Kitabı oku: «El Despertar de los Dragones », sayfa 6
CAPÍTULO SIETE
Kyra se sentó en la habitación de su padre, una pequeña habitación de piedra en los pisos superiores de la fortaleza, con altos y afilados techos y una chimenea de mármol enorme ennegrecida por los años de uso, y se miraban en el silencio sombrío. Se sentaron en lados opuestos del fuego cada uno sobre una pila de pieles viendo cómo se desmoronaba la leña con crujidos y silbidos.
La mente de Kyra se alejó de la noticia mientras acariciaba el pelaje de Leo echado a sus pies y aún era difícil aceptar que fuera cierto. Los cambios habían llegado a Escalon y se sentía como si en este día su vida hubiera terminado. Observó las llamas y se preguntaba para qué seguir viviendo si Pandesia la arrebata lejos de su familia, de su fortaleza, de todo lo que conocía y amaba y la daba en matrimonio a un grotesco Señor Gobernador. Preferiría morir.
Kyra generalmente hallaba consuelo al estar en esta habitación en la que había pasado interminables horas leyendo, perdiéndose en cuentos de valor y leyendas que en realidad nunca supo si eran verdad o fantasía. A su padre le gustaba sacar los libros antiguos y leer en voz alta a veces hasta que se llegaba la mañana, crónicas de otros tiempos, de otros lugares. Más que nada, a Kyra le gustaban las historias de guerreros, de grandes batallas. Leo siempre estaba a sus pies y en ocasiones Aidan se les unía. En más de un amanecer Kyra regresaba a su habitación con sueño en su rostro e intoxicada por las historias. Le gustaba leer incluso más que lo que le gustaban las armas, y mientras miraba las paredes de la habitación de su padre llenas de libreros, pergaminos y volúmenes encuadernados en piel que habían pasado de generación en generación, deseaba poder perderse en ellos ahora.
Pero al mirar el sombrío rostro de su padre volvió a la terrible realidad. Esta noche no era para leer. Nunca había visto a su padre tan perturbado, como si fuera la primera vez en la que no estaba seguro qué hacer. Sabía que su padre era un hombre orgulloso—todos sus hombres eran orgullosos—y en los días en que Escalon tenía un Rey, una capital, una corte en la cual reunirse, todos hubieran dado sus vidas por la libertad. No era el camino de su padre el regatear o rendirse. Pero el antiguo Rey los había vendido, se había rendido por ellos dejándolos en esta terrible posición. Siendo un ejército dispersado y fragmentado, no podían luchar contra un enemigo que ya estaba instalado en medio de ellos.
“Hubiera sido mejor que nos hubieran derrotado en pelea ese día,” dijo su padre con voz pesada, “habernos enfrentado a Pandesia de manera noble y perder. De todos modos, la rendición del antiguo Rey fue una derrota—sólo que esta fue larga, lenta y cruel. Día tras día, año tras año nos quitan una libertad tras otra, cada una haciéndonos menos de lo que somos.”
Kyra sabía que tenía razón, pero aun así podía entender la decisión del Rey Tarnis: Pandesia cubría la mitad del mundo. Con su vasto ejército de esclavos podrían haber destrozado Escalon hasta que no quedara nada. Nunca se habrían retraído sin importar los millones de hombres que hubiera tomado. Al menos ahora Escalon estaba intacto y sus personas vivas—si a esto se le pudiera llamar vida.
“Para ellos, esto no es sobre tomar a nuestras mujeres,” continuó su padre interrumpido por el crepitar del fuego. “Se trata de poder. De sujeción. De aplastar lo que queda de nuestras almas.”
Su padre miró las llamas y ella se dio cuenta de que pensaba en su pasado y en su futuro al mismo tiempo. Kyra rogaba que se volteara y le dijera que había llegado el tiempo de pelear, de defender todo en lo que creían; que él nunca dejaría que se la llevaran.
Pero en vez de eso, haciendo que su decepción y enojo crecieran, se sentó en silencio, mirando y meditando sin darle las garantías que ella necesitaba. No tenía idea de lo que estaba pensando, especialmente después de la discusión que habían tenido.
“Recuerdo el tiempo en que servía al Rey,” dijo lentamente tranquilizándola con su voz fuerte y profunda como siempre lo hacía, “cuando toda la tierra era una. Escalon era invencible. Sólo teníamos que mantener Las Flamas para mantener fuera a los troles y la Puerta del Sur para resistir a Pandesia. Fuimos un pueblo libre por siglos, y así es como debió seguir siendo.”
Guardó silencio por mucho tiempo mientras se oía el crujido del fuego y Kyra esperó impaciente que terminara mientras acariciaba la cabeza de Leo.
“Si Tarmis nos hubiera ordenado defender la puerta,” continuó, “la hubiéramos defendido hasta el último hombre. Todos habríamos muerto gustosos por nuestra libertad. Pero una mañana amanecimos encontrando a hombres ocupando nuestras tierras,” dijo mientras sus ojos despertaban en agonía como si volviera a ver lo que había pasado.
“Ya sé todo esto,” le recordó Kyra impaciente, cansada de oír la misma historia.
Se volteó hacia ella con sus ojos llenos de derrota.
“Cuando tu propio rey se ha rendido,” preguntó, “cuando el enemigo ya está dentro, ¿qué razón queda para pelear?”
Kyra se enfureció.
“Tal vez los reyes no siempre merecen su título,” dijo ella perdiendo la paciencia. “Después de todo, los reyes son hombres, y los hombres cometen errores. Tal vez, a veces, el camino más honorable es desafiar a tu rey.”
Su padre suspiró sin prestarle mucha atención mientras observaba el fuego.
“Aquí en Volis hemos vivido bien comparado con el resto de Escalon. Nos permiten tener armas, armas verdaderas, no como en otros lugares en los que se les prohíbe todo el acero bajo pena de muerte. Nos permiten entrenar, nos dan la ilusión de libertad—sólo lo suficiente para mantenernos contentos. ¿Sabes por qué lo hacen?” le preguntó volteando a verla.
“Porque tú eras el mejor caballero del Rey,” respondió. “Porque quieren darte honores que se ajusten a tu rango.”
Él negó con la cabeza.
“No,” respondió. “Es sólo porque nos necesitan. Necesitan que Volis cuide de Las Flamas. Somos todo lo que se interpone entre Marda y ellos. Pandesia le teme a Marda más que a nosotros. Es sólo porque somos los Guardianes. Ellos patrullan a Las Flamas con sus propios hombres, sus propios reclutas, pero ningunos son tan efectivos como nosotros.”
Kyra pensó en ello.
“Siempre pensé que estábamos por encima de todo, por encima del alcance de Pandesia. Pero esta noche,” dijo con gravedad volteando a verla, “Me di cuenta de que no es así. Esta noticia…he esperado algo parecido por años. No me di cuenta del tiempo que pasó. Y a pesar de todos esos años de preparación, ahora que llegó…no hay nada que pueda hacer.”
Bajó la cabeza mientras ella lo miraba horrorizada, sintiendo como brotaba indignación dentro de ella.
“¿Estás diciendo que permitirás que me tomen?” preguntó. “¿Estás diciendo que no pelearás por mí?”
Su rostro se oscureció.
“Eres joven,” dijo con enojo, “ingenua. No entiendes cómo funciona el mundo. Ves sólo esta pelea y no el resto del reino. Si peleo por ti, si mis hombres pelean por ti, tal vez ganemos una batalla. Pero volverán, no con cien hombres, ni con mil, ni con diez mil, sino con un mar de hombres. Si peleo por ti, condeno a todo mi pueblo a la muerte.”
Sus palabras la cortaron como un cuchillo dejándola temblando por dentro, no sólo sus palabras, sino también la desesperanza dentro de ellas. Una parte de ella deseaba salir corriendo enferma y decepcionada de este hombre al que tanto había idolatrado. Sentía como si llorara por dentro por la traición.
Se puso de pie, temblando, y le frunció el ceño.
“Tú,” le dijo, “tú, siendo el más guerrero más grande de nuestra tierra, ¿estás asustado por proteger el honor de tu propia hija?”
Ella miró como su cara se enrojecía, humillado.
“Cuida lo que dices,” le advirtió.
Pero Kyra no se podía retractar.
“¡Te odio!” gritó.
Ahora fue el turno de él de levantarse.
“¿Quieres que toda nuestra gente sea asesinada?” le gritó de vuelta. “¿Todo por tu honor?”
Kyra no se pudo contener. Por primera vez desde que podía recordar, se echó a llorar herida profundamente por la falta de cuidado de su padre.
Se acercó para consolarla, pero ella bajó la cabeza y se volteó mientras lloraba. Entonces se controló y se volteó rápidamente limpiándose las lágrimas, mirando al fuego con los ojos llorosos.
“Kyra,” dijo él suavemente.
Ella volteó a verlo y miró que había lágrimas en sus ojos también.
“Por supuesto que pelearía por ti,” dijo. “Pelearía por ti hasta que mi corazón dejara de latir. Yo y todos mis hombres moriríamos por ti. Pero en la guerra que le seguiría tú también morirías. ¿Es eso lo que quieres?”
“¿Y mi esclavitud?” dijo de vuelta. “¿Es eso lo que tú quieres?”
Kyra sabía que estaba siendo egoísta, que se estaba poniendo primero ella, y esa no era su naturaleza. Por supuesto que no dejaría que toda su gente muriera por ella. Todo lo que quería era oír a su padre decir las palabras: Yo pelearé por ti. No importan las consecuencias. Tú eres primero. Tú importas más.
Pero él se mantuvo en silencio, y eso le dolió más que nada.
“¡Yo pelearé por ti!” dijo una voz.
Kyra se volteó sorprendida y vio a Aidan entrar en la habitación sosteniendo una pequeña lanza y tratando de expresar valentía en su rostro.
“¿Qué estás haciendo aquí?” dijo su padre. “Estoy hablando con tu hermana.”
“¡Y yo estaba escuchando!” dijo Aidan entrando mientras Leo iba hacia él y lo lamía.
Kyra no pudo resistir el sonreír. Aidan compartía la misma característica de desafío que ella, incluso si era demasiado joven y pequeño para que su habilidad coincidiera con su voluntad.
“¡Yo pelearé por mi hermana!” añadió. “¡Incluso contra todos los troles de Marda!”
Ella lo abrazó y le dio un beso en la frente.
Entonces se limpió las lágrimas y se volteó hacia su padre oscureciendo su mirada. Necesitaba una respuesta; necesitaba que él lo dijera.
“¿No te importo yo más que tus hombres?” preguntó ella.
Él la miró con sus ojos llenos de dolor.
“Tú me importas más que el mundo,” dijo. “Pero no sólo soy padre—soy un Comandante. Mis hombres también son mi responsabilidad. ¿Puedes entender eso?”
Ella frunció el ceño.
“¿Y en dónde se traza esa línea, padre? ¿Cuándo exactamente importa más tu gente que tu familia? Si el secuestro de tu propia hija no es esa línea, ¿entonces cuál es? Estoy segura de que si se tratara de uno de tus hijos, entonces irías a la guerra.”
Él oscureció el semblante.
“No se trata de eso,” respondió.
“¿De verdad?” dijo con determinación. “¿Por qué vale la vida de un chico más que la de una chica?”
Su padre se enfureció respirando con fuerza y aflojando su chaleco, estaba más agitado de lo que nunca lo había visto.
“Hay otra forma,” dijo finalmente.
Ella lo miró confundida.
“Mañana,” dijo lentamente con su voz tomando un tono de autoridad, como si hablara con sus concejales, “elegirás a un chico, a cualquier chico que te guste de entre nuestra gente. Estarán casados antes del atardecer. Cuando vengan los Hombres del Señor, estarás casada. Intocable. Estarás segura aquí con nosotros.”
Kyra lo miraba de vuelta horrorizada.
“¿De verdad esperas que me case con un chico extraño?” preguntó. “¿Elegir uno como si nada? ¿Alguien a quien no amo?”
“¡Lo harás!” gritó su padre con determinación y enrojeciendo el rostro. “Si tu madre estuviera viva, ella se encargaría de esto—ella lo hubiera hecho de hace tiempo atrás, desde antes de que sucediera esto. Pero no lo está. Tú no eres un guerrero, eres una chica. Y las chicas se casan. Y este es el final del asunto. Si no has elegido a un esposo para el final del día, yo elegiré uno para ti; ¡y ya no se hablará más de esto!”
Kyra lo miraba con disgusto y enojo—pero sobre todo, decepcionada.
“¿Entonces así es como el gran Comandante Duncan gana batallas?” preguntó tratando de herirlo. “¿Encontrando lagunas en la ley para esconderse de su ocupante?”
Kyra no esperó una respuesta y se dio la vuelta saliendo corriendo de la habitación, con Leo a su lado, y azotó la gruesa puerta de roble detrás de ella.
“¡KYRA!” gritó su padre—pero el golpe de la puerta amortiguó su voz.
Kyra pasó por el corredor sintiendo todo su mundo moviéndose dentro de ella, como si ya no estuviera caminando en terreno firme. Se dio cuenta con cada paso de que ya no podía quedarse allí. Que su presencia los pondría en peligro a todos. Y eso era algo que no podía permitir.
Kyra no podía entender las palabras de su padre. Ella nunca se casaría con nadie que no amara. Ella nunca simplemente se rendiría a vivir una vida doméstica como el resto de las mujeres. Preferiría primero morir. ¿Es que él no lo sabía? ¿Es que no conocía a su propia hija?
Kyra se detuvo en su habitación, se puso las botas de invierno, se arropó con sus pieles más gruesas, tomó su arco y su bastón y siguió caminando.
“¡KYRA!” sonó la voz enojada de su padre en algún lugar del corredor.
Ella no le daría oportunidad de alcanzarla. Siguió caminando pasando corredor tras corredor determinada a no volver a ver a Volis nunca más. Lo que sea que la esperara allá afuera, en el mundo real, lo enfrentaría sin dudar. Sabía que podía morir, pero al menos sería su decisión. Al menos no viviría de acuerdo a los deseos de otra persona.
Kyra llegó a la puerta principal de la fortaleza con Leo a su lado y los sirvientes, de pie junto a las gastadas antorchas, la miraron confundidos.
“Mi señora,” dijo uno. “Es tarde. La tormenta arrecia.”
Pero Kyra se mantuvo ahí, determinada, hasta que finalmente se dieron cuenta de que no se echaría para atrás. Intercambiaron una mirada incierta y entonces cada uno se acercó y abrieron lentamente la gruesa puerta.
En el momento en que lo hicieron, una helada ráfaga de viento aulló y la golpeó en el rostro con el viento azotando rastros de nieve. Se ajustó más las pieles y miró hacia abajo viendo como la nieve le llegaba hasta las espinillas.
Kyra salió hacia la nieve sabiendo que era peligroso hacerlo de noche, con el bosque lleno de criaturas, avezados delincuentes y a veces troles. Especialmente en esta noche de todas las noches, la Luna de Invierno, la única noche del año en que se suponía deberían mantenerse adentro con las puertas abarrotadas, la noche en la que los muertos cruzaban los mundos y cualquier cosa podría pasar. Kyra miró hacia arriba y vio a la enorme y rojiza luna colgando en el horizonte como si la desafiara.
Kyra respiró profundo, dio el primer paso y no volteó hacia atrás, lista para enfrentarse a lo que fuera que trajera la noche.
CAPÍTULO OCHO
Alec se sentó en la herrería de su padre con el gran yunque de hierro enfrente, muy gastado por años de uso, levantó su martillo y golpeó en el acero caliente brillante de una espada que acababa de sacar del fuego. Sudaba con frustración tratando de sacar su furia con el martillo. Habiendo llegado apenas a los dieciséis años, era más chico que la mayoría de los otros chicos pero también más fuerte, con hombros anchos, músculos crecientes, y una gran cabellera ondulada negra que caía pasando sus ojos. Alec no era uno que se rendía fácilmente. Su vida había sido dura, como este hierro, y al sentarse junto al fuego retirando el cabello de los ojos con el dorso de la mano, cavilaba contemplando la noticia que acababa de recibir. Nunca había sentido tal desesperación. Golpeó el martilla una y otra vez y mientras el sudor caía de su frente chillando en la espada, quería desaparecer todos sus problemas con el martillo.
Toda su vida Alec había sido capaz de controlar cosas, de trabajar lo que fuera necesario para arreglarlo todo. Pero ahora, por primera vez en su vida, tenía que sentarse a observar cómo llegaba la injusticia a su pueblo, a su familia—y no había nada que él pudiera hacer.
Alec golpeó una y otra vez con el metal silbando en sus oídos y sudor ardiendo en sus ojos sin que le importara. Quería golpear en el hierro hasta que no quedara nada y, mientras golpeaba, no pensaba en la espada sino en Pandesia. Los mataría a todos si pudiera, a estos invasores que venían a llevarse a su hermano. Alec golpeaba la espada imaginando que eran sus cabezas, deseando poder tomar el destino con sus manos y moldearlo a su gusto, deseando ser lo suficientemente poderoso para enfrentarse a Pandesia él mismo.
Hoy, la Luna de Invierno, era su día más odiado, el día en que Pandesia recorrió todas las aldeas en Escalon y reclutó a todos los chicos que habían llegado a los dieciocho años para servicio en Las Flamas. Alec, faltándole dos años, estaba a salvo. Pero su hermano, Ashton, que había cumplido dieciocho en la última cosecha, no. ¿Por qué Ashton de entre todos? Se preguntaba. Ashton era su héroe. A pesar de haber nacido con el pie zambo, siempre tenía una sonrisa en su rostro, una disposición alegre—más alegre que Alec—y siempre había hecho lo mejor de su vida. Era lo opuesto de Alec que sentía todo en lo profundo, que siempre se atrapaba en una tormenta de emociones. Sin importar cuanto trataba de ser feliz como su hermano, Alec no podía controlar sus pasiones y generalmente terminaba rumiando. Le habían dicho que tomaba la vida muy enserio, que tenía que relajarse; pero para él, la vida era un asunto serio y duro, y simplemente no sabía cómo.
Ashton, por otro lado, era calmado y balanceado y feliz a pesar de su posición en la vida. También era un buen herrero como su padre, y ahora él solo era el que proveía a la familia especialmente después de la enfermedad de su padre. Si Ashton era llevado, su familia caería en la pobreza. Y peor, Alec quedaría destrozado pues había escuchado las historias y sabía que la vida de recluta significaría la muerte para su hermano. Con el pie zambo de Ashton, era cruel e injusto de Pandesia el llevarlo. Pero Pandesia no era conocida por su compasión, y Alec tenía el desagradable sentimiento de que este era el último día en que su hermano estaría en casa.
No eran una familia adinerada no vivían en una aldea pudiente. Su hogar era sólo lo suficiente, una pequeña casa de una sola planta con una herrería adjunta en los márgenes de Soli, a un día de distancia de la capital cabalgando al norte y a un día del Bosque Blanco hacia el sur. Era una aldea tranquila rodeada de tierra en una campiña alejada de la mayoría de las cosas—un lugar con el que se encontraban las personas en su camino a Andros. Su familia tenía el suficiente pan para cada día—y era todo lo que deseaban. Usaban sus habilidades con el hierro en el mercado y esto les daba todo lo que necesitaban.
Alec no deseaba mucho en la vida, pero sí buscaba justicia. Se estremecía al pensar en su hermano siendo arrebatado para servir a Pandesia. Había escuchado las historias de lo que era ser un recluta, servir como guarda en Las Flamas que ardían todo el día y toda la noche, convertirse en un Guardián. Alec había escuchado que los esclavos Pandesianos que cuidaban Las Flamas eran hombres duros, esclavo de todo el mundo, reclutas, criminales, y lo peor del ejército Pandesiano. La mayoría no eran nobles guerreros de Escalon, no eran los nobles Guardianes de Volis. Alec había escuchado que el mayor peligro en Las Flamas no eran los troles, sino los otros Guardianes. Sabía que Ashton no podría protegerse; era un buen herrero, pero no un peleador.
“¡ALEC!”
El chillido del tono de su madre atravesó el aire imponiéndose sobre el martilleo.
Alec bajó su martillo y respiraba fuerte sin darse cuenta de lo duro que había trabajado y se limpió la frente con el dorso de su mano. Volteó y observó a su madre asomándose con desaprobación junto al marco de la puerta.
“¡Te he estado llamando por diez minutos!” dijo con dureza. “¡La cena está lista! No tenemos mucho tiempo antes de que lleguen y todos te estamos esperando. ¡Ven de una vez!”
Alec salió de su meditación, bajó su martillo, se levantó a regañadientes y halló su camino entre el amontonado taller. No podía posponer lo inevitable.
Entró a la casa a través de la puerta abierta pasando a su decepcionada madre y se detuvo a observar la mesa que estaba preparada con lo mejor, que no era mucho. Era una sencilla tabla de madera y cuatro sillas de madera y una copa de plata había sido colocada en el centro, la única cosa de valor que poseía la familia.
Sentados en la mesa y esperándolo estaban su hermano y su padre con tazones de estofado delante de ellos.
Ashton era alto y delgado con rasgos oscuros, mientras que su padre a su lado era un hombre largo y el doble de ancho que Alec, con una crecida barriga, frente baja, cejas gruesas y las manos callosas de un herrero. Se parecían entre ellos pero ninguno se parecía a Alec, a quien siempre le habían dicho que con sus brillantes ojos verdes y cabello ondulado y desordenado se parecía a su madre.
Alec los miró y de inmediato notó el miedo en el rostro de su hermano y la ansiedad en su padre, ambos dando apariencia de estar en un velatorio. Sintió un hoyo en el estómago al entrar en la habitación. Cada uno tenía un tazón de estofado delante y, mientras Alec se sentaba adelante de su hermano, su madre también le pasó un tazón y luego se sentó tomando uno ella también.
Aunque ya había pasado la hora de la cena y para este momento generalmente ya estaba hambriento, Alec apenas podía olerlo con el estómago revuelto.
“No tengo hambre,” murmuró rompiendo el silencio.
Su madre le dio una mirada fría.
“No me importa,” dijo. “Comerás lo que se te da. Esta tal vez sea nuestra última comida juntos como familia, no le faltarás al respeto a tu hermano.”
Alec volteó hacia su madre, una mujer común en sus cincuenta con un rostro que reflejaba una vida de dificultades, y vio la determinación en los deslumbrantes ojos verdes que lo miraban, el mismo aspecto determinado que tenía él mismo.
“¿Podemos entonces pretender que nada está pasando?” preguntó.
“También es nuestro hijo,” respondió. “Tú no eres el único aquí.”
Alec volteó hacia su padre con un sentimiento de desesperación.
“¿Dejarás que suceda, padre?” preguntó.
Su padre frunció el ceño pero se mantuvo callado.
“Arruinas una encantadora comida,” dijo su madre.
Su padre levantó una mano y cayó el silencio. Volteó hacia Alec y le dio una mirada.
“¿Y qué deseas que haga?” le preguntó con voz seria.
“¡Tenemos armas!” insistió Alec esperando una pregunta como esta. “¡Tenemos acero! ¡Somos unos de los pocos que lo tienen! ¡Podemos matar a cualquier soldado que se le acerque! ¡Nunca se lo esperarán!”
Su padre negó con desaprobación.
“Son los sueños de un hombre joven,” dijo. “Tú, que nunca has matado a un hombre en tu vida. Supongamos que matas al soldado que tome a Ashton—¿y qué hay de los doscientos detrás de él?”
“¡Entonces escondamos a Ashton!” insistió Alec.
Su padre negó con la cabeza.
“Tienen una lista de cada muchacho en esta aldea. Saben que está aquí. Si no lo entregamos, nos matarán a cada uno de nosotros.” Suspiró molesto. “¿Crees que no he pensado en todas estas cosas muchacho? ¿Crees que eres el único al que le importa? ¿Crees que quiero que envíen lejos a mi único hijo?”
Alec se detuvo confundido por sus palabras.
“¿A qué te refieres con único hijo?” preguntó.
Su padre se sonrojó.
“No dije único; dije mayor.”
“No, dijiste único,” insistió Alec confundido.
Su padre se enrojeció y levantó la voz.
“¡Deja de centrarte en eso!” gritó. “No en un momento como este. ¡Dije mayor y eso es a lo que me refería y eso es todo! ¡No quiero que se lleven a mi muchacho tanto como tú no quieres que se lleven a tu hermano!”
“Alec, relájate,” dijo una voz compasiva, la única calmada en la habitación.
Alec volteó a través de la mesa para mirar a Ashton sonriéndole, bien compuesto como siempre.
“Todo estará bien, mi hermano,” dijo Ashton. “Voy a servir mi deber y regresaré.”
“¿Regresar?” repitió Alec. “Toman a Guardianes por siete años.”
Ashton sonrió.
“Entonces te veré en siete años,” respondió sonriendo aún más. “Espero que estés más alto que yo para entonces.”
Así era Ashton, siempre tratando de que Alec se sintiera mejor, siempre pensando en los demás, incluso en momentos como este.
Alec sintió su corazón romperse.
“Ashton, no puedes ir,” insistió. “No sobrevivirás Las Flamas.”
“Yo—” Ashton empezó.
Pero sus palabras fueron interrumpidas por una gran conmoción afuera. Vino el sonido de caballos cabalgando en la aldea, de hombres clamando. Toda la familia se vio el uno al otro con miedo. Se sentaron congelados mientras las personas empezaron a apurarse afuera de la ventana. Alec ya podía ver a todos los muchachos y familias alineándose afuera.
“No tiene sentido posponerlo ahora,” dijo su padre levantándose y poniendo sus palmas en la mesa, su voz rompiendo el silencio. “No debemos sufrir la deshonra de que entren a nuestra casa y lo arrastren afuera. Debemos formarnos afuera con los otros con orgullo, y oremos para que cuando vean el pie de Ashton se comporten como humanos y lo dejen quedarse.”
Alec se levantó a regañadientes de la mesa mientras los otros salían de la casa.
Mientras salía a la fría noche, Alec se sorprendió con lo que vio: había una conmoción en la aldea como nunca antes. Las calles brillaban con antorchas y todos los muchachos mayores de dieciocho estaban formados, con sus familias a sus lados nerviosas y observando. Nubes de polvo llenaban las calles mientras las caravanas de Pandesianos entraban en la aldea, docenas de soldados en la armadura escarlata de Pandesia en carruajes impulsados por grandes sementales. Detrás de ellos remolcaban carrozas hechas de barras de hierro que se sacudían en la carretera.
Alec examinó las carrozas y vio que estaban llenas de muchachos de todo el país, observando con rostros duros y asustados. Se sobresaltó al verlo pensando en lo que le esperaba a su hermano.
Todos se detuvieron en la aldea y cayó un silencio tenso mientras todos esperaban sin aliento.
El comandante de los soldados Pandesianos saltó de su carruaje, un soldado alto sin bondad en sus ojos negros y una gran cicatriz en una de sus cejas. Caminó lentamente examinando las filas de muchachos con la ciudad tan silenciosa que se podían oír sus espuelas tintineando mientras pasaba.
El soldado inspeccionó a cada muchacho levantando sus barbillas y mirándolos a los ojos, tocando sus hombros, empujando a cada uno para probar su equilibrio. Asintió con la cabeza al pasar y mientras lo hacía, sus soldados detrás tomaban a los muchachos y los metían en los carros. Algunos muchachos fueron silenciosos; pero algunos protestaron, y estos fueron rápidamente golpeados con mazos y echados en los carros junto con los otros. A veces una madre lloraba o un padre gritaba—pero nada podía detener a los Pandesianos.
El comandante continuó, despojando a la aldea de sus bienes más valiosos, hasta que finalmente se detuvo enfrente de Ashton al final de la línea.
“Mi hijo es cojo,” dijo su madre rápidamente con desesperación. “Sería inútil para ustedes.”
El soldado miró a Ashton de arriba a abajo y se enfocó en su pie.
“Súbete los pantalones,” dijo, “y quítate la bota.”
Ashton lo hizo apoyándose en Alec para balancearse, y mientras Alec lo miraba, conocía a su hermano lo suficiente para saber que estaba humillado; su pie siempre había sido una fuente de vergüenza para él, más pequeño que el otro, torcido y destrozado, obligándolo a cojear mientras caminaba.
“También trabaja para mí en la herrería,” añadió el padre de Alec. “Es nuestra única fuente de ingreso. Si se lo llevan, la familia no tendrá nada. No podremos sobrevivir.”
El comandante, terminando de examinar su pie, le hizo un gesto para que Ashton se volviera a poner la bota. Entonces se volvió y miró al padre con ojos firmes y fríos.
“Ahora vives en nuestra tierra,” dijo con una voz pesada, “y tu hijo ahora es nuestra propiedad para hacer lo que queramos. ¡Llévenselo!” ordenó el comandante y al hacerlo, los soldados se acercaron.
“¡NO!” lloró la madre de Alec desconsolada. “¡NO A MI HIJO!”
Se apresuró y tomó a Ashton asiéndose de él y cuando lo hizo, un soldado Pandesiano se acercó y la golpeó en el rostro con el dorso de su mano.
El padre de Alec tomó el brazo del soldado y al hacerlo varios soldados se le echaron encima y lo derribaron.
Mientras Alec observaba viendo a los soldados llevarse a Ashton, no pudo resistirlo más. La injusticia de todo esto era demasiada—sabía que no podría vivir con esto por el resto de sus días. La imagen de su hermano siendo arrastrado quedaría impresa en su mente para siempre.
Algo dentro de él se desató.
“¡Llévenme en su lugar!” dijo Alec gritando e involuntariamente acercándose y poniéndose entre Ashton y los soldados.
Todos se detuvieron y lo observaron claramente sorprendidos.
“¡Somos hermanos de la misma familia!” continuó Alec. “La ley dice que tomen a un muchacho de cada familia. ¡Dejen que yo sea ese muchacho!”
El comandante se acercó y lo miró con recelo.
“¿Y qué edad tienes muchacho?” demandó.
“¡Ya he pasado los dieciséis años!” exclamó con orgullo.
Los soldados rieron mientras el comandante se burló.
“Eres muy joven para ser recluta,” concluyó despidiéndolo.
Pero mientras se volteaba para irse, Alec se apresuró adelanta rehusándose a ser despedido.
“¡Yo soy mejor soldado que él!” insistió Alec. “Puedo arrojar una lanza más lejos y cortar más profundo con una espada. Mi puntería es mejor y soy más fuerte que muchachos el doble de mi edad. Por favor,” suplicó. “Dame una oportunidad.”
Mientras el comandante lo miraba, Alec, a pesar de su confianza fingida, estaba aterrorizado por dentro. Sabía que había tomado un gran riesgo: fácilmente podría haber sido echado en prisión o matado por esto.
El comandante lo examinó por lo que pareció una eternidad, con toda la aldea en silencio, hasta que finalmente les hizo una señal a sus hombres.
“Dejen al cojo,” ordenó. “Tomen al chico.”
Los soldados arrojaron a Ashton y se acercaron tomando a Alec, y en tan sólo un momento, Alec sintió como era arrastrado. Todo sucedió tan rápido que no pareció real.
“¡NO!” lloró la madre de Alec.
Él la miró llorando mientras era arrastrado y arrojado con severidad dentro del carro de hierro junto con los otros muchachos.
“¡No!” gritó Ashton. “¡Dejen a mi hermano en paz! ¡Llévenme a mí!”
Pero no había más que hacer. Alec fue arrojado dentro del carro que apestaba a olor corporal y miedo, chocando con otros muchachos que lo empujaron con rudeza, y la puerta de hierro fue azotada detrás de él haciendo un eco. Alec sintió un gran alivio al haber salvado la vida de su hermano, sentimiento que era mayor a su miedo. Había dado su vida por la de su hermano—y lo que fuera que pasara ahora importaría muy poco comparado con eso.