Kitabı oku: «Som una ganga», sayfa 3

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Pues yo, no. Yo, lo que quisiera es escribir una novela del ochocientos, de aquéllas, pletóricas de pasiones, de odios, de rencores, de amores. De suicidios y asesinatos. O de vida vulgar y gris en una ciudad provinciana. Una «historia», en fin. Una historia, pues eso nos gusta mucho, a las mujeres. Igual que a los niños, nos gusta que nos cuenten historias. Una historia que se enrede con otras, que no se acabe nunca. Como una espiral. Una historia que explique piezas de otra que se ha dejado a medio hacer como un rompecabezas. Esto es lo que me gusta a mí.

Ahora que soy consciente de ello, intento conciliar mi cuerpo y mi espíritu. Dejar de crearme en la mente del hombre, reencontrarme en mi propia mente. ¿Y, qué pasará, si solo encuentro pañales y tampax? En Flowers, vi la sublimación de la sensibilidad femenina. Pero con la apariencia de hombre. Jean Genet es una mujer con figura de hombre. Yo soy una mujer con figura de mujer. Y he tomado prestadas las palabras, el lenguaje, de los hombres. Porque no hay otro.

Yo, para escribir, solo necesito un lápiz y un papel. No necesito una cámara, ni un bloque de mármol, ni un estudio con cristaleras para pintar. Para escribir, solo necesito la palabra. Y este don, no lo puede tener todo el mundo. Soy inmensamente rica.

Los niños prodigio nos inquietan porque ya no son niños. Ya no se corresponden con la imagen que nosotros hemos hecho de un niño. Son «otra cosa». Es como un desafío a las reglas. Un desafío tan violento como los travestís. Admiramos a los niños prodigio pero no los queremos en casa. Les tememos. Las mujeres que han sobresalido en el campo del arte, de la cultura, en el mundo del trabajo, de la política, son como los niños prodigio. Tampoco las quiere nadie en su casa. Han sobresalido a fuerza de hacer de «hombres», de perder la universal identidad otorgada desde Dios sabe cuándo a la «condición femenina». Tienes que hacer de hombre para defenderte.

Pero hete aquí que, de pronto, el feminismo te reconoce el trabajo que has hecho como mujer durante siglos. Le da prestigio. Te reconoce la edad de oro, el reposo del guerrero. Has acumulado virtudes desprestigiadas socialmente, pero envidiadas por los humanistas: el desamor al poder, por ejemplo. Dicen que siglos de acumular sacrificio y resignación han hecho emerger la ternura. Te dicen, la ternura es gratuita.

¿Perderemos estas «virtudes» con la lucha feminista?, ¿son corrupción la historia y la cultura? El tempo de las mujeres no es el tempo de los hombres. La historia de las mujeres no pasa por los mismos hitos cronológicos que la de los hombres. Pavese, que no sabía gran cosa de nosotras, pero que tenía la suficiente sensibilidad para saber que no conocía casi nada de nosotras, afirmaba que Madame Lafayette y Safo son contemporáneas.

Nos han dicho: «Las mujeres son naturaleza». De acuerdo, nos han hecho así. Sexo. Naturaleza. Agujero. El vacío. El no-ser. De acuerdo, de acuerdo. Pero a lo mejor ahora salimos con las manos más limpias. Más inocentes, ¿o no?

Bueno, así, yo me preguntaba si valía la pena que las mujeres entrásemos de lleno en el mundo de la cultura. Eso significaría la corrupción. La pérdida de la inocencia. Dejar de ser la «edad de oro». A lo mejor es éste un primer paso: ser el agujero, el vacío, la nada. El coño que escribe. Tout court.

¿Pero, es cierto todo eso que digo?, ¿es la verdad? También podría darle la vuelta a los argumentos. Nosotras hemos desarrollado la fuerza de los débiles, la malicia de los vencidos. Hemos sido arañas, brujas, gatas-mansas. Hemos arañado y afinado la técnica de los pellizcos retorcidos de monja. Arpías, nos hemos vengado de la omnisciencia del falo. «Chinchaos, chinchaos, tenemos un cuerpo que, aunque no lo queráis, lo deseáis», les hemos dicho. No nos han anulado porque nos necesitan. Somos el «sexo» y los hombres no son más que una variante de nosotras, como dice la biología. Los poderes de los hombres se han basado en su miedo, incertidumbre, debilidad, en su fascinación por nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo contiene la vida, nuestro cuerpo es autónomo. Ellos tienen tanta envidia de nuestra maternidad que han fabricado la guerra y la muerte. Ellos dependen de nuestro cuerpo.

Sí, sí, pero, mira por dónde, su debilidad les ha ayudado a desarrollar la mente. Ellos tienen la inteligencia, la razón, el saber. La filosofía y la ciencia. El Arte (claro que, ante la bomba de neutrones, podría añadir que, al fin y al cabo, no sé para qué les ha servido, pero eso ya es harina de otro costal). Ellos han reflexionado sobre la bondad. Ellos son el doctor Flemming y Sweitzer. San Francisco de Asís.

Y la guerra y las leyes. La crueldad. El dominio. El poder.

Y el Bien, la entrega absoluta.

Ellos son el universo. Lo masculino «es», nosotras estamos hechas sobre lo masculino. La Costilla de Adán, el dedo gordo de los esquimales, da igual. Ellos son Beethoven y Hitler. El comandante Sachsenhausen que, después de estrellar niños judíos contra la pared, lloraba de emoción oyendo a Mozart. El obispo de Viena que, en el siglo XVIII, castraba a los cantores de la escolanía para que conservasen la voz de soprano, y, de esta manera, llegar a las notas más altas de Bach.

Ordeno los esquemas que están desparramados por la mesa. He terminado mi conferencia. Esta vez era sobre «mujer y cultura». Los argumentos de mujer resentida están en el fondo de mi alma. El resentimiento es un mal compañero del arte. Hay que bajar a la vida cotidiana. Volverse a enamorar de Gary Cooper.

No, todavía falta el coloquio. De nuevo se levantará una mujer para preguntarme lo de siempre: «Todo eso es muy estimulante, pero ¿y, ahora, qué hago?». Intento explicarle de nuevo que nuestras angustias son un asunto colectivo, que nuestros trasiegos tienen una explicación histórica, cultural y social. Y, como trasfondo, la religión. Cito al maestro Marx —y su mujer ¿qué?, oigo que alguien cuchichea en la otra punta—, filósofo misógino en su casa pero que nos ha proporcionado algunas claves para entendernos. Nosotras, unidas por el sexo, por el cuerpo, por el agujero. Por el vacío. Y otra vez las mujeres me oyen, casi todas callan. Alguna se levanta para explicar, en voz alta, los pensamientos de todas.

«Mi marido no es mala persona, pero...». Resulta que la mayoría de los maridos no son malas personas. Sin embargo, este «pero» que no acaba de perfilarse trata de expresar ráfagas de pensamientos: «Mi marido es insoportable, huele mal, grita, a veces me ha pegado, no lo aguanto cuando hace el amor, no me da bastante dinero, me tiene abandonada, no me saca nunca de casa, todo lo encuentra mal, no le gusta la comida que hago...». Me dan ganas de decirle, «señora, ¿ha mirado a su vecino?». Tengo ganas de gritarle que lo asesine, que le ponga cianuro en la sopa, que lo estrangule con la corbata mientras duerme. Tengo ganas de gritar que no hay nada que hacer, que los hombres no nos entenderán nunca, que no pueden, no pueden... Pero vuelvo a hablar de Karl Marx, no puedo remediarlo.

¿Qué debe pasar por las mentes de las mujeres que me oyen? Sé que después del coloquio vendrá alguna, con peinado de peluquería, lacada, y collar de perlas, diciéndome cosas como ésta:

—Mi marido, antes, me dejaba tranquila. Solo me obligaba a «hacerlo» una vez cada quince días, pero ahora es una lata, no me lo puedo quitar de encima. Muchas noches llega con un montón de revistas pornográficas, porquerías de todas clases. Las lee una por una, con calma, después de cenar, y luego va a la habitación y me despierta. ¿Qué quieres?, digo. Y no me contesta nada, se echa encima de mí, y, hala, a follar. Yo solo tengo ganas de acabar, de que acabe, para seguir durmiendo. ¿Eso es lo que ahora llaman libertad? ¿Qué sé yo de un hombre cansado, de un hombre que vuelve asqueado del trabajo, con la cartera llena de revistas pornográficas? ¿Ni de los gritos que ha recibido del capataz, del jefe de personal, del jefe de sección? ¿Qué sé yo de las risas de los compañeros? ¿Qué sé yo de sus sueños, de las fantásticas muchachas de papel, con piernas de seda y miradas incitantes? ¿Qué sé yo del sexo del hombre? ¿Qué debe pensar ese hombre, cansado y perdido, de noche?

Eso solo lo saben ellas. Ellas, que se casaron con ese «príncipe», que llegaron a hacer real el sueño de los personajes de Flowers. Un vestido de tul y un vals. Un pastel de cuatro pisos. Un hombre para protegerla toda la vida. Así pues, tengo ante mí muchos rostros de mujeres que me miran. Muchas mentes que no me dicen lo que piensan. No puedo hablar por ellas. No puedo inventarme sus conversaciones decaídas de sobremesa, las palabras a medio decir, los cientos de malentendidos, las peleas atrofiadas, los abrazos oxidados.

Yo, encorsetada por las citas y muerta de miedo, vomitando su vida y su miseria a través de cifras y frases «brillantes», yo, que estoy a caballo entre la naturaleza y la cultura. Yo, que ya no sé quién soy. A quién pertenezco. Cuál es mi mundo. Yo, que quisiera llamarme todos los nombres de las mujeres. Y no llamarme ninguno.

Y quisiera saber si ahora ha llegado, de verdad, el tiempo de la mujer.

MIEDO AL FEMINISMO

EL FEMINISMO (1986)

Todavía en nuestros tiempos la palabra «feminismo» da miedo. Todavía ser «feminista» significa, para algunas mujeres, distanciarse de los hombres, ser una mujer distinta, agresiva, amenazadora de la paz y de la convivencia. Todavía hay mujeres que sienten pavor a ser ellas mismas, a expresar sus opiniones, a salir al mundo, quizás porque se sienten atacadas por el entorno y prefieren adaptarse a él, quizás porque, hoy día, mantener una actitud crítica y reflexiva, luchar por la propia autonomía y desear una vida afectiva plena al mismo tiempo no son cosas fáciles.

Las críticas sobre el feminismo y las feministas son hoy más sutiles y más subterráneas que en los tiempos del sufragismo. Los ataques, sin embargo, condicionan la vida personal de las mujeres y el desarrollo de sus vidas cotidianas. Quizás porque no se entiende lo que significa ser feminista, quizás porque a veces solo se analizan los aspectos más externos de su lucha, sin intentar profundizar en las causas que la motivan.

Para algunos, las feministas son mujeres frustradas, sexual y afectivamente, que desembocan su fracaso personal hacia un abusivo enfrentamiento entre los sexos. Para otros, son mujeres que quieren imitar al «macho» y que renuncian a sus «naturales condiciones femeninas». Hay quien piensa que el feminismo es una revancha irracional contra la supremacía masculina, una especie de «machismo» al revés. Para los que creen esto último, las feministas son las amazonas de un matriarcado futuro que pretenden convertir al sexo masculino en un siervo de sus ambiciones y propósitos. A lo largo de la historia de la humanidad ha habido pocos movimientos tan anatematizados, ridiculizados e incluso ignorados como el feminista. Quizás porque el feminismo cuestiona las raíces más profundas de las relaciones entre los hombres y las mujeres y apunta a una nueva manera de entender el mundo.

El miedo al feminismo parte del desconocimiento de las causas de la opresión de la mujer. Además, algunos aspectos públicos del feminismo pueden hacer pensar, a veces, que se trata de un movimiento pueril y trivialmente vindicativo. Pero las causas están ahí, son objetivas y reales, y es necesario conocerlas para llegar a comprender el porqué de la existencia de esta nueva consciencia de ser mujer. No se trata de un grito histérico y superficial de algunas mujeres insatisfechas con su propia experiencia vital, no es la expresión pública de la amargura femenina. Es la lucha por conseguir una nueva identidad humana a partir del hecho biológico de haber nacido mujer, es alcanzar, junto con los hombres, una nueva y superior categoría: la de persona.

El feminismo es un análisis riguroso y exhaustivo del porqué de la opresión secular de una parte de la humanidad. Y este análisis se expresa, hoy día, a través de varias opciones políticas. El feminismo no implica una ruptura con el hombre como ser humano, sino con la idea creada a través de la historia de que el varón es, por definición, el ser superior y pensante, y la mujer su otra cara del espejo. El feminismo es una filosofía que lucha por la libertad, y este ha sido uno de los grandes motores que han ayudado a avanzar a la humanidad. La libertad de las mujeres no implica la esclavitud de los hombres, de la misma manera que estos no pueden soñar con ser libres si siguen oprimiendo a las mujeres. Pero el feminismo es también una nueva concepción del mundo, visto a través del prisma de las mujeres. Un mundo en paz donde convivan, sin marginación ni opresión de ninguna clase, hombres y mujeres, adultos y niños, jóvenes y ancianos. Y, al mismo tiempo, el feminismo significa la recuperación de la palabra de la mujer, de su propia historia, individual y colectiva, para que llegue a reconciliarse, en suma, con su propio sexo y con el otro, sin tabúes, sin leyes restrictivas, sin miedos paralizadores.

El feminismo parte de una visión global y profunda de la realidad, de la que vivimos hoy y de la que pertenece a la memoria histórica. El feminismo impulsa a que se desarrolle la consciencia activa de la mujer, de todas las mujeres que se proponen saber. Saber por qué, en el terreno de las ideas y en la práctica de las relaciones sociales, las mujeres han sido consideradas seres «inferiores», o dicho de un modo más galante, el «sexo débil». El análisis de la propia experiencia lleva al conocimiento más exhaustivo de la realidad femenina y, a partir de aquí, a tomas de postura más conscientes y solidarias. No todas las mujeres son iguales y van a luchar de igual forma, pero hay algo que las puede unir: el conocimiento de que su opresión no forma parte de un destino final, sino que hay unas causas explicables y que, al mismo tiempo, su condición es universal y específica.

Conocer estas causas es un primer paso hacia la liberación como mujeres y como seres humanos. El feminismo, pues, defiende la razón y la vida y, a la larga, lucha para que la palabra «libertad» no sea una palabra abstracta y privilegio de unos pocos.

HACIA UN NUEVO HUMANISMO

EL FEMINISMO (1986)

En este libro hemos visto cómo la opresión que han vivido y que todavía viven las mujeres se desarrolla en todos los sectores de nuestra sociedad, en la escuela, en el trabajo, en la calle y en el hogar. Hemos visto cómo la misoginia se transformaba muchas veces en una actitud claramente antifeminista.

En la introducción decíamos hasta qué punto era necesario vencer el miedo al feminismo a través del conocimiento de las raíces de la opresión femenina, la más antigua y universal. Ahora bien, conocer estas causas no debe llevar a la mujer actual de nuevo a la queja y al lamento, a presentarse como víctima exculpada de su propia condición. Sería demasiado fácil decir que la mujer solo tiene que luchar contra el hombre para llegar a ser libre. También tiene que luchar contra sí misma. Ser mujer, hoy día, no es nada fácil. Pero tampoco lo es ser hombre. En realidad, lo que es difícil es poder llegar a comportarse y a ser considerados como seres humanos, tanto las mujeres como los hombres.

Las mujeres tienen ante sí un apasionante desafío. Si bien hoy es posible saber por qué han sido consideradas el sexo de segundo orden, sería triste e inútil trasladar este conocimiento a la escueta venganza sexual. Los hombres y las mujeres son las personas que pueblan el mundo. Pueden desaparecer las ideologías, las clases sociales e incluso los pueblos. Pero los sexos, no. La lucidez y la razón no son atributos específicamente masculinos. Pero tampoco el sentimiento y las emociones lo son femeninos. Son atributos humanos y son las personas, sean mujeres u hombres, las que pueden perfeccionarlos.

Claro que las mujeres tienen ante sí pocos modelos conocidos que seguir. Claro que casi todo está todavía por hacer. Pero solo aquellas mujeres que se respetan a sí mismas pueden optar por su propia libertad y autonomía. No todas las mujeres son iguales, y, como individuos, poseen su personal concepción del mundo. El feminismo, como consciencia y como lucha, presenta varias opciones. Y depende de la libre voluntad de las mujeres elegir aquella que se estime más justa.

Ser mujer y, al mismo tiempo, ser persona no es tarea fácil. Es un largo y arduo camino: muchas veces se paga con la soledad, la incomprensión y el aislamiento. Las mujeres tienen que luchar contra su propia inseguridad, contra la victimización interiorizada y, muchas veces, contra la resistencia del hombre a perder sus privilegios. Sin embargo, las mujeres, por ser mujeres, no son mejores que los hombres. También ellas son hostigadas por los valores morales de nuestra civilización, también pueden sentirse fascinadas por el poder, por el ansia de dominio y de opresión hacia otros seres más débiles, también pueden competir entre ellas y ser crueles e injustas. La única diferencia es que no han tenido para ello las mismas oportunidades, en la historia, que los hombres.

No se nace feminista o antifeminista. Se trata de una elección que se asume, conscientemente, a lo largo de toda una vida. La asunción de la opresión en que vive la mujer comporta, también, la posibilidad de caer en el error, en la intolerancia, en el dogma, en la contradicción. Pero todo ello no invalida algo que es real: la situación dolorosa y humillante que vive, día a día, gran parte de los seres que forman la mitad de la humanidad.

El feminismo que duda y reflexiona es el que avanza con más profundidad, puesto que parte, en realidad, de una nueva visión humanista del mundo actual. El miedo a la libertad es, en suma, miedo al error. Pero los errores y contradicciones en los que puede caer el feminismo no son motivos suficientes para atacarlo en su totalidad. A estas alturas, nadie puede negar que ha nacido de las más profundas y auténticas ansias de libertad de la mujer como ser humano.

El día en que hombres y mujeres dejen de ser seres mutilados, el día en que el sexo no condicione el desarrollo total de las personas, el día en que la dominación y supremacía del varón pase a los anales de la historia y deje de ser presente, el día en que la comunicación entre los dos sexos nazca del respeto entre seres libres, ese día el feminismo ya no tendrá razón de ser. Ni tampoco será necesario que existan libros como este.

UN SUELDO PARA EL AMA DE CASA

EL PERIÓDICO (02/03/1985)

Carmen Sarmiento, una de esas personas inteligentes de quien siempre recibo buenas ideas, defendió el sueldo para el ama de casa en el programa de Rosa Maria Sardà. Esta propuesta, que han defendido mujeres tan distintas como Pilar Primo de Rivera y algunas feministas radicales, nunca me acabó de gustar. Pensaba que si se pagaba este trabajo, que suele ser mecánico, aislado y sin ningún prestigio social, duraría eternamente y la mujer nunca saldría del coto neurotizante del falso dulce hogar.

Pero al oír a Carmen Sarmiento, un cerebro que respeto y un corazón que admiro, pensaba que quizás esta teoría mía era elaborada desde el privilegio. Del privilegio de mujer que ha sido respetada desde pequeña en su propia familia. Y empecé a dudar. Pues si a una mujer se le paga por quitar el polvo, hacer y deshacer camas una y otra vez, cocinar, fregar platos e ir al supermercado, empezará por valorarse un poco más a sí misma y, lo que es más importante, tendrá dinero propio para decidir. Decidir si quiere seguir en casa o echarse a la calle a ver qué pasa. Por otra parte, la relación con el marido cambiaría. Ella ya no tendría que hacer el amor por un par de zapatos sino porque le daría la gana. Con dinero en el bolsillo empezaría a reivindicar las horas de trabajo y exigiría otro tipo de relación con los suyos. En fin, que pasaría de ser nada a ser una persona activa en la sociedad. Y, además de vieja, tendría su pequeño rincón donde caerse muerta con dignidad. No lo sé… Expreso aquí mis dudas.

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