Kitabı oku: «El Despertar de los Dragones », sayfa 5
Kyra se lanzó al piso, giró hacia un lado y, al mismo tiempo, giró el bastón y golpeó a Maltren detrás de las rodillas barriendo sus piernas debajo de él.
Cayó de espaldas en la nieve perdiendo el agarre sobre su espada y Kyra inmediatamente se puso de pie y se paró sobre él, sosteniendo la punta de su bastón contra su cuello y presionando. Al mismo tiempo, Leo se puso a su lado y gruñía junto a la cara de Maltren a sólo unas pulgadas, con su saliva cayendo en la mejilla de Maltren y esperando la orden para atacar.
Maltren miró hacia arriba con sangre en su labio, aturdido y finalmente humillado.
“Eres una deshonra para los hombres de mi padre,” dijo Kyra aún furiosa. “¿Qué piensas ahora de mi pequeña vara?”
Un tenso silencio cayó sobre todos mientras lo mantenía tendido, con una parte de ella queriendo levantar su bastón y golpearlo, queriendo soltar a Leo. Ninguno de los hombres trató de detenerla o vino a ayudarlo.
Dándose cuenta de que estaba sólo, Maltren volteó a verla con miedo.
“¡KYRA!”
Una voz áspera cortó el silencio de repente.
Todos los ojos voltearon y su padre apareció de repente, marchando dentro del círculo portando sus pieles, rodeado de una docena de hombres y viéndola con desaprobación.
Se detuvo a unos cuantos pies de ella, observándola, y ella ya anticipaba el discurso que se avecinaba. Mientras miraban el uno al otro, Maltren se escabulló debajo de ella y se fue, y ella se preguntó por qué no regañó a Maltren en lugar de a ella. Eso la enfureció, dejando a padre e hija encarándose con miradas llenas de furia, ella tan testaruda como él, ninguno dispuesto a ceder.
Finalmente su padre se volteó sin decir una palabra con sus hombres siguiéndolo y marchó de regreso a la fortaleza sabiendo que ella lo seguiría. La tensión se rompió mientras todos los hombres lo siguieron y Kyra, de mala gana, se unió. Comenzó a caminar con dificultad a través de la nieve, viendo las luces distantes de la fortaleza sabiendo lo que estaba por venir—pero ya no le importaba.
Ya sea que él la aceptara o no, en este día ella fue aceptada entre sus hombres—y para ella, era todo lo que importaba. Ella sabía que desde este día todo cambiaría.
CAPÍTULO SEIS
Kyra marchó al lado de su padre por los corredores de piedra de la Fortaleza de Volis, una impresionante fortaleza del tamaño de un castillo pequeño, con paredes de piedra lisas, techos cónicos, puertas gruesas y adornadas de madera, un antiguo recinto que había servido para albergar a los Guardianes de Las Flamas y para proteger a Escalon por siglos. Ella sabía que era una fortaleza crucial para su Reino, pero aun así también era un hogar para ella, el único hogar que había tenido. En muchas ocasiones dormía escuchando el sonido de los guerreros, de festines, de perros peleando por las sobras, chimeneas silbando con sus brasas y rachas de viento pasando por las grietas. Con todas sus peculiaridades, amaba cada rincón de ella.
Mientras Kyra trataba de mantener el paso, se preguntaba qué era lo que preocupaba a su padre. Caminaron rápidos y silenciosos con Leo a su lado, tarde para el festín, pasando corredores con soldados y sirvientes haciendo reverencias mientras pasaban. Su padre caminaba más rápido que de costumbre, y a pesar de que iban tarde, ella sabía que esto era inusual. Generalmente él caminaba a su lado, teniendo una gran sonrisa para ella lista debajo de su barba, ponía un brazo en sus hombros, a veces bromeando o contando los eventos del día.
Pero ahora caminaba sombrío con una cara seria a varios pasos adelante de ella, y llevaba lo que parecía ser un gesto de desaprobación, uno que había visto en pocas ocasiones. También se veía preocupado y ella asumió que se debía a los asuntos del día, a la imprudente caza de sus hermanos, los Hombres del Señor llevándose el jabalí—y tal vez también porque ella, Kyra, había estado entrenando. Al principio asumió que él estaba preocupado por el festín—los días festivos siempre eran una carga teniendo que hospedar tanto a guerreros como a visitantes hasta muy pasada la medianoche como era tradición. Cuando su madre estaba viva y era anfitriona de los eventos, Kyra había escuchado que era más sencillo para él. Él no era alguien muy sociable y se esforzaba por mantener los manierismos.
Pero mientras el silencio crecía, Kyra se preguntó si era algo totalmente distinto. Se imaginó que seguramente tenía que ver con ella entrenando con los hombres. Su relación con su padre, que solía ser simple, se había vuelto complicada mientras ella crecía. Él parecía indeciso sobre qué hacer con ella, sobre qué tipo de hija quería. Por otro lado, él siempre le enseñaba los principios de un guerrero, sobre cómo pensaba un caballero y la conducta que debería tener. Tuvieron muchas conversaciones sobre valor, honor, coraje, y en muchas ocasiones se quedaba hasta tarde contando sobre las batallas de sus ancestros, historias que a ella le encantaban y las únicas que deseaba oír.
Pero al mismo tiempo, Kyra ahora se daba cuenta de que él estaba más consciente de lo que decía, qué se obligaba a guardar silencio como si se diera cuenta de que no debería estar hablando de ello, como sabiendo que había hecho crecer algo dentro de ella y ahora quisiera tomarlo de vuelta. Hablar de batallas y valor era algo natural para él, pero ahora que Kyra ya no era una niña, ahora que se convertía en mujer y hasta en un nuevo guerrero, había una parte de él que parecía sorprendida por esto, como si nunca hubiera esperado que creciera. Parecía no saber cómo tratar con una hija ya grande, especialmente una que deseaba ser un guerrero, como si no supiera en qué dirección dirigirla. Ella se dio cuenta de que él no sabía qué hacer con ella, y una parte de él hasta se sentía incómoda con ella. Aun así ella sentía al mismo tiempo que él estaba secretamente orgulloso. Simplemente no podía permitirse el mostrarlo.
Kyra no pudo resistir su silencio un momento más—tenía que saber lo que pasaba.
“¿Estás preocupado por el festín?” preguntó.
“¿Por qué debería preocuparme?” respondió sin mirarla, claro signo de que estaba ocupado. “Todo está preparado. De hecho, vamos tarde. Si no hubiera venido a la Puerta del Peleador a encontrarte, ya estaría sentado en mi mesa,” concluyó resentido.
Se dio cuenta de que eso era: su entrenamiento. El hecho de que estaba enojado la enojaba también. Después de todo había derrotado a sus hombres y merecía su aprobación. En vez de eso, actuaba como si nada hubiera pasado y, además, como si estuviera decepcionado.
Ella quería saber la verdad y, molesta, decidió provocarlo.
“¿Me viste derrotar a tus hombres?” dijo queriendo avergonzarlo, exigiendo la aprobación que él le negaba.
Vio cómo su rostro se enrojecía aunque muy sutilmente, pero no dijo ninguna palabra mientras siguieron caminando, lo cual la puso aún más molesta.
Continuaron caminando y pasaron por el Corredor de los Héroes, atravesando la Cámara de la Sabiduría, y estaban por llegar al Gran Salón donde ya no podría soportarlo.
“¿Qué pasa padre?” exigió. “Si estás decepcionada de mí sólo dímelo.”
Finalmente se detuvo frente a las puertas arqueadas que llevaban al comedor, se volteó y la miró con frialdad. Su mirada la lastimó. Su padre, la persona que amaba más que nadie en el mundo, que siempre tenía una sonrisa lista para ella, ahora la miraba como si fuera un extraño. No podía entenderlo.
“No quiero volver a verte en esos campos,” dijo con una voz molesta y fría.
El tono de su voz le dolió más que sus palabras, y sintió un escalofrío de traición corriendo a través de ella. Si hubiera venido de alguien más esto apenas si la hubiera molestado—pero viniendo de él, el hombre a quien amaba y admiraba tanto, que siempre había sido amable con ella, ese tono hizo que se le enfriara la sangre.
Pero Kyra no era alguien que se rendía con facilidad—característica que había aprendido de él.
“¿Y por qué es eso?” demandó ella.
Su expresión se oscureció.
“No necesito darte una razón,” dijo. “Soy tu padre. Soy el comandante de esta fortaleza y de mis hombres. Y no quiero que tú entrenes con ellos.”
“¿Te da miedo el que los derrote?” dijo Kyra esperando una reacción de él, rehusándose a dejarlo cerrar el tema para siempre.
Él se puso rojo y pudo ver que sus palabras también lo habían lastimado.
“La arrogancia es para la gente común,” dijo, “no para los guerreros.”
“Pero yo no soy un guerrero, ¿verdad padre?” lo incitó.
Él entrecerró los ojos incapaz de responder.
“Ya tengo quince años. ¿Deseas que pelee toda mi vida contra árboles y ramas?”
“No deseo que pelees en absoluto,” respondió. “Eres una chica, ahora una mujer. Deberías estar haciendo lo que hacen las mujeres, cocinando, tejiendo, lo que sea que tu madre te hubiera enseñado a hacer si estuviera viva.”
Ahora la expresión de Kyra se oscureció.
“Siento no poder ser la chica que tú deseas, padre,” respondió. “Siento no poder ser como las otras chicas.”
Su expresión ahora se vio adolorida también.
“Pero sí soy la hija de mi padre,” continuó. “Soy la chica que tú criaste. Y el desaprobarme a mí es como desaprobarte a ti mismo.”
Se quedó ahí con las manos en la cintura y sus ojos grisáceos claros llenos de la fuerza de un guerrero mirándolo. Él la miró de vuelta con sus ojos cafés detrás de su cabello y barba y negó con la cabeza.
“Este es un día de fiesta,” dijo, “un festín no solo para guerreros sino también para visitantes y dignatarios. Vendrán personas de todo Escalon y de países extranjeros.” Él la examinó con desaprobación. “Traes ropa de guerrero. Ve a tu cuarto y ponte un atuendo de mujer como el de las otras mujeres que estarán en la mesa.”
Ella se enrojeció y enfureció, y él se acercó y apuntó hacia ella con el dedo.
“Y no quiero volverte a ver en el campo con mis hombres de nuevo,” le advirtió.
Él se volteó de repente y los sirvientes le abrieron las grandes puertas dejando entrar una oleada de ruido que los recibía junto con el aroma de carne rostizada, perros que corrían y fuegos rugientes. La música se paseaba por el aire, y el estruendo de actividad procedente del salón era envolvente. Kyra vio a su padre entrar seguido por los sirvientes.
Varios sirvientes se quedaron ahí sosteniendo las puertas, esperando mientras Kyra se quedó ahí furiosa debatiendo qué hacer. Nunca en su vida había estado tan enojada.
Finalmente se dio la vuelta y se alejó junto con Leo, lejos del salón y dirigiéndose a su cuarto. Por primera vez en su vida en ese momento sentía odio por su padre. Había pensado que él era diferente, por encima de todo esto; pero ahora se daba cuenta de que era un hombre más pequeño de lo que pensaba—y esto, más que cualquier otra cosa, le dolía. El haberle quitado lo que ella más amaba, los campos de entrenamiento, era como una daga al corazón. La idea de vivir su vida confinada a las sedas y los vestidos la dejó con un sentimiento de desesperación que no había sentido antes.
Deseaba dejar Volis—y nunca volver.
*
El comandante Duncan se sentó a la cabeza de la mesa del banquete en el gran salón comedor de la fortaleza Volis y observó a su familia, guerreros, sirvientes, consejeros, asesores y visitantes—más de cien personas acomodadas en la mesa para el festín—con un peso en el corazón. De todas las personas frente a él, la que estaba más en su mente es la única a la que trataba de no mirar: su hija, Kyra. Duncan siempre había tenido una relación especial con ella, siempre había tenido la necesidad de ser tanto padre y madre, de compensar por la pérdida de su madre. Pero él sabía que estaba fallando como padre—y mucho más como madre también.
Duncan siempre se había preocupado por cuidarla, siendo la única chica en una familia de hombres y una fortaleza llena de guerreros—y especialmente porque era una chica diferente a las otras, una chica que tenía que admitir se parecía mucho a él. Estaba muy sola en un mundo de hombres, y siempre estaba tratando de prestarle atención no sólo por obligación, sino también porque la amaba profundamente, más de lo que podía decir y, aunque le costara admitirlo, incluso tal vez más que a sus hijos varones. Tenía que admitir también que, aunque pareciera extraño, de todos sus hijos era en ella en la que más veía características de él. Su presteza; su fiera determinación; su espíritu de guerrero; su negativa a dar marcha atrás; su falta de miedo; y su compasión. Ella siempre defendía a los débiles, especialmente a su hermano menor, y siempre estaba de parte de lo que era justo sin importar el costo.
Esta era otra razón por la que su conversación lo había molestado tanto dejándolo con ese ánimo. Al observarla en el campo de entrenamiento esa tarde, blandiendo su bastón contra esos hombres con impresionante habilidad y destreza, su corazón había saltado con orgullo y felicidad. Él odiaba a Maltren, una molestia y una espina en su costado, y él estaba eufórico que su hija, de entre todas las personas, lo hubiera puesto en su lugar. Él estaba más que orgulloso de que ella, una chica de quince, pudiera enfrentarse a sus hombres e incluso derrotarlos. Tenía un gran deseo de abrazarla, de llenarla de elogios enfrente de los demás.
Pero como su padre, no podía hacerlo. Duncan quería lo mejor para ella y muy en lo profundo sentía que se estaba encaminando por una vereda peligros, un camino de violencia en un mundo de hombres. Sería la única mujer en un campo de hombres peligrosos, hombres con deseos carnales, hombres que, con la sangre exaltada, pelearían hasta la muerte. Ella no sabía lo que era una verdadera batalla, lo que el dolor, el derramamiento de sangre y la muerte eran de cerca. Esa no era la vida que quería para ella, incluso si estuviera permitido. Él quería que estuviera segura aquí en la fortaleza, viviendo una vida doméstica de paz y comodidad. Pero no sabía cómo hacer que ella quisiera eso también.
Todo esto lo había dejado confundido. Pensó que al rehusarse a encomiarla podría disuadirla. Pero muy en lo profundo temía que no fuera así, y de que el rehusarse a hacerlo simplemente la alejaría más. Odiaba la forma en que tendría que actuar esta noche, y odiaba la forma en que se sentía. Pero no tenía idea de qué más hacer.
Lo que lo molestaba todavía más es lo que hacía eco en su cabeza: la profecía acerca de ella el día que había nacido. Siempre lo había considerado una tontería, las palabras de una bruja; pero hoy, al observarla y ver su destreza, se dio cuenta de lo especial que era y se preguntaba si podía ser verdad. Y ese pensamiento lo asustaba más que nada. Su destino se acercaba con rapidez, y él no tenía manera de detenerlo. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que todos supieran la verdad sobre ella?
Duncan cerró los ojos y negó con la cabeza tomando un gran trago de su saco de vino tratando de sacar todo esto de su mente. Después de todo, se suponía que esta era una noche para celebrar. El solsticio de invierno había llegado, y al abrir los ojos vio la nieve entrando por la ventana ahora una tormenta de nieve en toda regla, con nieve acumulándose en la roca como si llegara a tiempo para la festividad. Mientras afuera el viento resoplaba, ellos estaban seguros aquí en la fortaleza, manteniéndose calientes con las chimeneas, con el calor corporal, con la comida asada y con el vino.
De hecho, al mirar a su alrededor todo el mundo parecía feliz—los juglares, trovadores y músicos hacían sus rondas mientras los hombres reían y se regocijaban compartiendo historias de batalla. Duncan miró con apreció al festín delante de él, la mesa del banquete cubierta con toda clase de comida y delicias. Sintió orgullo al ver los escudos colgando alto en el muro, cada uno elaborado a mano con una cresta diferente, con cada insignia representando una casa diferente de su pueblo, de cada guerrero que había venido a pelear junto con él. También observó todos los trofeos de guerra colgando, memorias de toda la vida al pelear por Escalon. Sabía que era un hombre afortunado.
Y por mucho que le gustaba fingir lo contrario, tenía que enfrentarse a la realidad de que su Reino se encontraba bajo ocupación. El antiguo rey, el Rey Tarnis, había rendido a su pueblo dejándolos en la vergüenza, había bajado los brazos sin siquiera pelear permitiendo la invasión de Pandesia. Esto había salvado víctimas y ciudades—pero también les había robado su espíritu. Tarnis siempre había argumentado que Escalon no podía defenderse, que incluso si mantenían la Puerta del Sur, el Puente de los Lamentos, Pandesia podía rodearlos y atacar por el mar. Pero todos sabían que este era un argumento débil. Escalon fue bendecido con playas hechas de acantilados de cien pies de altura, olas rompientes y afiladas rocas en su base. Ningún barco podía acercarse y cualquier ejército que tratara de penetrarlas pagaría un alto precio. Pandesia podría atacar por mar, pero el precio sería muy considerable incluso para un gran imperio como ese. Por tierra era la única opción—y esto sólo dejaba el estrecho de la Puerta del Sur, que todos en Escalon sabían se podía defender. La rendición había sido una elección de simple debilidad y nada más.
Ahora él y los otros guerreros estaban sin rey, dejados a la deriva en sus propias provincias, sus propias fortalezas, y cada uno obligado a doblar su rodilla y responder al Señor Gobernador instalado por el Imperio Pandesiano. Duncan todavía podía recordar el día en que se había visto obligado a jurar un nuevo juramento de fidelidad, lo que había sentido cuando le hicieron doblar su rodilla—se sintió enfermo al pensar en ello.
Duncan trató de recordar el pasado, cuando había estado estacionado en Andros, cuando todos los caballeros de todas las casas habían estado juntos peleando por una causa, por un rey, una capital, una bandera, con una fuerza diez veces más grande que la que tenía ahí. Ahora estaban desparramados en las partes más lejanas del Reino, con los hombres aquí siendo todo lo que quedaba de una fuerza unificada.
El Rey Tarnis siempre había sido un rey débil; Duncan lo había sabido desde el principio. Como su comandante en jefe, él tenía la tarea de defenderlo, incluso si no lo merecía. Una parte de Duncan no se sorprendió de que el Rey se hubiera rendido—pero sí lo sorprendió lo rápido en que todo se derrumbó. Todos los grandes caballeros se dispersaron con el viento, todos volviendo a sus propias casas sin ningún rey que reinara y ahora cediendo todo el poder a Pandesia. Ya no había rastro de leyes y su Reino, una vez pacífico, se había convertido en un lugar en el que abundaba el crimen. Ya no era segura viajar por los caminos que una vez fueron seguros fuera de las fortalezas.
Las horas pasaban y mientras se terminaba la comida y se retiraban los platos, los tarros de cerveza se llenaban. Duncan tomó varios chocolates y se los comió saboreando cada uno mientras bandejas con manjares de la Luna de Invierno eran traías a la mesa. Se pasaron tazas de chocolate cubiertas de crema de cabra fresca y Duncan, con el trago subiéndosele a la cabeza y necesitando enfocarse, tomó una en sus manos y la saboreó. Se la tomó de un solo trago sintiendo su calor en el vientre. La nieve arreciaba afuera ganando fuerza a cada momento, los bufones jugaban juegos, los bardos contaban historias, los músicos interpretaban melodías, y la noche siguió sin que nadie prestara atención al clima. Era una tradición de la Luna de Invierno el celebrar hasta pasar medianoche, el darle la bienvenida al invierno como si fuera un amigo. La leyenda decía que si se mantenía la tradición el invierno no sería largo.
Duncan, a pesar de todo, finalmente volteó y miró a Kyra; estaba sentada, desconsolada, mirando hacia abajo como si estuviera sola. No se había cambiado la ropa de guerrero como él había dicho; por un momento su furia se encendió, pero decidió dejarlo pasar. Pudo ver que ella también estaba molesta; ella, al igual que él, sentía las cosas muy profundo.
Duncan decidió que era tiempo de hacer las paces con ella, de al menos consolarla si no podían llegar a un acuerdo, y estaba a punto de levantarse e ir hacia ella cuando de repente las grandes puertas del salón del banquete se abrieron súbitamente.
Un visitante se apresuró en la habitación, un pequeño hombre con lujosas pieles viniendo de otra tierra con cabello y capa cubiertos de nieve y fue escoltado por sirvientes de la mesa del banquete. Duncan se sorprendió al recibir a un visitante tan tarde, especialmente bajo esta tormenta, y mientras el hombre se quitaba su capa, Duncan notó que portaba el púrpura y amarillo de Andros. Duncan se dio cuenta de que había venido desde la capital, un viaje de tres días.
Los visitantes habían llegado toda la noche, pero ninguno tan tarde y ninguno desde Andros. Al ver esos colores Duncan recordó al antiguo rey y a mejores tiempos.
Hubo silencio en la habitación mientras el visitante llegaba a su asiento y le hacia una reverencia a Duncan esperando que se le invitara a sentarse.
“Perdóname, mi señor,” dijo. “Traté de llegar más temprano, pero la tormenta me lo impidió. No fue mi intención faltar al respeto.”
Duncan asintió con la cabeza.
“No soy ningún señor,” lo corrigió Duncan, “sólo un comandante. Aquí todos somos iguales sin importar la clase, hombres y mujeres. Todos los visitantes son bienvenidos sin importar la hora.”
El visitante asintió amablemente y estaba a punto de sentarse cuando Duncan levantó una mano.
“Nuestra tradición dice que los visitantes de lugares lejanos deben tener un asiento honorable. Ven, siéntate a mi lado.”
El visitante, sorprendido, asintió amablemente y fue guiado por los sirvientes, un hombre delgado y bajo con mejillas y ojos demacrados, tal vez en sus cuarenta pero pareciendo mayor, a un asiento cerca de Duncan. Duncan lo examinó y detectó ansiedad en sus ojos; el hombre parecía exaltado para ser un visitante en día festivo. Sabía que algo andaba mal.
El visitante se sentó agachando la cabeza y la sala volvió a su alegría. El hombre, claramente hambriento, tomó el tazón de sopa y chocolate delante de él pasándoselos con un gran pedazo de pan.
“Dime,” dijo Duncan en cuanto el hombre terminó y ansioso de saber más, “¿qué noticias traes de la capital?”
El visitante retiró lentamente su plato y miró hacia abajo evitando los ojos de Duncan. Hubo silencio en la mesa al mirar la expresión sombría en su rostro. Todos esperaban la respuesta.
Finalmente miró a Duncan con ojos rojos y llorosos.
“Ninguna noticia buena de portar,” dijo.
Duncan se preparó para escucharlo.
“Dilo entonces,” dijo Duncan. “Las malas noticias se hacen más rancias con el tiempo.”
El hombre volvió a mirar a la mesa moviendo sus dedos con nerviosismo.
“A partir de la Luna de Invierno, una nueva ley Pandesiana se promulga sobre nuestra tierra: puellae nuptias.”
Duncan sintió su sangre cuajar con estas palabras mientras un sonido de indignación sonó por toda la mesa, indignación que él compartió. Puellae Nuptias. No tenía sentido.
“¿Estás seguro?” demandó Duncan.
El visitante asintió.
“Desde hoy, la primer hija no casada de cada hombre, señor, y guerrero en nuestro Reino que ha llegado a los quince años puede ser pedida en matrimonio por el Señor Gobernador local—para él o para quien él lo desee.”
Duncan inmediatamente miró a Kyra y vio la mirada de sorpresa e indignación en sus ojos. Todos los otros hombres en la habitación, todos los guerreros, también miraron a Kyra, todos entendiendo la gravedad de la noticia. El rostro de cualquier otra chica se hubiera llenado de terror, pero ella parecía tener una expresión de venganza.
“¡No la tomarán!” gritó Anvin indignado con su voz elevándose en el silencio. “¡No tomarán a ninguna de nuestra jóvenes!”
Arthfael sacó su daga y la clavó en la mesa.
“¡Podrán tomar nuestro jabalí, pero pelearemos hasta la muerte antes de que tomen a nuestras mujeres!”
Los guerreros levantaron un grito de aprobación con su enojo encendido también por el trago. De inmediato, el estado de ánimo en la sala se había vuelto rancio.
Duncan se levantó lentamente con su apetito arruinado y hubo silencio mientras se levantaba de la mesa. Todos los otros guerreros se levantaron también como símbolo de respeto.
“Esta fiesta ha terminado,” anunció con voz pesada. Incluso mientras decía las palabras, se dio cuenta de que todavía no era medianoche— un terrible presagio para la Luna de Invierno.
Duncan caminó hacia Kyra en el silencio pasando filas de soldados y dignatarios. Se paró al lado de su silla y la miraba a los ojos mientras ella le regresaba una mirada llena de fuerza y determinación, mirada que lo llenó de orgullo. Leo, a su lado, también lo miraba.
“Ven hija mía,” dijo. “Tú y yo tenemos mucho de qué hablar.”