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"Parece que se te ha acabado tu suerte, niña," dijo el chico que era el líder.
Scarlet estaba pensando exactamente lo mismo.
CAPÍTULO TRES
Sam se despertó con un terrible dolor de cabeza. Se agarraba la cabeza con las dos manos, tratando de que el dolor desapareciera. Pero no había caso. Sentía como si el mundo entero estuviera cayendo sobre su cráneo.
Sam trató de abrir los ojos para averiguar dónde estaba pero el dolor era insoportable. La cegadora luz solar rebotaba en la roca del desierto y lo obligaba a protegerse los ojos y bajar la cabeza. Sintió que estaba acostado sobre el rocoso suelo de un desierto, sentía el calor seco y el polvo en la cara. Se acurrucó en posición fetal y sostuvo su cabeza con más fuerza, tratando de que el dolor desapareciera.
De golpe, empezó a recordar.
En primer lugar, se acordó de Polly.
Recordó la noche de bodas de Caitlin. La noche cuando le propuso matrimonio. Ella le decía que sí. Veía la alegría en su rostro.
Recordó el día siguiente. Iba a cazar. Estaba entusiasmado por la noche por venir.
Luego, la encontraba. En la playa. Estaba muriendo. Ella le decía de su bebé.
Olas de dolor lo invadieron. Era más de lo que podía soportar. Era como una pesadilla terrible que vivía una y otra vez y no podía detenerla. Sentía que le habían arrebatado todo lo que tenía por vivir para, todo en un momento. Polly. El bebé. La vida tal como la conocía.
Deseó haber muerto en ese momento.
Entonces se acordó de su venganza. Su rabia. Tenía que matar a Kyle.
Y el momento cuando todo cambió para él. Recordó cuando el espíritu de Kyle lo penetró. Recordó la indescriptible sensación de rabia mientras el espíritu, el alma y la energía de otra persona lo invadía, poseyéndolo por completo. Cuando Sam dejó de ser quien era. Cuando se convirtió en otra persona.
Sam abrió completamente los ojos y percibió lo que ya sabía, que brillaban con un color rojo brillante. Sabía que no eran suyos. Sabía que ahora eran de Kyle.
Sintió el odio de Kyle, sintió su poder correr a través de él, a través de cada onza de su cuerpo, de sus dedos de los pies, a través de las piernas, los brazos, hasta la cabeza. Sentía el deseo de Kyle de destruir pulsar a través de cada onza de su ser, como si fuera un ser viviente, como algo pegado en su cuerpo que no se podía quitar. Sentía que ya no estaba en control de sí mismo. Una parte de él extrañaba al viejo Sam, quién había sido. Pero otra parte de él sabía que ya nunca iba a volver a ser esa persona.
Sam oyó un silbido y abrió los ojos. Su cara estaba sobre las rocas del desierto y, al levantar la vista, vio una serpiente de cascabel a pocos centímetros de distancia. Los ojos de la serpiente miraban a Sam, como si estuviera en comunión con él y compartiera su energía. La rabia de la serpiente era igual a la suya y estaba a punto de atacarlo.
Pero Sam no tenía miedo. Por el contrario, sintió una una rabia no sólo igual a la de la serpiente sino mayor. Y con mejores reflejos.
En la fracción de segundo en que la serpiente se preparaba para atacar, Sam se le adelantó: extendió su mano, agarró en el aire a la serpiente por la garganta y evitó que lo mordiera a tan una pulgada de distancia de su rostro. Sam sostuvo los ojos de la serpiente frente a los suyos, mirándola de tan cerca que podía oler su aliento, sus largos colmillos estaban a sólo una pulgada de distancia, muriéndose por entrar en la garganta de Sam.
Pero Sam la sometió. La apretó más y más hasta que le quitó la vida. La víbora quedó inerte en su mano, aplastada, muerta.
Él se hizo hacia atrás y lo arrojó por el desierto.
Sam se puso de pie y observó el entorno. Todo a su alrededor era tierra y rocas, un desierto interminable. Se volvió y se dio cuenta de dos cosas: en primer lugar, había un grupo de niños pequeños, vestidos con harapos que lo miraban con curiosidad. Cuando giró hacia ellos, los niños se dispersaron y corrieron como si un animal salvaje estuviera emergiendo de una tumba. Sam sintió que la rabia de Kyle lo atravesaba y tuvo ganas de matarlos.
Pero luego notó hizo algo que lo hizo cambiar de parecer. La muralla de una ciudad. Un inmensa muro de piedra que se elevaba cientos de metros y se extiende sin fin. Entonces Sam se dio cuenta: se había despertado a las afueras de una ciudad antigua. Ante él había una enorme puerta arqueada por la que entraban y salían decenas de personas vestidas con ropa sencilla. Se veían como si estuvieran en la época romana, vestidos con túnicas simples. El ganado también, entraba y salía apresuradamente, y Sam lograba sentir la intensidad y el ruido de las multitudes tras las paredes.
Sam dio unos pasos hacia la puerta mientras los niños se alejaban de él como si fuera un monstruo. Se preguntó cómo se vería que daba miedo. Pero no le importó. Quería entrar en esa ciudad para averiguar por qué había aterrizado allí. Pero a diferencia del viejo Sam, no sentía la necesidad de explorarla: más bien tenía la necesidad de destruirla. De romper esa ciudad en pedazos.
Una parte de él trató de sacudirse esa idea y recuperar al viejo Sam. Se forzó a pensar en algo que pudiera traerlo de vuelta. Trató de pensar en su hermana, Caitlin. Pero la imagen era muy borrosa y, por mucho que lo intentó, no pudo convocar su cara. Trató de recordar sus sentimientos por ella, su misión compartida, su padre. En el fondo, sabía que quería protegerla, quería ayudarla.
Pero esa pequeña parte pronto fue eclipsada por la nueva parte viciosa. Apenas podía reconocerse a sí mismo. Y el nuevo Sam lo obligó a abandonar esos pensamientos y seguir adelante a la ciudad.
Sam entró por las puertas de la ciudad dando codazos a la gente. Una anciana, que cargaba una canasta sobre su cabeza, se acercó demasiado, y él la golpeó con fuerza en el hombro haciéndola volar golpeando su cesta y desparramando las frutas por todas partes.
"¡Hey!", un hombre grito. “¡Mira lo que hiciste! ¡Pídele una disculpa!"
El hombre se dirigió a Sam y estúpidamente, extendió su mano y agarró su abrigo. El hombre debió haberse dado cuenta de que el abrigo ceñido, negro y de cuero no era común. El hombre debió haberse dado cuenta de que la ropa de Sam era de otro siglo, y que Sam era el último hombre con quien quería meterse.
Sam miró la mano del hombre como si fuera un insecto, y luego le agarró la muñeca y, con la fuerza de un centenar de hombres, se la dio vuelta. El hombre abrió sus ojos con miedo y dolor, mientras Sam seguía torciendo su muñeca. Finalmente, el hombre se volvió de lado y cayó sobre sus rodillas. Sin embargo, Sam siguió retorciéndosela hasta que oyó un crujido repugnante, y el hombre gritó por el brazo roto.
Sam se inclinó hacia atrás y pateó al hombre con fuerza en la cara, dejándolo inconsciente sobre el suelo.
Un pequeño grupo de transeúntes que había estado observando se apartó de Sam dándole todo el espacio para que siguiera su camino. Nadie quería estar cerca de él.
Sam siguió caminando hacia la multitud y pronto estaba rodeado por más y más gente. Se mezcló con una corriente interminable de humanos. No sabía qué camino seguir, pero lo abrumó un nuevo deseo. Lo inundó el deseo de alimentarse. Quería sangre. Quería carne fresca.
Sam se dejó llevar por sus sentidos que lo condujeron por un callejón. Al descender más y más, el callejón se hizo estrecho, más oscuro, más alto y aislándose del resto de la ciudad. Era una parte sórdida de la ciudad, y la multitud se veía más marginal.
Mendigos, borrachos y prostitutas llenaban las calles, y Sam pasó junto a varios hombres gordos, pícaros, sin afeitar, sin algunos dientes, que se tropezaban al caminar. Sam se inclinaba y chocaba con ellos, enviándolos volando en todas direcciones. Sabiamente, ninguno se detuvo a desafiarlo, aparte de gritar un indignado "¡Hey"
Sam siguió su camino y de pronto se encontró en una pequeña plaza. De pie en el centro, de espaldas a él, había un círculo de una docena de hombres, vitoreando. Sam se acercó y se abrió paso para ver qué estaban vitoreando.
En medio del círculo había dos gallos quitándose pedazos, estaban cubiertos de sangre. Sam vio a los hombres hacer sus apuestas, intercambiando monedas antiguas. Peleas de gallos. El deporte más antiguo del mundo. Habían pasado muchos siglos, y sin embargo, nada había cambiado.
Sam ya había visto suficiente. Se estaba poniendo ansioso y sintió la necesidad de crear algo de caos. Entró al centro del anillo, hasta donde estaban los dos pájaros. La multitud estalló en un grito de indignación.
Sam no les hizo caso. Agarró a uno de los gallos por su garganta, lo levantó y lo hizo girar sobre su cabeza. Hubo un crujido, hasta que el animal se aflojó en su mano con el cuello roto.
Los colmillos de Sam se alargaron y los hundió en el cuerpo del gallo. Su boca se llenó de sangre que se derramó corriendo por la cara y sus mejillas. Insatisfecho, arrojó el pájaro. El otro gallo corrió tan rápido como pudo.
Claramente sorprendida, la multitud se quedó mirando a Sam. Pero éstos eran tipos rudos que no se asustaban fácilmente. Lo miraron enfurecidos, iban a enfrentarlo.
“¡Arruinaste nuestro deporte!", uno de ellos protestó.
“¡Vas a pagar por esto!" gritó otro.
Varios hombres corpulentos sacaron puñales cortos y se lanzaron sobre Sam, querían acuchillarlo.
Sam apenas se estremeció. Vio como todo sucedía en cámara lenta. Con sus reflejos un millón de veces más rápidos, simplemente extendió la mano, agarró en el aire la muñeca del hombre y se la retorció con el mismo movimiento, rompiendo su brazo. Luego se inclinó hacia atrás y le dio una patada en el pecho, mandándolo volando de regreso al círculo.
Cuando otro hombre se acercó, Sam se lanzó hacia adelante y lo golpeó. Se acercó y, antes de que el hombre pudiera reaccionar, hundió sus colmillos en su garganta. Sam bebió profundamente, la sangre se chorreaba por todas partes mientras el hombre gritaba de dolor. En unos momentos, Sam le succionó vida, y el hombre se desplomó inconsciente sobre el suelo.
Llenos de terror, los demás miraron. Era claro de que estaban frente a un monstruo.
Sam dio un paso hacia ellos, y todos se volvieron y salieron corriendo. Desaparecieron como moscas y, en unos segundos, Sam era el único que quedaba en la plaza.
Los había vencido. Pero no le era suficiente. No había satisfacción a la sangre y la muerte y la destrucción que ansiaba. Quería matar a todos los hombres de esa ciudad. Ni siquiera eso sería suficiente. No poder encontrar satisfacción lo frustraba infinitamente.
Se echó hacia atrás, miró al cielo, y rugió. Era el grito de un animal que había sido liberado. Su grito de angustia se disparó en el aire y reverberó en las paredes de piedra de Jerusalén, más fuerte que las campanas, más fuerte que los rezos. Por unos momentos, el rugido sacudió las paredes y abarcó la totalidad de la ciudad, de uno a otro extremo mientras sus habitantes se detuvieron, escucharon y aprendieron a temer.
En ese momento, supieron que había un monstruo suelto en la ciudad.
CAPÍTULO CUATRO
Caitlin y Caleb caminaban por la empinada ladera de la montaña hacia la aldea de Nazaret. El terreno era rocoso, y se resbalaban más que caminaban por la ladera empinada, levantando tierra. A medida que avanzaban, el terreno comenzó a cambiar, la roca dio paso a matas de maleza y alguna palmera, y luego a hierba. Finalmente, llegaron a un olivar y caminaron en medio de hileras de olivos, mientras continuaban hacia la ciudad.
Caitlin miró de cerca las ramas y vio miles de pequeñas aceitunas que brillaban en el sol, y se maravilló de lo bonitas que eran. Cuanto más se acercaban a la ciudad, los árboles eran más verdes. Caitlin miró hacia abajo y desde ese punto pudo tener una vista de pájaro del valle y la ciudad.
Como un pequeño pueblo enclavado en medio de enormes valles, Nazaret apenas podía considerarse una ciudad. No parecía tener más de unos pocos cientos de habitantes y unas pocas docenas de edificios pequeños de un solo piso construidas de piedra. Varios parecían estar construidos con una piedra caliza blanca y, a lo lejos, Caitlin vio a aldeanos machacar las enormes canteras de piedra caliza que rodeaban la ciudad. Oía el eco de su martillos y veía el polvo de piedra caliza flotar en el aire.
Nazaret estaba rodeada por un sinuoso muro bajo de piedra de tal vez de diez metros de altura, que se veía antiguo, aun en esa época. En el centro había una amplia puerta arqueada abierta. Nadie hacía guardia en la puerta, y Caitlin supuso que no tenían ninguna razón; después de todo, se trataba de un pequeño pueblo en el medio de la nada.
Caitlin se preguntó por qué habían despertado en esa época y en ese lugar. ¿Por qué Nazaret? Pensó de nuevo y trató de recordar lo que sabía de Nazaret. Recordaba haber aprendido una vez algo al respecto, pero no podía recordarlo. ¿Y por qué el primer siglo? Había sido un salto espectacular desde la Escocia medieval, y de pronto extrañaba Europa. Este nuevo paisaje, con sus palmeras y el calor del desierto, era muy extraño. Más que nada, Caitlin se preguntó si Scarlet estaba detrás de esas paredes. Esperaba -rezó- para que estuviera allí. Tenía que encontrarla. No estaría tranquila hasta dar con ella.
Llena de expectativa, Caitlin atravesó con Caleb la puerta de la ciudad. Su corazón latía con fuerza ante la expectativa de encontrar a Scarlet-y averiguar por qué habían sido enviados a ese lugar, para empezar. ¿Estaría su papá allí, esperándola?
Cuando entraron a la ciudad, le impresionó su vitalidad. Las calles estaban llenas de niños corriendo, gritando, jugando. Los perros corrían libremente, al igual que los pollos. Las ovejas y los bueyes deambulaban por las calles, y afuera de las casa había un burro o camello atado a un poste. Vistiendo túnicas primitivas y túnicas, los pobladores caminaban tranquilamente, llevando cestas de mercancías sobre los hombros. Caitlin sentía que había entrado en una máquina del tiempo.
Mientras caminaban por las calles estrechas y pasaban junto a las casas pequeñas casas donde las ancianas lavaban la ropa a mano, la gente se detenía para mirarlos. Caitlin se dio cuenta de que debían verse fuera de lugar caminando por estas calles. Llevaba su moderno traje ajustado de batalla de cuero- y se preguntó qué estarían pensando esas personas. Quizás que era un extranjero que había caído del cielo. No los culpaba.
Frente a cada casa había alguien preparando la comida, vendiendo o trabajando en su oficio. Pasaron varias familias de carpinteros, el hombre estaba sentado fuera de la casa, serruchando, martillando, construyendo marcos para una cama, aparadores y ejes de madera para arados. En una casa, había un hombre construyendo una enorme cruz de varios metros de espesor y diez pies de largo. Caitlin se dio cuenta de que era una cruz donde alguien sería crucificado. La idea la estremeció y miró hacia otro lado.
Al doblar por otra calle, toda la cuadra estaba llena de herreros. Por todas partes volaban yunques y martillos, y se escuchaba el clang del metal, cada herrero parecía hacer el eco del otro. También, había pozos de barro con grandes llamas en su interior donde se calentaban trozos de metal al rojo vivo con el que se forjaban herraduras, espadas y todo tipo de piezas de metal. Sentados junto a sus padres, los niños, con sus rostros negros de hollín, observaban trabajar a sus padres. Caitlin se sintió mal de ver trabajar a los niños a una edad tan pequeña.
Caitlin buscaba por todas partes alguna señal de Scarlet, de su padre, alguna pista de por qué estaban allí, pero no vio nada que pudiera orientarla.
Doblaron por otra calle que estaba llena de ceramistas. Allí, los hombres esculpían enormes bloques de piedra caliza para producir estatuas, vasijas y enormes prensas planas. Al principio, Caitlin no supo para qué eran.
Caleb se acercó y señaló.
"Son prensas para vino," le dijo, como siempre leyendo su mente. "Y para las aceitunas. Los usan para aplastar las uvas y las aceitunas y así extraer el vino y el aceite. ¿Ver las manivelas?”
Caitlin los miró de cerca y admiró la destreza de los artesanos, las largas losas de piedra caliza, el intrincado trabajo del metal de los engranajes. Le sorprendió lo sofisticada que era su maquinaria, incluso para esa época y ese lugar. También le sorprendió una antigua nave de elaboración de vino. Allí estaba, miles de años en el pasado, y la gente todavía estaba haciendo botellas de vino y botellas de aceite de oliva al igual que en el siglo 21. Y mientras las miraba, se dio cuenta de que se parecían a las botellas de oliva y vino que conocía.
Un grupo de niños corrió junto a ella persiguiéndose unos a otros y riendo, levantando nubes de polvo que cubrieron los pies de Caitlin. Las carreteras no estaban pavimentadas en este pueblo que, probablemente, pensó, era demasiado pequeño para que se invirtiera en carreteras pavimentadas. Sin embargo, sabía que Nazaret había sido famosa por algo, y le molestaba no poder recordar de qué. Una vez más, le molestaba no haber prestado más atención en su clase de historia.
"Es el pueblo donde vivió Jesús," dijo Caleb, leyendo su mente.
Caitlin se puso roja toda vez que él pudo leer tan fácilmente los pensamientos. Ella no le ocultaba nada, pero aún así, no quería que leyera lo mucho que ella lo amaba. La apenaba.
"Él vive aquí?", ella preguntó.
Caleb asintió.
"Si hemos llegado en la época en que vivió aquí," dijo Caleb. "Es claro que estamos en el siglo uno. Lo sé por la forma de vestir y por la arquitectura. Estuve aquí una vez. Es muy difícil olvidar esta época y este lugar.”
Los ojos de Caitlin se abrieron ante la posibilidad.
"¿De verdad crees que podría estar aquí y ahora? ¿Jesús? ¿Caminando por aquí? ¿Aquí y ahora? ¿En este pueblo? "
Caitlin no podía hacerse a la idea. Trató de imaginarse doblando en la esquina y encontrándose con Jesús en la calle. No lo podía concebir.
Caleb frunció el ceño.
"No lo sé", dijo. "No estoy sintiendo que él esté aquí y ahora. Tal vez ya se fue.”
Caitlin no sabía qué decir. Miró a su alrededor totalmente asombrada.
¿Él podría estar aquí? se preguntó.
Estaba sin habla y sintió que su misión era aun más importante.
"Podría estar aquí, en esta época," dijo Caleb. "Pero no necesariamente en Nazaret. El viajó mucho. Belén. Nazaret. Capernaum y Jerusalén, por supuesto. No sé a ciencia cierta si estamos en la época exacta. Pero si lo estamos, él podría estar en cualquier lugar. Israel es un lugar muy grande. Si él estuviera aquí, en esta ciudad, lo percibiríamos.”
"¿Qué quieres decir?", preguntó Caitlin, con curiosidad. "¿Qué se siente?"
"No puedo explicarlo. Pero tú sabes. Es su energía. No se parece a nada de lo que hayas experimentado antes.”
De repente, un pensamiento cruzó la mente de Caitlin.
"¿Lo conociste?", le preguntó.
Caleb sacudió lentamente la cabeza.
"No, no de cerca. Una vez, yo estaba en la misma ciudad y en la misma época. Y la energía era abrumadora. A diferencia de cualquier otra cosa que hubiera sentido antes."
Una vez más, a Caitlin le sorprendieron todas las cosas que Caleb había visto, todas las tiempos y lugares en que había estado.
"Sólo hay una manera de averiguarlo", dijo Caleb. "Necesitamos saber qué año es. Pero el problema es, por supuesto, que nadie comenzó a contar los años, como lo hacemos nosotros, hasta mucho tiempo después de que Jesús murió. Después de todo, nuestro calendario se basa en el año de su nacimiento. Y cuando él vivía, nadie contaba los años a partir del nacimiento de Jesús, ¡la mayoría de la gente ni siquiera sabía quién era! Así que si le preguntamos a la gente qué año es, pensarán que estamos locos.”
Caleb, al igual que Caitlin, miró a su alrededor buscando alguna pista.
“Puedo percibir que está en esta época", dijo Caleb lentamente. "Sólo que no en este lugar."
Caitlin examinó el pueblo con mayor respeto.
"Pero este pueblo," ella dijo, “se ve tan pequeño, tan humilde. No es como un gran ciudad bíblica, como las he imaginado. Se ve como cualquier otra ciudad en el desierto.”
"Tienes razón", respondió Caleb, "pero aquí es donde vivió. No era un gran lugar. Fue aquí donde estuvo, entre estas personas.”
Siguieron caminando y cuando doblaron en una esquina, llegaron a una pequeña plaza en el centro de la ciudad. Era una pequeña y simple plaza alrededor de la cual había pequeños edificios, y en el centro había un aljibe. Unos hombres de edad avanzada estaban sentados bajo la sombra, sostenían bastones y miraban la plaza polvorienta y vacía.
Caminaron hasta el aljibe. Caleb volvió la manivela oxidada y poco a poco la cuerda gastada subió un cubo de agua.
Caitlin tomó el agua fría con las manos y salpicó su rostro. Se sentía muy fresca con ese calor. Salpicó su rostro de nuevo y luego su pelo largo, pasando sus manos por él. Estaba lleno de tierra y grasiento, el agua fría se sentía como el cielo. Habría dado cualquier cosa por ducharse. Se inclinó, tomó un poco más de agua con las manos y la bebió. Su garganta estaba reseca. Caleb hizo lo mismo.
Finalmente, se inclinaron contra el aljibe y observaron la plaza. No había ningún edificio especial ni ninguna pista que pudiera indicarles dónde estaban.
"Entonces, ¿a dónde vamos?", ella preguntó finalmente.
Caleb miró a su alrededor, entrecerrando los ojos protegiéndolos del sol con las manos. Parecía tan perdido como ella.
"No lo sé", dijo rotundamente. “No sé me ocurre nada."
"En otras épocas y lugares", continuó, "las iglesias y los monasterios siempre parecían guardar nuestras pistas. Pero en este período, no hay iglesias. No hay cristianismo. No hay cristianos. Después de que Jesús murió, la gente comenzó a crear una religión con su nombre. En esta época, sólo hay una religión. La religión de Jesús: el judaísmo. Después de todo, Jesús era judío.”
Caitlin trató de procesarlo todo. Todo era muy complejo. Si Jesús era judío, pensó, eso significaba que él debía haber rezado en una sinagoga. De repente, se le ocurrió algo.
"Entonces, tal vez el mejor lugar para buscar es donde Jesús oró. Tal vez deberíamos buscar una sinagoga.”
"Creo que tienes razón," dijo Caleb. "Después de todo, la otra práctica religiosa de ese tiempo, si se puede llamar así, era el paganismo -la adoración de los ídolos. Y estoy seguro de que Jesús no rezaría en un templo pagano.”
Caitlin miró alrededor de la ciudad entrecerrando los ojos, buscaba algún edificio que se asemejara a una sinagoga. Pero no vio ninguno. Todas eran modestas moradas.
"No veo nada", ella dijo. "Todos los edificios tienen el mismo aspecto. Sólo son pequeñas casas.”
"Yo tampoco," dijo Caleb.
Quedaron en silencio mientras Caitlin trataba de procesarlo todo. Su mente corría con varias posibilidades.
"¿Crees que mi papá y el escudo tienen algún tipo de conexión con todo esta lugar?", preguntó Caitlin. "¿Crees que si visitamos los lugares donde Jesús estuvo eso nos llevará con mi padre?"
Caleb entrecerró los ojos mientras pensaba en lo que Caitlin estaba diciendo.
“No lo sé," dijo finalmente. "Pero es claro que tu papá está guardando un gran secreto. Un secreto no sólo para la raza de los vampiros, sino para toda la humanidad. Un escudo o un arma que cambiará para siempre la naturaleza de toda la raza humana. Debe ser algo muy poderoso. Y me parece que quien esté destinado a conducirnos con tu padre, necesita ser alguien muy poderoso. Como Jesús. Tendría mucho sentido. Tal vez, para encontrar a uno, tenemos que encontrar antes al otro. Después de todo, tu cruz abrió muchos cerrojos y nos condujo hasta aquí. Y encontramos casi todas nuestras pistas en las iglesias y en los monasterios.”
Caitlin trató de pensar en todo. ¿Era posible que su papá conociera a Jesús? ¿Era uno de sus discípulos? La idea era impresionante aumentando el misterio en torno a su padre.
Ella se sentó sobre el borde del aljibe y mirando la aldea que parecía dormida, y no sabía qué hacer. No tenía idea de por dónde empezar a buscar. Nada llamaba su atención. Y además, se sentía cada vez estaba más desesperada por encontrar a Scarlet. Sí, quería encontrar a su papá más que nunca; las cuatro llaves le quemaban en el bolsillo. Pero no veía ninguna manera de usarlas, y era difícil concentrarse en su padre cuando estaba preocupada por Scarlet. La idea de que estaba sola por ahí le desgarraba el corazón. ¿Quién sabía si estaba a salvo?
Pero, tampoco tenía ninguna idea de dónde buscar a Scarlet. Se sentía más y más desesperanzada.
De repente, seguido de su rebaño de ovejas, un pastor entró por la puerta y caminó lentamente hacia la plaza. Llevaba una larga túnica blanca, y una capucha protegía su cabeza del sol; se dirigió hacia ellos, sosteniendo un bastón. Al principio, Caitlin pensó que estaba caminando directamente hacia ellos. Pero entonces se dio cuenta: el aljibe. Solamente quería algo de beber, y ellos estaban en el camino.
Mientras caminaba, las ovejas pululaban a su alrededor llenando la plaza, todas se dirigían hacia el pozo. Debían saber que había agua cerca. Rápidamente, Caitlin y Caleb estaban en el medio de la manada que los empujaba fuera de su paso. El balido impaciente de las ovejas llenaba el aire, mientras esperaban que el pastor las guiara.
Caitlin y Caleb se hicieron a un lado cuando el pastor se acercó al pozo, giró la manivela oxidada, y subió lentamente el cubo. Entonces, él se sacó la capucha.
Caitlin se sorprendió al ver que era joven. Tenía una gran mata de pelo rubio, una barba rubia y ojos azules brillantes. Él sonrió revelando las líneas de sol en su cara alrededor de sus ojos, y Caitlin sintió el calor y la bondad irradiar de él.
Tomó el cubo lleno de agua, y, a pesar del sudor en su frente y de que tenía sed, se volvió y vertió el primer cubo de agua en la pila en la base del pozo. Las ovejas se reunieron alrededor mientras bebían agua.
Caitlin tuvo la extraña sensación de que tal vez ese hombre sabía algo, que tal vez lo habían puesto en su camino por una razón. Si Jesús vivía en esa época, pensó, tal vez ese hombre había oído hablar de él.
Caitlin sintió una punzada de nerviosismo en el estómago mientras se aclaraba la garganta.
"¿Perdón?", le preguntó.
El hombre se volvió y la miró, y ella sintió la intensidad de sus ojos.
"Estamos buscando a alguien. Quizás sepas si él vive aquí.”
El hombre entrecerró los ojos, y Caitlin sintió como si él estuviera viendo a través de ella. Era algo muy extraño.
“Él vive”, respondió el hombre como si estuviera leyendo su mente. "Pero ya no está aquí."
Caitlin casi no lo podía creer. Era cierto.
“¿A dónde se fue?", preguntó Caleb. Caitlin percibió el interés su voz, y se dio cuenta que quería saber desesperadamente.
El hombre desvió la mirada hacia Caleb.
“Pues a la Galilea," el hombre respondió, como si fuera algo obvio. "Al mar."
Caleb entrecerró los ojos.
“¿Capernaum?", preguntó Caleb tentativamente.
El hombre asintió con la cabeza.
Los ojos de Caleb se abrieron reconociendo el lugar.
“Mucha gente lo está siguiendo", dijo el hombre crípticamente. "Búsquenlo y lo hallarán.”
De pronto, el pastor bajó la cabeza, se volvió y comenzó a alejarse, con las ovejas detrás. Se dirigía al otro lado de la plaza.
Caitlin no podía dejarlo ir. Todavía no. Tenía que averiguar más. Sentía que él estaba ocultando algo.
"¡Espera!" ella gritó.
El pastor se detuvo, se volvió y la miró fijamente.
"¿Conoces a mi padre?", ella le preguntó.
Para sorpresa de Caitlin, el hombre lentamente asintió con la cabeza.
"¿Dónde está?", preguntó Caitlin.
“Tú debes encontrarlo", dijo. “Eres quien carga las llaves."
"¿Quién es él?", preguntó Caitlin, desesperada por saber.
Poco a poco, el hombre negó con la cabeza.
“No soy más que un pastor en el camino."
“¡Pero no sé por dónde buscar!" Caitlin respondió desesperadamente. "Por favor. Tengo que encontrarlo.”
El pastor abrió lentamente su boca en una sonrisa.
"Siempre, el mejor lugar para buscar es donde te encuentras," él respondió.
Entonces, se cubrió la cabeza, dio media vuelta y cruzó la plaza. Atravesó la puerta arqueada y, un momento más tarde, se había ido junto con sus ovejas.
Siempre el mejor lugar para buscar es dónde te encuentras.
Sus palabras resonaron en la mente de Caitlin. De alguna manera, sintió que era algo más que una alegoría. Cuanto más lo pensaba, más sentía que era literal. Como si le hubiera dicho que había una pista allí, donde ella estaba.
De repente, Caitlin se volvió y buscó en el aljibe, el lugar donde habían estado sentados. Ahora, sentía algo.
Siempre el mejor lugar para buscar es dónde te encuentras.
Caitlin se arrodilló y pasó las manos por la antigua pared lisa de piedra. La palpó, estaba cada vez más segura de que había algo allí, que el pastor la había guiado a una pista.
"¿Qué estás haciendo?", Caleb le preguntó.
Caitlin buscó frenéticamente, examinando las grietas de todas las piedras, sabía que estaba por buen camino.
Finalmente, a mitad de camino alrededor del pozo, se detuvo. Encontró una grieta que era un poco más grande que las demás. Era lo suficientemente grande como para que pudiera meter su dedo. La piedra alrededor era un poco más suave, y la grieta era levemente más grande.
Caitlin metió la mano y trató de abrirla. De pronto, la piedra empezó a ceder, y luego a moverse. La piedra se soltó de la base del pozo. Caitlin se asombró de encontrar un pequeño escondite detrás.
Caleb se acercó acurrucándose sobre su hombro mientras ella se agachaba en la oscuridad. Sintió algo frío y metálico en la mano y lo sacó lentamente.
Caitlin levantó la mano hacia la luz y abrió lentamente la palma.
Y no pudo creer lo que había agarrado.