunca me atreví a contarle. Deseaba que entrase sigilosamente en el baño mientras yo tenía la cabeza sumergida bajo el agua.
Me hubiera encantado tener los ojos cerrados. Oír como el rasgueo de la tela del sofá anunciaba que había huido deliberadamente de la comodidad en la que se instalaba cada tarde. Sentir sus pies largos y descalzos crujiendo el suelo de madera mientras intentaba flotar por el pasillo en un intento de sorprenderme. Escuchar en la oscuridad de mis parpados cerrados cómo se abrían las bisagras de la puerta, despacio. Notar como entreabría ligeramente la cortina de plástico y cambiaba por un segundo la temperatura interior.
Pensar que cada gota que rebota en el azulejo de la ducha en realidad está golpeándonos a las dos desnudas. Yo, con mi cabeza hundida en el pecho para dejar paso al agua caliente en mis cervicales.
Tú, con tus enormes manos apoyándose en mi espalda. Tan frías, tan secas, tan pacientes.
Yo, con la piel resbaladiza por la grasa y el jabón y las yemas de tus dedos y tú, rodeándome con tus brazos. Queriendo recogerme y estrecharme contra ti. Volver a escucharte: Ich Liebe Dich. Ich Liebe Dich. Ich Liebe Dich. Imagino tus pechos apretándose contra mi espalda, mientras me susurras con tu voz de actriz rota que no vas a marcharte. Pienso en los besos que me darías entre tus brazos en el pliegue de mi cuello. Siento tu lengua arrastrando mi sudor, mi pena, mi rabia. Lamiendo las heridas que tengo en la clavícula.
Sigo soñando con los ojos cerrados en medio del pasillo mientras tú no estás y yo noto cómo deslizas tus manos por mi vientre y apoyo la pierna en la bañera para dejarte paso y tú abres mi vello púbico y buscas ese lugar que encontraste para reconciliarte cada vez que tuvimos a bien pelearnos y yo me humedezco de esa cosa tan extraña que parece ser agua pero en el fondo tiene una textura espesa y tú abres mi carne caliente e introduces uno de tus dedos dentro de mí mientras me inclinas ligeramente para que me apoye con las dos manos en la pared y yo me dejo llevar por ese traqueteo suave y tranquilo con el que me gustaría reencontrarte y tú jadeas en arameo que todavía no quieres que te deje y yo me agito como una lava volcánica encima de tu mano y tú empuñas cientos de señales de tráfico y yo me rompo en un bramido solitario mientras el suelo tiembla bajo mis pies.
Abro los ojos. Dos lágrimas espesas resbalan por mi cara.
Esa tarde la casa está silenciosa. Yo estoy sola. La misma sensación de desapego que llevaba sintiendo durante semanas me invade por completo. No quería recordarte. Solo tenía ganas de darle una patada a la puerta del baño, abrir a máxima presión el grifo con agua caliente y meterme debajo. Poner mi cabeza y mi pelo mugriento, mi cuerpo y ese pegajoso recuerdo de las calles madrileñas a remojo. Quería que se esfumara el olor a pis de mis botas, que desapareciera la nicotina de los fumadores pasivos, que huyeran de los poros de mi piel todos esos mendigos que me habían parado para pedirme dinero cada vez que aparcaba la moto para pedir un paquete. ¡Eh! Me llamo Raquel. He venido hasta la puerta de su establecimiento a consumar esta entrega, no deje, no permita, que mi aspecto le dé una imagen equivocada de la persona que hay dentro. Puedo enseñársela, puedo lavarla, acicalarla, perfumarla. Puedo convertirla en ese ser decente que normalmente es cuando se baja de su caballo de acero.
Y, sin embargo, al mirar el sofá vacío he vuelto a dejarme llevar por tu recuerdo. Eres una zorra. Te odio, me has dejado sola con este vacío, con este sentimiento de culpa, con esta permanente interrogante sobre si habré hecho las cosas bien o solo las habré hecho a medias.
Me has dejado sola, con estas palabras rojas que invaden mi mente a cada instante. Garabateo tu nombre y cierro el cuaderno.
Me limpio las lágrimas con el guante lleno de mugre y las extiendo por mi cara. Dejo el casco en la mesita de la entrada. Las llaves de la moto y del garaje dentro, junto con el mando a distancia de la puerta de acceso a la finca. Me quito los guantes, que están llenos de barro, y los tiro al suelo. Los tiro con rabia porque no me apetece limpiar la mesa de la entrada después y como ya no estás y nadie, porque yo así lo elegí, va a entrar por esa puerta a sustituirte, puedo dejar por medio lo que me plazca. Les doy una patada recordando lo que no me diste y, al acordarme de todos los quiebros que he tenido que hacer contigo para poder llegar a verte cada tarde en ese sofá, una lengua de fuego me sube y me nubla los ojos de color violeta. Me desabrocho la chupa de cuero lentamente, veo cómo se colocan mis pechos dentro del espacio que se va a abriendo al exterior. El aroma de mi sudor plagado de feromonas me sobrestimula. Evocarte todavía me excita. No puedo olvidar el olor de tu piel después del sexo. Por un momento, siento calma. Paso uno de mis dedos por el seno derecho y después lo pruebo. No sabe a nada. Humedecido vuelvo a pasarlo y al volver a mi boca un sabor salado me vuelve convulsa. Me gusta mi sabor, siempre he dicho que si pudiera practicarme sexo oral a mí misma no dudaría en hacerlo. Ha habido otras bocas, otras lenguas, otras salivas que han sabido devolverme mi sabor y siempre he disfrutado con él. Me gusta el sexo oral. Dota mi sistema nervioso de una potencia vital que me emociona. Termino de desabrocharme la cazadora de cuero, me la quito de encima, porque se ha vuelto pesada, porque he comenzado a tener calor, porque al igual que los guantes nadie me dirá dónde tengo que dejarla. No me perseguirás esta tarde por encima de tus gafas de metal. No querrás venir a la ducha. No querrás abrazarme. También la tiro al suelo y le doy una patada y me río, mientras van naciendo olas de amargura interna, porque me doy cuenta de que, aunque yo quisiera que alguien entrara por esa puerta y que me gritara porque he dejado la ropa tirada en el suelo, nada podría ser más lejano a la realidad. Quién va a quererme ahora que tú te has ido. Quién va a decidir que estaría mejor debajo de la ducha que allí haciendo un ritual absurdo de entierro de mi franqueza mientras los duelos que deberían haberse pronunciado la noche que te encontré con otra se escapan por la ventana.
Avanzo un poquito por el pasillo, como si fuera una china que tiene los pies muy pequeños, y tengo cuidado de no pisar mis cosas para no dejar las pruebas evidentes a quien algún día entre por esa puerta de que allí, tal día como hoy, se cometió un verdadero asesinato. Me desato el cinturón. Me doy cuenta de que estoy adelgazando, de que gracias a tener que preguntarme a mí misma si el problema fui yo he perdido por completo el apetito. Es triste darse cuenta de que una está enamorada de la comida y que en este momento no le apetece ni probarla. No sé cómo aguanto encima de la moto esas interminables horas de intenso tráfico. Cómo puedo resistir esa tensión circulatoria sin comida, sin venirme abajo, sin que nadie decida si entra sigilosamente en el baño o no. Me saco la camisa. Desde siempre he llevado camisas, a ti no te gustaba, pero decidí a tiempo que no podrías con esa parte de mí. Sin quitar los botones, la saco por encima de la cabeza, de cintura para arriba tengo el torso libre. Para que vengas a tocarlo o lamerlo o arañarlo, si es que te apetece. Mi propia carcajada me sobresalta, me doy cuenta de que sigo estando sola, luego puedo si quiero arrastrar las manos por la piel y sentir, ahora que mi termómetro interior se ha elevado, que en realidad es suave, cristalina y que tiende un poco a la depresión. Lanzo la camisa contra la puerta del baño, su impacto abre ligeramente la puerta, que me devuelve una corriente de aire frío que hace que mis pezones se pongan erectos. Si yo hubiera podido ser un estado impersonal de una parte de un ser animado, me hubiera gustado ser el estado erecto. No hay nada más maravilloso en este mundo que la demostración total de permanecer inquebrantable ante las circunstancias de la vida. Incluso aunque tú te hubieras posicionado detrás de mí en la ducha, me hubieras penetrado con tu mano libre y hubiéramos gemido como animales. Incluso en esas extrañas circunstancias, hubiera podido demostrarte que soy inquebrantable.
Imagínate ser un pezón y de pronto sentir que la palma de una mano cálida te acaricia y te devuelve a ese estado de fortaleza, en el que, por mucho que duela la tensión, sientes un placer que nadie podría, de otra manera, pagarte.
Imagínate ser tus pies largos y tener la seguridad de que vas a romper con esa fricción el silencio del pasillo. La frialdad que se había instalado entre nosotras.
Imagínate ser tu dedo y entrar por mi vagina y, en ese acto maravilloso que es la entrega del placer ajeno, bailar en un estanque caliente de fluidos viscosos. Dilatar la sangre que baja a exponer todas las hebras capilares.
Imagínate ser la piel que se moja tras de mí y la piel que está seca y que en esa fusión extraña de momentos y sudores no tengas ganas, no quieras buscar en otra persona lo que yo no me atreví a confesarte.
Vuelve, Eve.
Las palmas de mis manos tienen frío, han comenzado a sentir el descenso de temperatura que hay en el baño. Mi piel expuesta al contraste de aire que navega por el pasillo hace que en dos zancadas y con el pantalón desabrochado salte hasta la vieja tarima de nuestro antiguo paraíso, que ha decidido no moverse de donde está y permitir que esta sucia y enajenada apariencia de ser humano que ha quedado desde que te fuiste tome prestada el agua caliente que le devolverá definitivamente a la vida.
Acarician mis pechos. Mis manos, digo, en ausencia de las tuyas, acarician mis pechos, como si los pesaran, como si quisieran grabar en ese minúsculo trozo de piel que es el anverso de la mano la medida exacta de esas cosas que solían gustarte. Miro el pantalón desabrochado y, con el cinturón caído, el vello púbico sale por encima de la cremallera. Negro. Me bajo el pantalón dejando que el cuero resbale por mi piel. Toco mis muslos, fuertes, solemnes, siempre dispuestos a atenazar ese caballo de acero que me permite ganarme la vida. Alguna vez he pensado en cómo sería quedarse inválida a causa de un accidente de tráfico. Creo que me quitaría la vida, que el peso de los recuerdos de una vida en la que he sido casi feliz gracias a mi capacidad física para superar los momentos más duros tendría tanto peso en mí que me superaría la tristeza. Puedo soportar que te marches con otra, que me hayas dejado, que hayas decidido que estás mejor sin mí. Porque ya no te gusto, no te complazco, no sé darte la explosión de placer que antes te regalaba sin ningún problema, pero no soportaría quedarme postrada en una silla de por vida. Buscaría la forma de acabar con ello.
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